TATUAJE

Se taracea por punción con aguja o punzón, lezna o espina, cortando con cincel, o con peine de espinas de palma, o con laja de obsidiana, o por el fuego, o con huesos de ave marina y un pequeño martillo de madera, o con peine de raspas de pescado, o con agudos huesos de ave, o con pincel de fibra de coco, o con ascuas.

(Fragmento del poema ‘Tatuaje’ de Marina Arrate)

“No puede,(...)  haber belleza –belleza convulsiva- si no es gracias a la relación recíproca que une el movimiento del objeto y su quietud” De “El Amor Loco” André Breton

 

El tatuaje psíquico originario del ser humano es un escándalo.

Hago mías las palabras de Piera Aulagnier que dice: “se observa el principal escándalo del funcionamiento psíquico (...) que es el rechazo de la vida, en beneficio de la búsqueda de un estado de quietud y de un estado de no deseo. (...) La presencia de Tánatos es más escandalosa para el Yo [Je: el yo de la enunciación] que la del Eros: lo ya presente  del odio (deja-là)  es más perturbador que lo siempre presente del amor (toujours-là)”.

Hasta 1920 en que Freud introduce los conceptos expuestos en “Más allá del principio del placer”, en la lectura de lo psíquico se impone la visión funcionalista, es decir que toda producción humana es interpretada como el cumplimiento del principio del placer, (más bien del dominio del inconsciente)  que sólo encuentra su limitación en el principio de realidad que se pretende un principio regulador de sobrevivencia (más bien del dominio del consciente y el preconsciente) (año 1911) . Sin embargo en los próximos diez años un nuevo panorama del inconsciente comenzará a perfilarse para Freud , algo de otro orden, una función que  “... a pesar de no contradecir el principio de placer es, sin embargo, independiente de él y parece ser más primitiva que el propósito de ganar placer y de evitar el displacer”.[1] Esto se aprecia en el fenómeno de la ‘Compulsión a la repetición’ la cual “también recuerda experiencias del pasado que no incluyen posibilidad alguna de placer”. Este ‘también’ que emplea Freud en su escrito, permite pensar que la compulsión a la repetición es detectada  tanto en su vertiente placentera como en aquella cara oscura que sólo obedecería a la característica conservadora e insistente de la pulsión.  Hay autores que resuelven el dilema haciendo de la compulsión repetitiva algo característico del Ello y que repetiría tanto lo doloroso como lo placentero, mientras que la repetición restitutiva (con efectos de elaboración de una situación traumática) sería propia del Yo ( instancia psíquica), beneficiosa para el sujeto (Edward Bibring[2])

Aún cuando en la práctica clínica no podemos dejar de constatar una y otra vez la aparición frecuente de una compulsión a la repetición no restitutiva, dolorosa, y que corresponde a una consigna del ‘más allá del principio del placer’, nos cuesta aceptar esta aparición siniestra y buscamos el funcionalismo de su presencia, su utilidad psíquica, en último término, nos empeñamos en que - finalmente- todo obedece al principio de placer , incluso el dolor. Justificamos nuestro quehacer interpretativo por el modelo de la práctica clínica freudiana que se sitúa anterior a 1920 y relegamos sus nuevos conceptos a un campo puramente teórico:  tan perturbador resulta el descubrimiento freudiano de la pulsión de muerte. A esto se suma que a la teorización le pareció adecuado situar la pulsión de muerte en el nivel de la biología (‘la tendencia de la sustancia viva a la vuelta a lo inanimado’), más allá de la representación, abandonando así el nivel psicológico y  dejando  a los psicoanalistas frente a un límite que nos sobrepasa.[3] Los esfuerzos de los autores después de Freud para desbiologizar la pulsión de muerte no terminan de ser fructíferos y he ahí un inconveniente que se impone a este trabajo

También debo confesar que en esta reflexión  interfiere en permanencia la búsqueda metafísica de una verdad que en el mejor de los casos se disfraza de utilidad o de funcionalidad. La exigencia dualista, fundamental en el pensamiento  freudiano, parece limitante en el momento de plantear un acercamiento más diverso, resistiendo a los binarismos conocidos como  pulsión sexual, pulsión de[1] autoconservación, Eros, Tánatos, placer, displacer, deseo y deseo de no desear. El intento de escapar a los pares antitéticos en el sentido de entidades separadas y no susceptibles de entrelazamiento es una intención compleja de llevar a cabo y no estoy segura de que mi esfuerzo sea demsiado visible al intentar pensar y exponer estos fenómenos como si fueran diversos hilos que tejen una trama compleja que llamamos realidad psíquica.

Coincido con Piera Aulagnier en su concepción de pulsión de muerte según  la fórmla ‘ deseo de no desear’:  “retorno al ‘antes’ de toda representación, ‘como si tener que representar’ como corolario de ‘tener que desear’  perturbase un dormir anterior, un antes ininteligible para nuestro pensamiento y en cuyo transcurso todo era silencio”[4].

Plantear esta hipótesis ¿no supone al menos una incipiente representación?¿estaríamos abandonando con éxito el ámbito de lo biológico?

Veamos:

Para el infans es su cuerpo ese ‘otro lugar’ que le dice acerca de su necesidad. Urgente resulta para él negarla, en función de calmar el displacer psíquico, y lo logra momentáneamente gracias a una alucinación: alucina el pecho y chupa algo que no es forzosamente fuente de alimento.  El reflejo de succión cumple así su primera intervención que instalará la actividad de la fantasía. Muy pronto –sin embargo- se impone el ‘otro lugar’  que responde a otras leyes que las psíquicas y denuncia con fuerza la necesidad aún no satisfecha. Esta dinámica instala al cuerpo en el lugar de objeto odiado por la psiquis  porque se revela sometido a un poder que ella no domina, que no domina con la fantasía. Pero si la vida continúa, ese otro lugar –el cuerpo- se constituirá en un lugar de placer erógeno cuyos fragmentos serán inmediatamente catectizados por la libido narcisista al servicio del Eros. La astucia de Eros para imponerse es ofrecer a Tánatos por la vía del objeto “la ilusión de que ha alcanzado su meta: el silencio del deseo, el estado de quietud,  el reposo de la actividad de representación” [5] (Aulagnier). Esta es la complicidad que existe desde el primer momento entre Eros y Tánatos y será esta la trama que sirva para la instalación del bordado de la realidad psíquica y de la construcción del fantasma. De aquí en más, el infans se verá obligado a peregrinar por sus representaciones odiando ese otro lugar que le dice de su indefensión y que suscita deseos de autoaniquilación por ser causa de impotencia, por ser causa de desamparo.

Así, en “Inhibición, síntoma y angustia” (1926) Freud se refiere a cómo el desamparo físico del infans conduce a su desamparo psíquico (psychische Hilflosigkeit)  “ la existencia intrauterina parece relativamente corta en comparación con la de la mayoría de los animales; se halla más incompleto que éstos cuando viene al mundo. Ello hace que la influencia del mundo exterior sea más intensa, es necesaria la diferenciación precoz del Yo con respecto al Ello, aumenta la importancia de los peligros del mundo exterior, y se incrementa enormemente el valor del único objeto capaz de proteger contra estos peligros y de reemplazar la vida intrauterina. Este factor biológico crea, pues, las primeras situaciones de peligro y la necesidad de ser amado, que ya nunca abandonará al ser humano”[6].

Mas adelante, no será ya el cuerpo propio el que denunciará el desamparo del sujeto, sino el objeto deseado que - por su existencia misma- dará cuenta de la falta. La falta hace que el sujeto esté condenado a desear. Es el tatuaje originario que producirá el conflicto desde el primer momento: todo deseo dará cuenta de un estado de falta. Todo deseo da cuenta de la condición de desamparo y de la dependencia del objeto deseado. No será ya el cuerpo propio el odiado por ser fuente de displacer, sino que se proyectará al objeto, al otro, quien –en su deseo omnímodo- responderá o no responderá a la búsqueda de placer del sujeto que lo demanda. Por eso, lo deseado por la pulsión de muerte no es la propia muerte, ni siquiera la muerte del objeto,  sino la muerte de la falta, el retorno al ‘antes’ del estado de necesidad que genera una demanda y que embarca al sujeto en esa peregrinación sin fin del deseo. ¿Confunde entonces la pulsión de muerte la falta con el propio cuerpo? ¿Se vuelve desde el objeto al yo y a su predecesor –lo real en su registro de necesidad?

Surge en la fantasía un sucedáneo de la pulsión de muerte, del deseo de ‘no desear’ y es la fantasía de Nirvana, que no sería más que una apropiación de la quietud por parte de Eros, como estado de fusión con el objeto disfrazada en autogeneración o en fusión mística con el Otro. Disfrazado de muerte, el Eros se cuela para hacer aún más evidente su complicidad con Tánatos y lograr que la construcción del fantasma de desamparo se vaya gestando. En el estado originario, la psiquis cree engendrar los objetos causa de placer o displacer. Frente a ellos, reaccionará con deseo de fusión o con deseo de destrucción. Bastante pronto, sin embargo, la respuesta de un otro y el discurso del Otro sellará el destino deseante del sujeto, quien peregrinará de insatisfacción en insatisfacción ya que siempre la traducción en la demanda dejará un resto del orden de lo indecible que se mantendrá como telón de fondo del fantasma. Entra así en el proceso primario y en aquel territorio en el cual el Otro definirá desde un supuesto saber el ser del sujeto, ese otro lugar, el lugar de su necesidad y de últimas, de su deseo. Representación de cosa y representación de palabra que irán situando al sujeto en el lugar iluminado por el deseo del otro: placer si el deseo del otro es de re-unión, displacer si el deseo del otro es de rechazo. 

Es finalmente el otro, dueño omnímodo de su respuesta, que se transformará en el espejo del deseo, espejismo de la promesa del placer. Eros amará entonces al otro en cuanto su deseo sea el deseo de placer del sujeto y su espejo le refleje la quietud satisfecha de su obtención (Eros en su disfraz tanático).  Tánatos, a su vez, odiará  al otro por su deseo de displacer del sujeto (por su rechazo) y  odiará el espejo que  refleje su desamparo y en consecuencia deseará no desear. Sin embargo, Eros –en una nueva pirueta- desplazará a Tánatos e inventará el sufrimiento y el sentimiento de dolor: si al sujeto le duele el desamor del otro, es porque hace suyo lo que interpreta como deseo de rechazo del otro. Así, en la persistencia del desamparo, en la persistencia del displacer y de la falta, da testimonio del desamor del otro, de su presencia rechazante, de su dolor omnipresente, y se hace insistente en su deseo por el deseo del otro. Sólo la indiferencia y la muerte del deseo daría cuenta de un Tánatos activo. Tánatos está entonces cooptado por Eros, por más que desee la aniquilación del deseo, y la autodestrucción para suprimir al otro que pretende el displacer del sujeto. El suicidio vendría entonces a darle el triunfo a Tánatos sobre el objeto, sobre el deseo del otro acerca del displacer del sujeto, ya no encontraría el otro un reservorio para su deseo de rechazo. De manera que no podemos concebir un placer del sufrir si no es como el camuflaje de Eros en vestiduras tanáticas, reprochantes, agresivas, que sólo se rasgan para dejar al descubierto la condena de seguir deseando.    

En esta filigrana de tatuajes en que el displacer no es sinónimo de muerte, sino que está subrepticiamente tejido con la presencia no deseante del otro, y en la cual Eros triunfa sádicamente para proteger la instancia deseante de la cual sólo Tánatos podría librarnos, en esta filigrana se construyen las escenografías fantasmáticas singulares que dan cuenta del desamparo, de la impotencia, del posible abandono  del objeto, de las respuestas placenteras que se esfuman nada más tocar la piel. Fantasma que puede responder a muchos libretos, pero cuyo guión –en lo esencial- es un común denominador para los sujetos: la imposibilidad de no poder ingerir, incorporar, introyectar al objeto deseado, comprobar una y otra vez que ese ‘otro lugar’ ha emigrado fuera del cuerpo, está ahora en el Otro, el Otro para el otro o un otro para el otro, el tercer término que da cuenta de un x incontrolable que se perfila en el deseo del otro y que va a marcar inexorablemente la renuncia al espejo.

Sin embargo, Tánatos está atento, atento para dar un respiro a la dinámica que Eros impone al sujeto en su carrera loca detras del objeto. La adquisición del lenguaje pone distancia del objeto, lo nombra porque no lo posee, lo nombra evocándolo en su ausencia. Nombra al otro porque hay silencio, el silencio que permitirá una pausa, permitirá pensar al otro, permitirá nombrarse y dejarse nombrar, instalarse en la cadena significante. En el camino hacia el proceso secundario, Tánatos coge la delantera y concede a Eros una parte del protagonismo siempre y cuando se mantenga bajo su égida: la identificación y la sublimación.  Freud en “El Yo y el Ello” (1923) nos recuerda como el Yo (instancia psíquica) se apodera por identificación de sus objetos que ha de abandonar (“Duelo y Melancolía” 1917) y cuando toma los rasgos del objeto “se ofrece al Ello e intenta compensar la pérdida experimentada, diciéndole “Puedes amarme, pues soy parecido al objeto perdido. La transformación de la libido objetal en libido narcisista que aquí tiene efecto, trae consigo un abandono de los fines sexuales, una desexualización, o sea una especie de sublimación. (...) lo que nos plantea (...) si no será éste el camino general conducente a la sublimación, realizándose siempre todo proceso de este género por la mediación del yo, que transforma primero la libido objetal sexual en libido narcisista, para proponerle luego un nuevo fin”[7]  “ (...) Se nos descubre aquí una importante función del Yo en su relación con el Eros. Apoderándose en la forma descrita de la libido de las cargas de objeto, ofreciéndose como único objeto erótico  y desexualizando o sublimando la libido del Ello, labora en contra de los propósitos del Eros y se sitúa al servicio de los sentimientos instintivos contrarios[8]”. Como lo señala Kristeva “es la pulsión de muerte la que viene a consolidar al yo narcisista y que le abre la perspectiva de investir, no un objeto erótico (...) sino un pseudo-objeto, una producción del propio yo, que  es nada menos que su propia aptitud para representarse, para significar, para hablar, para pensar: el Yo inviste la significancia cuando deserotiza y utiliza la pulsión de muerte interna a su narcisismo”[9]

Adviene entonces, calladamente, un avance de Tánatos. El Otro, causante también de la dimensión deseante, se compadece del sujeto y le concede la palabra, le concede el lenguaje, le concede el pensar. Le concede un avance de quietud, huecos de latencia en la filigrana del tatuaje, sublimación, retorno de la libido objetal hacia sí para reparar tanto sufrir, para cuidar las heridas causadas por el Eros en brazos de un Tánatos silencioso. Un pensar que va a poner en juego la concatenación a la que obliga el deseo corriendo detrás de las sombras que deja el otro cuando se pierde en el horizonte; sin embargo un pensar que por vestirse de lenguaje y deslizarse y detenerse por los rieles de la metáfora y de la metonimia, da un descanso al sujeto maltrecho de pelear con la amenaza del fantasma. Por fin, con el deslizar del ojo, de la pluma, de la lengua, de significante en significante, el sujeto puede –por un momento- abandonar la condena-cadena perpetua de mirarse en el espejo del otro, en los ojos del Otro, para jugar a la caligrafía del objeto de amor, del objeto “a”.  Coincido  con Julia Kristeva en pensar que en el deslizamiento a través de la cadena significante, se pone en juego la apropiación de “a”,  ya sea en la práctica de la retórica, ya sea en la ecolalia, ya sea en la escritura como ella señala. “Muchas veces me preguntaron los lacanianos donde se encontraba “el objeto a” en los trabajos de Barthes (...) pues querían saber cómo identificar el objeto de deseo en un texto (...) Pues bien, el objeto “a” en la literatura es el lenguaje; no tal amante, tal fetiche (...) sino el lenguaje.”[10]

Sin embargo, hacer suyo el objeto amado como centro de la melancolía no resuelve el conflicto fundante. La huella del fantasma en torno al cual giran los demás, fantasma de desamparo, de impotencia, de abandono, de destrucción, de soledad, sigue agitándose al compás del Eros, intentando clivarse en lo cotidiano, en cualquier resquicio paranoide, en cualquier resquicio depresivo. Porque esa realidad psíquica del Eros quedó fuera del tiempo y desde esta dimensión ‘ fuera del tiempo’ se emparenta con Tánatos porque constituye un referente quieto, un lugar de regreso desde donde volver a comenzar. El pacto de Tánatos y Eros que se renueva perpetuamente en el uso del lenguaje no está libre de avatares. El deslizarse por los significantes no siempre es un proceder honesto. Eros juega con trampa e induce al sujeto a salir con su bagaje narcisista hacia un espejo cualquiera, a abandonar el Eco por los cantos de sirenas. Es entonces cuando el fantasma surge de las bambalinas con toda la fuerza de su reclamo. Frente al deslizarse por imaginarios especulares, espejísmicos, el propio fantasma que es quien más sabe de espejos espejísmicos, aparece disfrazado de Tánatos: destruyendo al objeto, denunciando su deseo de rechazo, magnificando el desamor. Porque el fantasma da cuenta en sí mismo de ambos protagonistas: de Eros por cuanto reclama desde el deseo de amor, de Tánatos porque está fuera del tiempo y repite al infinito una realidad congelada en un daguerrotipo. Es, finalmente, el retrato. La copia del espejo, la imagen del sujeto que cree en su identidad, identidad idéntica a su historia fundante, identidad reconocible en el tatuaje. Tánatos ayuda entonces a que Eros no se desoriente en tanta nomadía, colocando la inmanencia del fantasma en su repetición fuera del tiempo. Qué re-encuentro para el sujeto con su divino tesoro, con su amada y sufriente historia, con los orígenes desde donde partió su peregrinación hacia el Otro, cuando se podía contar el idilio con el objeto desde el más profundo sufrir y cuando el llanto, la queja, la demanda colmaban el hueco entre los dos cuerpos separados por un lugar ‘otro’, un x no-yo. Como dice Kristeva “Podríamos revisitar con el ‘fuera del tiempo’ (...) nada menos que la intimidad, que nos aparecerá entonces como una experiencia sufriente. ¿No es cierto que precisamente las diversas formas de ‘posesión’ de nuestra intimidad , incluidas las posesiones más demoníacas, las más trágicas, siguen siendo nuestros refugios (...)?”[11]

Si finalmente nos encontramos con que la compulsión a la repetición, como dijimos, puede ser para el placer o para el dolor, podemos pensar que todo movimiento deseante es cíclico, como un espiral que se desarrollaría cada vez en dimensiones similares pero distintas, y que al volver a prevalecer Tánatos volvería el sujeto al vestíbulo melancólico, prólogo de una posible sublimación y de la apropiación de la palabra.  El orden simbólico con su propuesta de universalizar lo singular, con su inserción de la historia en una red significante, en un sistema que sujeta a los sujetos, no impide que lo ilusorio de la imagen y la identidad sostenida por una verdad fantasmática siga actuando como espejo y espejismo. Sin embargo pone los puntos de freno, de anclaje, de pausa.

No hay solución al conflicto porque no es menester. Se trata de una eterna movilización en pos de una re-unión imposible. Por eso Tánatos, porque lo sabe desde que preconiza el deseo de no desear, insta a la simbolización y, por que no, a la melancolía.“El Escritor, dice Kristeva, es quien asume de manera más intensa esta alquimia de la sublimación” y agrega “el escollo que nunca subestimara el fundador del psicoanálisis es que abandonada a sí misma, la sublimación desenmaraña las pulsiones entreveradas, libera la pulsión de muerte y expone el yo a la melancolía”. Continúa Kristeva “Se ha recalcado suficientemente el vínculo entre el arte y la melancolía como para no plantear brutalmente la pregunta: ¿cómo lo hacen quienes no sucumben a ella? La respuesta es simple: resexualizan la actividad sublimatoria: sexualizan las palabras, los colores, los sonidos. Ya sea mediante la introducción de fantasmas eróticos en la narración o en la representación plástica”.

Parecería simplificar mucho pensar que se recurre a los fantasmas como sacados de la caja de Pandora. Lo erótico de la fantasmática convocada en la sublimación poética consiste, a mi modo de ver, en sostener la tensión deseante desde el lugar del desamparo. Sólo el desamparo – deseo exacerbado a partir del rechazo del otro- su ausencia, permite a Eros reproducir su búsqueda de desencuentro. Puesto que el deseo está marcado por la falta y está abocado al desencuentro, sólo recurriendo a una supuesta identidad retratada en el fantasma de la impotencia, dará cuenta de la erotización en el deslizamiento por los significantes. Si Tánatos no dejara este resquicio y sólo diera cuenta de una repetición silenciosa, la melancolía sería su triunfo y pondría punto final al movimiento perpetuo. Pero, precisamente, la pulsión de muerte que permite la sublimación volviendo la libido hacia el propio sujeto tiene la elegancia de dejarle un lugar de honor a Eros, para llevar adelante el carro triunfal que revive dentro del pacto con el Otro el encuentro con el objeto amado, con el objeto “a”.

Es sólo desde el desamparo desde donde el sujeto podrá permitirse acariciar la sombra del objeto mientras este corre hacia el horizonte, y se empeñará en la búsqueda de un significante que no revelará más que lo mismo: es decir, la falta, la nada.

Santiago de Chile, 2004

BIBLIOGRAFIA 

 S.Freud “Más allá del principio del placer”, 1920

J. Laplanche y B. Pontalis “Diccionario del Psicoanálisis”, Ed. Labor, Barcelona, 1977, p. 73

 H.Bleichmar “Angustia y Fantasma. Matices inconscientes en el más allá del principio del placer”, Adotraf, Md. 1986

[1] P. Castoriadis-Aulagnier “La violencia de la interpretación. Del pictograma al enunciado”, Amorrortu, Bs. Aires, 1977, pag. 45

[1] Idem. pag. 58

[1] Sacado de J.Laplanche y B.Pontalis, “Diccionario de Psicoanálisis”, Ed. Labor, Barcelona, 1977, p. 94

[1] S.Freud “El Yo y el Ello”, 1923, Tomo III Obras Completas, p. 2711, Bb.Nueva, Madrid, 1981

[1] Ibid. P. 2720

[1] J.Kristeva, op. Citada, p.103

[1] J.Kristeva, “Sentido y sin sentido de la rebeldía. Literatura y Psicoanálisis”, Ed. Cuarto Propio, Santiago, 1999, p. 106

[1] J.Kristeva “El porvenir de una revuelta”, Ed. Seix-Barral, Barcelona, 2000, p. 31

 

[1] S.Freud “Más allá del principio del placer”, 1920

[2] Citado por J. Laplanche y B. Pontalis en su “Diccionario del Psicoanálisis”, Ed. Labor, Barcelona, 1977, p. 73

[3] H.Bleichmar “Angustia y Fantasma. Matices inconscientes en el más allá del principio del placer”, Adotraf, Md. 1986

[4] P. Castoriadis-Aulagnier “La violencia de la interpretación. Del pictograma al enunciado”, Amorrortu, Bs. Aires, 1977, pag. 45

[5] Idem. pag. 58

[6] Sacado de J.Laplanche y B.Pontalis, “Diccionario de Psicoanálisis”, Ed. Labor, Barcelona, 1977, p. 94

[7] S.Freud “El Yo y el Ello”, 1923, Tomo III Obras Completas, p. 2711, Bb.Nueva, Madrid, 1981

[8] Ibid. P. 2720

[9] J.Kristeva, op. Citada, p.103

[10] J.Kristeva, “Sentido y sin sentido de la rebeldía. Literatura y Psicoanálisis”, Ed. Cuarto Propio, Santiago, 1999, p. 106

[11] J.Kristeva “El porvenir de una revuelta”, Ed. Seix-Barral, Barcelona, 2000, p. 31