Invisibles en Antioquía. Una arqueología de los discursos para una historia de la homosexualidad

Occidente ha estado atravesado por el principio de identidad, a partir del cual se han instituido formas de vivir la sexualidad y de experimentar el cuerpo, producto de esto diferentes instituciones, fruto de diversos saberes-poderes han creado márgenes de trasgresión y de normalidad en la vida de hombres y mujeres.  En el orden de la creación de identidad, Michel Foucault en la historia de la sexualidad, se refiere a que durante los siglos xviii y xix se da el fortalecimiento de un movimiento en defensa de la 'monogamia heterosexual'[1]. Nuestra cultura occidental nos dice 'hay que ser heterosexual'.  Consecuentes con este proceso, la historia evidencia momentos de persecución y de reacción de aquellas conductas consideradas transgresoras, una de ellas, la homosexualidad.

En Europa, en 1890 se habla de homosexualidad, en Antioquia aún no; deben pasar al menos 30 años para que el término sea una nueva forma para hablar de la unión entre personas de un mismo sexo, es necesario que lleguen las transformaciones teóricas, económicas, materiales y espaciales del comienzo del siglo xx. Al despuntar este siglo se abre paso el nuevo orden que impone la ciudad, entonces la vida cambia, es regida por nuevas élites y nuevos discursos y el dispositivo se reacomoda[2].  A lo largo del siglo xx se habla del homosexual, es un pecador, puede ser un delincuente, un anormal y finalmente un enfermo.  Decir homosexual será decir muchas cosas posibles, tal vez no se explicite cuál de todas, pero al parecer, lo que si queda claro es que su mención es para agredir, descalificar, perseguir o para no hablar más de algo que está en el afuera.

Al finalizar el siglo xx se da un fenómeno interesante en mi ciudad como en parte de mi país, y es que aquello de lo que hace algunos años no osábamos mencionar, se convierte en pan de cada día, la homosexualidad ocupa lugar en debates del Congreso, en novelas de televisión, en las calles, con manifestaciones públicas y en la vida cotidiana de muchos que están “in” y se dan el lujo de demostrar que pueden convivir con lo antes perseguido.  Es partiendo, entre otros, de estos presupuestos que realicé mi trabajo histórico “Invisibles en Antioquia 1886-1936.  Una arqueología de los discursos sobre la homosexualidad” [3].

El objetivo de mi presentación es dar cuenta del uso de propuestas metodológicas planteadas por Foucault en la realización de este trabajo.  Quiero iniciar con estas palabras de Guille Deleuze: “Toda la filosofía de Foucault es una pragmática de lo múltiple”[4], expresión en la que me atrevo a recoger los planteamientos de la Arqueología, que como lo índica el título de mi trabajo, fue herramienta principal para escribir esta historia.  El método arqueológico le permite a Foucault “ver la práctica de las gentes como es realmente; no habla de nada distinto de lo que habla cualquier historiador, es decir, de lo que hace la gente: lo único que hace es hablar de ello con rigor y describir perfiles dispersos, en lugar de hablar de ello en términos imprecisos y generosos”[5].  Eso traté y es lo que quiero plantearles hoy.

En primer lugar la Arqueología me propone pluralidades, “el estudio arqueológico está siempre en plural: se ejerce en una multiplicidad de registros; recorre intersticios y desviaciones”[6].  Es así, como, a partir de cuatro procesos judiciales del Archivo Histórico Judicial de Medellín, seguidos a cinco hombres por corrupción de menores, tentativa de fuerza y violencia y estupro, me encontré con que a estos sujetos se les llamaba y trataba de diferentes maneras dependiendo de la institución de la cual provenía la denominación. Es por eso que cuando decido hacer la pesquisa en torno a un objeto de estudio, “sujetos que tienen relaciones afectivo sexuales con personas de su mismo sexo”, paso obligatorio al iniciar es reconocer la existencia de diversas “homosexualidades”[7], determinadas principalmente por los discursos emergentes en la correlación que se da entre las diversas instituciones que intervienen en la constitución de condiciones para la existencia.

Mi interés es constatar cuales son las “homosexualidades” que se construyen en la sociedad antioqueña a finales del siglo xix y principios del xx, qué objetos se construyen a partir de las formaciones discursivas;  más que buscar qué discurso genera un objeto llamado “homosexual”, se trata de buscar qué objetos han sido generados por la enunciación de determinados discursos sabiendo que aunque sea “un mismo” referencial[8], no es el mismo objeto, cada uno de esos discursos crea el suyo propio.  Aunque se dé una sola denominación, en este caso homosexual en la mayor parte del siglo xx, hay que tener en cuenta que se trata de una “multiplicidad de objetos” determinados desde diversas construcciones discursivas que son entendidos como el “conjunto de estrategias que forman parte de las prácticas sociales”[9], para que sean de una manera determinada y no de otra.

Así pues, “los objetos, lejos de ser aquello que puede servir de referencia para definir un conjunto de enunciados, están constituidos más bien por el conjunto de esas formulaciones”[10], emitidas desde lugares concretos, lugares de poder y de autoridad, que no es persona sino institución, es tradición y tiene fuerza para afectar a un sujeto en la medida en que su discurso sea coherente con otros discursos, otras instituciones y otras autoridades. Los comportamientos se construyen, son presionados por unas condiciones para poder ser, para existir y estar en el adentro; de esta manera emerge el objeto.[11]

En el trabajo arqueológico no se trata de interpretar, de descubrir algo que esta cubierto, el enunciado esta ahí y hay es que ubicar las fuerzas en medio de las cuales se mueve y por las que esta atravesado, a que fuerzas de poder responde, porque “el dominio enunciativo está todo entero en su propia superficie”[12], no hay que buscar un sentido oculto, de ahí que el trabajo del arqueólogo sea construir a partir de constataciones.  No se trata de buscar esencias, purezas, identidades, formas inmóviles, verdades, encadenamientos, sucesiones, enlaces, sino lo discontinuo, lo fragmentado, lo  múltiple, porque la historia no es estructura, es devenir, no es simultaneidad, es sucesión, no es sistema, es práctica, no es forma, es fuerza incesante.[13]

En segundo lugar los discursos.  Para la vida en sociedad, lo grupos crean reglas de convivencia, formas de relacionarse y mecanismos a través de los cuales ejercer el control sobre el mismo grupo.  Todos estos mecanismos se ponen en marcha a través del lenguaje, que se estructura con los enunciados y que se constituyen en discursos, en saberes que pasan a ser propiedad de instituciones que tienen como tarea la delimitación de los márgenes de normalidad y estipulan la generación de tipos de sujetos-objetos.  Entre ellas están: la Familia y la Escuela, lugar en el que se transmiten los modelos femenino y masculino; la Iglesia Católica, en nuestro caso predominante en Antioquia, que se ha encargado de hacer pecaminosos algunos comportamientos vitales; el Derecho, que con la legislación ha delimitado los comportamientos sociales; y la Medicina, que incidió de manera radical en las transformaciones ilustradas haciendo que en muchos casos lo que antes fue pecado, ahora fuera enfermedad y por tanto susceptible de tratamiento y curación.

No es una sola institución la que crea sola un objeto, estos son constituidos por las relaciones que se dan entre las estrategias para afectar que desarrollan diversas instituciones, aunque cada objeto nuevo responda más a la mirada de una determinada institución, así los objetos son producto de un discurso heterogéneo.  Cuando nos preguntamos: ¿Quién habla? El médico, el jurista, el cura y el maestro, son sujetos que poseen una autoridad y una competencia, por formación, por relación con otros del mismo nivel, por rasgos de comportamiento social y a quien se le atribuyen poderes: cura, perdona, juzga, educa.  Pero son la presencia de unos ámbitos institucionales de los que se saca el discurso:  El hospital, el laboratorio, el consultorio, el juzgado, la oficina pública, el templo, el despacho, el confesionario, la escuela, el colegio, la universidad, que están a la vez atravesados y yuxtapuestos.[14]

En los procesos estudiados quienes delimitan la acción de los sujetos son: hombres de leyes, conocedores de la normatividad y los comportamientos sociales permitidos o no; el cura que prohíbe frecuentar los lugares de habitación de los acusados porque su comportamiento no se ajusta a la moral; el profesor y los padres de familia, que velan por la asunción de las identidades y de la homogenización para la socialización. Y finalmente los médicos, hombres con un saber específico, con un conocimiento del cuerpo, de sus usos.  Todos ellos hablan, tienen algo que decir, tienen un saber que pesa y que afecta, son presencia de una institución, pero también tienen una moral que hace parte de su decir.

Es oportuno plantear en este momento que en una historia de la homosexualidad como la que hago, la delimitación temporal se da por la vigencia de unas prácticas discursivas, es decir, yo delimito mi trabajo por la utilización de los discursos que generan estos objetos: el sodomita, el corruptor, el anormal, el homosexual y el pederasta.   

En tercer lugar las homosexualidades.  Hacer la arqueología de esos discursos hizo visibles estas homosexualidades: el sodomita, un pecador.  Imagen sustentada en el discurso cristiano católico, predominante hasta el siglo xix.  A este le persigue, se le lleva a la hoguera, luego se le perdona si se arrepiente y hoy se le acepta siempre y cuando no haga uso de su sexualidad.  Más sin embargo hoy, para muchos el homosexual es un pecador.  Las fuentes para esta visualización fueron catecismos, cartas pastorales, encíclicas, homilías y manuales de confesión.

Posteriormente, a lo largo del siglo xix, se construyen el corruptor de menores, el estuprador y violador.  A ellos se les caracteriza, se les enjuicia, se les encierra, y la figura del corruptor queda como justificación para perseguir toda manifestación homosexual.  Este objeto emerge de la delimitación de los comportamientos sociales y sexuales que se hace desde los códigos penales y las discusiones previas a la aprobación de algunos de ellos.

En relación con la educación, es en manuales de educación, en textos de puericultura y de urbanidad y buenas costumbres, donde se expresa el discurso pedagógico ilustrado que delimita las identidades masculina y femenina, el deber ser del hombre y la mujer y ahí sus formas de aparecer, de expresarse y de amar.  A partir de estos modelos se construyen los anormales, afeminados y maricas.  A estos se les señala, se les burla y en la familia, se calla su existencia, imaginada por todos.

Finalmente se construye la figura del homosexual y del pederasta.  La medicina los formula como enfermedades, como patologías.  En los manuales de medicina legal observé como la medicina delimita estos objetos según las huellas en su cuerpo que muestran el uso que se ha hecho de este, de manera diferente a la establecida.

En Antioquia, habitan múltiples homosexualidades, que por la acción de la pedagogía, la legislación, la moral religiosa y la medicina heredadas del siglo xix han permanecido ocultas, han existido invisibles y solo se hacen visibles por el saber y la acción de esas instituciones, que pasaron a manifestarse en el lenguaje cotidiano de la sociedad del siglo xx, y se mantienen vigentes aún en el siglo xxi, cuando aún se ve al homosexual como pecador, delincuente, enfermo o trasgresor de los órdenes establecidos   Así pues, como se dijo, aunque hay un solo referencial, son diversos los objetos creados; hay matices, mas todos caben en la clasificación: “Poder y saber se articulan por cierto en el discurso. Y por esa misma razón, es preciso concebir el discurso como una serie de segmentos discontinuos cuya función táctica no es uniforme ni estable”[15]

El estudio de los cuatro discursos arriba mencionados hace evidente que el poder está sujeto a “una estrategia de conjunto”[16], muestra que las fuentes de control y de captura de los sujetos son diversas y aunque muchas veces son contradictorias entre sí, lo que pretenden es no dejar fisuras por donde el sujeto pueda escapar. Para la persona que tiene relaciones sexuales con individuos de su mismo sexo, no siempre hay un lugar de encierro o una forma física de exclusión; así, esos cuatro discursos constituyen un dispositivo de saber y de verdad que logra, si no encerrar, sí excluir, limitar la acción y finalmente, como otra alternativa, invisibilizar.

Finalmente las resistencias.  En ese orden de idas, no puedo terminar sin decir también, que la investigación permitió constatar la falibilidad de esos poderes, muchos han hecho frente a la normatividad, muchos fueron quemados pero mucho más siguieron amando como quisieron, a todos se les enseño a ser hombre y mujer de acuerdo a los cánones establecidos de masculinidad y feminidad, pero muchos osaban aparecer transgrediendo esas normas, muchos fueron encarcelados y finalmente dejados en libertad, la casuística aparecía generalmente a su favor y la legislación abundante caía por su propio peso.  Solo la medicina –aunque en los procesos no podía hacer afirmaciones tajantes- se erige como la salvadora al comienzo del siglo ya que al patologizar al homosexual lo libera de su responsabilidad y castigo, pero llegarán los implantes de hormonas, las experimentaciones y la búsqueda de curas, lo que marca el comienzo de nuevas resistencias.

Entre tanto el ocultamiento se constituye como una alternativa.  Este, que ha sido propiciado tras siglos de persecución con la hoguera, las piedras y campos de concentración, hasta el silenciamiento en medios académicos, se erige hoy como mecanismo de resistencia de parte de los sujetos, la invisibilidad, el silencio y habitar la noche, son algunas formas.  Este ocultamiento se rompe cuando algunos salen a reclamar, cuando otros comparten su vivencia de la sexualidad con su círculo de amigos o cuando las expresiones cotidianas los hacen aparecer como ejemplo de burla o de lo que no se debe ser.  El homosexual así, no observado por los poderes, sino desde el lugar mismo de los sujetos también es diversidad.

[1] Michel Foucault.  Historia de la Sexualidad, Tomo 1: La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 1991, p. 51.

[2] El dispositivo es “un conjunto multilineal [...] tiene como componentes líneas de visibilidad, de enunciación, líneas de fuerzas, líneas de subjetivación, líneas de ruptura, de fisura, de fractura que se entrecruzan”. Los dispositivos “son máquinas para hacer ver y para hacer hablar”, para establecer condiciones de verdad y posibilidad sobre las cuales se construyen objetos para ser controlados, para que respondan a unos universales.  Esos dispositivos se hacen evidentes en las acciones de las instituciones de saber-poder. “Pertenecemos a ciertos dispositivos y obramos en ellos”. Gilles Deleuze, ”¿Qué es un dispositivo?”, en: Michel Foucault, filósofo, Barcelona, Gedisa, 1990, pp. 155-163.

[3] Trabajo final de grado para optar al título de historiador en la Universidad Nacional de Colombia.  Obtuvo Mención Meritoria y ocupó el segundo lugar en el concurso Mejores Trabajos de Grado Universidad Nacional 2002-2003, área de Ciencias Humanas y Sociales.  El trabajo se encuentra en formato de libro.

[4] Guilles Deluze. Foucault, Barcelona, Paidos, 1987, p. 113.

[5] Paul Veyne.  Foucault revoluciona la historia.  En: Cómo se escribe la historia, p. 210.

[6] Michel Foucault.  La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1979, p. 263.

[7] Con este término me refiero a un tipo de relaciones, de utilización del cuerpo y  vivencias de la sexualidad como construcciones discursivas.  El término es utilizado solo metodológicamente, pues para el momento en el que se inscribe la investigación aún no es reconocido como lo puede ser hoy.

[8] El referencial es sobre el cual los discursos crean diversos objetos dependiendo del lugar de quien habla, de la institución que representa y la mirada que da; sobre un mismo referencial se pueden construir infinidad de nuevos objetos. Véase: Círculo de Epistemología de la Escuela Normal Superior de París, “Preguntas a Michel Foucault”, en: Análisis de Michel Foucault, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, p. 242.

[9] Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas,  Barcelona, Gedisa, 1980, p. 17.

[10] Círculo de Epistemología de la Escuela Normal Superior de París, op. Cit., p. 241.

[11] 'esa formación (de objetos) tiene su origen en un conjunto de relaciones establecidas entre instancias de emergencia, de delimitación y de especificación', Michel Foucault.  La arqueología… op., cit., p. 72.

[12] Ibid, p. 202.

[13]Véase Círculo de Epistemología de la Escuela Normal Superior.

[14] Michel Foucault. La arqueología… op. cit, En el aparte de la 'Formación de las modalidades enunciativas'.  p. 82 –90.

[15] Foucault, Historia de la..., op. cit., Tomo 1, p. 122.

[16] Ibid, p. 121.

Michel Foucault y su política queer de los placeres. Una mirada a las geografías del deseo homo erótico en Chile

Las comunidades marginales en su batalla por la visibilidad develaron un ámbito oculto a la mirada straight, la de los placeres underground. Michel Foucault aborda esta problemática proponiendo una ética de los cuidados y del placer como estrategia de empoderamiento, lo que constituyen las políticas de resistencia queer. Su historia de la locura y de la sexualidad marcan la pauta a seguir en las políticas del cuerpo, del mismo modo como una serie de entrevistas concedidas por él en la década de los ochenta. Revisionistas de su obra como David Halperin, Didier Eribon y Leo Bersani, han elaborado las políticas  queer como resistencia ante la normalización del deseo. En esta discusión deseo retomar las pautas expuestas por Foucault y sus revisionistas, aplicando una mirada hacia la realidad homo erótica chilena. Es importante señalar algunas precisiones conceptuales manejadas en este trabajo, en cuanto al poder relacional, como marco y campo de subjetivación, la resistencia como contradicurso de empoderamiento y, muy importante, el deseo, que en los estudios foucaultianos se establece como discurso para clasificar los cuerpos.

En este análisis lo queer se opone y desplaza lo “gay” considerando este último como identidad domesticada. Es por ello que hablo de comunidades alternativas y no marginales, ya que todo margen nace desde un epicentro normalizador. Lo alternativo, en cambio, no emerge constituido por el “deseo gay”, sino de un uso de prácticas y placeres que se desarrollan en espacios resignificados. Esto nos remiten a un quiebre de los significantes tradicionales del deseo.

Desde la década de los setenta los gay han asumido una identidad política, accediendo a la palabra y a los espacios públicos. Los desórdenes del Stonewall Inn, el 27 de junio de 1969, remecieron con fuerza la identidad homo erótica en todo el mundo. La rebelión quebró los silencios e incitó la conciencia de los cuerpos. En Francia estos acontecimientos tuvieron un marcado efecto, empapados de las ideas de mayo 68' en 1971 se fundó el FHAR (Frente Homosexual de Acción Revolucionaria) Foucault se manifestó distante a estos acontecimientos e incluso señaló a un estudiante en 1975, que sus trabajos no tenían nada que ver con dichos movimientos. Él pertenecía a la generación anterior a las “revueltas”, el asumir la palabra en pos de una identidad le parecía quebrar los beneficios que tiene el silencio. Coincidía más con el ideal de la “reserva”, propulsada por la agrupación Arcadia (1954-1984). Los movimientos gay acusaban a ésta de obstaculizar la liberación y carecer de valor para asumir una identidad pública. En contrapartida Foucault repudiaba la violencia con que se forzaba a identificar a todos los homosexuales con un programa político, que, a juicio de D'Emilio, nos ha forzado a confiar demasiado en una estrategia de destape (e) ignorar las formas institucionalizadas en que se reproducen el sexismo y la homofobia (D'Emilio,1983) 

Foucault comprendió que la mejor forma de resistir a los discursos dominantes era denunciar sus estrategias, ya que los discursos pueden desarticularse y funcionar satisfactoriamente, incluso contraviniéndose a sí mismos. Este método se remite ya a la “Historia de la Locura” donde devela las estrategias discursivas del poder. La  locura no existe como esencia, sino que es concebida en relación a la razón que la comprende. La relación establecida en el binarismo razón/locura o heterosexualidad/homosexualidad marca la distinción entre un adentro y un afuera, reafirmando el modelo hegemónico. Foucault dice: La locura en efecto, es un subproducto de los procesos que formaron la razón moderna (Foucault,Cit Halpering, 2004: 61).

El homosexual, al igual que el loco, es creado como el otro infame que se arma con los elementos de la coerción. ambos “sujetos de la sin razón”. Pierre Bordieu ha denominado a esto “la violencia simbólica”, que …se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador (Bordieu, 2000:12;51) Asimismo sostiene que las estructuras de dominio, “responsables de la des-historización y de la eternización relativas” se construyen en relación a “sistemas binarios de poder” (Bordieu: 2000:8) Por otra parte Monsivais señala que el binarismo Hetero/homosexual ensalza por contraste el comportamiento ‘normal' (Monsivais, 2004:193).

Esta “maquinaria binarista del deseo” produce discursos y a su vez sujetos. Es por ello que Foucault ha señalado que el poder nos envuelve a todos. Esta tesis en torno al poder es el elemento más conflictivo en el pensamiento Foucaultiano y ha recibido sus mayores ataques por parte de pensadores de izquierda como Edgard Said quien, ha juicio de David Halperin, malinterpretó la tesis de Foucault en cuanto a que “el poder está en todas partes” y, por ende, no existiría espacio para resistencias. Said señala “La resistencia no puede ser al mismo tiempo una alternativa contraria al poder y una función dependiente de él…” (Said, 1983:245) Pero Halperin enfatiza que el concepto de poder utilizado por Foucault dista mucho del entendido por Said, lo que el filósofo francés llama poder debiera ser comprendido bajo los prismas liberales, donde éste se constituye en relación a la libertad de los sujetos, que los envuelve y  los preserva en su autonomía, para envolverlos de un modo más completo” (Halperin, 2004: 39) Foucault señala que el poder ha transformado sus mecanismos de control desde la época clásica, generando una proliferación de discursos sobre el sexo en el campo del ejercicio del poder. El sistema burgués lejos de establecer una represión del silencio incita la producción discursiva, ligándola a la sexualidad mediante una incitación política, económica y técnica a hablar del sexo (Foucault,1996:26,33) La constitución del espacio privado y la subjetividad se signan de esta economía, ya que ésta funciona produciendo nuevos discursos que clasifican nuestro deseo. La “política del closet” es un ejemplo claro de este sistema, si estamos dentro se nos incitará a salir, pero si confesamos nuestra condición, se nos castigará por ello. La confesión es a fin de cuentas un mecanismos de clasificación del deseo. Foucault se refiere a la tarea, casi infinita, de decir, de decirse a sí mismo y de decir a algún otro, lo más frecuentemente posible todo lo que puede concernir al juego de los placeres. (Foucault,1996:29).

Frente a este dilema la reserva pareciera ser lo más adecuado, pero la política del closet preservada por el discurso homofóbico,  presenta a la heterosexualidad como un hecho obvio que puede ser conocido universalmente (Halperin, 2004:58) Es por ello que la invisibilidad refuerza los mecanismos de coerción, pero al emerger nos volvemos blanco de control, tal como ocurre con lugares de ambiente gay (discotecas y bares) convertidos en ghetos de vigilancia. Frente a esta paradoja Foucault señala: El objetivo de una política opositora no es por lo tanto la liberación sino la resistencia (Foucault, cit. Halperin, 2004: 54).

La Voluntad del Saber ofrece a los movimientos gay de los años ochenta las herramientas para este posicionamiento y es esencial para generar resistencia sin caer en las trampas de la incoherencia táctica de los discursos. Este texto se transformó en el libro revolucionario del ACT UP, AIDS Coalition to Unleash Power un movimiento reciclado del SIDA y que dio forma a una de las organizaciones políticas y solidarias más fuertes de las minorías sexuales en E.E.U.U. En esta lucha gays sanos y enfermos solidarizaron y extendieron sus redes hacia todo el espectro social. Leo Bersani señala que el hecho de que se haya visualizado a los gay como sujetos y hasta cierto punto tolerado, se debe al anhelo que muchos albergan de que esta violenta visibilidad derivada del SIDA se convierta asimismo en una pronta invisibilidad. Pero la enfermedad lejos de aniquilar las formas de vida gay las reordenó, Es así como los gays intervinieron en políticas de salud pública y en planes de auto-resguardo, el saber descendió hasta las bases por medio de talleres de información de contagio y control de la enfermedad. Pero quizás lo más significativo fue la creación de un sistema relacional de afectividades y solidaridades que se estableció entre cuerpos enfermos y cuerpos sanos hermanados por una administración de los placeres. Al subvertir las estructura del conocimiento las organizaciones del SIDA se empoderan como contradiscurso, al entrar en contacto con las geografías del placer homo erótico. Los talleres de educación sexual realizados por la Corporación Chilena del SIDA y su acceso a espacios del deseo, repartiendo condones en discoteca de ambiente o en parques de ligue, reorienta los canales por donde transitan usualmente las tecnologías reguladoras de vida denominadas por Foucault como “biopoder”. Al subvertir las jerarquías del conocimiento los movimientos gay pasaron de ser de objetos social y científico de estudios a sujetos empoderados y productores de discursos.

Este “empoderamiento” underground es lo que Foucault denomina como un sistema relacional de afectividades en la cultura gay. Por primera vez, en una serie de entrevistas concedidas en 1976 y publicadas en 1978, señala la posibilidad de constituir dicha cultura basada en la “economía de placeres” y no en la normalización del deseo, la forma de vida gay resultaría más exasperante que la enunciación de un sujeto homosexual. En esta entrevista Foucault cuenta la experiencia de un joven “heterosexual” que durante un campamento de verano entabla una relación afectiva con un chico de su edad, al parecer muchos de quienes rodeaban a los muchachos se habían percatado de esta relación sin sobresalto alguno hasta que ambos jóvenes decidieron exhibir públicamente sus afectos, el rechazo fue inmediato. En Chile, estos últimos años, se han generado casos similares, durante el 2003 dos alumnos del liceo… fueron expulsados tras ser sorprendidos a solas en el baño del establecimiento, los jóvenes no negaron su condición gay pero aseguraron no haber mantenido relaciones sexuales ya que únicamente eran amigos. En ambos casos la sexualidad no es el punto en conflicto, sino el establecimiento de un sistema relacional afectivo exhibido sin pudor. Es así como en nuestro país hoy se discute el derecho que incluso los estudiantes tendrían de establecer sistemas relacionales de solidaridad dentro de los organismos educacionales. Las “Brigadas Escolares gay” son una muestra clara de resistencia frente al deseo estigmatizador homosexual.

Este sistema relacional puede entregar resignificaciones incluso a la afectividad heterosexual, actuando por sobre el deseo, las clases sociales y profesionales. Foucault señala ¿No habría que introducir una diversificación distinta de las que se debe a las clases sociales, a las diferencias de profesiones, a los niveles culturales, una diversificación que sería también una forma de relación, el ‘modo de vida'? (Foucault, De L'amité comme mode de vie: 165). La propuesta sugiere una forma transversal de relacionarse.

Pero ¿cómo  perturbar el orden establecido por las agencias de normalización? Primero que todo con la desgenitalización y con un reordenamiento del placer, del cuerpo y de los afectos, estableciendo una red de conexiones afectivas y eróticas en lugares que les son propios a la cultura gay, lo que en chile llamaríamos lugares de “ambiente”. Es en este punto donde se estructura la “teoría queer de los placeres”, al establecer dentro de la “cultura gay” una serie de enclaves donde los individuos, no exclusivamente gay, puedan acceder a prácticas eróticas y afectivas no signadas por una identidad monolítica y genitalizada. Para Douglas Crimp 'queer' es una manera de apartarse de ideas crudas y fijas acerca de la identidad sexual, como 'heterosexualidad', 'homosexualidad' o 'bisexualidad” (Crimp, 2002) Lo subversivo de esto radica en el hecho de la desarticulación de los elementos de dominio que la sexualidad falocentrica establecen, ya que prácticas del placer underground como el S/M de-construyen el cuerpo y, en palabras de Beatriz Preciado, la mano masturbadota subvierte las categorías fálicas del poder. El mismo Foucault señalaba que el S/M podría constituirse en una ética de los cuidados de sí mediante una economía de los placeres: El poder se caracteriza por el hecho de que constituye una relación estratégica que se ha estabilizado en instituciones (…) Al respecto, el juego del S/M (…)aunque sea una relación estratégica, es siempre fluida. (Foucault, cit. Halperin,1995:109) Además del intercambios de roles la desgenitalización y teatralización  confieren a esta práctica su carácter de-constructor. Foucault es enfático: En resumen, se utiliza los signos de la masculinidad pero en absoluto para volver a algo que sería del orden falocentrico o machista, sino más bien para inventarse, para permitirse hace con su cuerpo masculino un lugar de producción de placeres extraordinariamente polimorfos y apartados de las valoraciones del sexo y particularmente del sexo macho. (Foucault, cit. Halperin, 1995:112)

Es por ello que las teorías queer han centrado su atención en esta construcción identitaria “vacía” derivada de una economía de los placeres. Es cierto que el proyecto de enarbolar una identidad gay nos rescataba de identidades infamantes como el sodomita u el homosexual, modificando los significantes que el lenguaje sella en los cuerpos, cada vocablo concentra las humillaciones y desprecios históricos, (maricón, marica, fleto etc) (Monsivais,2004:200) La palabra gay nos rescata cargando positivamente el espacio baldío de nuestra identidad. Pero una vez cristalizado los significantes nos remite, una vez más, al nivel de categoría. Hablar en estos momentos de identidad gay es referirnos a una clase de sujetos fácilmente reconocibles, hombres blancos, occidentales y consumistas, asumiendo en su estructuras el germen de la exclusión, pues ¿qué sucede con aquellos que no reflejamos nuestra imagen en este espejo identitario? D'Emilio opina que tanto la identidad como los espacios del deseo gay se encuentran íntimamente ligados al capitalismo que posibilita la fuga del “deseo gay” hacia ciertos espacios. Es por ello que algunos historiadores han sostenido que la identidad gay es producto del capitalismo con todas las segregaciones y desigualdades que este implica; la sociedad capitalista produce homosexuales como produce proletarios, suscitando sin cesar su propio límite (Hocquemghem, cit. Eribon, 2001:412)

En Chile la identidad gay se constituyó cercana a modelos mascultistas y burgueses. La “loca” como imaginario de resistencia se desechó una vez llegada la democracia. Los mecanismos normalizadores del poder han configurado su otro marginal en el gay políticamente correcto. A este respecto Crimp sostiene: la existencia de una dirección conservadora en la política gay, pretende entender la cultura gay desde el pensamiento dominante. (Crimp:2002)

 David Halperin ha establecido una serie de mecanismos eficientes para oponerse a esta domesticación identitaria: 1) La “Apropiación y Teatralización”; como parte de las políticas queer altera la relación desigual establecida en el binarismo hetero/homosexual. Es lo que algunos teóricos han denominado como prácticas Camp, que redefinen las cartografías del deseo. 2) “Apropiación creativa y resignificación”; esta ofrece a los cuerpos la potencia subversiva del arsenal semiótico de los espacios. En Chile, a diferencia de EEUU, no se han establecido clubes Leather o S/M como espacios de resistencia, pero el espectro de masculinidades marginales ha transitado y resignificado otros caminos. Así lugares como cines, parques, baños públicos, quintas de recreo y, actualmente, salas de Internet, se han desarticulado y rearmados desde una orilla alternativa de los placeres. Tales son los casos del cine “Miami”y los baños turcos Delicia y Chacabuco que hacia los 50s y hasta un poco antes de los 70s eran reconocidos por un cierto grupo de iniciado como un “lugar de encuentro”. Otro ámbito del placer homo erótico, anterior a la irrupción de los movimientos gay, eran algunas quintas de recreo que proliferaron en sectores populares de Santiago y Valparaíso, donde una diversidad de masculinidades podían relacionarse social y afectivamente. A diferencia de los lugares del deseo gay, estos espacios no eran conocidos como lugares de “ambiente”, sino que se encontraban abiertos a todos tipo de asistentes, quebrando las barreras que la clase, el deseo e incluso el género. La “Quinta Cuatro” fue uno de aquellos emblemáticos locales que funcionó en la calle Independencia hasta avanzado los años setenta, era visto como espacio carnavalesco donde los roles genéricos y sexuales se flexibilizaban. 

Los cines eróticos, conocidos en los círculos de entendidos como cines de “webeo”, conforman otra de las expresiones de estas prácticas. Instaurados por las agencias hegemónicas para exhibición del deseo machista, las masculinidades alternativas resignifican este espacio desarticulando los mecanismos del deseo hetero-sexista, fálico, patriarcal y homofóbico.

Por otra parte los cines de ambiente, al constituirse desde los cimentos del poder pero fuera del discurso hegemónico, no confiere una identidad determinada al deseo de quienes transitan por el. En ellos se reúne una variada gama de masculinidades que no pueden ser clasificadas ni como hegemónicas ni como homosexuales, sino únicamente queer. Conocido es el caso de Juez Calvo quien en el 2003 fue sancionado por acudir a un sauna donde se practicaban formas de placer catalogadas de “inmorales”, en su defensa el magistrado reconoció acudir a dicho lugar pero aseguró no adscribirse a ningún tipo de identidad gay. El hecho que un hombre representativo del establishment disciplinario pueda asistir a un sauna gay y afirme no conflictúar su identidad sexual ni su rol como padre de familia y juez, es la muestra patente de que los individuos puede transitar por dichos espacios sin adscribirse a una categoría marginal del deseo. Foucault señala a este respecto es importante que haya lugares como los saunas, donde sin estar aprisionados, sujetos a su propia identidad, a su estado civil a su pasado(…) se puedan encontrar personas que están allí y que están para ustedes como se está para ellos. (Foucault, cit. Halperin,2004:117)

Pero de todos los caso anteriormente citados el fenómeno de los parques de ligue es donde el sistema relacional foucaultiano tiene su máxima expresión. En ellos no sólo se practica un placer resignificado, por su carácter de clandestinidad y anonimato, sino también se establecen fuertes redes de protección contra el poder policíaco. Durante la dictadura militar, que hostigó duramente a los locales gay, el parque se presentaba como lugar de encuentro y sociabilidad, frontera entre lo público y lo privado. Las sombras y la oscuridad protegían a quienes transitaban por el, cubriendo simbólicamente el deseo disperso. La oralidad y la construcción de códigos “iniciáticos” aseguraban el “secreto”.  Los parques escapan a los mecanismos de control, al no someterse a las prácticas reguladoras binaristas  hetero/gay. Entre estos se encuentra el cerro Santa Lucía, ejemplo de resignificación espacial, ya que éste se eleva en el centro de la ciudad como símbolo de la conquista y es rearticulado por los cuerpos oscuros como espacio de resistencia y germen de la cultura gay.

En cuanto a los saunas gay, aunque actualmente y a diferencia de los antiguos baños turcos, se encuentran marcados por un deseo binarista, escapan a la normalización al establecer una ética de los cuidados del cuerpo y de los placeres. Ya que locales como el “282” han generado una “ética del cuidado de sí”, en salas de masajes, restoranes, bares, baños de vapor, pornografía, etc. constituyendo a este lugar más que en un espacio de la sexualidad en un ámbito de sociabilidad.

Finalmente deseaba referirme a un fenómeno singular como es el “ciberespacio homo erótico”. Internet es el símbolo del poder neoliberal y globalizado, ha marcado el deseo en categorías de consumo y ofertas clasificadas. En Chile los cibercafes y las cabinas privadas han invadido el mercado de los deseos. Las cámaras privadas que rastrean el deseo de los otros en sus cubículos signan este espacio como un lugar de espionaje. El masturbador fisgón del ciber espacio se construye eminentemente queer, porque quiebra el deseo heterosexista. Foucault señala que la masturbación en el siglo XIX se plantea en su cuasi universalidad como la raíz posible, e incluso la raíz real de casi todos los males posibles (Foucault, 1975: Collège France) La masturbación se constituye por tanto en práctica prohibida, revindicadas en este sistema relacional de placer que ofrece Internet.

En conclusión podemos aventurar que el sistema relacional afectivo, propuesto por Foucault, se había conformado en Chile anterior a la conformación de los movimientos políticos gay, en la “cultura de ambiente”, que los autodenominados “homos”, habían establecido. Constituyendo una geografía de la homo erótica, más dinámica y fluida que la actual. Hoy los parques de ligue han sido desplazados por los lugares del deseo gay como las discotecas, pub y saunas. Por lo que se puede señalar que las geografías del placer homo erótico han transitado desde un deseo disperso y heterogéneo a uno monolítico y unitario, atrapándonos en ghetos de vigilancias. Las políticas queer de resistencia nos incitan urgentemente a rescatar y resignificar los antiguos espacios y constituir una ética de la camaradería y de los placeres propuesta por Foucault, para constituir una identidad eximida del deseo normalizador, que resista a él, no desde los márgenes, sino underground.

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Michel Foucault, los intelectuales y la representación. A propósito de los intelectuales indígenas

“El intelectual decía la verdad a los que todavía no la veían y en nombre de los que no podían decirla: conciencia y elocuencia […] El papel del intelectual ya no consiste en colocarse ‘un poco adelante o al lado' para decir la verdad muda de todos; más bien consiste en luchar contra las formas de poder allí donde es a la vez su objeto e instrumento: en el orden del ‘saber', de la ‘verdad', de la ‘conciencia', del ‘discurso'. Por ello, la teoría no expresará, no traducirá, no aplicará una práctica, es una práctica”

(Foucault [1972] 1988:9).

“Justamente gracias al poder que posee el término ‘Poder', Foucault admite que usa esa ‘metáfora como un centro que va extendiéndose paulatinamente a su entorno'. Pero el peligro consiste en que tales deslizamientos se tornan la regla antes que la excepción en manos menos cuidadosas. En ese punto de irradiación, animando un discurso efectivamente heliocéntrico, el lugar vacío del agente se llena con el sol histórico de la teoría: el Sujeto Europeo”.

 (Spivak [1988] 1998:179-180).

I. En la actualidad, el problema del otro cruza la reflexión que se realiza en el campo de las humanidades y de las ciencias sociales. Michel Foucault es uno de los intelectuales que ha contribuido al debate sobre este tema con una obra que releva precisamente a sujetos cuya configuración se aleja del sujeto moderno. El autor que nos convoca dedicó gran parte de su vida a analizar los flujos de poder que silencian a este tipo de sujetos, pero también buscó crear las condiciones para que ellos hablaran. Con esta idea, Foucault suponía que los otros pueden hablar y conocer “por sí mismos” y que el deber de los intelectuales es permitir que estas voces sean conocidas. Creyó cumplir esa función cuando creó, en 1971, el Grupo de Información sobre las Prisiones (G.I.P), cuyo principal objetivo era otorgar la palabra a los recluidos. También cuando escribió, en 1973 y junto a un grupo de sus estudiantes, el libro Yo Pierre Rivière, para sacar del anonimato a un parricida del siglo XIX a través de sus confesiones a la justicia.

Ese deseo permanente de mostrar los discursos de los “otros”, tiene como punto de partida la premisa ya indicada: que esos otros están en condición de hacerlo y, más aún, que esos discursos contendrían un potencial revolucionario al desestabilizar los pilares del orden y practicar lo prohibido. De este proyecto se desprende una posición clara respecto de los intelectuales y del rol que estos deben jugar en la sociedad, la que desarrolló junto a su colega y amigo Gilles Deleuze a principios de los setenta, en un momento de efervescencia política producto de los sucesos de mayo 68 en París. La conversación se publicó por primera vez en 1972 y en ella Foucault sostiene: “los intelectuales han descubierto, después de las recientes luchas, que las masas no los necesitan para saber; ellas saben perfectamente, claramente, mucho mejor que ellos; y además lo dicen muy bien” (9).

Pero este fin de la representación que ambos auguraron estuvo muy lejos de cancelar el debate. Una de las polémicas sobre este tema, es aquella que inició Gayatri Spivak en 1988, cuando publicó el ensayo “¿Puede hablar el subalterno?” donde confronta abiertamente los planteamientos de Foucault y Deleuze. Si bien las discusiones en torno a la representación es muy anterior a estos autores, me centraré en la crítica de la bengalí porque no deja de ser interesante que esta provenga de ese campo teórico amplio que se propone la crítica a la modernidad, al cual también se adscriben Foucault y Deleuze con importantes contribuciones. Gayatri Spivak es una de las representantes más connotadas de la crítica postcolonial (algo así como la crítica a la modernidad desde regiones no europeas), quien se encarga de sembrar la duda sobre la real apertura de intelectuales metropolitanos como Foucault y Deleuze, negando tajantemente que el modelo teórico elaborado por ellos contenga la posibilidad de mostrar al otro y de permitir que este hable, especialmente cuando ese otro es un no europeo.

Spivak dirige su crítica hacia el tipo de sujeto que se articula en la obra de Foucault y Deleuze. En primer lugar, porque erigen un modelo a partir de sujetos que constituyen un “otro” en el espacio europeo, del cual obtienen conclusiones generales sobre temas como la representación y la función de los intelectuales. En segundo lugar, cuestiona la tríada poder / deseo / interés en que se constituye ese sujeto. La autora acusa una sobrevaloración del deseo, que resta importancia al objeto de ese deseo, omisión que no es menor puesto que ese objeto es el que finalmente permite sancionar si el interés se corresponde con el marco de relaciones más amplio en que los sujetos se encuentran insertos. Por el contrario, para estos autores, el deseo aparece siempre como lo contrario a ser engañado. Encontramos aquí el núcleo analítico que les permite afirmar el fin de la representación, pues cuando el deseo es (siempre) correcto, todo lo externo aparece como engaño.

Lo que Spivak se propone es, precisamente, reposicionar el interés, pero en relación con el objeto más que con el deseo. La relación entre ambos –deseo y objeto- hace necesario incorporar un elemento por completo ausente en Foucault y Deleuze: la ideología, que para Spivak se encuentra en la base de la comprensión del interés. Con esto, la autora echa mano del marxismo para criticar el postestructuralismo que representan ambos, utilizando argumentos que le permiten acusar contradicciones en los postulados de estos filósofos franceses. Por ejemplo, señala que ambos postulan una relación mecánica entre deseo e interés, de la cual emerge un sujeto independiente, en posesión de sí, como producto de un deseo no cuestionado, capaz de formular discursos a partir de una experiencia que lo valida. Lo curioso para Spivak, es que ese sujeto tan articulado es postulado -de manera clandestina acota- por teóricos que dedican gran parte de su obra precisamente a criticar el sujeto autónomo instalado por la modernidad clásica (180).

El marxismo, en cambio, constituye para Spivak la base teórica que permite una acción política, pues considera la existencia de un sujeto desarticulado, como se desprende del concepto de “falsa conciencia”, que alude a la contradicción entre deseo e interés. Más allá del diagnóstico, el marxismo también provee herramientas para resolver esta situación, al distinguir –siguiendo a Hegel- dos dimensiones fundamentales: el “en sí” con el cual se denomina a las condiciones objetivas de existencia, y el “para sí”, o apropiación de aquella existencia. El paso entre una etapa y la otra está dado por condiciones históricas y por la acción de reflexionar y teorizar la subordinación, un viejo problema que Georg Lukács desarrolla con precisión en su libro más importante, Historia y conciencia de clase (1923).

Con estas referencias, Spivak rebate la idea de que el sujeto subalterno se encuentre en condiciones de hablar y conocer por sí mismo, validado solamente por su experiencia. El argumento central que ella ocupa es precisamente la escisión recurrente entre el “en sí” y el “para sí”, sosteniendo que el tránsito entre una y otra no es espontáneo, y que por el contrario, se requiere de una mediación que lo haga posible. Para ella, esa mediación debe ser realizada por el intelectual, y más todavía, en ella radicaría su función social y se despliega su capacidad crítica, posibilidad que tanto Foucault como Deleuze no contemplan por ver en ella una práctica autoritaria. Nuevamente provocadora, la bengalí los acusa a ellos de ejercer violencia epistemológica contra los subalternos al suponer en sus actos de habla discursos que ellos quieren oír, una violencia que se intensifica en historias y regiones ubicadas fuera de Europa. Por este motivo, se atreve a calificar la obra de ambos como “esencialismo subjetivo” (p. 187), reprochándoles en duros términos que al identificar realidad con experiencia cancelan toda posibilidad de una lucha ideológica.

II. La polémica que acabo de referir resulta productiva para el tema que actualmente estoy investigando: los intelectuales indígenas en cuatro países del cono sur y su producción escrita, pues veo en ella un tipo de representación que ha sido neurálgica en el ciclo de movilizaciones indígenas que recorre América Latina desde principios de los años ochenta.

A modo de paréntesis debo precisar que cuando hablo de intelectuales indígenas contemporáneos[1], me estoy refiriendo a los dirigentes, intelectuales y profesionales que surgieron de los procesos de modernización en América Latina, principalmente de aquellos que se pusieron en marcha durante el siglo XX y que contribuyeron a diversificar notablemente a este sector con procesos como la urbanización y la escolarización. Su característica principal, es que ellos cumplen una función específica que consiste en representar los intereses de sus colectivos frente a la sociedad mayor. De manera amplia, fundamentan un proyecto político que no es nacional ni de clase, exclusivamente, sino articulado en torno a identidades étnicas y, de manera más general, a una identidad india, con la cual resignifican un concepto de matriz colonial usado para nombrar a un sector que fue constituido como “otro” a partir de la conquista europea.

La dimensión cultural de esta lucha surge de un diagnóstico que hicieron las organizaciones étnicas allá por el año 1978, durante la II Reunión de Barbados, momento en que se refirieron a sí mismos como grupos colonizados. Este y otros argumentos de peso en torno a su especificidad como grupo, determinan el diagnóstico señalado y la necesidad de emprender un camino propio de reivindicaciones. Aquella reunión fue el momento en que se planteó abiertamente la necesidad de contar con cuadros intelectuales capaces de construir un discurso desde los indios y de poner fin a todos los tipos de mediaciones,  principalmente la del indigenismo, pero también la de los partidos de izquierda, con quienes habían vivido recientes derrotas. Así, para el intelectual “de procedencia indígena”, el llamado fue entonces a constituirse en un “intelectual indígena”, como lo dijo en aquella ocasión y con suma claridad el dirigente Ye'cuana de Venezuela Simeón Jiménez Turón (1979:208).

De esta manera, las organizaciones de entonces asumieron que la movilización en torno a una causa indígena no era algo espontáneo, gatillado solamente por la experiencia de dominación, sino al contrario, que era esa misma dominación el principal obstáculo. De ahí la necesidad de instalar una representación proveniente de sus mismos grupos étnicos, la que recayó precisamente en aquellos miembros que se desenvuelven en la sociedad nacional y que se formaron en ella, ya sea por la militancia política o por el acceso a la educación formal. Por lo tanto, no es ya el antropólogo o el etnohistoriador el que va a dar cuenta de su situación (únicamente), sino un integrante mismo de la sociedad indígena. Este tipo de representación significa la posibilidad de hacer el tránsito desde el sujeto colonizado (aquel que es hablado por otros o en el mejor de los casos, “informante nativo”), al sujeto con identidad étnica, capaz de reflexionar sobre las condiciones de su existencia y de apropiarlas en un sentido político.

 El surgimiento de este tipo de representación es el hilo conductor que permite seguir un proceso histórico que a pesar de ser masivo no involucra a toda la población indígena. Se debe considerar este factor para matizar expresiones livianas, entre ellas, decir que hoy “los indios” son capaces de hablar por sí mismos, pues implica tomarlos como un bloque y no reconocer la heterogeneidad que desde hace varias décadas los recorre. Por estas mismas razones, es más cuestionable todavía aquella posición que asume a los militantes de estos movimientos como una voz antigua, que conecta el presente con la cultura tradicional e incluso prehispánica. Veo en ellos más bien una ruptura y una forma de resistencia reciente, de sujetos que se podría identificar externamente como mestizos pero que han asumido su parte indígena y actúan a partir de ella. De ahí que postulo al intelectual indígena como una categoría fundamentalmente política.

III. A su vez, este grupo de intelectuales también constituye un sector heterogéneo, unido por un compromiso con las reivindicaciones étnicas y, de manera más amplia, con el proyecto de descolonización señalado, pero al cual contribuyen desde distintas posiciones. Esto obliga a distinguir modalidades, dependiendo de la competencia intelectual y los lugares en que estas se desarrollan. Entre ellas y con el riesgo de omitir otras intermedias o emergentes, se encuentra el intelectual dirigente y el intelectual crítico. El primero de ellos se ubica a la cabeza de las organizaciones étnicas y su discurso no puede ser disociado de la organización que representa. El segundo es aquel que construye discursos desde una disciplina del conocimiento, que investiga y busca crearse espacios de autonomía con respecto a los movimientos, a los cuales apoya o incluso milita, pero que se distingue principalmente por una producción escrita en la que se sitúa como autor.

            Aquella representación de la cual se habló en el apartado anterior tiene en dirigentes e intelectuales -distinción analítica que ahora se hace necesaria- a sus mejores exponentes. Ella se desarrolla en un doble sentido (Spivak 1998:183): el de la representación política, es decir, de los intereses del grupo frente a la sociedad mayor; y otra cultural, en tanto “retrato” de la diferencia. Dirigentes e intelectuales se han especializado en cada una de ellas, aunque se debe advertir que ambos tipos de representación se cruzan y retroalimentan en la acción de cada uno. Es así como el discurso del dirigente apela constantemente a un sustrato cultural. Por su parte, el intelectual busca impactar en el campo político a través de su escritura,

Este tipo de intelectuales fueron en su momento los destinatarios de las políticas de integración, hecho que les permitió acceder a la educación superior y formarse en alguna disciplina del conocimiento. Es así como en este grupo se encuentran presentes disciplinas como la historia, la sociología, la antropología, el arte y el derecho, entre otras, el que produce un corpus de textos escritos cada vez más abultado y complejo por la diversidad de posiciones que lo recorre. Respecto a esta escritura, debo traer a colación nuevamente el problema teórico que traté en la primera parte de esta exposición, con el fin de no establecer una relación ingenua entre obra y biografía, suponiendo a la primera como el resultado espontáneo de la segunda. Tales ideas sólo tienden a reducir su racionalidad y competencia intelectual. En lugar de ellas, propongo una aproximación que tenga como eje precisamente el concepto de representación. Me detengo en este asunto por el tipo de recepción que generalmente se hace de la escritura que proviene de los sectores subordinados. Ya sea el rechazo o bien el paternalismo, el hecho es que cuesta asumir que la escritura de estos sujetos pueda provenir de una racionalidad, y que la experiencia constituye uno de sus componentes, relevante por cierto pero no determinante.

Lo anterior da pie para despejar la relación que aquí establezco entre cultura e identidad, donde tampoco veo una relación de correspondencia necesaria. Esta posición tiene implicancias directas sobre este tema, pues significa que no es posible establecer una identificación absoluta entre la escritura de estos intelectuales y las culturas de las que proceden. Por lo tanto, no veo en ella el reflejo transparente de una cultura sino una “re-presentación” en la que median estrategias narrativas y políticas de distinto tipo (Said 1993).

El uso de la escritura implica que estas representaciones se realizan a través de medios y tecnologías que la sociedad mayor legitima y que en su momento constituyeron formas de dominio. Sin duda, no estamos frente a un fenómeno reciente[2], pero hoy se presenta más articulado y con mayor presencia pública. Esto, unido al sesgo disciplinario de sus autores, imprime características singulares a la producción escrita de las décadas recientes. En efecto, la formación disciplinaria y el paso por las instituciones educacionales de la sociedad nacional constituyen marcas que recorren esta escritura. No son pocos los casos en que de manera voluntaria o involuntaria, esa producción los hace formar parte de un campo intelectual donde aparecen como los “recién llegados” (Bourdieu 2000), un espacio de poder que tampoco acaba de considerarlos, como demuestra el hecho de que se los valora más por la exclusión de que han sido objeto, que por constituir corrientes de pensamiento.

El compromiso con sus colectivos de origen ha dado lugar a conflictos con aquellas instituciones educaciones donde se formaron, también con las disciplinas que en algún momento eligieron. Ellos tienen a menudo consecuencias de importancia, como la introducción de algunas variaciones en disciplinas que aún conservan una matriz positivista. Por ejemplo, la narración en tercera persona (aparentemente objetiva) es desplazada por un “nosotros” indígena donde el autor toma partido. Esta adhesión a un proyecto político, los hace protagonistas de un conflicto más pequeño pero no menos importante, que consiste en el intento por descolonizar sus propias disciplinas.

            Este nudo problemático caracteriza la producción de dos intelectuales que a mi juicio tienen un peso gravitante en sus respectivos contextos étnicos. Se trata del licenciado en arte José Ancán Jara, mapuche (Chile) y de la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui, aymara (Bolivia). Ambos forman parte, con mayor o menor conflicto, del campo intelectual en los países que habitan, esto en la medida que investigan, publican y son leídos por un público amplio y también especializado. Esa relación tensa con las disciplinas se expresa en que, por un lado, los proveen de recursos para dar cuenta de la diferencia mapuche y aymara, pero pero por el otro, es imposible desconocer la lógica de dominio que las ha orientado.

Tanto José Ancán como Silvia Rivera han sido fundadores, junto a otros intelectuales indígenas, de espacios de investigación autónomos donde el quehacer disciplinario queda expresamente subordinado a proyectos políticos. Se trata del Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen (Temuco 1990) en el caso del primero y del Taller de Historia Oral Andina-THOA (La Paz 1983) en la segunda. Ambas instituciones buscan que sus investigaciones aporten a la rearticulación política de mapuches y aymaras, a través de la construcción de una historia propia. Lo importante para el tema que aquí se está tratando, es que tanto Liwen como el THOA instalan una representación indígena, sobre todo cultural, pero haciendo de la cultura un lugar de pugna política.

            Es así como los trabajos de Rivera Cusicanqui plantean la necesidad de una historia, una antropología y una arqueología hecha por aymaras, y postula la historia oral como un recurso metodológico que permitiría el control sobre testimonios que hasta hace pocos años alimentaban la etnografía y un conjunto de relatos colonialistas. Un proyecto similar encontramos en la obra de Ancán Jara, quien instala un lugar de enunciación mapuche, desde el cual hace una re-lectura a las principales obras etnográficas de principios del siglo XX. Esta consiste en un movimiento de “subversión” -como él mismo lo denomina- que se realiza en el espacio de la escritura, con el cual busca hacer justicia a los mapuches que colaboraron en proyectos como el de Tomás Guevara y Ernesto de Moelbach, instalando a algunos de ellos en la posición de co-autores, y relevando a quienes entregaron sus testimonios, mostrándonos sus nombres y apellidos, ejercicio que le permite postular el carácter polifónico de esas obras. Al mismo tiempo, propone la realización de relatos de similar envergadura para retratar a la sociedad mapuche contemporánea, ese hoy en el que el propio autor se sitúa. Obras hechas por mapuches que ocupen las posiciones de testimoniantes, recopiladores y narradores, cuyo control editorial les permita ser un aporte a ese proyecto de rearticulación política.

            Intelectuales como los que acabo de referir, constituyen una de las paradojas más extraordinarias de la historia latinoamericana reciente, pues el acceso a la educación y la especialización profesional, constituye el extremo de la integración para los indígenas, por lo menos en los términos en que esta había sido pensada durante gran parte del siglo XX, cuando integración era entendida como sinónimo de asimilación. Sin embargo, ese extremo es el lugar donde hoy se constituye un tipo de intelectual que se propone precisamente lo contrario: retratar la diferencia cultural de las sociedades indígenas.

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[1] Este trabajo no pasa por alto el hecho de que los grupos indígenas poseen desde mucho antes otro tipo de intelectuales cuya acción transcurre al interior de la comunidad (Varese (1979:365).

[2] Para el caso mapuche ver Sonia Montecino y Rolf Foerster (1988) y, sobre todo, Jorge Pavez (2003). Para México, Natividad Gutiérrez (2001).

Microfísica del poder y colonialismo: en torno a Foucault, Fanon y Said

Edward Said en Orientalismo, toma la noción de discurso de Foucault desarrollada en Vigilar y Castigar y en Arqueología del Saber, resultando de suma utilidad para describir y analizar cómo se desarrolla la formación y cohesión discursiva del Orientalismo, que en tanto discurso, respalda, legitima, provoca, y en consecuencia, devela la intencionalidad de Occidente de dominar sobre Oriente. Dice Said: “Oriente ha sido orientalizado”, con lo que denuncia la formación de un discurso hegemónico sobre oriente, que penetra en todas las capas de la vida social, los campos político, académico, artístico y las percepciones sociales medias. Sin embargo, Said en Orientalismo no se preocupó por el tema de la resistencia a la dominación colonial, sino simplemente, describe y analiza su formación y desarrollo, y conjuntamente su correlación con los saberes en un contexto imperial. Fue entonces en Cultura e Imperialismo que decidió tomar el tema de la resistencia, donde una de las importantes críticas que formula hacia el sistema hegemónico de pensamiento occidental (incluyendo en éste a las corrientes críticas), es que “rara vez se concede” a las teorías de los escritores de la liberación, la autoridad y el universalismo “de sus equivalentes contemporáneos, en su mayor parte, occidentales”[0]. A modo de recordatorio de dicha situación, establece una comparación entre Fanon y Foucault, a raíz de la cual, formula hacia Foucault una crítica que aquí consideramos algo injusta y poco acertada, y cuya discusión es el objetivo central de este trabajo.

A grosso modo, la crítica dice así: “El trabajo de Fanon intenta, de modo sistemático, dar un tratamiento unitario a las sociedades metropolitanas y coloniales como entidades discrepantes pero al mismo tiempo relacionadas, mientras que la obra de Foucault va alejándose cada vez más de una consideración seria y rigurosa de los conjuntos sociales, centrándose en su lugar en el individuo como un ser disuelto en una microfísica del poder, indiscutiblemente progresiva y a la cual es inútil resistirse”[1]. “Los dos autores se nutren de la herencia de Hegel, Marx, Freud, Nietzsche, Canguihelm y Sartre, pero sólo Fanon da a este formidable arsenal un sentido antiautoritario. Foucault, debido quizá a su desencanto respecto a las insurrecciones de los años 60 y con la revolución iraní, se desvía por completo de la política”[2].

En este trabajo, se discute y critica la interpretación de Said acerca de Foucault, en cuanto a la inutilidad de resistirse, su presunto alejamiento de “una consideración seria y rigurosa de los conjuntos sociales”, y su supuesta desviación por completo de la política. Al contrario que Said, se plantea en primer lugar que, del pensamiento de Foucault, se desprende claramente que no es inútil sublevarse contra los poderes. En segundo lugar, que  el camino más acertado para el estudio de los conjuntos sociales y sus relaciones de poder, es el que toma Foucault a través del análisis de los micropoderes. En tercer lugar que, este camino da al pensamiento de Foucault un carácter esencialmente liberador (carácter que Said sólo otorga a Fanon), y por último, que en lugar de desviarse por completo de la política, como pretende Said, es todo lo contrario, pues, el pensamiento de Foucault constituye una de las bases más importantes para pensar en una teoría general de lo político, no casuística (para el fenómeno colonial) como en el caso de Fanon. 

En mayo de 1979, Michel Foucault publicó en Le Monde un artículo titulado: ¿Es inútil sublevarse?[3].Este texto, el cual fue escrito a causa de la desilusión que le produjo a Foucault el régimen en que desembocó la revolución iraní de 1979, revela por un lado, la postura del pensador respecto a la sublevación, y por otro, su extrema sensibilidad a cualquier tipo de dominación y sujeción de la subjetividad individual, lo que se podría interpretar como una ambivalencia y falta de compromiso político, justamente lo que aduce Said en su crítica.

Efectivamente, la postura que presenta el autor acerca de la utilidad de sublevarse es, en el texto al cual nos referimos, ambivalente. Dice Foucault: “las sublevaciones pertenecen a la historia. Pero en cierto modo, se le escapan”[4]. No niega el hecho que sea necesario e inevitable sublevarse ante un poder opresivo, y que en un momento los oprimidos digan: “no obedezco más”. Sin embargo, cuando existen movimientos que gestionan la insurgencia en vistas de capitalizarla para sus fines ideológicos, esta insurgencia termina siendo inútil, como lo fue la revolución iraní a juicio de Foucault. El levantamiento de un pueblo oprimido por un gobierno ilegítimo, pro imperialista,  en el cual miles de individuos dieron sus vidas, con la intención de reafirmar su propia subjetividad frente a la represión autoritaria, se convirtió en el gestor de un gobierno portador de una ideología arcaica, que terminó siendo igualmente opresivo que el régimen derrocado. Fundamentalmente se podría decir, a partir de este texto, que Foucault es ambivalente respecto de la sublevación, porque al momento de plantear la pregunta: ¿se tiene o no razón para rebelarse?, responde diciendo: “Dejemos la cuestión abierta”[5]. Este “dejemos la cuestión abierta” es evidentemente falto de una postura enfática a favor de la sublevación. Sin embargo,  prosigue: “Hay sublevación, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la historia y le da su soplo”[6]. Es esto último, lo que resulta particularmente interesante de rescatar, y que si lo conectamos con otros textos del autor, podemos vislumbrar su compromiso político con la liberación individual de la sujeción de los poderes, y entonces la ambivalencia referida desaparece.

En uno de sus últimos escritos, titulado El sujeto y el poder, Foucault dice en tono comprometido, anunciando la tarea de la Filosofía en los tiempos actuales: “Debemos promover nuevas formas de subjetividad a través del rechazo de este tipo de individualidad que nos ha sido impuesta durante siglos”[7]. En consecuencia, podríamos decir que, si es por medio de la sublevación que la subjetividad de los individuos se introduce en la historia, y luego el autor nos insta a promover nuevas formas de subjetividad, entonces nos estaría instando a la sublevación, y en efecto resultaría paradojal que nos inste a algo que él considera inútil.

Said coincide con Foucault en su planteamiento sobre la existencia de una microfísica del poder de Vigilar y Castigar, y considera en general que éste análisis de situaciones particulares de dominación tiene mucho sentido y que en eso, Foucault no tiene igual. Sobre todo en lo que al análisis de los ámbitos discursivos y disciplinarios se refiere, así, reconoce un paralelismo asombroso entre lo que es la microfísica del poder y el orientalismo. Sin embargo, presenta algunas reservas, que podemos resumir en cuatro puntos:

Primero, estar de acuerdo con la consideración de una microfísica del poder, la cual se manifiesta en ámbitos de discursos con pretensión de verdad y crean procedimientos de exclusión, disciplinas, conocimiento y poder, es muy distinto a lo que plantea en La historia de la sexualidad que “el poder está en todas partes”, esto lo lleva a adoptar, según Said, un punto de vista pasivo y estéril respecto del poder[8]. Segundo, además de lo anterior, el problema para Said, comienza cuando sus conclusiones de estas situaciones particulares de dominación, las extiende a un plano general, es entonces cuando, según Said, “el avance metodológico se convierte en la trampa teórica”[9], y es lo que produce en el análisis foucaultiano ese “alejamiento de los conjuntos sociales” que critica Said. Tercero, esto para Said, tiene sus consecuencias más negativas cuando son tomadas por sus discípulos de ultramar, esto es, por intelectuales de las colonias, pues resulta inaceptable para Said que por la influencia foucaultiana, algún escritor de ultramar pueda afirmar que el poder no se puede situar en un lugar específico cuando para el caso de las colonias, estaría claro que sí se sitúa en la Metrópolis. Cuarto, otro problema importante que ve Said en Foucault, es que ignora que “la historia no es un territorio franco – parlante homogéneo sino una compleja interacción entre economías, sociedades e ideologías desiguales”[10], pues le critica que la mayoría de las veces se refiera sólo a Francia, lo que lo dejaría en la postura de un intelectual especializado, a diferencia del intelectual universal, y conlleva también un etnocentrismo que lo condujo a ignorar el contexto imperial de sus teorías.

Una crítica de este tipo es muy esperable de un pensador como Said, sobre todo en Cultura e Imperialismo, donde se dedica a analizar las relaciones de dominación política y cultural y de resistencia y oposición entre los Imperios y sus dominios de ultramar. Sin embargo, el análisis y la obra de Foucault dan para pensar el poder y la dominación mucho más allá del fenómeno del colonialismo (sobre este tema volveremos más adelante).

Aquí planteamos que el camino que toma Foucault mediante el estudio de los micropoderes, es, al contrario de lo que plantea Said, fructífero y no estéril, y que si bien puede parecer pasivo, por su posición de intelectual, no tiene por qué ser activo en un sentido reductivo del término, digamos, entender acción sólo con hacer de cuerpo presente.

Si hacemos una revisión rápida y general del trabajo de Foucault, llegamos obligatoriamente a aceptar que sí existe una microfísica del poder, que el poder está en todas partes, y que la reproducción de relaciones de poder y luchas correlativas es infinita. Esto es: hay relaciones de poder en la escuela, en la clínica, en la cárcel, en la familia, en la sexualidad, etc. Ahora, a partir de esto, sería un proceder dudoso, plantear que estas conclusiones no se pueden llevar al ámbito de la sociedad como un todo. Pues, si la sociedad se compone de individuos inmersos en los engranajes del poder ejercido en diferentes instituciones, resulta evidente pensar que estas relaciones de poder se manifiestan en la sociedad en general. Sería poco acertado plantear que, por un lado existen relaciones de dominación “no políticas”, que serían las antes mencionadas, y por otro lado la relación de “poder político”, que sería la que se da entre “gobernantes y gobernados”, entre “Estado y sociedad”. Said critica de Foucault, respecto de este punto, su alejamiento del marxismo, mientras que Foucault considera necesario desmarcarse del marxismo para llevar a cabo su análisis de los micropoderes, el cual sería más fértil para pensar en términos de liberación de la sujeción. Pues según él, “los movimientos marxistas y marxistizados de finales del siglo XIX han privilegiado el aparato de Estado como blanco de lucha”[11]. Si bien, Foucault reconoce un carácter especial al Estado como institución de poder a la vez totalizante e individualizante, la cual, dado su poder, todas las demás instituciones deben referirse a él, tomarlo como blanco de lucha implica, en palabras del mismo Foucault, que: “para poder luchar contra un Estado que no es solamente un gobierno, es necesario que el movimiento revolucionario se procure el equivalente en término de fuerzas político-militares, en consecuencia, que se constituya como partido, modelado – en el interior – como un aparato de Estado, con los mismos mecanismos de disciplina, las mismas jerarquías, la misma organización de poderes. Esta consecuencia es gravosa”[12].

Este mismo análisis, deberíamos tomarlo en cuenta para el proceso de descolonización que analiza Said, y considero que él mismo lo debió haber tomado en cuenta más seriamente, si la liberación del sujeto es lo que se busca. El politólogo paquistaní Eqbal Ahmad, a quién Said apreció mucho, en The Postcolonial System of Power[13] establece una tipología de seis regímenes dentro de la cual clasifica a los países del llamado “tercer mundo”. Lo significativo de traer a colación este texto, es que muestra que muchos de los países en donde la resistencia anticolonial había salido triunfante, según plantea Said en Cultura e Imperialismo, entran en las categorías de: Sistema de Palacio, Pragmático Autoritario, Radical Nacionalista o Neofacista[14]. Por lo que podríamos preguntar: ¿la resistencia salió triunfante de qué?, si la liberación era lo que se buscaba, ¿son libres los individuos que habitan dichos países? Más aún, si estos países se hubieran independizado con regímenes democráticos, sería igualmente pertinente hacer las mismas preguntas, y esto es lo que hace particularmente interesante que Foucault se centre en Francia, la Francia de las luces, la Francia de las libertades, también, la Francia de las disciplinas y de la vigilancia, la Francia Panóptica. En efecto, su análisis nos lleva a pensar una teoría de la liberación más allá de procesos transitorios de dominación, como lo fue el colonialismo, sino que nos lleva a interrogarnos por las condiciones de libertad de nuestra subjetividad en circunstancias que nos sentimos “libres”, libres porque “votamos”, porque la policía “nos protege”, y porque la ley “nos garantiza nuestra libertad”. Es justamente esto, lo que le da al pensamiento de Foucault un carácter liberador, y lo que nos posibilita entenderlo como un marco analítico de Lo Político, con todo el peso de lo que eso significa. Pues, si pensamos  Lo Político como una relación, específicamente como una relación de dominación, donde uno manda y otro obedece, equiparable a lo que Foucault define como relaciones de poder en cuanto que acciones sobre otras acciones, o como gobierno en sentido amplio, esto es, conducir, dirigir, gobernar las acciones  de los individuos, este tipo de relación se da en todos los ámbitos, instituciones y engranajes de las sociedades, y se da en forma masiva y universalizada, por lo tanto las relaciones de poder “político” no pueden reducirse sólo a la relación Estado  y sociedad, e incluso, en cuanto al colonialismo, el poder no puede situarse en la Metrópolis como lugar específico, en todas partes existen diversos poderes puestos en acción, y si bien en el caso del colonialismo, el poder de la Metrópolis es el más visible (tal como en las sociedades metropolitanas es el Estado el poder más visible), no es en ningún caso el único poder ejercido ¿Qué hay de las reglas y jerarquías disciplinarias e ideológicas dentro de los movimientos de liberación nacional?

En consecuencia, Foucault, en lugar de alejarse de un análisis acertado de los conjuntos sociales y de la política, resulta todo lo contrario, nos da luces para ver relaciones políticas que pasaban desapercibidas, o bien como no políticas, y por lo tanto no de dominación, mientras que su análisis por separado de los diversos espacios del poder, al conectar los diversos engranajes, nos proporciona una visión de la anatomía política de la sociedad como un todo.

Si bien Fanon parece no percibir lo mismo que Foucault respecto de las relaciones de poder, tiene una interesante teoría acerca de las relaciones entre la Metrópolis y sus colonias. En su obra, revela la crudeza de las prácticas de sujeción de las potencias coloniales, los grados de violencia tanto física como psíquica, como también los complejos y patologías que esto trae como consecuencia. Así, en Los Condenados de la Tierra[15], plantea que la lucha anticolonial no puede llevarse a cabo de otra forma sino por medio de la violencia, lo que surge como respuesta al alto grado de violencia del colonialismo. Si bien, no se puede hablar en Fanon de una microfísica del poder, sí percibe situaciones de dominación y violencia, que no fueron percibidas por muchos de quienes analizaron en su época el fenómeno del colonialismo, como el caso de Mannoni en su Psicología de la Colonización, analizado y criticado en extenso por Fanon en Piel Negra, Máscara Blanca[16]. Por ejemplo, respecto del tema del lenguaje, la sujeción en cuanto se inculca al colonizado la inferioridad de su lenguaje, lo que sumado a la insistencia en la inferioridad de su raza, producen en el colonizado la necesidad de ser el “otro”, lo que genera una dinámica de sujeción de la conciencia del colonizado, no se es “para sí” mismo, sino se es para el “otro”, el negro quiere ser para el blanco, quiere ser blanco, el hombre negro desea a la mujer blanca y la mujer negra desea al hombre blanco. Tal como estas reacciones se producen en unos, en otros se producen reacciones de autoafirmación de la negritud, el negro se reafirma como negro frente al blanco, sin embargo, persiste la sujeción de la conciencia, mientras el que quiere ser el “otro” quiere ser un blanco para el blanco, éste quiere ser un negro para el blanco, por lo tanto tampoco es “para sí”. Lo que sugiere Fanon en términos de liberación del ser humano es, “el derecho a exigir un comportamiento humano”[17]. Escribe: “Un solo deber, el de no renegar de mi libertad en mis elecciones. No quiero ser la víctima de la trampa de un negro. Mi vida no se consagrará a ser el balance de los valores negros. No hay mundo blanco, no hay ética blanca, no hay superior inteligencia blanca. Hay del cabo al rabo del mundo hombres que buscan”[18]. Sin embargo, este llamado a la razón y al reconocimiento es para Fanon, algo ideal, y que constituye una ingenuidad esperar que cambie lo real, pues para el colonizado la alternativa no es otra que la lucha, “una lucha contra la opresión, la explotación y el hambre”[19]. Sin embargo, no deja de ser atractivo pensar una liberación humana en estos términos, donde el oprimido tome una conciencia humana en lugar de una conciencia binaria, y así, los ocupados, las mujeres, lo obreros, y todos quienes han sido oprimidos, vean su historia como parte de la historia de la humanidad.

Conviene de todas maneras, traer a colación la obra de Fanon. Si bien esta nos podría parecer eminentemente casuística, digamos referida sólo al fenómeno colonial, sus conclusiones traen consigo un aspecto universalista, liberador del ser humano de las estructuras de pensamiento binarias, que como diría Foucault separan a los individuos, y como diría Said, mantienen nuestras mentes colonizadas. En efecto, los pensamientos de Foucault, Fanon y Said como teorías de la liberación, cobran plena vigencia hoy, en tiempos que a pesar que el colonialismo no existe como acción concreta, sí existe un imperialismo tan violento (o quizá más) que el colonialismo de antaño, y en circunstancias que aún no se lleva a cabo la descolonización de las mentes[20].

[0] Said, Edward. Cultura e Imperialismo. Anagrama, Barcelona, 1996.p.428

[1] Ibid. p. 429.

[2] Ibid. p.429-430

[3] Publicado en español por Paidós en el Volumen III de las Obras Esenciales. Estética, Ética y Hermenéutica. Paidós, 1999. Barcelona.

[4] Ibid.p.203

[5] Ibid.p.206

[6] Ibidem

[7] Foucault. M. El sujeto y el poder. p 12

[8] Said. E.W. El Mundo, el Texto y el Crítico. Editorial Debate. Buenos Aires, 2004. pp.296 y 326

[9] Ibid.p.326

[10] Ibid.p.298

[11] Foucault. M. Poder-Cuerpo. En Microfísica del Poder. Ediciones La Piqueta. Madrid, 1991. p. 115

[12] Ibidem.

[13] Ahmad. E. The Postcolonial System of Power. Arab Studies Quarterly, Fall, 1980.

[14] Ibid.p.3

[15] Fanon. F. Los Condenados de la Tierra. Fondo de Cultura Económica. México, D.F. 1963, 1965,1994,2001.

[16] Fanon. F. Piel Negra, Máscara Blanca. Editorial Síntesis. Barcelona, 1996, 1970. 

[17] Ibid. p.282

[18] Ibidem.

[19] Ibid.276

[20] Sobre este tema véase Said.E.W Descolonizar la Mente. En Palestina: Paz sin Territorios. Editorial Txalaparta. Nafarroa, 1997. pp. 59-66

Algunas reflexiones sobre la muerte suscitadas por la ética del cuidado de sí

El tranquilo sueño de la razón no dejará de generar monstruos. Monstruos que son consecuencia de la domesticación, del conformismo y de la seguridad garantizada por el ejercicio del poder. Foucault dará una doble función a este ejercicio: En primer lugar, una anátomo política del cuerpo humano que obedece a la mecánica de las disciplinas. El principal objetivo de ellas, como ya ha sido detallado en el capítulo anterior, es la comprensión del cuerpo como máquina. Estos procedimientos intentan conseguir docilidad política y utilidad económica de los individuos. En segundo lugar, destaca una biopolítica de la población. En este caso se considera al cuerpo individual en tanto forma parte de la especie. Esta operación queda a cargo de una serie de intervenciones y controles reguladores del individuo en tanto partícipe de los avatares propios de la especie humana: nacimiento, muerte, migración, reproducción, etc . Por lo tanto, el cuerpo es considerado como soporte de los procesos biológicos. Los mecanismos de poder ya no tienen allí por objeto la muerte, sino actúan como administradores de la vida:

“Las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población constituyen los dos polos alrededor de los cuales se desarrolló la organización del poder sobre la vida”.[1]

Así tiene lugar el biopoder, cuya principal herramienta es el sexo. En efecto, el sexo es una bisagra en la que se cruzan las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población. El dispositivo de la sexualidad permite establecer un dominio sobre los individuos y sobre la especie, logrando por primera vez que lo biológico se refleje en la política. Por medio de la normalización de la conducta sexual, el cuerpo queda tramado por una red que involucra la política y la economía. Las técnicas de poder y saber, esta vez apuntan a controlar y regular la vida a partir de patrones político-económicos. Su centro de operaciones se ubica en el potencial biológico de la humanidad.

La manera cómo se puede encontrar satisfacción al interior del sistema corresponde a las exigencias impuestas por éste: se trata de una plástica y enrarecida felicidad que responde a los patrones de normalización. Se trata de alejar la muerte como principal elemento de dominio, puesto que para hacerse cargo de la vida se requiere de mecanismos continuos, reguladores y correctivos. Este poder se tiene que encargar de codificar la vida de acuerdo a un sistema normativo-judicial:

“la ley funciona siempre más como una norma, y ...la institución judicial se integra cada vez más en un continuum de aparatos (médicos, administrativos, etc) cuyas funciones son sobre todo reguladoras.”[2]

Debido a la notable presencia de este mecanismo regulador de la vida en términos de normalidad y de justicia para establecer un control continuo sobre el cuerpo en sus dos dimensiones, individual y de la especie, es que la psiquiatría comienza a cobrar mayor importancia al interior de los mecanismos establecidos para mantener un control social. Lo que ella pondría en evidencia es la necesidad que existe de una higiene o medicina social: El cuerpo social deja de ser un dominio exclusivamente jurídico-político, porque en él empiezan a cobrar relevancia los aspectos biológicos, por lo que se hace necesaria la intervención médica. A partir de datos biológicos se establece la norma, con lo que tiene lugar una psiquiatrización del cuerpo colectivo. Por tanto, la psiquiatría más que responder a exigencias de orden epistémico, descubrir nuevas verdades en torno a la composición psíquica humana, responde también a una nueva forma de dominio adoptada por los mecanismos de poder, el control de la población debe considerarse no sólo como una realidad social sino también biológica.  

De esta forma, el ideal de felicidad en tanto plenitud de vida se ve desplazado por una felicidad normada. Es por ello que la felicidad total se ha vuelto imposible, pues ella es concebible sólo a través de la mecánica de la transgresión, la confluencia de lo prohibido y lo subversivo[3]. Sólo se puede optar a compensaciones a medias. En cada sonrisa se rememora el sacrificio: el éxito corresponde a la renuncia, a la sumisión, a la resignación. Pues si bien el poder intenta administrar la vida, su sombra es la muerte sistemática de seres humanos. La forma de garantizar la sobrevivencia a una población se debe a la capacidad de hace sucumbir a otra. Resulta paradojal que los mismos adelantos utilizados para mejorar la calidad de vida sean utilizados en la fabricación de armas, de tal manera que los avances de la razón (el progreso) son proporcionales al aumento de la capacidad destructiva. Si bien el siglo XX ha sido caracterizado por enormes avances científicos, también ha sido testigo de las más grandes matanzas habidas hasta ese momento: los mecanismos de administración y control de la vida alimentan su esperanza desde la posibilidad del genocidio:  

“el poder de exponer a una población a una muerte general es el envés de garantizar a otra su existencia”[4]

El extremo de la felicidad es la inmovilidad de la muerte, el cese del baile, el fin de la fiesta. La felicidad de unos corresponde al sufrimiento y miseria de otros. La entrada en razón conduce inevitablemente al dolor pasivo de la impotencia, al destierro de los sueños, a la miseria social con todo su peso, a la muerte y al sufrimiento del hombre por el hombre. Sea esta puerta, el acceso principal hacia lo que Nietzsche llamará nihilismo, es decir, aquella enfermedad que caracteriza a la humanidad a partir de la modernidad. El proceso del progreso, entendido como el despliegue histórico de la Razón con el objeto de lograr un maximum de bienestar y plenitud, es interpretado por Nietzsche como un fracaso.  Pues tras los intentos de la Razón tendría lugar un desmedro de la riqueza propia de la vida. El intento de la Razón se hace efectivo en la medida en que impone una semejanza, y por ello pasa por encima de la diversidad de las formas y procesos vitales, teniendo lugar una simplificación del complejo escenario en el que acontece la existencia. Tras cada proceso se busca la nihilificación del individuo entendida como anulación. En efecto, dentro de las posibilidades demarcadas por los mecanismos de control, la nada resulta ser la presencia más destacada: más vale querer la nada a no querer. En medio de esta cerrazón de posibilidades, frente a la inminente derrota, sólo quedan dos actitudes: resignarse y perder el alma en los engranajes de la maquinaria social (actitud de renuncia), o la autoinmolación como último bastión intacto de autonomía, como la única manera de rescatar la dignidad de la inminente miseria (actitud del héroe). Dentro de este contexto, Benjamin sostiene que la actitud por excelencia de la modernidad debe estar signada por el suicidio:

“Lo moderno tiene que estar en el signo del suicidio, sello de una voluntad heroica que no concede nada a la actitud que le es hostil. Ese suicidio no es renuncia sino pasión heroica”.[5]

            “Evidentemente, toda vida es un proceso de demolición”. Con esta frese de F. S. Fitzgerald, Deleuze da inicio a una de las más bellas series de paradojas de su Lógica del sentido: Porcelana y volcán. Puede ser entendida como un elogio a la autodestrucción y sus diversas formas de manifestarse: esquizofrenia, alcoholismo, drogadicción, suicidio. A esta frase Deleuze le otorga la virtud de ser una “obra maestra”, que resuena en la conciencia de todo ser humano como un “ruido de martillo”. Sin embargo, es algo bastante más inocente lo que quiere decir. Cada etapa de la vida es acompañada por un deterioro inevitable, el continum vital es interrumpido constantemente por pequeñas muertes que indican el paso a un nuevo estadio. Tal modificación destructiva afecta a la forma como es asumido el destino: o bien bajo el imperio del nihilismo, destino impuesto y advenido desde instancias ajenas y artificiales; o tomando las riendas de la inminencia del fin, dando acogida a “la libertad de morir y el poder de arriesgarse mortalmente”[6] . En este punto queda abierta y justificada la posibilidad del suicidio, entre otras, como el uso de drogas o de alcohol, en la medida en que se logra escapar a la urgencia del presente, abriendo una brecha en el hilo temporal donde tendría lugar lo inédito, el acontecimiento. Mediante el cual se accede a una libertad, dando lugar a un espacio que no se encuentra sometido a las limitaciones del estado de cosas. El propósito de Deleuze al señalar estas formas de autodestrucción, en tanto medios de exploración revolucionarios, es abrir la posibilidad de que sean alcanzados por otras vías, que igualmente funcionen como dispositivos de liberación. Por ejemplo, en distintos lugares de su obra señala que se puede hacer un viaje sin moverse del lugar donde se encuentra, y los efectos producidos por las drogas, el alcohol, u otros formas de experimentar el límite, pueden ser logrados por otros medios. Un ejemplo de ello es, poder plantear, al modo de Foucault, la posibilidad de pensar de otro modo y, a través de esta operación, cambiar la propia conformación del individuo y dar lugar a la opción de ser otro. De esta manera se dota de dignidad a la existencia, considerando que cada individuo puede enfrentar los sucesos que lo afectan directamente:

            “ser digno de lo que nos ocurre, esto es, quererlo y desprender de ahí el acontecimiento, hacerse hijo de sus propios acontecimientos y, con ello, renacer, volverse a dar un nacimiento, romper con su nacimiento de carne.”[7]

            El acontecimiento, para los actuales propósitos, puede ser entendido como aquello que corresponde al devenir, es decir, aquella instancia que escapa a los patrones históricos. El devenir siempre guarda relación con la posibilidad de liberación desempeñada por la latencia de una transformación que afecta a la composición del individuo: dejar abierta la posibilidad de ser otro.  Equivale a lo que Foucault denomina como lo actual:

            “no consiste simplemente en caracterizar lo que somos, sino en seguir las líneas de fragilidad actuales, para llegar a captar lo que es, y cómo lo que es podría dejar de ser lo que es.”[8]

Con ello, lo actual, quiere decir la puerta de salida hacia una posibilidad no contemplada por el recorrido calculador de la historia a través de la fragilidad del presente. Generando un espacio donde la libertad se identifica con un proceso de transformación. Actual, en este contexto, quiere decir lo mismo que Nietzsche denominaba intempestivo (unzeitgemäss), es decir, “actuar contra su tiempo y, de esa manera, sobre su tiempo y, espero, a favor de un tiempo por venir”. Con ello se abre un espacio de libertad concretizada en la certeza de una próxima transformación. Lo intempestivo, o actual, también corresponde a lo póstumo, en tanto guarda en sí una promesa de futuro. Pero no es precisamente el futuro de la historia sino el porvenir, la posibilidad abierta por el devenir, pues en efecto se actúa contra el tiempo. La posibilidad de transformación sólo puede ser entendida como promesa de futuro. El presente queda hendido en la posibilidad infinita de transformarse. Actual, es el ahora infinito[9], sea esta otra lectura de lo que Nietzsche llamaba “nuevo infinito”, la aplicación del perspectivismo a la existencia; en el infinito ahora, se puede ser todos los nombres de la historia pasada y por venir.

            Uno de los límites más difíciles de franquear es el de la muerte, afecta al estado de cosas y a la existencia individual. Además pareciera imposibilitar todo tipo de transformación posterior, es el cese de toda transformación. Es por ello que la elección libre de la muerte representa un punto máximo de fuga, pues se rechaza todo tipo de imposiciones y miserias, y finalmente, es la muerte misma la que queda conjurada en este último suspiro. En la muerte, entendida como acontecimiento, se justifica todo el  proceso de demolición, como el héroe que en sus últimos estertores logra abrazarse al destino. Para enfrentar la muerte, indica Foucault: “Hay que prepararla, componerla, fabricarla pieza a pieza, calcularla o, mejor, encontrar los ingredientes...recibir consejo y trabajarla para hacer de ella una obra sin espectador que existe únicamente para mí, y sólo en el tiempo que dure el más breve segundo de la vida”.  

            Adelantarse al final, ser intempestivo, ser actual, tomar el destino con las propias manos que ejecutan el fatal gesto de fiesta, pálido adiós, máximo placer que coincide con el punto máximo de destrucción, momento de extrema singularidad, radicalidad del acontecimiento: “Merece la pena ocuparse más de él que de cualquier otro: no para preocuparse o intranquilizarse sino para transformarlo en un placer desmesurado, cuya preparación paciente, sin descanso y también sin fatalidad, iluminará toda la vida”[10]. El suicidio es el acto que, sin duda, como lo hace notar Foucault en la parte final de La voluntad de saber, es el límite del poder. En él se ejerce  el derecho privado e individual de morir, lejos de la calculadora administración de la vida, momento más “privado” del que cabe esperar, en medio de las sombras, un rugido de liberación. Está signado bajo la sencilla fórmula del placer, alejamiento de la plástica felicidad, que coincide con la autodestrucción, peldaño final de la propia autosuperación. La lección del suicidio nos muestra que se tiene que vivir, entendiendo la vida como un inevitabe proceso de demolición, como si cada día fuese el último. Zaratustra advierte, “Yo amo a quien quiere crear por encima de sí mismo, y por ello perece”. De ahí que el despuntar del nuevo día indica un renacimiento. Toda demolición, todo ocaso, es recompensado con la liberación del pasado, una superación de sí mismo, la posibilidad cierta de ser otro. ¿Será esto un rasgo de esquizofrenia?

[1]Foucault, M. Historia de la sexualidad I.,Editorial Siglo XXI, México. 1996. Pp. 168-169.

[2] Foucault, M. Op. cit. P.174.

[3] La constatación de que la felicidad sólo es una compensación a medias, se puede rastrear en los pensadores de la escuela de Francfort. Siguiendo a Freud, Marcuse sostiene que la felicidad no es un bien cultural. La civilización tendrá como motor principal la represión. Cf. Marcuse. H. Eros y civilización. Seix Barral, Barcelona, 1972. Los trabajos de la escuela de Francfort en cierto sentido se adelantan a lo que desarrollará Foucault, especialmente en la medida en que proponen un análisis crítico de la estructura social occidental, sospechando de sus logros. Este análisis, al igual que las directrices del pensamiento foucaultiano, se ocupa de cuestionar los logros de la Razón. Cf. Adorno, T y Horkheimer, M. Dialéctica de la ilustración. Editorial Trotta, Madrid 1997. Al respecto Foucault señala: “...si hubiese podido conocer a la escuela de Francfort...me hubiera ahorrado mucho trabajo, no hubiera dicho tantas tonterías y no habría dado tantos rodeos al intentar avanzar paso a paso, cuando ya habían sido abiertas ciertas vías por la escuela de Francfort. Hay en ello un problema de falta de compenetración entre dos formas de pensamiento que estaban muy próximas y quizás esa misma proximidad explique dicha carencia de compenetración”. Foucault, M. OE III, P. 315 y 316.

[4] Foucault, M. Historia de la sexualidad I. Op. cit. P.166.

[5] Benjamin, W. Iluminaciones II, poesía y capitalismo. Madrid 1993. P.93. Benjamin complementa esta afirmación, con la siguiente cita de Nietzsche : « No se condenará nunca lo bastante al cristianismo…por haber desvalorizado…el valor de un gran movimiento nihilista purificativo que estaba en marcha : siempre ha impedido la azaña del nihilismo : el suicidio ». Nietzsche, Werke, ed. Schlechta, Vol 3, pág. 792. En ella se puede ver como a partir de una deducción que podría calificarse de lógica (la negación de la negación recae en la positividad), el suicidio es considerado como un remedio al interior de esa enfermedad que Nietzsche denomina nihilismo, el gesto tembloroso que mediante su último proceder conjura los nefastos efectos de la negación.

[6] Blanchot, M. L'Espace littéraire, Gallimard, 1955. Citado por Deleuze en Lógica del sentido. Editorial Paidós.  Barcelona 1994. P. 164.

[7] Deleuze, G. Lógica del sentido. P.158.

[8]Foucault,  OE. III. P. 325. Sobre el tema de la actualidad, Foucault sostiene en una entrevista: “Me gustaría decir algo sobre la función de cualquier diagnóstico sobre la naturaleza del presente. No se trata simplemente de una simple caracterización de lo que somos, sino, en cambio –siguiendo líneas de fragilidad en el presente- de poder comprender por qué y cómo lo-que-es, podría no ser más lo-que-es. En este sentido, toda descripción debe hacerse de acuerdo a estos tipos de fractura virtual que amplían el espacio de la libertad, entendido como espacio de libertad concreta, de posible transformación”. Foucault, El yo minimalista y otras conversaciones. Edit. La marca. Bs As. 1996. Pp. 121-122. La fragilidad del presente significa que lo-que-es, puede ser de otro modo a como se piensa, tomando en cuenta la levedad de los asuntos humanos en la medida en que son históricos. Es por ello, que Foucault considera que la tarea del intelectual no es prescribir conductas ni acciones a seguir, sino que lo evidente “está siempre formado por la confluencia de encuentros y posibilidades, en el transcurso de una historia precaria y frágil”. Foucault, Ibid. Pp. 122.

[9] Cf. Deleuze – Guattari. ¿Qué es la filosofía?. Anagrama . Barcelona, 1999. Pp. 113-114. Los autores introducen el concepto del ahora infinito, para describir lo que para Nietzsche es lo intempestivo o inactual y, para Foucault, es lo actual. Ello dentro de un tema mayor que es el del pensamiento, entendiendo a éste como un experimentar. Se puede afirmar, por tanto, que “pensar” es poner “entre paréntesis” al mundo y al presente en que se vive, para tener algún acceso a lo que Foucault describe como “una ontología de nosotros mismos”, sin estimar las limitantes del presente, sino considerando las posibilidades de ser otro. “Resulta que para Foucault, lo que cuenta es la diferencia del presente y lo actual. Lo nuevo, lo interesante, es lo actual. Lo actual no es lo que somos, sino más bien lo que devenimos, lo que estamos deviniendo, es decir, el Otro, nuestro devenir-otro. El presente, por el contrario, es lo que somos y, por ello mismo, lo que estamos ya dejando de ser ”. En el “pensamiento” tiene lugar lo actual o lo intempestivo, en la medida en que por medio de él se “deviene”, es decir, es un ejercicio en el cual se pone a prueba lo que cada uno es, teniendo como meta la desubjetivación.

[10] Foucault, OE III. Pp. 200-201.

Notas para una filosofía social de la experiencia químicamente alterada

En cierta ocasión, cuando le preguntaron por sus problemáticas relaciones con el marxismo, en un momento –los años 70- en que figurar o no como continuador del legado de Marx significaba en gran medida estar o no en el camino correcto, Michel Foucault respondió: “Me sucede con frecuencia citar frases, conceptos, textos de Marx, pero sin sentirme obligado a adjuntar la pequeña pieza identificadora que consiste en hacer una cita de Marx, en poner cuidadosamente la referencia a pie de página y acompañar la cita de una reflexión elogiosa. Mediaciones gracias a las cuales uno será considerado como alguien que conoce a Marx, que reverencia a Marx y se verá honrado por las revistas llamadas marxistas. Yo cito a Marx sin decirlo, sin ponerlo entre comillas…” (Cf. “Entrevista sobre la prisión: el libro y su método”, en: Microfísica del poder, editorial La Piqueta, Madrid, 1992, p.100).

Comienzo por esta breve referencia precisamente porque, en verdad, este no es un texto sobre Michel Foucault, aunque sí lo citaré con comillas en más de una oportunidad, sino uno elaborado a partir de su pensamiento, entre otras cosas porque no pretendo pasar aquí por un especialista más en su extensa y compleja obra. Me parece, en cualquier caso, que justamente esta fue la manera en que él mismo quiso trabajar con sus textos y autores canónicos, por ejemplo frente a Nietzsche, de cuya obra dice en la misma entrevista: “Yo, las gentes que amo, las utilizo. La única marca de reconocimiento que se puede testimoniar a un pensamiento como el de Nietzsche es precisamente utilizarlo, deformarlo, hacerlo chirriar, gritar.” (Op. cit., p. 101). Habríamos, pues, aquí, igualmente de hacer chirriar, gritar y deformar al pensamiento foucaultiano. ¿Cómo hacer chirriar al gran chirriador, cómo obligar a gritar al gran transmisor de alaridos, cómo deformar al gran deformador? Problema que, a todas luces, escapa de nuestras posibilidades actuales. Pero la naturaleza misma del asunto que aquí trataremos nos obliga a proceder de tal suerte. Pues la cuestión de la droga, o para decirlo de un modo menos transido del lenguaje policial, la cuestión de la alteración química de la experiencia –más adelante veremos por qué antes alteración de la experiencia que de la conciencia- no fue tratada directamente por la investigación foucaultiana, aunque es evidente –tal evidencia habrá de traslucirse a partir de esta ponencia- que sí fue rozada, rondada y circundada, y por ello pertenece al campo de problemas que pueden ser no sólo estudiados, sino que ante todo activados desde la mirada de eso que habríamos de llamar la experiencia-Foucault. Experiencia, ésta última, que no es sólo la de un pensamiento, la de un conjunto de obras, papeles e investigaciones –no se trata en primera instancia de la experiencia de un autor-, sino antes que nada eso mismo, sólo eso: una experiencia, un estallido de fragmentos dispersos reapropiables, tal vez, por la academia, en un rostro borroso –experiencia desnuda que, en cualquier caso, ha servido, como pocas –como aquella de Nietzsche, o aquella de Rimbaud, o aquella de Artaud- de activadora, disparadora y prendedora de otras experiencias: y, como ya se ve, la cuestión de la experiencia será central en lo que de ahora en más elaboraremos.

Y esto que muy tentativamente elaboraremos en lo que sigue refiere a los prolegómenos de lo que podría llamarse –siempre preliminarmente- notas para una filosofía social de la experiencia químicamente alterada. Pues aquí hablaremos, justamente, de la alteración de la experiencia. Ahora bien, pensamos que sentar las bases de una empresa semejante debe necesariamente hacerse utilizando –y entonces deformándolo y haciéndolo chirriar- al pensamiento-experiencia foucaultiano.  Este pensamiento y esta experiencia, como se sabe, desarrollaron a lo largo de su actividad –la que, según él mismo lo estableció, en ningún caso debía comprenderse como unitaria y continua, sino más bien gobernada por la ley del fragmento y de la discontinuidad- un trabajo de puesta en cuestión de los fundamentos constituidos históricamente de la sociedad occidental. Este trabajo, realizado con la paciencia y el estómago del documentalista, debía permitir que los documentos, por vez primera, permitiesen a su vez que ciertas voces ocultas hasta entonces por los monumentos, cobrasen voz y visibilidad. A esto Foucault lo llamó genealogía. “La historia –escribió Foucault en su ensayo “Nietzsche, la genealogía, la historia”-, genealógicamente dirigida, no tiene como finalidad reconstruir las raíces de nuestra identidad, sino por el contrario encarnizarse en disiparlas: no busca reconstruir el centro único del que provenimos, esa primera patria donde los metafísicos nos prometen que volveremos; intenta hacer aparecer todas las discontinuidades que nos atraviesan”. (Cf. Microfísica del poder, ed. Cit., p. 27).  Ayudada por el método arqueológico, la genealogía debía penetrar las capas de sentido por las cuales los dispositivos de saber-poder habían instalado, en la modernidad, en una primera instancia, efectos de disciplinamiento y, después, de control. Sin embargo, este desarrollo teórico, esta investigación erudita –y, por tanto, ascética, aislada en las bibliotecas y en los volúmenes polvorientos- debía al mismo tiempo poseer un sentido político muy preciso. Así lo estableció Foucault en el curso del 7 de enero de 1976 en el Collège de France: “Llamamos genealogía al acoplamiento de los conocimientos eruditos y de las memorias locales que permite la constitución de un saber histórico de la lucha y la utilización de ese saber en las tácticas actuales”. (Cf. Op. cit., p. 130).

Sabemos que esas tácticas referían, en lo fundamental, al establecimiento de un tipo de conocimiento filosófico-histórico que estuviese capacitado –a diferencia del tradicional- para detectar los mecanismos con que, en la sociedad occidental, las relaciones de poder penetran en los cuerpos. El cuerpo, para Foucault, es aquel espacio -descubierto por Nietzsche- que funciona como el receptáculo fundamental de los diversos procedimientos por los cuales se han regulado –en una sociedad dominada por un poder pastoral como el cristiano- las diversas posibilidades de alteración de la experiencia. Afirmar que “las relaciones de poder penetran en los cuerpos” significa postular que hay una instancia, distinta a la conciencia, a la que los efectos de los diversos mecanismos de disciplinamiento y control social van dirigidos. “El cuerpo –escribe Foucault en Vigilar y castigar- sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido.” Afirmar lo anterior significa “decir que puede existir un “saber” del cuerpo que no es exactamente la ciencia de su funcionamiento, y un dominio de sus fuerzas que es más que la capacidad de vencerlas: este saber y este dominio constituyen lo que podría llamarse la tecnología política del cuerpo. Indudablemente, esta tecnología es difusa, rara vez formulada en discursos continuos y sistemáticos; se compone a menudo de elementos y fragmentos, y utiliza unas herramientas o unos procedimientos inconexos”. (Cf. Vigilar y castigar, FCE, 1998, Ciudad de México, p. 33). Escribe al mismo tiempo en el mencionado texto sobre Nietzsche y la genealogía: “Pensamos en todo caso que el cuerpo, por su lado, no tiene más leyes que las de su fisiología y que escapa a la historia. De nuevo error; el cuerpo está aprisionado en una serie de regímenes que lo atraviesan; está roto por los ritmos de trabajo, el reposo y las fiestas; está intoxicado por venenos –alimentos o valores, hábitos alimenticios- y leyes morales todo junto; se proporciona resistencias”. (Microfísica del poder, ed. Cit., p. 19).

Se trata, pues, del cuerpo como el espacio privilegiado del poder, entendido este último no ya bajo el modelo del intercambio económico –es soberano el que posee el poder, atesorándolo, buscándolo, quitándolo- sino como el resultado de un enfrentamiento de fuerzas: energías y golpes de sentido in-corporados a las conductas más cotidianas, más habituales. Es en el contexto de este tipo de investigaciones como Foucault llegó al tan problemático –y no lo trataremos en detalle aquí- concepto de biopoder. Se trataba de establecer cómo, a partir de qué dispositivos, utilizando cuáles procedimientos epistemológicos y políticos, el disciplinamiento y control del cuerpo individual se convertían en el disciplinamiento y control del llamado cuerpo social.

Y llegamos entonces a la cuestión de la experiencia. Tal vez deformando demasiado al pensamiento foucaultiano –y poniendo en alerta inmediatamente a los especialistas aquí presentes- pensamos que cuando Foucault habló de experiencia –por ejemplo, cuando, refiriéndose a Bataille, habló de experiencias-límites, o escribiendo sobre Blanchot, de experiencia del afuera-, se refería a una instancia material (corporal, fisiológica, pero al mismo tiempo histórica) de llevar a efecto la existencia. Sabemos que cualquier referencia a un tipo de existencia humana hablando de Foucault es, cuando menos, muy problemática, pues identificamos su nombre con aquella tesis del final de Las palabras y las cosas según la cual el hombre es un invento reciente que, por lo mismo, tarde o temprano desaparecería como una silueta dibujada sobre la arena de una playa. Y su disputa contra el humanismo evidentemente va mucho más allá que una bella metáfora para terminar un libro difícil y se constituye, de hecho, en una de las claves más fructíferas de lectura de su obra toda. Sin embargo, Foucault pensó en términos de experiencia y, por lo tanto, en términos ontológicos. Obviamente no entraremos aquí en la disputa acerca de si Foucault es ante todo un filósofo o un historiador; sólo diremos que una de las líneas filosóficas de su trabajo refiere a un tipo de planteamiento ontológico de la cuestión de la experiencia. ¿Qué quiere decir esto? Que hay un momento de su obra en que los análisis históricos, eruditos o documentados –genealógicos y arqueológicos- se resuelven en un planteamiento en términos de experiencia, vale decir, en términos del modo como los sujetos llevan a efecto su ser-sujetos. Si su modo de tratar la cuestión de la experiencia obedece en mayor o menor grado a su temprana influencia de la fenomenología de Merlau-Ponty y Heidegger, es un asunto en el que tampoco entraremos. Lo que nos interesa plantear aquí es el hecho de que, a partir de los desarrollos foucaultianos, podemos postular la existencia histórica de modos de normalización de la experiencia. Esto quiere decir: los mecanismos de poder-saber que regulan, controlan y disciplinan los cuerpos, al hacerlo, regulan, controlan y disciplinan las experiencias. ¿Pero cuál es la diferencia entre el cuerpo y la experiencia? En primera instancia una diferencia de nivel: el cuerpo, por mucho que esté transido de relaciones histórico-sociales, es igualmente un espacio de energías y fuerzas fisiológicas, y aquéllas se enfrentan con éstas (y aquí está toda la problemática del biopoder); la experiencia, por su parte, refiere a una instancia que, sin permanecer aislada en algo así como la conciencia, tampoco se reduce a las relaciones del poder y la fisiología, permaneciendo, necesariamente, en un espacio bastante más vago e indeterminable. Este espacio, en cualquier caso, no escapa al juego del poder, aunque sí puede, como veremos, reconfigurarlo fuera de los límites –o forzando estos límites al extremo- establecidos por las relaciones de poder.

Al mismo tiempo, sabemos que Foucault pensó –en la última fase de su obra- la cuestión de la experiencia en términos de sus análisis de los modos y modelos de subjetivización, a partir de la noción de cuidado de sí. En tal sentido, se trataba de observar los diversos modos de apropiación –y de construcción, por tanto- de la subjetividad a partir de dispositivos –originados en la filosofía griega posclásica- de autodominio en torno, por ejemplo, al uso de los placeres. Aquí se observaba el proceso de constitución histórica de un tipo de experiencia -la occidental; allá, se consideraba a la experiencia como un tipo de experimentación del ser.  

Aquí, permaneceremos en este último nivel del análisis de la cuestión de la experiencia. Fundamentalmente porque es a partir de este modo de consideración de la experiencia como ésta se pone en relación con la cuestión del límite y, por tanto, con la transgresión. Y es a partir de estos elementos como configuraremos teóricamente una posibilidad de experiencia (químicamente) alterada. En primer lugar, es preciso señalar directamente que si en este tipo de análisis –realizado por Foucault fundamentalmente en el contexto de estudios sobre escritores como Bataille, Blanchot, Artaud o Hölderlin- se manifiesta una línea de lectura con el trabajo fenomenológico, la propuesta foucaultiana difiere con aquélla en una cuestión central: el problema del sujeto. La investigación fenomenológica de la experiencia en tanto plano o espacio de realización de la existencia, que en el caso de Merlau-Ponty llegaría a desarrollos muy fructíferos para el propio Foucault con respecto por ejemplo a una consideración del cuerpo como escenario fundamental de interpretación, centraría en gran medida sus esfuerzos en asegurar una nueva estabilidad –una vez cuestionadas las categorías tradicionales, de raigambre cartesiana, con las que se le pensó en la modernidad- para el sujeto. Para Foucault, sin embargo, se trataba justamente de pensar ciertas posibilidades de experiencia (experiencias-límite) que conducían, dada su radicalidad, a una desubjetivización. Estas posibilidades de experiencia habían sido esbozadas fundamentalmente por ciertos derroteros extremos de la literatura moderna, como es el caso de Hölderlin y Artaud –experiencia de la locura-, Bataille –experiencia de la transgresión- o Blanchot –experiencia del afuera-. El propio Foucault aclara muy bien la cuestión: “…la fenomenología trata de captar la significación de la experiencia cotidiana para encontrar cómo el sujeto que yo soy es efectivamente fundador, por medio de sus funciones trascendentales, de esta experiencia y de sus significaciones. Por el contrario, la experiencia en Nietzsche, Blanchot, Bataille tiene por función arrancar al sujeto  de sí mismo, hacer de modo que no sea más él mismo o que sea llevado a su aniquilación o a su disolución. Es una empresa de des-subjetivización. La idea de una experiencia límite, que arranca al sujeto de sí mismo, era lo importante para mí en la lectura de Nietzsche, de Bataille, de Blanchot,; lo que hizo que, por aburridos y eruditos que sean mis libros, los concibiera siempre como experiencias directas que tendían a arrancarme de mí mismo, a impedirme ser el mismo”. (Citado por Edgardo Castro en El vocabulario de Michel Foucault, Universidad Nacional de Quilmes, Bs. Aires, 2004, artículo “Experiencia”, p. 128). Es aquí justamente como, según una indicación de Edgardo Castro, podrían relacionarse las dos nociones de “experiencia” manejadas por Foucault, pues se trata de cómo, en el límite, la experiencia desencaja al sujeto, lo hace salir fuera de quicio, des-quiciarse, quedando abierta la posibilidad de una creación de sí, de una estética de la existencia que, como sabemos, fue una de las últimas preocupaciones que Foucault tuvo antes de morir.

Es precisamente en este horizonte donde, pienso, habrían de ubicarse unas observaciones preliminares acerca de una consideración filosófico-social de la cuestión de la droga, que tienda, en la medida de sus posibilidades, a revertir el oscurantismo policialmente diseñado respecto a sus usos y potencialidades. Consideración filosófica pues se trata de observar cuál es el particular modo de alteración, de transformación de la experiencia inducido por las drogas (sean del tipo que sean). Consideración social pues, así como pensó Foucault con respecto a la sexualidad, a la locura, al crimen, se ponen en evidencia aquí diversas aplicaciones del poder disciplinario y de control y del biopoder; con respecto a esto último, puede señalarse la alianza, producida por y a partir de la prohibición iniciada en Norteamérica a comienzos del siglo pasado, entre poder médico-psiquiátrico, institución farmacológica y poder policial. Todo ello teniendo como resultado la producción de una nueva figura –preponderante en los análisis criminológicos recientes- de anormal, que bien podría estudiarse utilizando la terminología foucaultiana, a saber, la figura del drogadicto. Figura que, como ha mostrado Tomás Szasz –es la tesis que subyace igualmente a esa obra monumental que es la Historia de las drogas de Antonio Escohotado- funciona como un auténtico chivo expiatorio, vale decir, como clave de explicación fantasmal del mal social, como llave maestra que explica toda conducta desviada, como sujeto que debe ser sacrificado para purificar aquel mal (lo mismo ocurrió con las brujas, ese invento de los inquisidores medievales) y que asegura a su vez la existencia de una serie de leyes de excepción –el campo de Agamben aparece también por estos lados- con las que el Estado policíaco fundamenta su inspección y control. La invención del drogadicto: he aquí un amplio terreno donde ejercitar el saber genealógico.

Y de ejercitarlo con la misma intención con que Foucault practicaba, tan brillantemente, el arte del genealogista: con la finalidad política de encontrar microespacios de debilidad del orden social imperante que, a su vez, permitan hallar ciertos caminos de transgresión, ciertas líneas de fuga, ciertos límites que tensionar al máximo, para, de tal suerte, respirar un poco más holgadamente.

Y para encontrar, de tal manera, nuevas posibilidades de experiencia, nuevas formas de des-subjetivización. Pues a todas luces –y esto sólo hemos podido hacerlo gracias a Foucault- es preciso abandonar aquel término con el que Ernst Jünger se refería a quienes investigaban y viajaban por los mundos abiertos por las drogas, a saber, el de psiconautas. Pues hoy sabemos que las drogas no transforman ni alteran en primera instancia la conciencia –pues en primera instancia no aparece como modo de apropiación del mundo y de la realidad la conciencia- sino antes que nada la experiencia, entendida como aquello que nos permite, gracias al cuerpo, poner en tensión los límites de lo que somos, transformarnos, re-creanos. Pues un sistema social que prohíbe a sus miembros elegir ciertas sustancias químicas –justamente las más poéticamente transformadoras de la experiencia- para re-crearse, para ser otros, para perder el rostro, es una sociedad que ejerce su soberanía (otra vez Agamben, lúcido heredero de Foucault) ejerciendo el control sobre las leyes de excepción.

Terminemos, entonces, tal como hemos comenzado, escuchando a Michel Foucault:

“Yo opondría por el contrario la experiencia a la utopía. La sociedad futura se perfila quizás a través de experiencias como la droga, el sexo, la vida comunitaria, una conciencia diferente, otro tipo de individualidad. Si el socialismo científico se ha desvinculado de las utopías en el siglo XIX, la socialización real se desprenderá posiblemente de las experiencias en el siglo XX”. (Cf., “Más allá del Bien y del Mal”, en Microfísica del poder, ed. Cit., p. 43).

Das Unheimliche. Presencia e incidencia de lo Ominoso en el pensamiento de Freud y Foucault a propósito del problema de la interpretación y sus consecuencias para la conceptualización del sujeto

Me gustaría centrar, en lo que sigue, las reflexiones subsiguientes en el desarrollo y la discusión de algunas implicancias del concepto de lo Ominoso {das Unheimliche} en  relación a los planteamientos relativos a la consistencia y contextura de la noción de sujeto en Sigmund Freud y Michel Foucault. Para ello se interrogarán o intervendrán algunos textos freudianos, mediante una modalidad que ponga en juego ciertas nociones arraigadas en el pensar de Michel Foucault, específicamente en lo que caracterizó su pensar a mediados de lo años sesenta, recogiendo la intuición o sospecha de que existe una analogía estructural entre el pensar de ambos, una analogía que se vuelve patente al poner a dialogar entre sí, a partir de la consideración de das Unheimliche, ciertas producciones escritas concernientes al problema de la constitución subjetiva.

De entrada conviene adelantar que el concepto de lo Ominoso {das Unheimliche}, tal como se deslinda a partir de la lectura histórico–crítica de la producción escrita de Sigmund Freud, en tanto concepto límite o liminar {Grenzbegriff[1]}, resulta ser una de las nociones claves tanto para la clarificación del estatuto epistémico del psicoanálisis como para la comprensión de la noción de sujeto de lo inconsciente. Su trazo, según nos devela la revisión exhaustiva y paciente de los textos freudianos, atraviesa e hilvana prácticamente toda su obra, a pesar de que la discusión detallada y pormenorizada del concepto como tal se encuentre concentrada y acotada en un texto puntual, publicado el año 1919, titulado justamente Das Unheimliche. La extensa y prolongada huella de lo Ominoso, que con creces desborda lo que se podría pretender abarcar en el marco de este trabajo, se reconstruirá, al menos parcialmente, partiendo por el análisis de La interpretación de los sueños (1900 [1899]), seguido de ciertas acotaciones que se desprenden del examen pormenorizado de Lo Ominoso (1919).

I.

El fijar como punto de partida un comentario acerca del libro de los sueños contiene ya una primera alusión implícita con respecto a la naturaleza de la articulación ulterior entre Freud y Foucault, pues, entrelazando el argumento central del mencionado escrito freudiano con Prefacio a la transgresión, se puede argumentar que la relevancia del primero reside esencialmente en el hecho de que a partir de entonces el sueño hace su entrada en el campo de las significaciones, con lo cual, para decirlo en palabras de Foucault, se torna una evidencia que “el filósofo mismo no habita la totalidad de su lenguaje, como un dios secreto y omniparlante; descubre que hay, junto a él, un lenguaje que habla y del que no es dueño.”[2] Probablemente, la principal repercusión de la compleja y polémica obra de Freud en el pensamiento contemporáneo consista en haber perturbado palmariamente el apacible y confiado morar del sujeto en el lenguaje, causándole, de esta manera, la tercera de las heridas narcisistas sufridas a lo largo de su breve pero conflictuada historia y planteado la necesidad de una reformulación radical de los supuestos básicos subyacentes a la teoría del lenguaje. Leído en perspectiva, el descentramiento del sujeto moderno, el recientemente aludido reconocimiento de que el yo no es dueño {Herr} en su propia casa, es la última consecuencia de una serie de pasos previos que arrancan de la «aventura lingüística» freudiana, exploración e indagación de la estructura y los mecanismos del lenguaje, y que se inicia en La interpretación de los sueños (1900 [1899]) para ser continuada inmediatamente en La psicopatología de la vida cotidiana (1901) y El chiste y su relación con lo inconsciente (1905) su capacidad de des–cubrir el reverso oculto del discurso moderno.

Por lo tanto, la importancia epocal de Die Traumdeutung (1900 [1899]) consiste, por un lado, en el hecho de haber introducido al sueño en el dominio simbólico, un paso previo necesario para la seguida incorporación de los lapsus, los actos fallidos, los chistes, las obras de arte, todas ellas formaciones psíquicas que comparten la estructura del síntoma neurótico, y, por el otro, en haber destacado, al mismo tiempo, que los esfuerzos interpretativos, orientados hacia el esclarecimiento del sentido de los síntomas psíquicos, siempre es y será una interpretación incompleta, una interpretación en falta, y ello principalmente por dos razones. Su incompletitud fundamental se debe, en primer lugar, a la evidente multivocidad de los síntomas neuróticos, su estratificada y, a veces, heterogénea composición por diversas capas {Vielschichtigkeit}, que condensan y reúnen varios cumplimientos de deseo a la vez, a ratos contradictorios e inconciliables entre sí. Es así como S. Freud, ya  en la primera edición de su libro sobre los sueños, señalaba “que en rigor nunca se está seguro de haber interpretado un sueño exhaustivamente; aun cuando parece que la resolución es satisfactoria y sin lagunas, sigue abierta la posibilidad de que a través de ese mismo sueño se haya insinuado otro sentido.”[3]

Por lo tanto, mediante el trabajo interpretativo siempre se producen nuevas significaciones, las cuales, sin embargo, infatigablemente resultan insuficientes para agotar el sentido de un texto plástico, prolífico y exuberante en significaciones. En otras palabras, el añorado encuentro con el «verdadero» sentido, la extracción de la verdad última y definitiva, es, en realidad, un momento ideal, siempre postergado, siempre por venir. Foucault, por cierto, advierte ese «carácter estructuralmente abierto» de la interpretación, que convierte a la interpretación en una tarea infinita, cuando dice que “a partir del siglo XIX, los signos se encadenan sobre una red inagotable, infinita, no porque reposen sobre una semejanza sin límites, sino porque hay una apertura irreductible.”[4]

No obstante, existe una segunda razón, quizá incluso más fundamental, que impide que se realice la interpretación íntegra y exhaustiva de una determinada formación psíquica y que, como consecuencia de lo anterior, se produzca la clausura definitiva y categórico del sentido. Este segundo argumento en contra de la posibilidad de la generación de una interpretación «total», sin restos ni residuos a interpretar, que, al igual que el anterior, se encuentra en el texto princeps freudiano, responsable de la apertura de la vía regia hacia lo inconsciente, arranca de la consideración de aquel fenómeno extraño y perturbador, con el cual Freud se veía enfrentado en La interpretación y que se produce, de manera inesperada y sorpresiva, en un momento determinado de la interpretación de un sueño, conocido coloquialmente como «el sueño de la inyección de Irma».

El relato del sueño en cuestión, del cual a continuación se transcriben algunos de sus fragmentos más relevantes en lo que el análisis de lo Ominoso respecta, arranca en un gran vestíbulo, en el cual coinciden ciertas personas, “entre ellos Irma, a quien enseguida llevo aparte [...] para reprocharle que todavía no acepte la «solución» {Lösung}. Le digo: «Si todavía tienes dolores, es realmente por tu exclusiva culpa».”[5] Prosigue la narración: “La llevo hacia la ventana y reviso el interior de su garganta. Se muestra un poco renuente {zeigt sie etwas Sträuben}, como las mujeres que llevan dentadura postiza. [...] Después la boca se abre bien {Der Mund geht dann auch gut auf}, y hallo a la derecha una gran mancha blanca, y en otras partes veo extrañas formaciones rugosas {merkwürdigen braunen Gebilden}, que manifiestamente están moldeadas como los cornetes nasales, extensas escaras blanco–grisáceas.”[6]

La interpretación, que hasta ese momento avanzaba de manera firme e imperturbable, encaminada a corroborar la tesis de que todo sueño es un cumplimiento de deseo, en este punto es bruscamente interrumpida, justo cuando Freud se inclina para examinar la garganta de Irma, interrupción producida por la estupefacción, provocada en el intérprete, por la visión aterradora de una mancha blanca, situada en la garganta de su paciente. En el lugar indicado, al cual se accede después de que la paciente «abriera bien la boca», un lugar extraño e inquietante, que con cierta insistencia se resiste a ser aprehendido en palabras, cuando Freud, en una nota al pie, un fragmento de texto al margen del texto oficial, se ve obligado a reconocer que: “Sospecho que la interpretación de ese fragmento no avanzó lo suficiente para desentrañar todo su sentido oculto [...] Todo sueño tiene por lo menos un lugar en el cual es insondable {unergründlich}, un ombligo por el que se conecta con lo no conocido {dem Unerkannten}.”[7]

Es un ombligo, omphalos, el que hace de tope al despliegue, por más astuto que sea, de todas las estrategias interpretativas, una cicatriz, una sutura, resultado de un corte y de su ulterior anudamiento, que constituye un punto ciego, clausurado e impenetrable, que se resiste a la interpretación – hablar de resistencias en análisis, sobre todo en lo que respecta a la interpretación, desde luego no carece de implicaciones teóricas y políticas[8]. Freud era extremadamente conciente del carácter de atadura o del nudo, como consta en la siguiente observación, que se transcribe íntegramente: “Aun en los sueños mejor interpretados es preciso a menudo dejar un lugar en sombras {im Dunkel}, porque en la interpretación se observa que de ahí arranca una madeja {ein Knäuel} de pensamientos oníricos que no se dejan desenredar {entwirren}, pero que tampoco han hecho otras contribuciones al contenido del sueno. Entonces ese es el ombligo del sueno, el lugar en que él se asienta en lo no conocido {dem Unerkannten}. Los pensamientos oníricos con que nos topamos a raíz de la interpretación tienen que permanecer sin clausura alguna {ohne Abschluß} y desbordar {auslaufen} en todas las direcciones dentro de la enmarañada red {netzartige Verstrickung} de nuestro mundo de pensamientos. Y desde un lugar más espeso de ese tejido {dieses Geflechts} se eleva luego el deseo del sueno como el hongo de su micelio.”[9]

Como se desprende de lo anterior, lo que Freud ve al fondo de la garganta de Irma es un espectáculo horroroso, compuesto por unos cornetes, recubiertos por una membrana blancuzca, y en los que se muestran, en palabras de Lacan, “todas las significaciones de equivalencia, todas las condensaciones que ustedes puedan imaginar.”[10] Es decir, todo se mezcla y se confunde en esa imagen, representante de «lo más profundo del misterio», y que por su mera imagen es capaz de provocar la más honda angustia.

La interpretación freudiana aquí desemboca en la manifestación súbita e impensada de una imagen terrorífica, angustiante, verdadera cabeza de Medusa, converge en la revelación perturbadora de algo, en estricto rigor, innombrable, insituable. Aquella mancha, resistente a su disolución mediante la interpretación ecuánime y ponderada, parece indicarle al sujeto “Eres esto, que es lo más lejano de ti, lo más informe”[11], confrontándolo dura y repentinamente justamente con aquello que se mantiene alejado de la conciencia gracias a la oportuno labor de la represión – la imagen de la muerte. Se trata, pues, en esta imagen oscura e indescifrable, de la revelación precipitada e indeseada de aquello que el sujeto tiene de menos penetrable, de lo subjetivo sin ninguna mediación posible, de lo subjetivo último. Dice Freud que: “Si no estoy muy equivocado, por todos los caminos que hasta ahora emprendimos llegamos a la luz, al esclarecimiento {zur Aufklärung} y a la comprensión plena; a partir de este momento, en que pretendemos penetrar más a fondo en los procesos anímicos envueltos en los sueños, todas las señas desembocan en la oscuridad {ins Dunkel}.”[12]

En este punto, arcano y hermético, en el cual todas las rastros, todos los señalamientos desembocan en la más absoluta penumbra, abandonaremos, por el momento, nuestra lectura de Die Traumdeutung (1899 [1900]) para remitirnos, en cambio, a Das Unheimliche (1919) con el propósito de contrastar lo dicho hasta el momento con las consecuencias e incidencias de la respectiva definición de lo Ominoso que de esta lectura se desglose.

II.

Como observación introductoria valga la advertencia que el incierto itinerario reflexivo emprendido por Freud en Lo Ominoso (1919), un recorrido que dibuja un camino del pensar accidentado y obstaculizado, que se despliega dificultosamente mediante múltiples bifurcaciones y ramificaciones, articuladas por los diversos ramilletes de significaciones y sinónimos, mediante el cual el texto circunscribe y contornea la acepción en cuestión, a pesar de la aparente organización y sistematicidad del texto, da cuenta de las dificultades a la hora de cercar el plexo de significaciones asociado a das Unheimliche. Dichas dificultades, que se traducen en el estilo reiterativo, un tanto tortuoso, que contrasta con la habitual fluidez y elegancia que suelen distinguir a la escritura freudiana, pueden ser ejemplificadas en la contrariedad o imposibilidad de traducir este vocablo, unheimlich, a otras lenguas, es decir, de transportarlo a otros idiomas[13].

Ciertamente, la dificultad de traducción se deriva, al menos en parte, por un lado, en la negación, efecto del prefijo un– que precede el componente atávico del adjetivo en cuestión, y, por el otro, del hecho de que el elemento troncal sugiere la presencia de dos campos semánticos mutuamente excluyentes y que se desprenden, respectivamente, de la palabra heimlich como dos ámbitos opuestos y contrarios. En este sentido, heimelich o heimelig se suele emplear cotidianamente para designar algo perteneciente a la casa, que se vincula al hogar, a la morada, Heim, caso en el cual designa algo propio, no ajeno, fácilmente reconocible como familiar o doméstico. Alude al bienestar propio de una satisfacción sosegada, un contento sereno y templado, una calma, vivida como placentera, que se desprende de la protección y el amparo que asegura la casa, el hogar – naturalmente, un recinto privado y cerrado – donde se mora.

Un segundo grupo de significaciones, cohesionadas entre sí por una tendencia o dirección común, que aparentemente no guarda ninguna relación con la primera, se caracteriza por referirse a algo secreto, geheim, algo forzosamente mantenido como oculto. En ese sentido alude a algo clandestino, incógnito y escondido, algo, ya sea una persona, un objeto o una acción, que se oculta activa e intencionalmente para impedir que otros sepan de o acerca de ello. En general, esta segunda acepción apunta a algo que pertenece a la categoría de lo enigmático, lo furtivo y comúnmente ignorado, precisamente por su carácter recóndito y apartado, en ocasiones debido a su naturaleza ilegal o ilegítima. Se puede decir que el segundo significado de heimlich, vinculado al secreto y al misterio, designa algo más que lo meramente oculto, ya que hace alusión a lo ocultado, lo escondido e impenetrable. El sentido asociado a esta segunda acepción de heimlich, por lo tanto, se desplaza hacia su antónimo, hasta casi confundirse con él, de modo que “la palabrita heimlich, entre los múltiples matices de su significado, muestre también uno en que coincide con su opuesto, unheimlich”[14]. O, dicho en otras palabras, “heimlich es una palabra que ha desarrollado su significado siguiendo una ambivalencia hasta coincidir al fin con su opuesto, unheimlich. De algún modo, unheimlich es una variedad de heimlich.”[15]

Entonces, unheimlich también es lo espectral, temeroso y horroroso, lo fantasmal y sombrío, en cierto modo, lo opuesto – y, al mismo tiempo, estrechamente vinculado – a la primera extensión significante de heimlich. Lo Ominoso, un vocablo imbricado, poliestratificado en lo que a sus capas de significación se refiere, se presenta, pues, como lo familiar, lo íntimo y lo amable, transformado en sus respectivos contrarios, es decir, cuando lo secreto, oculto o escondido deja de ser tal. Siguiendo la conocida definición de Schelling[16], de acuerdo a la cual “se llama unheimlich a todo lo que estando destinado a permanecer en el secreto, en lo oculto, [...] ha salido a la luz”[17], en la manifestación de aquello que debería haber permanecido oculto, se muestra la otra cara de lo familiar, con lo cual las vivencias asociadas a ello se tornan sorpresivas, inquietantes y sobrecogedoras.

La habitual relación de exclusión entre lo familiar y lo extraño se ve complicada en el caso de das Unheimliche, dado que ambas facetas, tanto lo velado como lo descubierto, lo propio y lo ajeno, se concentran en un mismo objeto hasta el punto de confundirse, de borrarse sus respectivas fronteras y de desvanecerse las diferencias, es decir, comparten el mismo espacio de la representación. La fuente de pavor, asociada a lo Ominoso, y en ello reside el efecto paradójico, en este caso no consiste, al menos exclusivamente, en el carácter extraño, en su oposición diametral a lo familiar, sino en el hecho de que lo que antes solía ser lo más familiar, ahora, de pronto, como resultado de una sorprendente inversión, emerge bajo un aspecto amenazante, peligroso y extraño, y, simultáneamente, refiere algo conocido desde siempre, que, son embargo, durante mucho tiempo se ha mantenido oculto, a la sombra. Lo Ominoso, por lo tanto, aparece como una compleja figura del pensar, que anuda el adentro y el afuera al modo de una banda de Möbius en una torsión, un repliegue, un doblez, una figura topológica que implica una crítica radical a la interioridad en la medida en que, en tanto lugar éxtimo, constituye un punto de ajenidad irreductible para el sujeto, tal como consta en el episodio onírico narrado con anterioridad.

En consecuencia, anudando entre sí a los dos textos puestos en juego hasta el momento, el analysis, la déliasion o Auflösung se topa, en este no-lugar con algo que resiste de ser interpretado, una auténtica madeja de procesos primarios, lioso entrelazamiento de encadenamientos significantes, anudamiento, enlace o ligadura {Verknüpfung} imposible de disolver. Es en esta desgarradura del tejido del lenguaje, en las fronteras de lo decible, donde se produce el (des)encuentro con lo Unerkannte, lo no–(re)conocido e  innombrable, en torno al cual se umbilican las cadenas significantes que, ocultándolo, lo protegen para mantenerlo en su estatuto de causa del discurso.

Justamente en este punto, imposible de (re)conocer, que remite a lo primordialmente reprimido  {das Urverdrängte}, en el límite del lenguaje que designa su «línea de espuma» – y que, por ello mismo, empleando una expresión de Lacan, no cesa de no escribirse –, se sostiene el sujeto. De esta manera, en cada texto, por mucho que el intérprete se empeñe en tornar inteligibles hasta a sus elementos más nimios, más in–significantes, hay un topos inaccesible, que ya no, como en caso de la condensación, se presenta como una frontera provisoria, una limitación temporal y pasajera, sino que como «la noche más oscura», lo desconocido impenetrable, absoluto y primordial, un lugar imposible, en el cual se manifiesta una entidad positiva, que dista de ser el simple negativo de la conciencia, sino que sólo obtiene su consistencia sobre la base de un no–saber determinado. En otras palabras, la condición ontológica positiva del sujeto depende precisamente de que algo permanezca no–simbolizado, que algo se sustraiga a la capacidad sistematizadora del lenguaje[18] y que, sin embargo, no es un más allá de, un jenseits, sino una mancha o un lugar vacío inherente al texto simbólico, que distorsiona y altera la percepción de la realidad. La experiencia de la transgresión de ese límite, que sugiere que “el afuera no es un límite petrificado, sino una materia cambiante animada de movimientos peristálticos, de pliegues y plegamientos que constituyen un adentro: no otra cosa que el afuera, sino exactamente el adentro del afuera”[19], se devela como la experiencia donde el ser del sujeto alcanza su límite y donde este límite define precisamente a dicho ser.

Lejos de situarse en la más absoluta exterioridad del lenguaje, en un más allá transcendental, das Unheimliche le pertenece íntimamente a lo Simbólico y conforma su delimitación interna sin ser reducible únicamente a un núcleo no–simbolizable, que repentinamente aparece en medio del orden simbólico, en la sombra del «retorno» traumático y de las «respuestas» del neurótico – está contenido a la vez en el orden simbólico: el punto de anclaje del sujeto, resistente a toda enunciación, es generado inmediatamente por esta forma. El umbilicamiento de los significantes, su anudamiento bajo la figura del ombligo, al servir de pivote de lo Simbólico, asegura la existencia de la distinción entre lo interior y lo exterior, sostiene la frontera divisoria entre adentro y afuera, dando cuenta de la radical modificación del espacio de repartición en el cual los signos pueden ser signos, modificación que Foucault habría identificado en Freud, al igual que en Nietzsche y Marx. Con Freud, nos dice Foucault, los signos se habrían sobrepuesto “en un espacio mucho más diferenciado, según una dimensión que se podría llamar de profundidad, pero a condición de no entender por ella la interioridad sino, al contrario, la exterioridad.”[20] Recorriendo a la metáfora nietzscheana del intérprete como «buen escudriñador de los bajos fondos» Foucault acota que la genuina interpretación no puede sino consistir en realizar un recorrido descendente, orientado por el propósito no de dar con la profundidad metafísica más profunda, sino de restituir la exterioridad centelleante, que previamente había sido recubierta y enterrada. Profundidad restituida como secreto absolutamente superficial, ademán y pliegue de la superficie

III.

Por lo tanto, la lectura conjunta o contrastada de Freud y Foucault devela que la función de aquel residuo no–interpretable, situado en los mismos límites del lenguaje, consiste precisamente en impedir que el orden simbólico «retorne a sí mismo», es decir, que en el plano del lenguaje se produzca la identidad consigo mismo en el sentido de la anulación de la diferencia. Aquella discrepancia irreductible, ese resto imposible de decir, que, en el caso del sujeto, se traduce en un lugar de des-conocimiento {Verkennen} primordial, sería entonces lo que nos constituye como parlêtres y que, como consecuencia, nos permite y nos hace hablar – y trabajar y vivir. Retornando a un texto célebre, citado al inicio de este ensayo, “el hundimiento de la subjetividad filosófica, su dispersión, en el interior de un lenguaje que la desposee, pero que la multiplica en el espacio de su vacío”[21], consecuencia del impacto por lo Ominoso, da cuenta del fin del sujeto como forma soberana y primera y obliga a repensar e éste justamente a partir de su fractura y desvanecimiento. Lo impensado e impensable, en consecuencia, en su espesor oscuro e impenetrable, se torna nada menos que la condición de lo subjetivo.

Articulando esta particularidad del campo simbólico, que nos es revelada a partir del análisis de das Unheimliche, a saber, el hecho de que éste en sí siempre ya está agujereado, coartado, lisiado, estructurado en torno a un núcleo éxtimo, una imposibilidad lógica, con la lógica constitutiva del sujeto a propósito de su inscripción en el lenguaje y su ulterior relación con éste, significa que “el alcance del sentido desborda infinitamente los signos manipulados por el individuo”[22], confrontándolo, una y otra vez, con la existencia de un plus–de–sentido, un exceso simbólico, límite ultimativo del proceso psicoanalítico, frontera infranqueable. Constitución del sujeto y aparición de lo Ominoso, en la medida en que lo segundo deviene requisito y condición de que siquiera se pueda conocer o desear, no son dos momentos lógica o cronológicamente separables, sino que resultan ser dos lados, continuados entre sí mediante una extraña torsión, de un mismo movimiento. La pulsión, bajo cualquiera de sus formas, está inextricablemente arraigada en lo no-pensado, in–nombrado, que se presenta bajo la forma de una exterioridad o extranjería interior {inneres Ausland} irreducible. El sujeto, al verse confrontado con la experiencia de das Unheimliche, se (re)encuentra con algo extraño, foráneo, dentro de sí mismo, viéndose obligado a reconocer, al interior de su propia subjetividad, la existencia de un ámbito impropio, perteneciente a una otredad insubordinada e irreductible, impenetrable e ininteligible – el pensamiento no-fundado, la sombra de la racionalidad clásica, a partir de lo cual el sujeto se constituye y “vive su humanidad como un desagarro”[23].

Es posible pensar, entonces, de la mano de Foucault, que con el encuentro freudiano con aquel punto decisivo, en el cual se produce la revelación repentina e inesperada de lo que el sujeto tiene de menos transparente, que escapa a toda mediación simbólica, ante lo cual las palabras se detienen y todas las categorías del lenguaje fracasan, en los mismos límites del psicoanálisis, se inicia el giro transgresivo y decisivo del psicoanálisis, que es, en cierto sentido, una inversión desde las ciencias naturales, su método, sus procedimientos, sus regulaciones y sus ideales, hacia aquel tipo de razonamiento más emparentado con la literatura, la poesía, la mitología y la filosofía. Sin la notable sensibilidad de Freud hacia las inflexiones del lenguaje, su interés por el estudio sistemático de sus vuelcos y sus torsiones, el psicoanálisis, tal como se presenta hoy en día, en tanto formación discursiva inquietante y subversiva, no habría llegado a conformarse. La obra freudiana, en tanto práctica escritural, y en este punto vuelve a coincidir con la producción textual de Foucault, por lo tanto, constituye el testimonio locuaz de su encuentro dislocador con lo innombrable, el intento trágico, de hablar de la experiencia perturbadora, situada en las mismas fronteras de lo decible, y que constituye, en suma, el gesto de la transgresión. Es, por lo mismo, un intento de antemano destinado al fracaso, pues supone hablar en el vacío mismo del desfallecimiento del lenguaje, ahí donde las palabras fallan, en el punto de ruptura donde el sujeto que habla viene a desvanecerse.

[1] Habría que distinguir, en su momento, desde un punto de vista epistemológico, esta acepción a los llamados conceptos fundamentales {Grundbegriffe}.

[2] Foucault, M., 'Prefacio a la transgresión' en Entre filosofía y literatura, Obras esenciales, Volumen I, Barcelona: Paidós,  1999, p. 172.

[3] Freud, S.: La interpretación de los sueños (1900 [1899]). Obras Completas, Vol. IV, Buenos Aires: Amorrortu, 1992, p. 287.

[4] Foucault, M.: Nietzsche, Freud, Marx. Buenos Aires: El cielo por asalto, 1995, p. 41.

[5] Freud, S., op. cit., p. 128. Como enseguida aclara el propio Freud, en aquella época él aún partía del supuesto de que su tarea consistía y se agotaba en comunicarle a los pacientes el sentido (oculto) de sus síntomas, librándose de la responsabilidad acerca de si efectivamente ellos aceptaban o no la solución así ofrecida.

[6] Ibídem.

[7] Ibid., p. 132 n. 18.

[8] El concepto de resistencia, Widerstand, promovida por Freud a partir de 1894 a propósito de las «neuropsicosis de defensa», íntimamente vinculado con el estatuto atribuido al Yo, es uno de los puntos conflictivos más disputados en la actual contienda por el legado psicoanalítico. A la pregunta decisiva ¿Quién resiste?, a la cual la primera doctrina no dudaría en responder: el Yo, más bien, como probaría J. Lacan, criticando arduamente las interpretaciones de Anna Freud, Melanie Klein, Heinz Hartmann y Donald W. Winnicott, habría que contestar: el analista. Véase Lacan, J.: 'Variantes de la cure–type (1953)', 'Réponse au commentaire de Jean Hyppolite sur la Verneinung de Freud (1954)' y 'La direction de la cure et les principes de son pouvoir (1958)' en: Écrits, ed. cit.

[9] Freud, S., op. cit., p. 519.

[10] Lacan, J.: El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica (1954–55). Seminario 2, Buenos Aires: Paidós, 1992, p. 235.

[11] Ibid., p. 235-6.

[12] Freud, S., op. cit., p. 506.

[13] Así, por ejemplo, en inglés se emplean usualmente un gran número de sinónimos y otras expresiones más o menos equivalentes tales como uncomfortable, uneasy, gloomy, dismal, uncanny, ghastly, (de una casa) haunted, (de un hombre) a repulsive fellow; en francés se suele decir inquiétant, sinestre, lugubre, mal à son ais; mientras que en español se acostumbra el uso de las palabras sospechoso, de mal agüero, lúgubre, siniestro y, finalmente, ominoso. Lo anterior se ve reflejada a la hora de consultar las dos traducciones oficiales de las Obras Completas al castellano: en efecto, mientras que Luis López Ballesteros traduce das Unheimliche por «lo siniestro», Luis Etcheverry, en cambio, propone emplear «lo ominoso», una discrepancia que da cuenta de la complejidad del concepto. Lo anterior conduce, por ejemplo, a que Eugenio Trías, en su texto Lo bello y lo siniestro, al remitirse a la traducción hecha por López Ballesteros, haga alusión a la primera utilización del término en castellano, concretamente, en el poema del Mío Cid: «Hasta Bivar ovieron agüero dextero ⁄ desde Bivar ovieron agüero sinistro.» El trabajo de Trías, guiado por la hipótesis de lo Ominoso como condición y límite de lo bello, que debe estar presente bajo forma de ausencia, debe estar velado, conceptualiza das Unheimliche como lo opuesto a diestro, en sentido local y simbólico, como aquello que hace referencia a lo zurdo y torcido, el hado malo, el destino aciago.

[14] Freud, S.: Lo Ominoso (1919). Obras completas, Volumen XVII, Buenos Aires: Amorrortu, 1988, p. 224.

[15] Ibídem.

[16] A propósito de los actos fallidos: en la versión original de este trabajo, publicado por primera vez en 1919, cuando al final del primer gran apartado se vuelve a recordar esta cita, decía «Schleiermacher» en vez de «Schelling».

[17] Schelling, F. W. J. von en Freud, S., op. cit., p. 224.

[18] Con esto, el ombligo presenta una asombrosa coincidencia con el ser de Heidegger, el que, como éste insiste en remarcar una y otra vez, no es que esté simplemente sustraído, retirado o privado {entzogen}, sino que el ser no «es» otra cosa que su propio sustraerse.

[19] Deleuze, G.: Foucault, Barcelona: Paidós Studio, 1987, p. 128.

[20] Foucault, M., op. cit., p. 38.

[21] Foucault, M.: Prefacio a la transgresión, ed. cit., p. 173.

[22] Ibíd., p. 188.

[23] Morey, M.: Lectura de Foucault. Madrid: Taurus, 1983, p. 111

Sexuación y Subjetivadad. Un diálogo pendiente entre Foucault y Lacan

Las relaciones de la obra de Foucault con el discurso psicoanalítico no son homogéneas ni estables, dependen de cómo se inserten dentro de algún proyecto especifico, núcleo problemático o campo de discusión. En los textos de Foucault, se advierten diálogos y discusiones explícitas  e implícitas con la obra de Freud. Sin embargo, con  la obra de Lacan, las referencias si es que las hay son escasísimas.

A juicio de Eribon[1],para Foucault  la obra de Lacan no le era desconocida y es de suponer que la leyó lo suficiente. En 1961, Foucault afirma que Lacan es el fundador de una “segunda y prestigiosos existencia del psicoanálisis, en ruptura con la ortodoxia freudiana designada peyorativamente como la psicología misma”. Al mismo tiempo,    Foucault también  admite que no  conocía profundamente la obra de Lacan,  dice: “...todo el mundo sabe que para captar a Lacan hay que leer simultáneamente sus libros, seguir su enseñanza pública, realmente seguir los seminarios y, eventualmente  incluso seguir con él una cura analítica”[2]

En ese contexto, una primera distinción  para evaluar las relaciones entre Foucault y el discurso psicoanalítico es entre la obra de Freud y la enseñanza  de Lacan, admitiendo la imposibilidad de designar algo así como “el” psicoanálisis en donde podrían expresarse ambos discursos, por lo tanto  será  preciso determinar algún aspecto especifico para situar el foco que se quiere aislar a la hora de establecer las controversias entre Foucault y el psicoanálisis.

Es claro que por ejemplo, cuando se trata del impacto del Psicoanálisis al interior de las  Ciencias Humanas, el acontecimiento Freud puede ubicarse  como haciendo parte de las ciencias para las cuales el concepto de hombre, la unidad antropológica, o el proyecto de conocer al hombre entre en crisis,  situación que ya había sido  advertida  por Freud.

            El psicoanálisis es resistido porque interroga y cuestiona la idea clásica que el hombre tiene de sí mismo. Precisaba Freud que: “... no era una futileza tener por paciente a todo el género humano”[3].

En “Las palabras y las cosas” (Foucault, 1966), el psicoanálisis aparece junto con la etnología  sosteniendo un principio de inquietud[4] , la dimensión del inconsciente anima críticamente e inquieta todo el dominio de las mal llamadas  ciencias del hombre. El Psicoanálisis contribuiría a una suerte de desantropologización[5] dentro del proyecto que pone fin a la idea de hombre en las ciencias humanas.

Sin embargo, cuando se trata de la sexualidad, las relaciones de Foucault con el psicoanálisis cambian, entonces: la critica que Foucault realiza al  psicoanálisis, ¿cómo establecerla?, ¿Qué concepto de sexualidad es el criticado?, ¿Qué tipo de  vinculación con el saber o con los dispositivos de poder son interrogados por Foucault?, ¿Cómo es,  o cómo puede ser concebido el psicoanálisis en tanto tecnología disciplinaría?, ¿Cuál   psicoanálisis es el que cumple con esa vocación pastoral ?. Es  el de Lacan., el de Freud, de los freudomarxistas.?

Me interesa precisar cuál es el blanco en el proyecto de la Voluntad de saber  (Foucault, 1976),  ¿es Lacan  acaso el representante de la pastoral psicoanalítica?

Incluso, más allá de la investigación por el autor implicado, en tanto psicoanalista lacaniano lo que más me inquieta es si la teoría de Lacan  es posible de ser incluida como haciendo parte  de la Scientia Sexualis, como una más  de aquellas disciplinas que contribuyeron a establecer y promover un determinado saber sobre el sexo, del cual debiésemos en algún momento desprendernos.

La  “voluntad  de saber”,  fue definida por Foucault como una arqueología del psicoanálisis, y el concepto criticado es el de REPRESIÓN,[6]  por su intermedio Foucault logra un doble propósito: por un lado de critica al psicoanálisis y por otro, realiza una critica y un análisis a una  cierta idea del poder, especialmente de aquel que privilegia una determinada “mecánica del poder”; es entonces necesario distinguir esos campos para  profundizar sus alcances:

1)El psicoanálisis como haciendo parte de la Scientia Sexualis y de un discurso sobre el sexo propio de occidente y que ha contribuido a  establecer una separación que distingue entre un antes y un después de la denominada época Victoriana, aquella a la que Freud caracterizó como promoviendo una Moral Sexual Cultural y siendo fuente de la neurosis  y del Malestar en la Cultura.

En este punto, el aspecto mas crítico  es por un lado la función de la Represión y por otro la realidad reprimida o más bien la naturaleza de lo reprimido, en este caso una sexualidad “natural” que pre-existiría al discurso que se apodera de ella para ejercer la represión, esta supuesta naturalidad de la sexualidad es lo que se problematiza.

Para Foucault esa supuesta sexualidad natural no es mas que una configuración histórica determinada que en rigor no existe antes de las llamadas  Ciencias del Sexo. Es por ello que es mas que una Represión, es  una producción e incitación a una determinada concepción de la sexualidad  que supone una verdad del sexo susceptible de alcanzar  hablando del sexo mediante el dispositivo analítico.

La estructura entonces del dispositivo analítico criticado  lo configura  y lo vincula con la pastoral y la moral cristiana, que encuentra en  la confesión una  práctica que establece una nueva economía sobre el placer y en la que la influencia sobre el sexo se da con sutiles mecanismos de poder, influyendo en una administración de la vida y de los cuerpos. Ejercicio del poder trasversal a diversas instituciones.

¿Cuál es la lectura de Freud que se encuentra en el objetivo critico de Foucault? ¿ De qué Freud se trata?

No el Freud del llamado “retorno” iniciado en los años 50 por Lacan, que da la impresión que Foucault conoce poco o talvez no le sirve para sus propósitos

Mas bien seria aquella lectura que introduce la tesis que seria posible levantar esa represión propia de la época victoriana, es decir aquella de una moral burguesa y que induce a una política de la liberación a través de un cierto tipo de  psicoanálisis. Ese discurso es el del freudomarxismo encabezado por Reich y Marcuse , de este modo y haciendo la critica a este discurso por un lado se afecta al psicoanálisis y por otro a una cierta idea del poder sostenida por el marxismo.

La consigna de levantar la represión  nunca se encontrará en Lacan, mas aun cuando la misma noción de represión sólo designa un tipo de relación a la castración, y no siendo el  único mecanismo articulador de lo inconsciente. Es entonces,  una determinada  lectura de Freud   la que promueve la hipótesis represiva, serán entonces  los representantes de una corriente  freudomarxista o culturalista a los que  reciban la critica de Foucault, es por ello que no son  Freud o Lacan aquellos que debieran recoger el guante de la critica. Es  el psicoanálisis freudomarxista  el que intenta establecer un vinculo entre la sociedad burguesa y la neurosis. Para el  cual el “Malestar en la Cultura” es específico a una determinada forma de organización política- económica.

Las criticas de Foucault al supuesto naturalismo de una sexualidad desalienada son pertinentes y ciertamente compartimos con Foucault la misma observación.  Suponer la posibilidad de distinguir entre dos momentos, uno más libre y de florecimiento de una sexualidad espontánea, y otro más oscuro  producto de la represión política de la sociedad burguesa  que  impediría el  acceso a una sexualidad supuestamente natural es apelar a una moral sexual exenta de mediación cultural.

            Sin embargo, aquello que al parecer no solo se dirige a los freudomarxistas sino a cualquier practicante del psicoanálisis es  la tendencia y la incitación a hablar del sexo para por ese medio alcanzar algún tipo de liberación. Ambas modalidades,  producen una determinada concepción de la sexualidad que lleva la idea de una verdad sobre el sexo posible de alcanzar mediante la incitación al discurso y mediante la hipótesis de una sujeción del deseo a una ley.

¿Pero se trata en el psicoanálisis exclusivamente de hablar de sexo?.

¿Coincide la verdad de nuestro deseo con una exploración del deseo sexual?

¿Tiene la ley de la sujeción del deseo una forma jurídico-política, una vinculación a un poder sostenido exclusivamente bajo el modelo del interdicto.?

Probablemente es en estas dos ultimas observaciones que se visualice una critica  específica a Lacan (el vinculo entre el deseo y la ley)  y a todo el psicoanálisis como una práctica de  la palabra como médium para acceder a la verdad de nuestro deseo. Pero convengamos –como ya lo advirtiera Freud- cuando aclaraba que en un sueño no todos los deseos son sexuales. Para Lacan, referirse al  deseo no es tampoco referirse  a lo sexual, sino mas bien al lugar que cada sujeto ocupa sin saber en el entramado discursivo que hereda como sujeto de la palabra , que le impide en muchos casos realizar un acto que concuerde con el, que es vivido para muchos como angustia  que es ocupado por los síntomas que es evitado en fin que mantiene con él una relación al menos paradójica y desconocida

Es posible entonces sostener  que algo  pueda decir el psicoanálisis en lo tocante a una historia de la sexualidad, a la voluntad de saber, a las relaciones entre el deseo y la verdad, al poder, algo que vaya mas allá de las criticas que sobre estos temas Foucault desplegó en su proyecto de la Historia de la Sexualidad. En otras palabras , algo también se le puede decir a Focault, desde Lacan en este dialogo aun pendiente.

Es por otra lado,  curioso que fácilmente se  sitúe  al psicoanálisis dentro de los dispositivos de la sexualidad., y que  tanto Freud como Lacan  pierdan toda su singularidad histórica, incluso frente a los discursos médicos que el mismo psicoanálisis  combatió[7] no sólo en la época de Freud, sino también en la actualidad.

Además de estas observaciones hay  entonces al menos varios puntos de discusión y de preguntas que suscitan sus criticas :

1)  Definir la concepción de ley. Todo la analítica del poder descansa en esa definición, y si se trata del discurso psicoanalítico, el asunto no es simple, ya que nos encontramos

atravesados por toda la impronta que significó el Complejo de Edipo propuesto por  Freud mas toda la  elaboración, relectura y rectificación introducida por Lacan que lo conduce no por lo caminos del mito sino de la lógica y del matema  que serian imposible desarrollar aquí.

2) La fundamentación de la voluntad de saber, y la relación antagónica entre deseo y placer Para Lacan, tales relaciones  suponen una articulación relativa a la estructuración lingüística y a la lógica del significante, de modo que resulta sospechoso trazar algo así como una “voluntad”, cuando ello aparece mas bien como un imperativo de  un “querer saber” animado por una equivocación fundamental  que supone que la verdad se estructura como un saber y que determina el lazo transferencial incluso mas allá del propio psicoanalista. De este modo, incluso la historia puede aparecer como una fantasma o un recurso frente a la castración, en términos freudianos de novela familiar.

            Hacer una historia de la sexualidad  puede responder  también a una voluntad de saber aun cuando se concluya que del sexo no hay nada que saber .

 3) No queda claro qué concepto tiene Foucault de deseo, y si supone o no una articulación con lo inconsciente, evidentemente lo sustituye por el del placer de los cuerpos.

En este punto quisiera extenderme un poco, postergando los otros dos para otro momento.

Me interesa detenerme  respecto del tránsito que Foucault despliega  entre el interés por el sexo, la verdad del deseo y la práctica del cuerpo-placer,  esta última correlativa al rechazo que realiza  de la noción de identidad sexual, y que lo  acercan  a un  elogio  del anonimato y  la intensificación del placer. Su expresión “el placer no tiene pasaporte, ni documento de identidad” [8]es  el enunciado que mejor expresa su posición final.

Pareciera que la empresa foucultiana iría en búsqueda de la intensificación del placer, mas que en la búsqueda de un saber sobre el deseo con la esperanza de encontrar algo así como una verdad.

En el  psicoanálisis ya desde Freud, se le puso un nombre a ese placer intensificado, Freud lo encuentra como un  “mas allá del principio del placer”, y Lacan lo llama el goce investigando  ese territorio visualizado por Freud con el propósito de rearticular lo sexual a un punto que podríamos calificar como  desexualizado, es decir una sexualidad no fálica, o al menos no orientada desde esa referencia, pensada en algún momento como exclusiva e invariante. Entonces ¿por que aún llamarla sexualidad, si ya  no es genital, ni menos fálica.

Y es por ello que es perfectamente posible  que los psicoanalistas ya no inciten a sus pacientes a hablar sobre sexo. Los descubrimientos de Freud y de Lacan sobre el placer y también sobre el deseo reconfiguran la misma idea del sexo, aquella por ejemplo que el discurso medico se empeña aun en producir. Convengamos que Freud y Lacan son médicos en una posición de absoluta marginalidad, una extra-territorialidad que hace que sus obras no sean materias para  su disciplina de origen , incluso para los psiquiatras.[9]

Todo apunta a que el sexo encierra cada vez menos misterios, y que las formas de obtener placer se multiplican sin un ápice de culpa, entonces ¿de que se quejan los pacientes si el sexo no está reprimido, ¿hay acaso un nuevo malestar en lo concerniente al sexo?

Es perfectamente posible que esa represión pensada por Freud  y que creaba un sujeto culposo por sus deseos o inhibido en su acción -según el modelo del príncipe Hamlet-, hoy ya no se actualice clínicamente y esa culpa sea cada vez menor si es que la hay para algunos, pero es también perfectamente reconocible otro tipo de subjetividades mucho menos culposas, mas parecidas al valiente Edipo que a pesar de todo igual  quiere saber pero  su interrogación no sea  por cómo superar la represión, sino en ¿que hacer con la libertad?, que sucumbe ante  la proliferación de la oferta extendida a todos los niveles.

Y como otra vertiente de esa saber al mismo tiempo proliferan estudios sobre la sexualidad, estudios gays y lésbicos, teorías queer, etc. ¿Cómo explicar tanto interés por la sexualidad si ésta ya no está reprimida, cual es esa vocación de saber que se encierra bajo la categoría · “estudios?”

Ciertamente, pareciera que la cuestión apunta a identificar estrategias de dominación y prácticas disciplinantes que  aún reproducen una determinada concepción de una sexualidad que claramente ya no es. Una especie de recorrido necesario para plantearse de otra forma frente al placer

Por último, si el psicoanálisis freudiano le hizo algo a ese invento llamado “hombre” y que Foucault reconoció en su momento, Lacan ¿le habrá hecho algo a ese invento llamado “sexualidad” que Foucault ignoró?.

Los que trabajamos con Lacan encontramos que existen  nuevas interrogantes   y sobretodo  otra manera de hacer psicoanálisis, evidentemente  aun existen categorías que es preciso  revisar, modificar o  definitivamente transformar y Foucault en esa empresa es un agudo investigador y una potente herramienta crítica.  En este  sentido creo  posible  un  tipo de psicoanálisis  que   muestre una manera distinta de abordar tanto en la teoría como en la clínica las transformaciones subjetivas que se nos demandan  haciendo “uso”, sirviéndonos  de  los equívocos y riesgos de la transferencia.

Es en este escenario que los intercambios entre lacanianos y foucultianos resulten fértiles  y  en plena construcción, no por casualidad un psicoanalista: Jean Allouch,   afirmó en 1998 que: “La posición del psicoanálisis, digo,, será focultiana o el psicoanálisis no será más[10], alentando a desarrollar  estos intercambios y construyendo entre Foucault  y Lacan  ese  diálogo que en vida nunca se dio.

Bibliografía

1.      Allouch, J : El sexo del amo. Ediciones Literales. Argentina, 2001

2.      Allouch, J : El psicoanálisis, una erotologia de pasaje. Edit. Litoral, 1998. Córdova , Argentina.

3.      Castro R: Foucault y el Psicoanálisis freudiano. De la disciplina límite al dispositivo de poder. En Revista de Humanidades, Vol 10. 2004 . Universidad Andrés Bello

4.      Eribon, D : Michel Foucault  y sus contemporáneos. Edit. Nueva Visión. 1995.

5.      Freud, S : Obras Completas. Edit. Amorrortu

(1908)                  La Moral sexual y la nerviosidad moderna

(1909)                  Las resistencia contra el psicoanálisis              

6.      Foucault, M : Historia de la sexualidad. Vol.I.La voluntad de saber  Edit. SXXI

7.      Foucault, M  : Estética, ética y hermenéutica. Vol.III. Edit. Paidós

8.      Foucault, M ; Las palabras y las Cosas. . Edit. SXXI, Buenos Aires, 1996

9.      Foucault, M : El Historia de la sexualidad. Vol. II.  El uso de los placeres. Edit. SXXI.

10.  Morel, Geneviève : Ambigüedades sexuales. Edit. Manantial, Paris 2002

11.  Lacan, J : 1966) Psicoanálsisis y Medicina, en Intervenciones y Textos 1. Edit. Manantial.

12.  Miller, J.A: Michel Foucault y el Psicoanálisis. En Michel Foucault , filósofo. Edit. Gedisa. 

 

[1] Eribon, D : Michel Foucault  y sus contemporáneos. Edit. Nueva Visión. 1995. Cap. 7

[2] Ibid., p.223

[3] Freud, S  (1925): Las resistencias contra el psicoanálisis. O.C. Vol. XIX. Edit. Amorrortu

[4] Foucault, M : Las Palabras y las Cosas. Edit. SXXI, Buenos Aires, 1996. pp.362

[5] Castro R: Foucault y el Psicoanálisis freudiano. De la disciplina límite al dispositivo de poder. En Revista de Humanidades, Vol 10. 2004 . Universidad Andrés Bello

[6] Versus lo que Faucault llama las “técnicas polimorfas del poder”, p.19

[7] Miller, J.A: Michel Foucault y el Psicoanálisis. En Mivhel Foucault , filósofo. Edit. Gedisa.

[8] Paul Veyne, “Témoignage héterosexuel d´un historien sur l´homosexualité”p.25

[9] Lacan; J :  (1966) Psicoanálisis y Medicina, en Intervenciones y Textos 1. Edit. Manantial.

[10] Allouc, J : Continuación parisina, en  El psicoanálisis, una erotología de pasaje. Edit. Litoral, p.16

De Gramsci a Foucault: los referente teóricos y los inesperados rumbos de la Renovación Socialista en el MAPU 1973-1989

El 11 de septiembre de 1973 significó un profundo quiebre en nuestra historia. Quiebre en la vida pública, pero también en la vida privada; quiebre en la sociabilidad política y quiebre en las maneras de entender la política. Pasados ya los días inmediatos al golpe, los miembros de las distintas colectividades políticas de “izquierda” comenzaron a preguntarse ¿Qué y por qué había sucedido aquello? Comenzaron entonces los quiebres con los referentes teóricos que hasta ese momento habían nutrido el ser y hacer de la política. Marx y Lenin comenzarán a ser releídos y más tarde renegados. Otros autores nutrirán también las turbulentas aguas de la reflexión en el mundo de izquierda.

Después del golpe cobra especial significado el descubrimiento de Gramsci y su concepto de hegemonía. Se entenderá por hegemonía aquel proceso de dirección política e ideológica en el que una clase o sector logra una apropiación preferencial de las instancias de poder en alianzas con otras clases, admitiendo espacios donde los grupos subalternos desarrollan prácticas independientes y no siempre funcionales para la reproducción del sistema. La década del 70 será gramsciana por excelencia y permitirá abrir nuevas perspectivas en la consideración del poder y su ubicación material.

            En los ochenta en cambio, nuevos referentes emergerán a raíz de la conceptualización de las prácticas políticas y de las luchas de resistencia. En los ochenta, al calor de las protestas y en la búsqueda de la libertad y la democracia se descubre a Foucault. Así se disparan las clásicas concepciones del poder, del saber y la verdad. Las prácticas políticas se nominarán con otros discursos, con otros lenguajes, nuevos sujetos se volverán visibles y el rescate del filósofo francés permitirá replantearse la relación entre partido y sujetos, entre construcción del saber y la violencia, en tanto expresión de rebeldía autónoma y sin constreñimientos.

Las primeras respuestas que se construyeron después del golpe de Estado, apuntaron a la constatación, dolorosa por cierto, de que uno de los errores de los conglomerados de izquierda, era la falta de una fuerza militar propia que hubiera ayudado a defender lo que el gobierno popular hasta esos años había conquistado. La influencia de Lenin en el pensamiento de izquierda, agrupaba estos análisis que enfatizaban que el golpe de Estado había sido una derrota táctica. Quizás los más conocidos exponentes de este análisis fueron Carlos Altamirano, Secretario General del Partido Socialista y los miembros del MIR. La salida a la dictadura para estos conglomerados era la salida insurreccional y violenta.

Por otro lado, y en la misma búsqueda de una explicación de la derrota, se articularon los análisis que enfatizaba que el golpe de Estado había sido una derrota estratégica. Derrota que se entendía por la falta de capacidad de los grupos que constituían la Unidad Popular, para articular alianzas con  el centro político, que le hubiera permitido al gobierno de Allende aumentar la base social y política de apoyo. Los más conocidos exponentes de esta línea de análisis fueron el MAPU Obrero Campesino, y en alguna medida el Partido Comunista, que en los primeros años enfatizó que lo ocurrido era una derrota táctica con ribetes estratégicos. La salida según este análisis era la construcción de una alianza política  amplia, al estilo de los Frentes Populares, que permitieran derrocar a la denominada “dictadura fascista” .

De esta manera, los diagnósticos políticos iniciales condicionaron las primeras acciones de estrategia política. Por un lado se enfatizaba la necesidad de construir un ejército popular capaz derrotar militarmente  a la dictadura y por el otro, se argumentaba que la estrategia más “seria y responsable” era la búsqueda de una alianza amplia con todos aquellos sectores que creían que había que derrotar al fascismo, encarnado en la Junta Militar del año 73. Ambos grupos, sin embargo, articularon sus análisis bajo las premisas de que lo ocurrido era una derrota, y no un fracaso, y de que esta dictadura sería corta, ya sea porque sería derrotada por la vía militar o bien porque la izquierda moderada alcanzaría un acuerdo con la Democracia Cristiana, que llevaría a la Junta a pactar una salida política, debido al debilitamiento de su base política de apoyo.

En ese espacio de disputas ideológicas que condicionaban estrategias políticas, emerge lo que ha sido conocido como “Renovación Socialista”. Este proceso ha sido definido como un profundo cambio epistemológico en los grupos que pertenecían al área socialista, compuesto por el Partido Socialista, el MAPU, el MAPU – OC y la Izquierda Cristiana. Cambio epistemológico que significó también profundas transformaciones en las formas como se entendía la política, en los referentes ideológicos que nutrían el debate, en las formas como se entendía el partido y como se practicaba la misma actividad.

Muchos historiadores han planteado que la Renovación Socialista estuvo básicamente influida por el pensamiento de Antonio Gramsci y su concepto de hegemonía. Arguyen estos estudiosos que este marxista italiano fue descubierto en el exilio y que desde allí se exportó a nuestras tierras, de manera que el proceso de Renovación emerge como una construcción teórica y con consecuencias prácticas que está alejada de la realidad cotidiana e interna que se vive en la clandestinidad chilena. Quizás esas hipótesis puedan ser corroboradas para el caso del Partido Socialista, donde efectivamente el grupo que se renueva está radicado mayoritariamente en el exilio y que tiene disputas tan importantes con el grupo socialista que se queda en Chile, que termina dividiéndose en 1979, dónde hasta el día de hoy la “renovación” se asocia a un determinado sector del mismo partido.

Sin embargo, analizar la Renovación enfatizando la ruptura y su carácter exportado nos resulta un tanto reduccionista. El acercamiento microhistórico que hemos realizado con un partido político en particular, nos ha demostrado que el proceso de Renovación tiene múltiples particularidades que solo pueden ser descubiertas cuando hacemos el ejercicio histórico de analizar una colectividad específica. Comúnmente la renovación socialista se asocia a la moderación política que vivenciaron algunos  grupos que constituyeron el polo revolucionario, quienes aparecen renegando de su pasado producto de la profunda autocrítica a la que sometieron sus vivencias de antaño. Sin embargo, la Renovación fue en sus inicios también un proceso revolucionario, un proceso de cambio radical de referentes, de prácticas y de discursos.

Para el Movimiento de Acción Popular, MAPU, fundado en el año 1969 y que formó parte del conglomerado Unidad Popular, la Renovación Socialista tiene un carácter de mayor continuidad con su particular cultura política fundacional, a su vez que nace mayoritariamente de una reflexión que se realiza al interior del país, en la clandestinidad. A diferencia de los otros conglomerados de la izquierda chilena, a fines del año 1974, el MAPU conducido por Carlos Montes en el interior y por Oscar Guillermo Garretón en el exterior, expuso que el golpe de Estado no había sido una derrota, sino que un fracaso de la izquierda y de su proyecto socialista. El Balance de Autocrítica Nacional que constituyó la estrategia para realizar el análisis de lo ocurrido, daba cuenta de ello. En 1977 el boletín oficial de la colectividad, “Venceremos”, planteaba que “Si no hemos sabido vencer no ha sido porque el embarazo revolucionario no existiera, sino porque los parteros hemos sido aprendices dogmáticos y muchas veces no usamos el instrumental adecuado”. En el mismo camino, en 1979, Tironi escribía, que el golpe de Estado también demostraba el fracaso de una generación que pensó que solo con la voluntad y la buena intención se podía construir una sociedad socialista. Según Tironi “Fuimos Dioses desde siempre. En nosotros aquel sentimiento de omnipotencia que, para bien de la especie cada cual lleva consigo, fue llevado hasta el límite. En torno suyo se construyó algo así como una cultura de la cual fuimos a la vez, resultado y gestores”… Así, “en septiembre de 1973, de pronto, de un día para otro, se puso fin a todo eso liquidando aquella tendencia histórica sobre la que se sostenía el universo de nuestra generación. Quedamos intespestivamente en el aire, y a la deriva ¡quedamos como desamparados, sin mas referencias confiables” (Tironi, 1979).

Surgía entonces de manera abrumante, la constatación y la necesidad de buscar nuevos referentes teóricos que orientaran la revisión del pasado, pero que al mismo tiempo ayudaran a guiar las acciones hacia el futuro, abandonando el dogmatismo. Sin embargo, los caminos en esa búsqueda no estaban pre-trazados y a las lecturas que valorizaron la idea de hegemonía gramsciana, también se le agregaron, en los años 80, las lecturas que se hicieron de Michel Foucault. En esas lecturas y hacia fines de la década del 70, durante el proceso continuo de analizar la realidad chilena y los cambios producidos por la dictadura militar, un sector del MAPU privilegió la idea de la salida pactada y la formación de alianzas. En forma paralela se logró consolidar la idea de construir un nuevo referente político que diera cuenta de la nueva realidad, emergida después de las transformaciones estructurales, que articularon el proyecto refundacional y revolucionario de la dictadura y que mostraban el surgimiento de un sujeto social cada vez más autónomo y más distante de los “tradicionales partidos políticos”.

Este nuevo referente debía construirse sobre la muerte definitiva de los “antiguos partidos políticos”, que tal como planteaba Eugenio Tironi “se nos fueron volviendo mecanismos de conservación, refugios para que nuestra generación logre protegerse en parte de la agresión de que es objeto desde arriba y sin descanso; lugares donde preservar muchas veces únicamente mediante gestos históricos, nuestra “cultura de la omnipotencia”, lugares de encuentro que momentáneamente aplacan nuestro recurrente desarraigo; enclaves que, por su propia naturaleza nos alejan día a día de la cotidianeidad de nuestra gente. Pero que ya no dan abasto. Tanto recuerdo, tanta muerte, tanta repetición de ritos, discursos conmemorativos y dogmas, los están haciendo reventar. Ya desde antes nuestra frustración ha buscado otros refugios, los que se han utilizado complementaria o alternativamente a este de los partidos. Allí irán, tal vez a reunirse aquellos que sean espantados por esa descomposición de los partidos, los que ojalá se llenen nuevamente de vida después de esta sobre-acumulación de nostalgias y reverencias”(Tironi, 1979). Este mismo autor escribió en los albores de la década de los 80, la necesidad de construir una nueva relación entre lo político y lo social. Relación que debía suponer como requisito básico el respeto irrestricto a la autonomía del sujeto social. Se hacía necesario una relación de respeto y de doble nutrición con el movimiento social. El partido debía dejar de ser la estructura paternalista que guiaba el proceso, el individuo debía cortar esas cadenas y liberarse por completo.

La nueva sociedad socialista por tanto, sería profundamente revolucionaria por cuanto cambiaría las formas tradicionales que en el campo cultural estructuraban los códigos y las prácticas políticas. Tironi y Garretón esbozaron esas líneas ideológicas. Predijeron el big bang de los partidos. Sin embargo, las acciones estratégicas que surgieron de esas lecturas de la realidad nacional, apuntaron entonces a configurar lo que se conoció como “Convergencia Socialista” y a la búsqueda de alianzas multiclasistas que ayudaran a recuperar el principal valor reivindicado por los renovados: la democracia.

Sin embargo, el calor de las jornadas de protesta nacional y las lecturas de nuevos autores, así como la valoración que se hizo de la experiencia nicaragüense,  también llevaron a que dentro de esta colectividad, emergiera un camino poco conocido e historizado hasta ahora. Ese camino  que se esbozó, a raíz de la critica a los supuestos leninistas clásicos y que introdujo la idea de que cualquier cambio político debía también estar asociado con un cambio cultural condujo, aunque cueste creerlo a la formación del MAPU Lautaro, cuyo origen inicial data del año 1983, cuando nace el Movimiento Juvenil Lautaro dentro de la misma colectividad.

Así como la influencia de Gramsci y su concepto de hegemonía posibilitó una lectura de lo que había ocurrido en 1973 como un gran fracaso de la forma como se había hecho y practicado la política, la influencia de Foucault se dio en el plano de la práctica política, en la clandestinidad y la resistencia a la dictadura. El diagnóstico de agotamiento de las estructuras partidarias conllevó a una redefinición del poder y de los sujetos. El concepto de autonomía y de rebeldía emergía en esta incesante lucha de la oposición a la dictadura militar.

El poder para Foucault es una inmensa red de relaciones intangibles, como un haz de dispositivos de lucha y dominación, es siempre una acción, no es una sustancia o esencia definitiva, sino una relación y un ejercicio desigual de fuerzas. En esta inmensa red de relaciones entre sujetos, “el poder lo padecemos cotidianamente aquí y allá, ahora y antes, mañana y siempre. Lo sufrimos, pero también lo practicamos, nos volvemos vitales cuando dominamos algo o a alguien. Somos dominadores y estamos fatalmente dominados. De esta forma, entendido así el poder, la lucha contra la dictadura podía darse no sólo de la manera tradicional, con los instrumentos y los lenguajes que habían fracasado con el golpe de Estado.

Si el poder estaba expresado en múltiples espacios, la lucha también debía ser múltiple. La idea de rayar una R enmarcada en un circulo, expresaba tanto una acción de rebeldía como de resistencia a la dominación. “Microluchas”, “Darle donde más les duele”, “tocar una cacelora”, “boicotear la producción de empresas que no tuvieran riesgos económicos”, “saquear una zapatería (recuperar) y distribuir el botín entre los transeúntes”, fueron acciones que por muy insignificantes que parecieran frente a las grandes concentraciones y demostraciones de fuerza de antaño, se entendía terminarían siendo efectivas por cuanto el poder no estaba solo en el Estado, también estaba en los saberes y en el imperialismo, en los espacios privados y en los espacios públicos. Todo acto cotidiano, por lo tanto, debía tener la cuota de “conciencia” y “resistencia” necesaria para debilitar las bases creadas por la Dictadura. Era una fértil combinación entre el impacto de Vietnam y sus microluchas, el maoísmo y Michel Foucault.

Se planteaba como parte sustancial de la lucha visibilizar las formas de ejercicio del poder, cómo se ejerce concretamente y en el detalle, con su especificidad y sus técnicas, sus tácticas . En palabras de Foucault el poder había que “analizarlo en su forma capilar de existencia cuando el poder alcanza y penetra los cuerpos y las almas de los individuos, insertándose, determinando sus gestos y actitudes, su discurso y su vida cotidiana” (Foucault, 1992). Esto es lo que ha sido denominado como “microfisica del poder”, es decir, el estudio de la capilaridad diaria, potencial, efectiva de las numerosas relaciones de poder.

Las acciones que desde 1983 comienza a realizar el Movimiento Juvenil Lautaro estaban profundamente conectadas con esa concepción del poder, aún cuando los miembros de esa colectividad se declararan profundamente anti intelectuales, y no reconozcan una lectura específica del filosofo francés, la lectura que hicieron los compañeros de partido, como el mismo Eugenio Tironi, traspasaron los márgenes y se hicieron útiles en la lucha cotidiana. Las jornadas de protesta nacional hicieron visible un sujeto social “autónomo” de los partidos políticos, un sujeto social-popular rebelde. Su rebeldía constituía el principal valor de su acción, por cuanto dicho sujeto era libre de la tradicional relación clientelar y paternalista que construyó con los partidos políticos antaño y por ende, un sujeto que aspiraba a liberarse no sólo de la dictadura sino que también de cualquier otro poder que lo constriñera en tanto individuo. Así el derecho a la “libertad sexual” también era ejercicio y practica de rebeldía, era la demostración de que los saberes sobre el cuerpo también ejercían dominación y que la liberación del individuo o era total o no sería. La libertad política entonces, era una más de las conquistas necesarias. La revalorización de los sujetos y de su autonomía era fundamental para el nuevo proyecto de sociedad. Garretón escribía en 1979: “en verdad para construir una fuerza revolucionaria no basta convencer a muchos de la cientificidad de nuestro proyecto o de lo conveniente que resulta, sino que debemos ser capaces de potenciar lo mejor de cada chileno, en su cotidianidad…”( Garretón, Fragua, 1979)

Ese sujeto nuevo, tenía una característica que cualquier lucha y estrategia política debía considerar: el potencial liberador que estaba en la expresión de rebeldía. Diego Carvajal, chapa que usó el lider del Mapu-Lautaro, escribía en 1986 que el camino de salida a la dictadura pasaba por la “guerra insurreccional de masas”. Los 12 años de dictadura a su juicio habían transformado a los sujetos desde sus cimientos y ello debía ser valorizado como experiencia acumulada. Según Ossandón la dictadura generó una nueva realidad, donde había que rescatar “el uso de la violencia, como una forma de expresión y como una forma de defensa; la perdida de los espacios de negociación y su herramienta como el parlamentarismo trae consigo la practica rupturista en su relación con el Estado, a lo cual se le suma un nuevo caudal combativo, nuevo y vigoroso que se introduce en la política sin complejos ni traumas, como es la juventud popular. El salto fundamental está en lo que nosotros llamamos el fenómeno del Pueblo Rebelde, en mayo del 83. Ahí el pueblo encuentra por primera vez su camino que es la movilización popular, la movilización en las calles”… “Rebeldía es combate, es generación de capacidades para este combate, en el terreno global, de masas y militar. Es un pueblo que va encontrando en este combate lo que quiere y que sabe el camino que tiene que recorrer para llegar a conquistarlo” (Entrevista a Diego Carvajal, 1986.Fondo Documental Eugenio Ruiz Tagle) La nueva relación entre partido y masa por lo tanto, dejará de entenderse como subordinación o dirección de una a la otra. La nueva consigna esbozada por este dirigente fue “Con la rebeldía popular la toma de Chile va”. Según Ossandón “nuestra concepción de la propuesta no empieza ni termina en la visión un poco estrecha, cupular, del estado de reivindicaciones o de las propuestas mínimas, que por ahí circulan, o la visión intelectualizada de la política que confunde los programas con la creación de los intelectuales de izquierda, ajenos a lo que es el pueblo mismo”.

Para Ossandón la dinámica que el MAPU representaba antes de su quiebre, en 1986, “no tiene como centro excluyente el problema de la organizaciones. Nuestra política no empieza ni se acaba en el intento de generar organizaciones estables, sino que está muy cruzada y motivada por la dinámica del movimiento”( Ibíd). Para llegar a esas concepciones teóricas fue muy útil, a pesar de su renuencia a aceptarlo, el papel que jugaron los intelectuales de la renovación socialista, como el mismo Tironi. Tal como enfatiza Foucault, “el papel del intelectual no es el de situarse un poco en avance o un poco al margen para decir la muda verdad de todos; es ante todo luchar contra las formas de poder allí donde éste es a la vez objeto y el instrumento; en el orden del saber, de la verdad, de la conciencia, del discurso. Es en esto en lo que la teoría no expresa, no traduce, no aplica una práctica; es una práctica. Pero local y regional, como usted dice: no totalizadora. Lucha contra el poder, lucha para hacerlo aparecer y golpearlo allí donde es más invisible y más insidioso” (Foucault, 1992)

La microlucha quedaba plasmada como estrategia válida. La rebeldía era la potencia. Matar a un carabinero, recuperar zapatos de una tienda en Franklin, tirar una molotov en una oficina bancaria, o atacar con una bomba incendiaria una sede del POJH en Concepción, eran acciones que se entendieron como válidas bajo ese nuevo prisma teórico. Sin embargo, las acciones con las que el MAPU -Lautaro  se hizo más conocido, ocurrieron en democracia, y fueron calificadas como acciones lumpenezcas, propias de inadaptados políticos que no entendieron que ya no era necesaria la potencia rebelde.

Los Garretón, los Gazmuri, los Insulza, los Correa, los Brunner o los Tironi, poco tienen que ver con las figuras que representan “el chico Ossandón” o con “El Charro”, que no sea haber compartido una militancia inicial, que para el caso del MAPU no es una cuestión menor. Sin embargo mientras los primeros son reconocidos como los artífices de los caminos que dentro del socialismo condujeron y posibilitaron la construcción de la Concertación de Partidos por el NO y más tarde Concertación de Partidos por la Democracia y por lo tanto, también reconocidos como los “negociadores” o “los traidores” de esta transición pactada con tutela militar; los segundos están asociados a la violencia política, al enfrentamiento y al “lumpenproletario”, que juega “sucio” en los primeros años de la transición y que son desarticulados por la denominada (en la jerga política) “Oficina”, dirigida por socialistas, en el año 1994. Ese año cae el líder del grupo, Guillermo Ossandón, mientras hablaba por teléfono en Cartagena. Paradójicamente en este fortuito hecho coincide una historia iniciada en el año 1969. Mientras “el Chico” era sorprendido hablando por teléfono, dirigía la Compañía de Teléfonos un ex compañero de ruta, Oscar Guillermo Garretón.   Los dos inesperados caminos de la Renovación Socialista se unían “simbólicamente” en el balneario popular al inicio del segundo gobierno de la Concertación.

Desaparición y Disciplinamiento Social: Notas para una genealogía de la desaparición

Ganaron porque produjeron formas de percepción que continúan ese modo de destrucción que les es propio Jacqueline Lichtenstein en una visita al museo de Auschwitz

…grito dos veces, un grito no más fuerte que una exhalación: «¡El horror! ¡El horror!» “El corazón de las tinieblas”, Joseph Conrad

I

La desaparición forzada de personas, ha sido una de las practicas represivas más radicales y efectivas a que han sido sometidas, en el siglo que aún no acaba de pasar, las sociedades latinoamericanas en constante proceso de modernización. Esta práctica de represión política y social, según como lo señala Ana Molina Theissen[1], surgió en la década de los sesenta, y en 20 años de aplicación sistemática de esta (1966-1986) noventa mil personas fueron hechas desaparecer en América Latina.

La desaparición forzada de personas se puede argüir, respondería a una estrategia que operó a partir de unos dispositivos múltiples y heterogéneos que se fueron generando desde ciertos campos de institucionalizados de nuestras sociedades. Estos llevan implícitos en su constitución un saber-poder sobre lo social que se imbricaría en el imaginario colectivo legitimador de la realidad[2] social, estas legitimaciones se habrían instalado a partir de una compleja manera de resolverse las fuerzas en tensión del cuerpo social, de una manera que seria necesario precisar en sus detalles.

Si bien históricamente hay antecedentes de las desapariciones en prácticas nazis bajo el decreto “Nach und Nebel” (Noche y Niebla)[3], la desaparición política de personas operó como una práctica sistemática aplicada desde el Estado, pero que también respondió a una tensión de fuerzas que nos remite a un conflicto geopolítico global. Como señala Helio Gallardo;  “El fenómeno de las desapariciones forzadas se da dentro del marco de la guerra contrainsurgente que se desata en América Latina en la década del sesenta”[4],  y esta guerra se manifiesta y se instala desde la doctrina de Seguridad Nacional como una guerra social de baja intensidad en el entendido de que  “…por debajo del orden apacible de las subordinaciones, por debajo del Estado, de los aparatos del Estado, de las leyes, etcétera…”[5] lo que está latente es la prosecución de la guerra por otros medios. En este sentido sería posible comprender el fuerte y trágico influjo que tuvo la Guerra Fría en nuestros territorios con la consecuente influencia norteamericana en el hemisferio occidental. Esta guerra social es parte de lo que Foucault ha identificado como la “estructura binaria de la sociedad”, que estaría a la base de cualquier manifestación de lo social, desde siempre, con todo lo impreciso que esto pueda sonar, pero lo dejaremos, por lo pronto, en su indeterminación..

Si lo que se quiere plantear es la posibilidad de una “genealogía de la desaparición”, habría que rastrear con que prácticas de coerción social, con que tipo de racionalidad política, con cuales mecanismos de domesticación del comportamiento, con que técnicas de dominación de los cuerpos se encuentra emparentada la desaparición forzada de persona. Arriesgaré algunas ideas en torno a esto en lo que sigue a continuación.

II

Si nos posicionamos, como punto de partida, desde la lógica del “enemigo interno”, se podría rastrear y encontrar en ella un posible punto de origen para la política de “desaparición forzada de personas”. en lo que Foucault ha señalado como la diferenciación entre los “ilegalismos” y los “delitos”, separación que ha funcionado como parte de una manera de establecer un control sobre las poblaciones de marginados urbanos, en tanto estos, cada vez más, son percibidos como un peligro latente para la creciente institucionalización de lo social generada desde el Estado[6]. Esta distinción, podríamos decir tiene como objeto una domesticación de los cuerpos de los sujetos que se encuentran “sujetos” a saberes y prácticas que delimitan más o menos coercitivamente su accionar en las sociedades capitalistas, las que paulatinamente se fueron convirtiendo en sociedades administradoras y normalizadoras de las fuerza y de los cuerpos, ya que el capitalismo  “…no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos.”[7]. Este ajuste constituiría un dispositivo de dominación que operaría sobre el cuerpo de los individuos, en el sentido de que emerge desde una particular manera de construir un biopoder, a partir de la aparición de una “anatomopolítica del cuerpo humano”, y de una “biopolítica de las poblaciones”[8], como reflejo de una incipiente, pero constante racionalización del poder político. Además, a partir de esta delimitación de lo que será definido como delito por una sociedad, o por y desde un poder inscrito en una institución de una sociedad determinada, se construye la imagen de que   “…el criminal atenta ante todo contra toda la sociedad, [y] se constituye, al romper el pacto social, en su enemigo interno[9].  Esta lógica habría permitido, en lo que respecta a nuestro caso, que se construya práctica y discursivamente una doble operación de represión social y de deslegitimación simbólica y conceptual que validaría y legitimaría la practica de la desaparición ante los ojos de una sociedad atemorizada y agotada.

Así, a partir de este doble juego se genera (pero decirlo así es tan impreciso aún) un dispositivo estratégico; el “enemigo interno”. A partir de este dispositivo estratégico, que supone  “una cierta manipulación de relaciones de fuerzas, bien para desarrollarlas en una dirección concreta, bien para bloquearlas, o para estabilizarlas, utilizarlas, etc…”[10] se diseñaron, planificaron, diversos operadores de dominación locales, particulares, los que, en última instancia se aplicaron sobre los cuerpos de los individuos. Por ejemplo, y pensando en el caso que queremos abordar, el significante “comunista”, en tanto palabra que designará a todo aquel que oponga alguna resistencia a estos operadores, discursivos y prácticos, pasa a ser el ejemplo ejemplar del “enemigo interno”, en tanto significante del mal radical, de aquello que debe ser extirpado del “cuerpo social”. Esta alegoría no es menor, pues, si nos instalamos en una mirada genealógica, ella nos permitiría comprender la magnitud y la profundidad de la política de desaparición forzada de personas, en tanto operador de dominación que terapiza a la sociedad, y que actúa como una “física del poder” que conlleva una  “…coacción ejercida sobre los cuerpos, su control, su sometimiento, [y] el modo que adopta ese poder para ejercerse directa o indirectamente sobre ellos [los cuerpos]”[11],  y que en el caso de nuestro territorio, ha operado sobre una corporalidad social que se fue constituyendo desde el conocimiento corporal de Chile que se desarrolló desde mediados de la década del ’30 en adelante, y que se conceptualizó como el “cuerpo-del-pueblo[12], y que implicaba una multitud de cuerpos de individuos o sujetos que se podrían reunir conceptualmente en un cuerpo constituido como colectivo y categoría político-social que irrumpe en la historia alterando el orden institucional republicano. Este hecho será de una radical importancia por varios motivos, pues, como señala Patricio Marchant, la única interrupción de la “normalidad” institucional chilena ha sido el triunfo de la Unidad Popular y su consecuente acceso al poder político de la clase de los desplazados.

Irrupción, entonces, del “cuerpo-de-pueblo”, tal como lo describiera y delimitara Salvador Allende en el programa de salud del gobierno de Pedro Aguirre Cerda el año 1939, cuerpo-del-pueblo que, según como lo señala María Angélica Illanes, bajo la consigna de “raza, salud y cultura”[13], adquiere la fuerza de un ideario que transformaría radicalmente la realidad de la sociedad chilena. Este cuerpo-del-pueblo  “se constituye, pues, en una clave política [ya que es la] materialidad de la existencia de ese cuerpo y no la ideología… la que construye las bases de un nuevo saber y de una nueva conciencia nacional”[14]. Momento de aparición de una corporalidad política que transformará la realidad social y política de Chile, pues, desde el momento histórico en que existía un pueblo en el que  “las enfermedades, la desnutrición, el alcoholismo, las endemias, y epidemias y la ignorancia…”[15]  lo tenian postrado y abandonado, a tal punto que la  “patología social evidencia que se elimina del trabajo al 20% de la población activa, reduciendo en una cifra más o menos igual el valor de la producción nacional”[16], se logra revertir, en corto plazo, está realidad medico-social.  A partir de este momento, se comienza a aplicar una biopolítica y un biopoder tendientes a medicalizar, administrar, controlar al cuerpo-del-pueblo, en pro de la naciente industrialización de Chile. Sin embargo, este mismo hecho hará que ese mismo cuerpo-del-pueblo vaya tomando conciencia de sus potencialidades, y se convierta en un actor político relevante, en tanto será capaz de producir un saber de sí mismo, y de la realidad que lo rodea, lo que tendrá como consecuencia que ese mismo cuerpo, posteriormente, sea sometido a las tecnologías de los operadores de dominación que se generan desde la Doctrina de Seguridad Nacional y su estrategia del “enemigo interno”, y sea considerado como un “cáncer social”, y sometido a una extirpación terapéutica; es decir, sea torturado y hecho desaparecer en la Dictadura mediante sus prácticas represivas. Deberemos dejar esto en suspenso por lo pronto.

III

Lo que interesa aquí ahora es poder acceder a la posibilidad de pensar la especificidad de la “política de desaparición forzada de personas como práctica de represión social”. En esta perspectiva, no debemos caer en lo que Todorov señala como un “abuso de la memoria”, y hacer el juego de jugar al ranking del hit parades del sufrimiento[17], y asimilar a priori las distintas prácticas represivas masivas que han marcado la historia del siglo XX, como si se pudiese descubrir fácilmente una suerte de línea de continuidad entre unas y otras, esencializando su existencia como algo consustancial a la “época” en que vivimos. Cada una de estas prácticas represivas, como la de los campos de exterminio nazis, las del gulag estalinista, sólo por nombrar las más “clásicas”, poseen sus especificidades en los modos como fueron aplicadas, tienen sus particulares discursos legitimadores y responden a diversas estructuras de poderes de dominación específicos. Además, que si tomamos posición desde la lógica de los dispositivos, estos, en última instancia, no son más que una multiplicidad en la que operan procesos, y que reniegan de los universales. No haremos ahora aquí una diferenciación exhaustiva de todo esto, el tiempo no dará para ello. Sólo señalaré breve y escuetamente aquellos aspectos que caracterizan a la desaparición propiamente tal.

Retomemos: Las desapariciones forzadas de personas operaron, sobre el “cuerpo-del-pueblo”, y estas mostraron algunos signos comunes, de lo que a través de los años llegó a constituir lo “esencial” de este método: impunidad total y absoluta trasgresión de las leyes, o normas si se quiere, más elementales de la convivencia humana.

La desaparición forzada[18] se basa en un secuestro llevado a cabo por agentes del Estado o grupos organizados de particulares que actúan con su apoyo o tolerancia y donde la víctima 'desaparece'. Las autoridades no aceptan ninguna responsabilidad del hecho, ni dan cuenta de la víctima. Los recursos de Habeas Corpus o Amparo -mecanismos jurídicos destinados a garantizar la libertad e integridad del ciudadano- son inoperantes y en todo momento los perpetradores procuran mantener el anonimato. El objetivo es, además de la captura de la víctima y su consiguiente 'tratamiento' sin freno de ningún tipo, el crear, desde el anonimato y la subsiguiente impunidad, un estado de incertidumbre, porque no se sabe que hacer, a quien recurrir, porque se duda sobre el real destino y/o los beneficios de la búsqueda. Terror, por el destino desconocido pero obviamente terrible y por la convicción de que toda persona y por cualquier motivo puede ser desaparecida.

Es innegable que la desaparición forzada de personas como método represivo tiene efectos psicosociales, los que se consiguen mediante el control político de los medios de comunicación, por medio de lo cuales   “los desaparecedores lograron inscribir en la conciencia social que los desaparecidos eran los responsables de su propia desaparición debido a su labor opositora. Las victimas fueron despojadas de su calidad humana y social, haciéndolos aparecer en condiciones de objetos –sin derechos, sin identidad…”[19]. Mediante esta propaganda se indujeron creencias y conductas sociales: inducción al silencio, inducción a la culpa, inducción a considerar la posición política como inadaptación social, inducción a considerar la desaparición como prueba de culpabilidad, inducción a dar por muertos a los desaparecidos, inducción al olvido, etc:…[20] De ahí que el vacío de la desaparición en el cuerpo-del-pueblo no fuese llenado con una condena unánime de la sociedad; y esto ha sido así porque el cuerpo social fue sometido a lo que Berger y Luckmann han llamado un mecanismo de “terapia”, mecanismo que permite la mantención y perpetuación del orden existente. Por terapia hay que entender  “…la aplicación de mecanismos conceptúales para asegurar que los desviados, de hecho y en potencia, permanezcan dentro de las definiciones institucionalizadas de la realidad…”[21], terapia que tiene por función conjurar el peligro de la desviación individual que pueda terminar en una fuga a otros significantes simbólicos que se contrapongan a la realidad instituida. Demás está decir que la tortura de un individuo subversivo, o la desaparición de este, en tanto operadores de dominación, también son terapizaciones de los sujetos, en el sentido de que se los recupera para el orden institucionalizado para que sirvan como ejemplos ejemplificadores dentro de la lógica de un dispositivo determinado.

Sin embargo, entre medio este de sombrío paisaje, cabe destacar lo que señalan la psicóloga Inger Agger y el psiquiatra Soren Bus Jensen, en el sentido de que en tanto  “la guerra psicológica forma parte integral del terrorismo de Estado. La resistencia a este tipo de terrorismo también incluye armas psicológicas de autodefensa.”[22],  quienes a partir de esta premisa dan cuenta de la conformación de una “cultura del movimiento de Derechos Humanos en Chile”[23]   y en otros lugares de Latinoamérica en los cuales se vivían situaciones similares en la década de los ochenta.

Algo que resonaría en todo esto es la noción de “saberes sometidos”, en tanto prácticas discursivas y enfrentamiento de fuerza, tensiones y, en suma, poderes. Estos saberes sometidos, son sometidos por las teorías envolventes, totalizadoras y totalitarias, que dan cuenta de la totalidad de lo real, y que en última instancia, clausuran la realidad. Estos saberes sometidos, según como los delimita Foucault, permiten acceder a una apertura hacia   “la inmensa y proliferante criticabilidad de las cosas, las instituciones, las prácticas, los discursos; una especie de desmenuzamiento general de los suelos, incluso y sobre todo de los más conocidos, sólidos y próximos a nosotros, a nuestro cuerpo, a nuestros gestos de todo los días”[24].  Estos saberes sometidos, en tanto son unos que se producen desde la gente que está inmersa en un conflicto, que ya dijimos, es permanente, son  “un saber particular, un saber local, regional, un saber diferencial, incapaz de unanimidad y que sólo debe su fuerza al filo que opone a todos los que le rodean.”[25].  Estos saberes sometidos son unos saberes de las luchas de las minorías.  Un saber de este tipo es el que se habría acumulado en el largo proceso de constitución del “cuerpo-del-pueblo”, tal y como fue desarrollado por los médicos higienistas de izquierda desde fines de la década del ’30 del siglo XX en adelante.

Y un saber como este, se podría especular, se habría formado entre-medio de la implantación de lo que Nelly Richard ha llamado el “dispositivo transicional” que ha estado operando como dice Lemebel, desde la vuelta a la “demosgracias”; dispositivo que ha avalado la política del consenso que   “…desechó aquella memoria privada de los des-acuerdos (aquella memoria anterior a la formalización del acuerdo) que hubiera dado cuenta de la vitalidad polémica –controversial- de sus mecanismos de constitución interna.”[26],  consenso que pretende anular, invisibilizar, la guerra social que está latente en lo más hondo del traumatizado cuero social, relegando al ámbito “familiar” el duelo, la rememoración, la protesta; dejando todo esto en el campo de lo “privado”, privándolo de voz y de representatividad social, lo que traería como consecuencia una caída en la melancolía por medio de la cual la postdictadura  “anuda la memoria individual y colectiva a las figuras de la ausencia, de la pérdida, del desaparecimiento… rodeadas todas ellas por las sombras de un duelo en suspenso, inacabado, tensional, que deja sujeto y objeto en estado de pesadumbre y de incertidumbre, vagando sin tregua alrededor de lo inhallable del cuerpo y de la verdad que faltan y hacen falta”[27].

Siguiendo a Marchant, y si pensamos en la noción de totalidad negativa, la que se acuña haciendo referencia a Auschwitz, y que pone un límite a todo pensamiento posible sobre la catástrofe, este se pregunta, a partir de esto:  “¿Cuales son las consecuencias del ‘efecto total’ ‘Chile’? Esto es, ¿cuál es, en qué consiste el deber del ‘intelectual negativo’ chileno?”  y se responde:  “Ciertamente en iniciar el comentario de la catástrofe nacional”[28]. En ese tono de pensamiento es que intentó hacer un acechamiento de este problema. Esto conlleva, obviamente una toma de posición ética y política, que está subyacente en todo el análisis que he brevemente desarrollado. Sin embargo, una de las pretensiones de esta investigación, desmesurada como todas las pretensiones llamadas filosóficas, es la de intentar proyectarse perspectivísticamente desde una más allá del bien y del mal, para sí poder mirar, oler y examinar los documentos, datos y testimonios que utilizaremos como fuentes en esta investigación, en toda su crudeza descarnada y cruel. La otra pre-tensión tiene que ver con aquella deuda, invaluable, impagable, innegociable que tiene la Filosofía (con mayúsculas) con el cuerpo-del-pueblo, en tanto se ha desentendido de su papel de pensar lo impensable, de su compromiso con lo posible, con lo que aún no ha sido, con lo que no se le ha permitido, aún siquiera la posibilidad de “ser”.

[1] Molina Theissen, Ana Lucrecia La Desaparición Forzada de Personas en América Latina KO'AGA ROÑE'ETA se.vii (1998) - http://www.derechos.org/vii/molina.html

[2] Para el concepto de legitimación con el que operare en este contexto, remito al libro La construcción social de la realidad, de Peter Berger y Thomas Luckmann Amorrortu editores, Buenos Aires, 1994. En especial el capitulo II, apartado 2 pgs. 120 y ss.

[3] Cf. La Desaparición Forzada de Personas en América Latina: Los autores argentinos encuentran antecedentes de las desapariciones en las prácticas nazis durante la Segunda Guerra Mundial, cuando unas siete mil personas fueron trasladadas secretamente a Alemania bajo el decreto Nach und Nebel (Noche y Niebla), emitido por el Supremo Comando del ejército alemán en 1941. legalizadas en el decreto 'Noche y niebla'. Siguiendo órdenes de Hitler, los nazis recurrieron a la desaparición de los opositores a fin de evitar que fuesen convertidos en mártires por sus pueblos si eran sometidos a juicios y condenas de muerte. El decreto establecía que cualquier persona podía ser detenida por simples sospechas para ser 'desvanecida', que no podía obtenerse información sobre el paradero y situación de las víctimas, con lo que pretendían lograr una 'intimidación efectiva' de la población y los familiares debido al terror paralizante que se desataría. (Amnistía Internacional. Desapariciones. Editorial Fundamentos, Barcelona, 1983, p. 8)

[4] La Desaparición Forzada de Personas en América Latina

[5] “Defender la sociedad”. Foucault, Michel, Fondo de Cultura Económica, Buenos aires, 2000, pag. 52

[6] Confrontese el análisis de Foucault a la amenaza constante de las revueltas populares, a partir de la Revolución Francesa en adelante, como la posibilidad de desmantelamiento del poder político en La sociedad punitiva en La vida de los hombres infames. Las Ediciones de La Piqueta, Madrid, 1990. Pag. 63 y ss.

[7] Historia de la sexualidad. 1 – la voluntad de saber. Foucault, M. Siglo XXI editores, Mexico, 1996, pag. 170.

[8] Cfr.: Historia de la sexualidad. 1 – la voluntad de saber, pag. 168 y ss.

[9] La sociedad punitiva, pag. 54 (el destacado es mío)

[10] El juego de Michel Foucault en Saber y Poder. Foaucualt, M. Ediciones de la Piqueta, pag. 130.

[11] La sociedad punitiva, pag. 66

[12] Para esta idea de la constitución del “cuerpo-del-pueblo, cf.: La realidad medico-social chilena. Allende, Salvador. Cuarto Propio, 1999. En especial le texto introductorio de María Angélica Illanes: El cuerpo-del-pueblo y el socialismo de Allende.

[13] Cfr.: El cuerpo del pueblo y el socialismo de Allende en La realidad medico-social chilena. Allende, Salvador. Cuarto Propio, 1999. pg. XVII

[14] La realidad medico-social chilena, pag. XIX

[15] La realidad medico-social chilena, pag. 276

[16] La realidad medico-social chilena, pag. 278

[17] Cf. Los abusos de la memoria. Todorov, Tzvetan, Paidos, Barcelona. Pags. 28 y ss.

[18] Cf: Molina Theissen, Ana Lucrecia La Desaparición Forzada de Personas en América Latina

[19] La Desaparición Forzada de Personas en América Latina…

[20] Cf.: ibid.

[21] La construcción social de la realidad. Beger, L y Luckmann, Th. Amorrortu, Buenos Aires, 1968, pg. 139

[22] Trauma y Cura en Situaciones de Terrorismo de Estado: Derechos humanos y salud mental en Chile bajo la Dictadura Militar. Agger, I.; Bus Jensen, S. Ediciones ChileAmérica CESOC, Chile, 1996, pag. 16.

[23] Cfr.: Trauma y Cura en Situaciones de Terrorismo de Estado, pag. 19 y ss.

[24] “Defender la Sociedad”,  pgs 21 y ss.

[25] “Defender la Sociedad”. Ibid.

[26] Políticas de la memoria y técnicas del olvido, en Residuos y Metáforas (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición). Richard, Nelly. Cuarto Propio, 2001, pag. 29

[27] Ibid.

[28] Escritura y Temblor. Marchant, Patricio. Cuarto Propio, 2000, pags..222 y ss.

Uso (y abuso) de Foucault para mirar a las instituciones de castigo en Argentina, 1890-1930

(*) Quizás el aspecto más fructífero de la utilización de Vigilar y castigar y de otros textos de Foucault radicó en que removió la tendencia marxista a alinear mecánicamente a los fenómenos ideológicos con la ‘superestructura' y al ejercicio de poder con la ‘estructura' (Di Liscia y Bohoslavsky 2005). La propuesta de Foucault para entender a las instituciones de control apuntaba a retratar una red de dispositivos en apariencia distintos y autónomos (hospitales, manicomios, etc.), pero que ejercían un mismo poder de normalización, conformando un ‘archipiélago disciplinario' (Caimari 2004:19; Foucault 1998:314). En los ámbitos de sujeción, especialmente el carcelario, se producía una relación de retro-alimentación entre la modelación del cuerpo y la producción de saberes sobre los ‘modelados': adquirir aptitudes y fijar relaciones de poder era parte de un mismo dispositivo (Foucault 1998:301).

La obra de Foucault destinada a analizar a estas instituciones fue recibida de muy buena gana en la historiografía argentina desde mediados de la década de 1980. El corpus foucaultiano ha sido central para los historiadores que se dedicaron a estudiar a los dispositivos de control y castigo social, especialmente los del período en que se constituyeron los aparatos destinados a normalizar y ‘argentinizar' a la población (1880-1900). Los historiadores se han servido de la obra de Foucault para estudiar a cárceles, escuelas, hospitales y manicomios, procurando poner de manifiesto sus rasgos opresores y sus mecanismos de saber/poder. La imagen con que la historiografía del control social suele pintar a las instituciones estatales argentinas de fines del siglo XIX es un pulpo de tentáculos coordinados y eficientes, una red de dispositivos normalizadores como ilustraba Vigilar y castigar (Foucault 1998:311).

Esta mirada ha sido desafiada en los últimos años, y comienza a ser dejada de lado a partir de investigaciones localizadas en ámbitos regionales periféricos o en instituciones particulares. Aquí se ofrece un breve balance historiográfico de esta producción, atendiendo a la utilidad y problemas que ha acarreado un uso –a veces consagratorio y mecánico- de los enfoques de Foucault sobre esas instituciones. El espíritu de revisión que anima a estas líneas pretende retomar de una manera menos reverencial al aporte foucaultiano, más cercana a la que Foucault (1983:217) le pedía a un destacado grupo de historiadores en 1978: ‘unas proposiciones, unos 'ofrecimientos de juego' a los que se invita a participar a quienes pueden interesarse en ello; no se trata de afirmaciones dogmáticas que deben ser tomadas en bloque'.

I - Foucault en Argentina (historiografía del control social, 1880-1930)

Durante las décadas de 1980 y 1990, Vigilar y castigar estimuló en Argentina el inicio de una tradición de estudio sobre las instituciones de encierro. En un país que acababa de abandonar la experiencia dictatorial, una obra dedicada a desnudar la voluntad punitiva del Estado y de las clases dirigentes resultó especialmente inspiradora. Buscando el panóptico, los historiadores argentinos se lanzaron a investigar manicomios, aulas y celdas, en la convicción de que no era necesaria una tarea de ‘traducción' teórica o metodológica de gran alcance. De allí que la innovadora propuesta de Foucault para pensar el castigo quedó condenada a un uso selectivo y condescendiente, que transformó ‘su original llamado a la ruptura en paradójica prisión conceptual' (Caimari 2004:21).

Los que más se sirvieron del enfoque foucaultiano fueron quienes se dedicaron a estudiar a los dispositivos de castigo y los procesos de sujeción. Buena parte de la historiografía argentina ha considerado que las entidades promovidas por el Estado y sectores dirigentes configuraron –tibiamente desde 1880, y con un auge hacia 1930- una institución pública todopoderosa. Se ha señalado reiteradamente la eficacia de estos dispositivos para normalizar a la población. Se trata, según esta consideración, de aparatos coligados, coordinados y complementarios, que poseían un nudo de coincidencias ideológicas. Este ‘Estado médico-legal' (Salvatore 2001) sería el resultado de un proceso institucionalmente coherente, isomórfico y orientado por objetivos unívocos, desarrollado desde 1880. Es por eso que se ha explicitado que los procesos de manicomialización, la construcción de la Penitenciaría de Buenos Aires, la creciente intervención de los higienistas en las políticas públicas y los proyectos de regulación laboral y educativa promovidos por los dirigentes liberales y positivistas del Régimen, formaban parte de un mismo frente institucional.

Las críticas teóricas e historiográficas formuladas al modelo interpretativo de Foucault fueron múltiples y no es este el lugar para exponerlas (Barret-Kriegel 1995:188). Simplemente señalo que uno de los aspectos de su obra que generó más dificultades se refiere a la ‘falta de sujeto'. Se ha insistido en que Foucault mostraba el funcionamiento de aparatos donde no había conductores, mecanismos de opresión sin rastros personales, lo cual terminaba por fomentar una visión abstracta de los procesos de dominación. Es cierto que el enfoque de Foucault puso el acento en las ‘máquinas de curar y máquinas de castigar', sus instituciones, edificios, equipos, doctrinas, prácticas y técnicas (Barret-Kriegel 1995:187), pero voluntariamente no se dedicó a historiar a los locos, los presos o los ‘desviados' sexuales. Esa limitación se detecta también en la historiografía argentina, que ha planteado el funcionamiento de los aparatos como si fueran entidades autónomas en las que no había protagonistas individuales de los procesos. Supuestamente son ‘locomotoras sin maquinista', tele-dirigidas por un poder omnisciente y con una pasmosa capacidad de aprendizaje sobre la sociedad que gobierna.

La historiografía del control social no tuvo muy en cuenta el corpus foucaultiano que mostraba las resistencias al tendido de las redes capilares de dominación. La preocupación de Foucault por la constitución de espacios de resistencia y autonomía no generó tanta atracción entre los investigadores como las instituciones de reforma, castigo y sujeción social (hospitales, cárceles y manicomios, supuestamente más fáciles de hallar. Para esta perspectiva, el control social es un tema en el cual los únicos actores de relieve fueron el Estado y sus hombres (criminólogos, autoridades sanitarias, antropólogos jurídicos, pedagogos, entre otros). Sus debates internos, sus preocupaciones y sus modos de operar sobre los sectores populares –a los que no suele reconocérseles capacidad reactiva- han concentrado las preocupaciones de los historiadores, perdiendo de vista las resistencias a la ‘mecánica disciplinaria'. Se ha insistido mucho más en el éxito de las instituciones de control social y no tanto en sus resistencias y defectos (Piccato 2003:174). Es por eso que esta historia de las instituciones de control social en Argentina ha utilizado y requerido de un enfoque victimista. Los ‘controlados' sólo aparecen representados en su carácter de sometidos por el accionar de las instituciones estatales: no son capaces de entender los sucesos que están viviendo ni tienen la habilidad necesaria para reaccionar individual o grupalmente frente a las instituciones que avanzan sobre ellos.

Esta historia ha adolecido de otro problema: en muchos casos ha tenido una mirada –en el sentido marxista más basto del término- ‘idealista'. Ensimismada en aspectos intelectuales, esta historiografía ha tomado como insumos a tesis universitarias, documentos oficiales, peritajes médicos y alegatos judiciales. Una consulta casi exclusiva a este tipo de documentación ha redundado en poca atención a las prácticas de las instituciones de control y castigo social. Y si bien a la hora de realizar la historia del castigo confrontar ‘ideas con materialidades y prácticas es tan elemental que bordea el puro sentido común' (Caimari 2004:17), no es menos cierto que este sentido común ha faltado. La historiografía se mostró, en varias ocasiones, crédula con respecto a lo que las elites profesionales y estatales de fines del siglo XIX decían sobre sus éxitos y responsabilidades (Cernadas 1996; Suriano 2000:19). Quedó de lado la advertencia de Foucault (1983:226) acerca de la necesidad de percibir los hiatos entre la voluntad ideológica que animaba a la nueva prisión y realidad penitenciaria: ‘el modo mismo en que funcionaban las prisiones en los edificios que les había tocado en suerte para ser construidas, con los directores y los guardianes que las administraban, lucían como calderos de brujas al lado de la bella mecánica benthamiana'.

Quizás esta situación se deba a que los historiadores que en las décadas de 1980 y 1990 se dedicaron a estudiar a las instituciones de castigo, lo hacían teniendo en mente al verdadero Estado Moloch, que fue la última dictadura (1976-83). Soy de la idea de que muchas de esas miradas sobre la Argentina del Centenario contienen, en realidad, observaciones que parecen más pertinentes para describir al ‘Proceso'. El Estado militarizado fue la institución opresora por excelencia: su función primera fue la represión a nivel capilar de las organizaciones sociales para implantar un orden y una autoridad que habían quedado desacreditados (O'Donnell 2004:135). La experiencia de la dictadura reforzó la convicción de que toda la sociedad era víctima de un poder externo a ella: es probable que de allí provenga la tendencia victimista que se ha utilizado en la historia del control social en Argentina Esta mirada victimista se complementa con una perspectiva de corte anti-estatal, resultado de la percepción de lo que fue el sector público durante la dictadura: un Estado sin restricciones en su intervención en la vida privada de los habitantes (O'Donnell 2004:137-8). El desembarco de Foucault en Argentina no hizo sino facilitar esta percepción entre algunos intelectuales, trasladando, sin escalas, la mirada de la Penitenciarie des enfants de Mestray al centro clandestino de detención de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada.

II - Nuevas miradas sobre el control: los límites

Una serie de investigaciones recientes estimuló los debates teóricos de esta historiografía y puso en entredicho las conclusiones establecidas a partir del uso reverencial de los textos de Foucault, señalando las limitaciones materiales e ideológicas al despliegue de los aparatos de dominación. La situación política actual no es ajena a esta modificación teórica. Los últimos años han mostrado un Estado nacional menos opresor, pero incapaz de lograr una regulación y reproducción global del sistema social y de garantizar niveles mínimos de bienestar. Es un Estado que hace agua, incoherente y que parece moverse espasmódicamente antes que por lineamientos ideológicos. No es casual que esta imagen del sector público actual haya estimulado la revisión de la historia del Estado y de sus aparatos de los últimos 150 años.

El cambio de enfoque sobre las instituciones de control ha permitido descubrir que no era tan unívoca la voluntad que coordinaba las políticas sociales, laborales y educativas destinadas a normalizar a la población a fines del siglo XIX. Claro que existió la intención de contener a la sociedad de acuerdo con ideas por entonces prestigiosas –sociología lombrosiana, positivismo y evolucionismo spenceriano-, pero de ese deseo no se desprendió la constitución y sostenimiento de aparatos estatales eficaces y correctamente financiados.[1] Se ha visto que había gran variedad de posturas dentro de las elites y de los aparatos de control: no existió un único proyecto para tratar a la infancia ‘desviada', y ni siquiera había consenso en que el Estado debía hacer algo con los niños (Zapiola 2004). Tampoco había acuerdo entre los principales actores de principios del siglo XX respecto a temas centrales de la ‘cuestión social' como las relaciones laborales (Soprano 2000:39). La constitución de una esfera de atención de la ‘cuestión social', que se ha considerado un avance del Estado y los ‘liberales reformistas', es considerado también –quizás principalmente- como el resultado de la presión de los propios trabajadores, que incrementaron la visibilidad del tema (Suriano 2000:16).

Un ojo sobre el Estado en las provincias periféricas muestra un panorama particular de la historia del control social en el cambio de siglo. Las historias regionales muestran la distancia que había entre la declamación que hacían las elites estatales y la concreción de su voluntad de sujetar y reglamentar. No se desarrollaron políticas sistemáticas, adecuadamente financiadas ni coherentes en el tiempo: la pobreza de los recursos humanos y materiales condenó a estos espacios al reino de la improvisación y las soluciones parciales. La escasez en recursos humanos y materiales fue la norma para las administraciones públicas asentadas en Patagonia a principios del siglo XX. Lo que sucedió allí, no fue un reflejo de proyectos defendidos por ninguna elite y mucho menos de las realizaciones implementadas en las ciudades más importantes (Di Liscia y Bassa 2003:17). En las regiones periféricas argentinas las instituciones dedicadas a regenerar y controlar a los sujetos ‘peligrosos' no contaban con el presupuesto ni los profesionales para cumplir mínimamente con sus funciones. De allí que los discursos regeneradores, reformistas y promotores de la intervención convivían con prácticas en teoría incompatibles. La exclusión de los ‘anormales' (borrachos, anarquistas, delincuentes, locos, etc.) dejaba mucho que desear en cuanto a efectividad y coherencia: los ‘insanos' y los presos eran abandonados en las comisarías, sin ser sometidos a ninguna reforma o tratamiento terapéutico (Lvovich 1993). Los intentos por constituir una familia acorde con el ideal que sustentaba la elite y que promovía el Estado resultaron insuficientes, cuando no inexistentes en la periferia argentina (Gentile 2003:72). Las cárceles provinciales contenían un puñado de soluciones provisorias e incompletas, las autoridades sanitarias no podían regular la vivienda y el modo de vida popular –a pesar de que lo deseaban- por los escasos recursos humanos y materiales que tenían (Bohoslavsky y Casullo 2003; Sedeillan 2004; Caimari 2004).

Por otro lado, en los últimos años la historiografía ha mostrado mayor preocupación por los sujetos de las instituciones de control social entre 1880 y 1930. Esto ha permitido apreciar que los sujetos se acercaban a los ‘dispositivos' de una forma mucho más creativa, estratégica e inteligente de lo que se había creído (Ablard 2000). Se aproximaban a las instituciones de control social de una manera oportunista e intencionada, tomaban nota de los disensos al interior de la elite, y aprovechaban esas fisuras para quitarle fuerza a los actos y leyes que podrían perjudicarlos. Estas conclusiones no implican considerar a las instituciones como instrumentos neutrales, disponibles para quien quisiera servirse de ellos; invitan a no considerar a los sujetos solamente como víctimas del avance disciplinario, sino como actores con capacidad cognitiva y reactiva. Pueden tejer tramas interpretativas sobre los sucesos que viven: a partir de esa comprensión, calculan y actúan –probablemente de manera asaz acotada- sobre esa realidad, procurando orientar la situación en un sentido favorable a sus intereses.

Los que fueron retratados como meras víctimas de los ‘dispositivos' son vistos ahora como sujetos capaces de apropiarse de manera selectiva e instrumental de aspectos que le resultaban beneficiosos de las instituciones de control. Podían definir cuál era su conveniencia, y en función de esa elección, actuar según un ‘repertorio' múltiple, no necesariamente coherente, que iba desde el sabotaje a la indignación moral. Son sujetos que se transformaban en negociadores activos de su presente, atendiendo a sus condiciones históricas reales (Caimari 2004:23; Aguirre 2001). Esto no quita nada al hecho de que fueran, efectivamente, víctimas de procesos que no impulsaron ni eligieron. Pero por más que fueron los derrotados de este proceso, no se trata de arcilla que espera dócilmente la llegada de las elites o del Estado para tomar la forma que éstos deseaban, como alguna vez trató de advertirnos Foucault (1983:226).

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* Esta ponencia fue realizada mediante un subsidio de la Fundación Antorchas.

[1] Para Foucault (1983:225) la diversidad de estrategias aplicadas en los programas de encierro no equivale a la distancia entre el tipo ideal weberiano y la complejidad de la realidad. Se trata de que ‘estrategias diferentes vienen a oponerse, a componerse, a superponerse y a producir unos efectos permanentes y sólidos que podrían perfectamente comprenderse en su misma racionalidad, aun cuando no resulten conformes con la primera programación: esta es la solidez y la flexibilidad del dispositivo'

Historia de la ortopedia urbana 1870-1930

Foucault es difícil de encasillar dentro de una escuela histórica; pero sin lugar a dudas, se acerca más al tercer círculo generacional de la llamada La nouvelle histoire  o “Escuela de Annales” de Francia, que nace en la primera mitad del siglo XX, y se caracteriza por una nueva búsqueda de análisis, a través de una interdisciplinareidad teórica absoluta con nuevas formas de narrativa para el conocimiento histórico.

Son estas características las que Foucault mejor representa, una historia que abarca diferentes saberes y, por lo tanto, nuevas formas de desarrollo histórico.

Son las rupturas de los grandes procesos los que interesan a Foucault, cómo el “poder” va actuando en diferentes espacios, que nacen con la economía, la ciencia y la historia. El hogar, la fábrica, las prisiones, los hospitales son los nuevos espacios de orden social en estas sociedades de disciplinamiento del siglo XIX.  Esta es la teoría de Foucault, la que  nos puede entregar elementos para comprender estas nuevas formas de control de las sociedades modernas.

Las patologías como Poder de normalización, la ortopedia social de los individuos como técnica de corrección de sus anomalías culturales y políticas. La llamada higiene pública y sus grandes construcciones teóricas, en la segunda mitad del siglo XIX (control de enfermedades, origen del racismo científico), son elementos foucaultianos, que nos permiten construir nuestro análisis.

Los discursos producidos por la medicina frente a su relación con el cuerpo, la génesis de este nuevo orden político sobre éste, nos abre miradas distintas a la historia de la medicina, y por qué no decirlo, a la historia social chilena.

Antecedentes Históricos

El siglo XIX, donde se centra nuestro estudio, es un siglo que comienza con el proyecto de emancipación criolla del imperio español, para seguir con un propio proyecto político-económico a partir de 1830. Desde ese momento se genera un modelo económico exportador, llamado de Crecimiento Hacia Afuera. Este modelo se basaba en la exportación de materias primas tales como: sebo, carne y trigo. Estos productos eran exportados a zonas de desarrollo económico emergente, tales como Australia, que se independizaba de Inglaterra, y la floreciente California con su vorágine de la “fiebre de oro”.

Esto provocará una bonanza económica para la elite chilena dominante, entre 1850-1870, especialmente para el grupo de hacendados, los que tenían el control de las zonas rurales y para el partido conservador que, después de una monopolización del poder, tendrán que compartirlo con el emergente partido liberal.

“Como consecuencia de los descubrimientos de oro de California y de Australia se produjo una alza general de precios que comenzó en 1850 para terminar en 1873.Los precios de cien artículos comprendidos en el índice de Soetber subieron por término medio en 32,9 por ciento entre el período1847-50 ” (Pinto, Aníbal; Chile un caso de desarrollo frustrado, Pág. 48)

Las riquezas obtenidas por esta elite rural, no eran invertidas en una estructura interna del país, como podría ser un Estado administrativo, sino que se derrochaba en lujos sociales que eran traídos o invertidos en Europa.

A partir de 1870 se inicia una crisis mundial y este modelo exportador colapsa, ya que tiene poca capacidad de respuesta o reconversión económica por el tradicionalismo de su modelo, casi el mismo que el periodo colonial, y sin gran ampliación o sustitución de productos para su renovación en tiempos de recesión.

            Todo esto provoca una crisis que el proyecto liberal superará. A mediados de siglo comienzan una serie de reformas económicas, sociales y políticas, donde el  modelo económico se verá  transformado. Es la emergente industrialización que se va  a iniciar en las últimas tres décadas del siglo XIX.

La ortopedia urbana 1872-1875

El nacimiento de la industrialización va  a provocar en Chile, lo que se denomina “La Cuestión Social”, que es el impacto de este nuevo modelo económico sobre la población, la cual enfrenta problemas sociales  tales como: la falta de vivienda, la insalubridad, la pobreza, el vagabundaje urbano, las revueltas callejeras, etc.

Esta marginalidad industrial se vuelve peligrosa para una elite conservadora que ha impuesto su poder, de forma violenta y represiva, sin solucionar las problemáticas que trae este nuevo modelo.

La solución a los problemas de los arrabales es dada por una nueva elite emergente, la liberal, que tiene nuevas propuestas políticas, basadas en el conocimiento científico y económico.

Esto comienza con el proyecto modernizador de Santiago de Benjamín Vicuña Mackenna, basado en modelos científicos franceses.  Las nuevas políticas sociales que va a tener el Estado chileno, a partir del siglo XX, buscan una nueva forma de intervención social determinado por los modelos médicos, específicamente en la llamada “Higiene Pública”, que es la medicina social del siglo XIX en Europa.

La crisis del modelo exportador de la primera mitad del siglo XIX, sumado al nuevo modelo económico, que se inicia con la industrialización, genera una serie de problemas en la sociedad chilena que podrían resumirse de la siguiente forma:

a-      Emigración campo-ciudad, debido a que los focos económicos se van concentrando en las grandes ciudades. Esto provocó la falta de viviendas y hacinamiento (conventillos, “ranchas”)

b-     Emigración internacional, muchos campesinos chilenos se trasladan hacia el Perú (1870) debido a la explotación latifundista. En 1870 son más de 30.000 los chilenos emigrantes hacia el Perú.

c-      Enfermedades o epidemias sociales. La falta de agua potable, viviendas sin alcantarillado,  tendrá como consecuencias, una gran cantidad de enfermedades como: tifus, cólera, tuberculosis, viruela, entre otras. En 1872, muere el 5% de la población de Santiago a causa del contagio por viruela.

d-     Disminución de la mano de obra. La expansión de enfermedades como la Sífilis,  implica una falta de proyecto de sanidad efectivo, que trae como consecuencia una disminución de la mano de obra y, por lo tanto, una preocupación de la elite por la baja en la productividad de  la clase trabajadora.

Todas estas consecuencias de la industrialización van a provocar la crisis política de la tradicional clase dominante, que solo conoce propuestas religiosas o militares a las problemáticas sociales y no encuentra una salida a esta situación que la afecta, debido a la enfermedad que la acecha y a la falta de mano de obra para su nuevo proyecto económico: la industrialización. La solución política es dada por los liberales quienes proponen un nuevo “orden social” que  comenzará con la “utopía urbana” de Vicuña Mackenna.

Vicuña Mackenna, intendente de Santiago entre 1872-1875, va a ser el primero que ordene la ciudad, con nuevos modelos sociales urbanos. Para V. Mackenna existen dos ciudades:

“La ciudad ilustrada, opulenta, cristiana, ordenada, limpia” y  “La ciudad bárbara, una inmensa cloaca de infecciones y de vicio, de crimen, de peste, un verdadero potrero de muerte.” (1873)

La cuidad bárbara es la causante de la producción de enfermedades, delincuencia y marginalidad social. La solución fue el plan de transformación de Santiago, que contemplaba la creación del paseo  del cerro Santa Lucía (“La montaña Mágica” parisina de V. Mackenna), la creación de plazas, escuelas, y mercados como: El de San Pablo y San Diego. Estas construcciones buscaban imitar las grandes urbes europeas de la época. Pero lo más interesante, para nuestro estudio, es la creación del llamado “Camino de cintura” o “Muro Sanitario”. Este sector se ubicaba en la actual Avenida Matta. Es un espacio que separa a los dos sectores o  a las dos ciudades que el intendente describe.

El “Muro Sanitario” que separa a ciertos grupos sociales, los que pueden contaminar a la ciudad ilustrada y limpia, fue aplicado por V. Mackenna. Recordemos que al sur de Avenida Matta se ubicaba el barrio matadero (Franklin) donde estaban instalados los trabajadores y sus populosos barrios. Entonces, este modelo que antiguamente se llamaba “cordón sanitario”, teniendo como objetivo aislar  a población que podía contagiar  enfermedades, fue aplicado para reordenar la ciudad de Santiago, pero no de inmigrantes o “afuerinos”, sino de los sectores populares santiaguinos industrializados, se habían mezclado en forma peligrosa con el centro urbano y cultural “limpio”.

Es el nacimiento de la segregación urbana moderna que la ciudad de Santiago presenta a fines del siglo XIX, donde estos modelos de urbanización industrial siguen los preceptos de “control médico” sobre la población.  Mackenna, los aplicará para el proyecto de ordenamiento urbano, copiado de la remodelación de París (1853-1870) y que la va a observar en uno de sus viajes a esa ciudad. Este modelo es llevado a cabo, en París, por el Barón Georges- Eugene Haussmann para solucionar los problemas de hacinamiento que trajo la industrialización a esta ciudad, denominado La “arquitectura de demolición”. La ciudad medieval parisina con sus grandes muros generó pequeños espacios para que se instalaran los inmigrantes campesinos. Las estrechas calles medievales fueron reemplazadas por calles diagonales, anchas y amplias que  permitían la ventilación de la ciudad y la desconcentración de la población en pequeños sitios urbanos, cumpliendo con dos objetivos: el sanitario y el militar. Este último permitía el rápido  traslado de tropas para reprimir los levantamientos obreros de la época, que muchas veces aprovechaban las calles estrechas medievales para construir “barricadas”.

Este modelo  daba una solución a los problemas de esta nueva modernización,  que posteriormente se transformará en el gran modelo urbano del siglo XX, después que la Guerra del pacífico generó los capitales necesarios para la concretización de la industrialización.

Una ciudad que se convierta en el instrumento de dominación. La ciudad que provoca a través de  sus miles de atracciones un “gran encierro”. La ciudad que ampara a los miles de marginados, para que no huyan, para que no emigren, para que no marchen, para que no siga esta aduana de hombres (proceso de emigración de Chile hacia Perú 1870) Una ciudad que prometa tener sitio para todos, pero cada uno dentro de un espacio bien compartimentado, ordenado, aislado. Esta ciudad que no repita los errores de la colonia y de la hacienda, donde  el “roto”,  “la china”, “el peón gañán” se mezclaba con la “alta cultura”. Una ciudad que segregue, pero sin despertar la ira, ni la fuga de esta “masa-cuerpo”. Esta es la ciudad de Vicuña Mackenna, la que va a existir reproduciendo en sus espacios el discurso de una nueva elite, un discurso científico conservador, que ampare a sujetos desechados. Una ciudad que “sane” a los “sujetos-disturbios” (prostitutas, ladronzuelos, traficantes, enfermos, mendigos, pobres, borrachos y pendencieros).

La sanidad, La Higiene Pública, van a reemplazar a la fracasada “moral eclesiástica”, vencida por el “deseo” de esta “ ciudad-cuerpo”. Civilizar al pueblo y sacarlo de sus condiciones horribles de vida, ya que su cercanía, acecha, volviéndola  muy peligrosa.

Este nuevo discurso pretende evitar la fuga de mano de obra, producto de la explotación latifundista, y así mantener una obra de mano sana que responda al modelo económico que se está implementando. Los liberarles de fines del siglo XIX buscarán en la ciencia, especialmente en la Higiene Pública, el control de esta masa para transformarla en el proletariado de Chile. Esto posibilitará a los discursos científicos y médicos la justificación de la intervención en los espacios que muestran  las desigualdades sociales y culturales, vistas como enfermedades. Todo esto, bajo  términos biológicos,  va a justificar  no solo la existencia de las diferencias de clases, sino también  lo que los “higienistas” comenzarán a llamar la diferencia de razas.

La ortopedia urbana 1875-1930.

La Higiene Pública o Social va a buscar la salud de la comunidad en la que interviene, particularmente en los focos sociales que producen enfermedades. Estos modelos vienen de las monarquías europeas que buscan una nación sana para el desarrollo de su estructura económica, especialmente en el desarrollo del mercantilismo, que necesita una población sana para la producción de riqueza, los cuales serán perfeccionados por los higienistas que se basan en una policía médica o sanitaria.

En Chile, la policía sanitaria existe, a fines del siglo XIX y comienzo del XX y su objetivo es reglamentar los lugares y sujetos que provocan la enfermedad en la población. La reglamentación de la prostitución en Santiago en 1875, del ejército, de los obreros que se vinculaban a la sífilis, es la reglamentación de la sexualidad de la población del bajo pueblo. La creación del Consejo de Higiene en 1889, el Instituto de Higiene y Desinfección en 1892, son algunas de las medidas que buscan, en la llamada limpieza social o profilaxis social, la sanidad de la raza chilena. Son instituciones que intervienen espacios  como conventillos,  burdeles, quintas de recreos, etc.

Esta nueva forma de control, no busca solamente el control de la ciudad y los lugares públicos urbanos, sino también la última frontera que no se había intervenido, el cuerpo.

La Higiene Pública, tiene dos nuevas formas de llegar a esta frontera, la higiene sexual y mental. Estas buscan modificar, los vicios que producen, los llamados “degenerados”, personas que por su “herencia” (hoy genética) provocan la transmisión de enfermedades sociales (sífilis, gonorrea, alcoholismo, locura, delincuencia)

La forma de limitar estos sujetos degenerados es la intervención de su “herencia”, la eugenesia, que esteriliza a estos individuos,  es la ciencia base de la higiene pública. La salud de las generaciones futuras es objeto de la disciplina, y la salud del pueblo se engloba bajo este concepto.

El funcionamiento de la Policía Sanitaria está atravesado por una estructura militar, sus funcionarios parecen un micro-ejército siempre dispuesto a combatir en una guerra. Un ejército colonialista nacional, no extranjero, que está  para dominar el mundo social de un enemigo interno, que lo puede contagiar, enfermar y acabar, el Bajo Pueblo.

Esta relación del Estado y la salud de la población va a quedar de manifiesto en la creación del primer ministerio de salud del siglo XX en Chile, que se va a llamar: “Ministerio de Higiene, Asistencia, Previsión Social y Trabajo”, creado en 1924.

El trabajo, la base de estos modelos higienistas, la base del capitalismo moderno y también en la llamada medicina industrial, recibe el nombre de “ergoterapia”. Salud a través del trabajo.

 La solución a la “Cuestión social” de la industrialización está resuelta, son los médicos higienistas quienes plantean formulas a estas desigualdades sociales o biológicas, esto muestra el  sello de este nuevo proyecto que permitirá al poder médico asociarse a la elite tradicional. Es el nacimiento de una nueva elite, que su poder no se basa en la riqueza, sino en el nacimiento de un nuevo poder, el conocimiento.

Por último,  dos observaciones a lo que llamaremos en palabras de Foucault, el nacimiento del  Biopoder en Chile. El primer político que habla de “Cuestión  Social” a fines del siglo XIX, se llama Augusto Orrego Luco, que en 1884 introduce este concepto al debate de la industrialización. Él es miembro del partido liberal, del mismo de Vicuña Mackenna. Orrego Luco es médico y padre de la psiquiatría chilena. Esto nos abre perspectivas nuevas al comienzo de la industrialización en Chile y la llegada del capitalismo moderno.

Y la segunda, es que el político más progresista del siglo XX  en Chile es médico. Salvador Allende Gossens,  quien en 1933 escribe una tesis llamada “Higiene mental y delincuencia”,  la que ha creado ciertas polémicas sobre un Allende eugenista. No es que Allende sea antisemita, es que todo el paradigma médico de la época era ultra conservador y racista, es la genealogía del racismo científico que atraviesa todas las esferas del conocimiento hasta la segunda mitad del siglo XX, donde se aplica un nuevo proyecto político de Estado, un nuevo modelo social, el socialista.

Autoridad, marginalidad y palabra en Los Vigilantes de Diamela Eltit

La ciudad apesta­da, toda ella atravesada de jerarquía, de vigilancia, de inspección, de escritura, la ciudad inmovilizada en el funcionamiento de  un poder extensivo que se ejerce de manera distinta sobre todos  los cuerpos individuales, es la utopía de la ciudad perfectamente go­bernada.   Michel Foucault

El discurso de la globalización, tan escuchado en estos últimos años, se conjuga junto al concepto de poder de una economía neoliberal donde “modernidad” y “marginalidad” se muestran como sinónimos. Cada día nos enfrentamos a diferentes formas de colonización cultural, religiosa y política por técnicas avanzadas de comunicación que se presentan ante nuestros ojos como neutras y objetivas.

El espectacular desarrollo de las comunicaciones, las actividades audiovisuales y la electrónica facilitan que grandes poderíos económicos puedan crear sus redes comerciales que extienden sus tentáculos por todo el planeta, gracias a la universalización del mercado, creadora y propagadora de de modelos estereotipados que refuerzan la posición de los grupos dominantes. Junto con este escenario, se encuentra el otro lado de la efigie, aquellos que generan una crítica profunda frente a este modelo de dominación que, por momentos, parece infranqueable.

Michel Foucault generó al final de sus estudios el concepto de biopolítica para dar a entender que la “vida ha penetrado en la historia”, es decir, que la vida y lo viviente son las nuevas luchas políticas y las nuevas estrategias económicas como posibilidad de control[1]. Junto con la aparición de estas estrategias, también surge el capitalismo. Que la vida o lo viviente y sus condiciones de producción se hayan convertido en los desafíos de las luchas políticas es una novedad y una nueva mirada en la historia de la humanidad, donde “el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente”[2].

Los adelantos técnicos y científicos han diseñado una nueva cartografía de los biopoderes que ponen en duda las formas mismas de la vida. Ahora bien, si las estrategias de poder toma a la vida como objeto de ejercicio ¿estamos en condiciones de resistir frente a esta avalancha técnica y científica que pretende manejar, o aun peor, manipular nuestra vida y nuestros cuerpos? Foucault plantea claramente que sí. Su investigación pretende determinar lo que en la vida resiste y las formas de subjetivación que escapan a los biopoderes. “Se podría decir que el problema a la vez político, ético, social y filosófico que hoy se nos plantea no es intentar  liberar al individuo del Estado y de sus instituciones, sino liberarnos nosotros del Estado y del tipo de individualización que este conlleva. Debemos promover nuevas formas de subjetividad rechazando el tipo de individualidad que se nos ha impuesto durante siglos”[3].

Desde esta perspectiva y bajo estos planteamientos es que ingresaremos a la obra Los Vigilantes de la escritora chilena Diamela  Eltit, donde se alegoriza el mundo occidental y su constante lucha por medio del enfrentamiento familiar de una madre y su hijo con un padre ausente. En la obra encontramos dispositivos de poder que intentan producir formas de legitimación a partir de una serie de mecanismos o técnicas de sometimiento.

Desde el título mismo de la obra, “los vigilantes” se refieren a una doble acepción[4]; por un lado vigilar, el que vigila, es decir, observa, acecha; por otro, el que vela o está despierto. De esta forma, el desarrollo de la obra será entre estos opuestos, entre este estado continuo de acecho, pero siempre atento y despierto a su despliegue. Por esta razón, se escoge la configuración epistolar, en forma de confesión-informe que será el discurso en el cual se desenvuelve la pugna.

La familia es el dispositivo de disciplinamiento que mayor poder ejerce sobre los individuos y sus cuerpos, para Foucault la familia es el soporte de las relaciones de poder y uno de los elementos táctico más valiosos[5]. De esta forma, los padres se transforman en los principales agentes  educadores que son apoyados del exterior por los pedagogos y psiquiatras. Desde este íntimo espacio, también surgen los nuevos personajes. “la mujer nerviosa, la esposa frígida, la madre indiferente o asaltada por obsesiones criminales, el marido impotente, sádico, perverso, la hija histérica o neurasténica, el niño precoz y ya agotado, el joven homosexual que rechaza el matrimonio o descuida a su mujer”[6]. Todas figuras anormales de perturbación o perversión que son dignos candidatos de evaluación y observación científica y religiosa.

Bajo esta mirada familiar, ingresaremos al análisis de la obra, que tiene como escenario la casa de la madre y su hijo, lugar de encierro en que la madre se enclaustra para soportar la mirada y vigilancia externa de sus vecinos que cuestionan su forma de vida, ya que ellos “sostienen que la ciudad necesita de una ayuda urgente para poner en orden la iniquidad que la recorre” (p. 41)[7]. Esta estrategia de poder corresponde al dispositivo del panóptico que es definido por Guilles Deleuze como “un conjunto multilíneal y bidimensional, de una máquina para hacer ver y para hacer hablar”[8] por lo que obliga a la madre a la constante confesión y explicación de sus actos.

El panóptico es un modelo de vigilancia y control que fue creado como  proyecto de una prisión en Francia a fines del siglo XVIII, donde no sólo se tiene una mirada omnipresente, sino una ordenación y limitación del espacio donde se fija a los individuos en lugares observables. El vigilante puede observar lo que sucede en cada habitación, de esta forma, la mirada se fija en los cuerpos o se presume la existencia de ellos[9]. La casa-prisión pierde su condición tradicional de protección, seguridad o útero materno y se convierte es un espacio de sometimiento constante. Ya no es el lugar de recogimiento y seguridad que alberga a la familia, sino que el lugar de encierro y sometimiento “en que el frío penetra por cada uno de sus intersticios” (p.26) y que puede provocar la expulsión hacia un afuera desconocido “donde está plegándose una extrema turbulencia” (p.27). La casa alegoriza la crisis de la familia moderna donde el padre ausente ya no cumple su rol protector de asilo y cuidado hacia los suyos, sino que provoca la opresión.

El modelo del panóptico necesita de un vigilante que esté constantemente fijando su mirada hacia aquellos que albergan las habitaciones. En la obra, la vigilancia se representa por medio de una ausencia que solicita rigurosamente explicaciones detalladas del accionar de la familia y que obliga a la madre a escribirlas. Los lectores reconocemos a esta figura como el destinatario de las cartas, el esposo y juez que deslegitima  el universo materno para construir “con la letra un verdadero monolítico del cual está ausente el menor titubeo” (p.51).

Este vigilante tiende sus redes de poder por medio de la creación de un discurso logocéntrico, masculino, lineal, ya que obliga a la madre a informarle a través de las cartas del estado actual de las cosas. Este ejercicio de la letra se inicia con el “Amanece”, segundo capítulo de la obra en que la madre toma la palabra[10] para intentar crear un discurso configurado dentro de los cánones legitimadores. Las epístolas se inician para informar acerca de temas cotidianos, pero a medida que avanza el intercambio éstos van tomando la forma de una confesión. Es necesario recordar que para Foucault, la confesión es una de las prácticas de disciplinamiento más antiguas y más arraigadas en Occidente[11]. El sistema de la confesión es un dispositivo de poder y saber en que el confesor, por medio de técnicas específicas, hace hablar acerca de lo pensado, lo dicho, lo realizado y lo no realizado, es decir, acerca del pensamiento, palabra, obra y omisión, de modo que el acto de enunciar las faltas sea exhaustivo. “Lo que garantizará  esa exhaustividad es que el sacerdote mismo controlará lo que diga el fiel: lo incitará, lo interrogará, precisará su confesión mediante una técnica de examen de conciencia”[12].

El discurso materno intenta explicar diferentes aspectos de su vida privada, incluyendo sus propios sueños. El intercambio epistolar, del cual conocemos sólo las cartas enviadas por la madre, nos muestras de qué manera el discurso mismo va sufriendo alteraciones frente constante agobio de “hacer hablar”. Primero se informa del espacio íntimo y los motivos del encierro provocado por la expulsión del hijo de la escuela por una falta que “parece imperdonable” (p.27), es decir, la salida de un lugar de normalización de la conducta y los saberes. Este episodio origina las amenazas del padre quien cuestiona el modo de vivir de la madre. La vigilancia del padre se extenderá hacia fuera de la casa, haciendo que los vecinos también cumplan con esta función. Así, mientras la madre escribe en vigilia su informe-confesión, los vecinos “han conseguido convertir la vigilancia en un objeto artístico” (p 37), reforzando la ley y limpiando la esfera pública de los desposeídos y marginados.

Las redes de vigilancia que ha logrado crear el padre también se extienden hacia la ciudad. En este sentido, podemos observar en la novela que mientras el padre envía diferentes vigilantes a la casa (vecinos, su madre), la ciudad ha comenzado un cambio turbulento de un nuevo orden, en la cual “los vecinos sostienen que la ciudad necesita de una nueva ayuda para poner en orden la iniquidad que la reconoce” (p.41). Por esto, la globalización y sus formas de disciplinamiento de los cuerpos están cercando la ciudad. Es necesario crear un nuevo orden, una nueva forma de vida y para ello se sirve de la figura del padre. Este nuevo escenario necesita de técnicas violentas y definitivas que traerá la exclusión de aquellos que no se ajustan a este nuevo panorama, a “las nuevas leyes que buscan provocar la mirada amorosa del otro lado de occidente” (p.41), esto es, la irrupción del capitalismo en el modelo occidental.  Por ello, la madre y los desamparados de la ciudad serán los primeros excluidos.

Para Foucault, las relaciones de poder no son jerárquicas ni de padecimiento, sino que lo importante es determinar lo que en la vida le resiste, y al resistírsele, crea formas de subjetivación y formas de vida que escapan a los poderes. De este modo, se cuestiona el poder no desde las formas de legitimación y obediencia, sino a partir de la libertad y la capacidad de transformación que todo ejercicio de poder implica. Esto significa que es necesario hacer valer la libertad del sujeto en la constitución de la relación consigo y con los otros[13].

Acción que, en definitiva, convierte al ser humano en un “sujeto político”. Por lo tanto, en la novela, la figura de la madre y los marginados de la ciudad se transforman en una potencia múltiple y heterogénea de resistencia y creación que ponen en cuestión todo ordenamiento y toda regulación que sea externa a su constitución misma.

La desobediencia, la trasgresión a la ley la podemos encontrar en la figura de los desamparados, aquellos marginados de este nuevo mundo que “pretender aniquilar el orden que con dificultad la gente respetable ha ido construyendo” (p.83). Estas figuras corresponden al “individuo a corregir” o, en el mejor de los casos, “el incorregible”, es decir, la persona en el cual “fracasaron todas las técnicas, todos los procedimientos, todas las inversiones conocidas y familiares de domesticación mediante las cuales se pudo intentar corregirla”[14]. Los desamparados son aquellos sujetos anormales actuantes y libres que ejercen acciones sobre ellos mismo y sobre los otros, ya que se presentan como “engendros sobrevivientes de incontables penosas experiencias” (p.107). Tiene la posibilidad de revertir la situación con su sola presencia porque “se sentían majestuosos a pesar del infortunio de sus carnes e insistían en impugnar a los que buscaban monopolizar las ruinas que devastaban sus figuras” (p 106).

El hijo es otra de las figuras que no se somete al acoso del padre. Este personaje inicia y cierra la novela por medio de un habla trabada de dos monólogos donde anuncia que “mi cuerpo habla. Mi boca está adormilada” (p.13). El niño muestra la fractura de su cuerpo en el quiebre de su discurso que intenta comunicar porque no quiere entender. El discurso residual del hijo presagia la caída de la madre donde “las palabras que escribe la tuercen y mortifican” (p.17)

El niño es el ser más desamparado de la obra y el más subversivo a la vez. Se oculta en sus vasijas, no genera un discurso racional, es expulsado de la escuela y “realiza con su cuerpo una operación científica en donde se conjugan las más intrincadas paradojas” (p.52). Su figura corresponde al “monstruo humano”, un fenómeno extremadamente raro y difícil de definir. “Es el límite, el punto de derrumbe de la ley y, al mismo tiempo, la excepción que sólo se encuentra, precisamente, en casos extremos. Digamos que el monstruo es lo que combina lo imposible y lo prohibido”[15] Su mirada del mundo se encuentra únicamente en le juego y el baile, en ese desperdicio de tiempo mal gastado en función del placer mientras la madre intenta escribir. Este hijo irá en un proceso reverso de evolución, donde las vasijas se convierten en símbolo del encierro y protección del vientre materno[16]. El hijo es la salvación y la promesa de la caída hacia el lugar que se encuentra fuera del nuevo orden por medio de un “juego humano con bordes laberínticos que contenía nuestro único posible camino de regreso” (p.116)

Esta salida del mundo vigilado es posible sólo a través de la unión corporal y el intercambio de discursos entre la madre y el hijo. Por este motivo, otra forma de trasgresión se encuentra en la figura de la madre y su informe-confesión. Desde el inicio de la narración, podemos observar que la mujer se opone rotundamente a los requerimientos del padre con razonamientos propios del discurso dominante, por lo tanto, ella no acepta sumisamente las imposiciones. Este cuestionamiento a la autoridad paterna conlleva también una crítica a la organización racional y lógica del mundo, puesto que “se ha perdido la certeza de saber ya qué se nombra cuando se nombra occidente” (p.88). El apego al sistema social que el padre promueve, será el arma de lucha que la madre utilizará para resistir y trastocar las consignas banales que han encontrado los vecinos, como “el orden contra la indisciplina”, “la modernidad frente a la barbarie”, “occidente puede estar al alcance de tu mano” (p.110). Por eso, la expresión más clara de rechazo al sistema se encuentra en el discurso mismo de la confesión que desde un principio se presentaba de manera coherente y organizada, pero que significaba “un soberano ejercicio” (p.35) irá provocando el cansancio y el deterioro corporal de la mujer que, de un discurso racional y lógicamente construido, irá desorganizando la letra y el sentido, donde el hambre y el frío serán los elementos que harán insostenible el ejercicio de la escritura  porque con la mano agarrotada se entorpece la letra. El oscurecimiento del día está relacionado con el oscurecimiento de sentido en el discurso materno, provocando la inestabilidad de su cerebro.

La novela finaliza con las figuras de la madre y el hijo vagando en la zona marginal, sitiada y vigilada de la ciudad donde el hijo asume nuevamente la palabra para concluir el trabajo de su madre, porque gracias a él “la letra oscura de mamá no ha fracasado por completo, sólo permanece enrarecida por la noche” (p.122). Ahora el niño escribe y la madre ha tomado el antiguo lugar del niño, agarrándose con fuerza a la pierna de su hijo “como antes a la pasión  por su página” (p.125). No importa el hambre, ni el frío, ni la vigilancia, sino que no perder el último pensamiento, el último refugio en que será posible acercarse a esa hoguera de hombres de fuego donde las miradas ya no pueden alcanzarlos para así internarse “en el camino de una sobrevivencia escrita, desesperada y estética” (p.115).

[1] Cfr. Foucault, Michel. Defender la sociedad. Ed. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2000.pp 217-237.

[2] Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. La voluntad de saber”. V. 1. Ed. Siglo XXI, México, 1991.p 173

[3] Foucault, Michel. Por qué estudiar el poder: La cuestión del sujeto; Liberación (dominical) nº6, Madrid, 1984.

[4] Real Academia Española. Diccionario de la Lengua Española. Ed. Electrónica Espasa Calpe, Madrid, 1998.

[5] Cfr. Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. V. 1. Ed. Siglo XXI, México, 1991

[6] Foucault, Michel, Op. cit. p. 135.

[7] Eltit, Diamela. Los Vigilantes. Ed. Sudamericana, Santiago de Chile, 2001. En adelante, todas las citas corresponden a esta edición.

[8] Deleuze, Gilles. Michel Foucault, filósofo. Ed. Gedisa, Barcelona, 1987

[9] Foucault, Michel. Vigilar y Castigar. Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, p. 201.

[10] Los otros dos capítulos (el primero y el tercero) corresponden a  la voz del hijo en forma de onomatopeyas. El primero, “BAAAAM” que se relaciona con el apuro, el movimiento y el juego; y el segundo, “BRRRR” se relaciona con las sensaciones de carencia, hambre y frío.

[11] Foucault, Michel. Los Anormales. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2001

[12] Foucault, Michel, Op. cit. p. 166

[13] Cfr. Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. La inquietud de sí. v.3. Ed. Siglo XXI. México, 1987.

[14] Foucault, Michel. Los Anormales. Op. cit. p.64

[15] Foucault, Michel. Los Anormales. Op. cit. p.61

[16] Cirlot, Juan-Eduardo. Diccionario de Símbolos. Ed. Labor S.A.

Michel Foucault y el relato policial en el debate Modernidad / Postmodernidad

Las reflexiones vertidas en esta exposición surgen en el contexto de una investigación mayor, a partir de la necesidad de establecer un marco general de desarrollo del género policial que sirviera de base para la revisión de  escrituras otras que toman el género, lo subvierten, lo transgreden y, en definitiva, lo transforman.

El presente trabajo se propone explorar el relato policial a partir de una mirada que data su aparición en el siglo XIX. Periodo de nuevas vigilancias, nuevos castigos y por supuesto nuevas escrituras, el relato policial es un género que se vincula fuertemente a los procesos sociales y culturales que vive la sociedad occidental moderna. En este sentido, la perspectiva propuesta por Michel Foucault para revisar dicho periodo nos permite establecer un punto de partida para luego, entonces, revisar el posterior desarrollo del género negro como disrupción del relato policial clásico, que a su vez manifiesta una nueva ordenación y transformaciones experimentadas con el avance y ruina –en términos de Deotté- de  la Modernidad. De esta manera se ponen de relieve los discursos que, desde una perspectiva de poder, transitan por este (sub)género.

¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo? Bertolt Brecht

Desde una traza histórica el relato policial fija sus inicios en el siglo XIX bajo un cierto  consenso que establece la recepción de Edgar Allan Poe, junto con la publicación de “Los crímenes de la Rue Morgue”, en Filadelfia en 1841, como el autor que instaura el modelo de funcionamiento del género policial clásico.

Si bien es frecuente encontrar estudios introductorios, prólogos y reflexiones varias que –basándose en la presencia de un enigma y su resolución- examinan  los orígenes de lo policial en textos como Edipo Rey, pasando por la Biblia, la novela de caballería y la novela bizantina o, más actualmente, la gótica; decimos que lo propiamente policial comienza en la literatura a partir de la existencia de policías y detectives[1]. Sin duda, el enigma es un elemento constituyente del relato policial, pero no es, ni por mucho, aquel que por sí mismo ha determinado su estructura discursiva, ni los desplazamientos o transformaciones experimentadas por este género a lo largo del siglo XX.

La aparición de la figura del policía en la literatura se encuentra vinculada a la irrupción de la clase burguesa y su desarrollo en el contexto de la modernidad; al respecto, F. Jameson dice: “Es obvio que el origen del detective literario se encuentra en la creación de la policía profesional, que articuló la exigencia de prevención general del crimen con la necesidad de los gobiernos modernos de conocer y, por lo tanto, controlar los variados elementos de sus áreas administrativas.”[2]

Este momento, de profunda urbanización e industrialización en las sociedades, trae consigo la necesidad de proteger los beneficios obtenidos por la burguesía, lo que se traduce, en términos de Foucault, en un proceso de profunda moralización que opera sobre las capas populares del siglo XIX, fijando el nacimiento del relato policial en dicho contexto “La sociedad industrial exige que la riqueza esté directamente en las manos no de quienes la poseen sino de aquellos que permitirán obtener beneficios de ella trabajándola. ¿Cómo proteger esta riqueza? Mediante una moral rigurosa: de ahí proviene esta formidable capa de moralización que ha caído desde arriba sobre las clases populares del siglo XIX [...] Ha sido absolutamente necesario constituir al pueblo en sujeto moral, separarlo pues de la delincuencia, separar, claramente el grupo de los delincuentes, mostrarlos como peligrosos, no sólo para los ricos sino también para los pobres, mostrarlos cargados de todos los vicios y origen de los más grandes peligros. De aquí el nacimiento de la literatura policíaca y la importancia de periódicos de sucesos, de los relatos horribles de crímenes.”[3]

Hasta el siglo XVIII, la historia del crimen y su (re)presentación literaria, estaba dada por las figuras de la aristocracia o de lo popular; es así que encontramos reyes tiranos o asesinos populares, paladines de la justicia en manos del pueblo que se enfrentan a malvados príncipes, o caballeros del rey que defienden la corona por mandato divino. El paso de las narraciones de aventuras a un género propiamente policial se produce en la esquematización del crimen enigmático y su resolución por parte de un investigador a través del ejercicio netamente racional.

Para Antonio Gramsci, en la narrativa policial, “Ya no asistimos a la lucha entre el pueblo bueno, sencillo y generoso, contra las fuerzas oscuras de la tiranía […] sino tan sólo a la lucha entre la delincuencia profesional y especializada contra las fuerzas del orden legal, privadas o públicas, con arreglo a la ley escrita”[4]. Se trata de la primera etapa del género, la clásica y que contiene las reglas que lo fundan y afirman a partir de lo que Ricardo Piglia llama el fetiche de la inteligencia pura[5].

En términos de Todorov[6], la novela de enigma surge desde el crimen, pero pone el acento en el despliegue racional ejecutado por el policía. Para Foucault, “[…] la lucha entre dos puras inteligencias –la del asesino y la del detective- constituirá la forma esencial del enfrentamiento.”[7] 

Es el momento de los precursores del género: Poe, Gaboriau, Conan Doyle, entre otros. En este periodo, la novela de enigma –o policial clásica- se constituye a partir de los elementos que la ciencia positiva entrega. Así, la figura central del relato será el detective -con Auguste Dupin y Sherlock Holmes como sus máximos representantes-, el cual, a partir de su capacidad de observación, develará el enigma que se le presenta.

Hay confianza en la resolución de los misterios de la sociedad a través de la inteligencia del hombre, o mejor, a través del método. Es así que el detective se constituye en un héroe moderno, en tanto su triunfo culmina con el descubrimiento de la verdad y con la restitución del orden que el crimen había reemplazado. Para Michel Foucault “[...] se ha pasado de la exposición de los hechos y de la confesión al lento proceso del descubrimiento; del momento del suplicio a la fase de la investigación; del enfrentamiento físico con el poder a la lucha intelectual entre el criminal y el investigador.”[8]

El enigma a develar es el crimen, el objetivo será, entonces, la identificación del criminal y su modus operandis. Los avances tecnológicos produjeron nuevos y más eficientes métodos de identificación y control social. Un ejemplo definitivo de ello es la aparición en 1888, y como medio de individualización, de la huella digital, restando terreno a la anónima vida del hombre en la urbe. Walter Benjamin dice al respecto: “La fotografía hace por primera vez posible retener claramente y a la larga las huellas de un hombre. Las historias detectivescas surgen en el instante en que se asegura esta conquista, la más incisiva de todas, sobre el incógnito del hombre.”[9] La identificación del criminal opera, metonímicamente, hacia la redefinición del crimen y el reordenamiento de su discurso: “Bajo el nombre de crímenes y de delitos, se siguen juzgando efectivamente objetos jurídicos definidos por el Código, pero se juzga a la vez pasiones, instintos, anomalías, achaques, inadaptaciones, efectos de medio o herencia; se castigan las agresiones, pero a través de ellas las agresividades; las violaciones, pero a la vez, las perversiones; los asesinatos que son también pulsiones y deseos.”[10]

Durante la primera mitad del siglo XX, el relato de crimen, en su versión clásica, vive un agotamiento temático y estructural. Ello producto de la crisis epistemológica que vive Occidente, por cuanto la ciencia y la racionalidad no pudieron concretar la promesa moderna de progreso y seguridad: “Popper, entre otras ideas sostiene que la inducción es mítica, la búsqueda de la certeza científica imposible y todo el conocimiento eternamente falible.”[11]

Precisamente, la figura del detective infalible pierde vigencia hacia la Segunda Guerra Mundial, aunque ya antes venía en descenso al verse inmerso en un contexto social que lo desdibujaba como modelo. Al respecto, Bárbara Cargill recuerda: “[en el relato de crimen británico] No se permitían las motivaciones de estado, de política, religiosas o de insanidad mental. El detective debía verse enfrentado a un sólo criminal (en ausencia), en un espacio determinado y con una enorme cantidad de pistas que barajar [...] un juego que debía regirse por el ‘fair play', es decir, ajena a la violencia, los  trucos y los reveses narrativos [...] el detective no podía llegar a una conclusión por instinto[...]”[12] En el mismo sentido Daniel Link establece la diferencia: “El asesinato político (Kennedy, Rucci, 30.000 desaparecidos) rara vez aparecerán en las páginas policiales de los diarios [...].”[13]

La razón, por sí misma, no fue capaz de dar respuestas a las nuevas problemáticas y la incertidumbre se superponía a la ciencia positiva. La realidad social exponía elementos como violencia, corrupción, organizaciones criminales, contra los que un detective solitario poco o nada podía hacer. Junto a los cambios que el modelo epistemológico sufría, la burguesía vivía transformaciones sociales que la convertían, cada vez más, en la “nueva” clase media, caracterizada por una mayor urbanización en sus modos de vida, además de la creciente profesionalización de sus integrantes. Este nuevo acomodo de la clase burguesa, sumado a los avances tecnológicos en boga, conducen a una gran masificación del consumo, generando nuevas necesidades desde él: “La decadencia de la agricultura y el inmenso éxodo del campo a la ciudad, el monstruoso crecimiento de las áreas conurbanas metropolitanas (de manera mucho más acelerada a mediados del siglo XX que a mediados del XIX), la distancia cada vez mayor entre la casa y el trabajo, la galopante contaminación del ambiente, el polvo, el ruido, la intensificación de la tensión nerviosa ejemplificada en la cinta transportadora: todos esos fenómenos crean una fuerte necesidad de distracción.”[14] La literatura policíaca no escapa a ello convirtiéndose en el opio de la ‘nuevas' clases medias.[15]

En la década de los años veinte surge en Estados Unidos la figura del detective ‘duro' que rompe con la tradición británica del Gran Detective. La transformación del personaje modifica de manera radical la normativa del relato policial inglés. La marca fundamental de dicha alteración se da por el desplazamiento del foco en el relato. Es así que, a diferencia de la novela-enigma donde la narración refiere a un crimen o suceso anterior, en la novela negra norteamericana el relato coincide con la acción. De esta manera, lo que se produce es la sustitución de la retrospección a favor de la prospección, dice Todorov: “Ninguna novela negra ha sido presentada en forma de memoria: no hay punto de llegada a partir del cual el narrador abarcará los acontecimientos pasados, ni sabemos si llegará vivo al fin de la historia.”[16] La novela negra, situada desde un presente desmemoriado rompe con una de las condiciones del relato moderno que incorpora la memoria a través de la temporalidad histórica.

En la novela-problema desarrollada en Europa, la matriz está dada por los procesos mentales realizados por el detective para la resolución de un enigma; en oposición a ello, la nueva versión norteamericana privilegia el crimen puesto en, y motivado por, su contexto político-social: “La corrupción social, sobre todo entre los ricos, se desplaza ahora hacia el centro de la trama, junto con la brutalidad, un reflejo tanto del cambio en los valores burgueses provocado por la primera guerra mundial, como del impacto del hampa organizada.”[17] Se constituye, por tanto, un relato crítico de la realidad en que se mueve el detective. Ricardo Piglia sentencia: “Allí se termina el mito del enigma, o mejor, se lo desplaza. […] el crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad vista desde el crimen.”[18]

El relato negro convoca a escena a aquello que la novela de enigma ausenta: el crimen[19]. Y lo hace despojándolo de la asepsia inglesa donde el criminal era un individuo solitario, asocial, y su oponente, el detective, era un personaje que resolvía el enigma tan sólo observando el lugar del crimen -previamente ejecutado- y ejerciendo el juego racional de la inteligencia desde la inmovilidad del estudio de su casa (con el caso límite de Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares que resuelve los enigmas sin moverse de su celda);  operativa donde el crimen era reducido a un dato más de la causa.

Por su parte, en el relato negro, el criminal complejiza su identidad en tanto aparece vinculado a mafias u organizaciones criminales, las que no pocas veces están, a su vez, conectadas con instituciones estatales corruptas: “[…] las obras norteamericanas desde principios de siglo hasta 1940 cumplieron una importante función social y cultural al representar miméticamente el crítico y agitado ambiente político-social que se vivía con motivo del imperio del gángster, la controvertida ley seca, el contrabando y la depresión económica.”[20] Se trata de un ambiente de alta peligrosidad, en extremo violento, donde poder e interés motivan la acción. En dicho contexto, el detective se muestra irracional, llevado constantemente a la necesidad de improvisar, y actuando desde el instinto y los impulsos inmediatos. La figura del detective duro norteamericano, conocido como el hard-boiled (“duro y en ebullición”)[21], se distancia de sus antecesores británicos, y se opone principalmente a partir una nueva performatividad. Bárbara Cargill lo caracteriza del siguiente modo: “[...] su métodos de investigación son altamente erráticos, no  privilegian la deducción ni el análisis; entienden que frente a tal nivel de degradación y desorden en que se encuentra el mundo, el método científico pierde credibilidad y certeza.”[22] De esta manera, el relato negro se posiciona desde una lógica eventual que incorpora azar y error, contaminando con ello, y desestabilizando, el método del Gran Detective.

El relato negro hiperrealiza la representación desplazando el foco al crimen, y exhibiendo en un primer plano la condición violenta y arruinada de su operativa así como la crisis que porta su antecesor, el policial clásico, en tanto escritura del relato moderno ilustrado.

El (sub)género negro nace a mediados de los años veinte en las llamadas revistas pulp, entre las que destaca Black Mask[23], publicación de bajo costo donde salieron a la luz los mejores exponentes del género: Dashiell Hammett y Raymond Chandler, entre otros. Rápidamente mediatizadas desde la masividad de los tirajes, las revistas pulp se sumaron a instancias como los relatos folletinescos, los cuales eran de un alto consumo y no tardaron así en convertirse en productos en serie, con entregas periódicas que mostraban las aventuras de sus protagonistas. Los escritores del pulp fueron, además, los encargados de generar los guiones que darían vida al cine negro, elaborando textos orientados a la industria del cine en Estados Unidos o cediendo los derechos de algunas de sus novelas[24]. El éxito de ventas alcanzado por este tipo de relatos motivó la proliferación de autores y obras, con la consiguiente degradación del prestigio literario del género, siendo considerado, finalmente, como “menor”.

La condición mercantilizada que porta la nueva versión del relato policial a partir de los niveles de masificación que alcanza, se pone de relieve en la propia figura del detective. A diferencia de su antecesor, el detective duro norteamericano se encuentra despojado de las condicionantes morales que le pudiesen generar sus métodos. Este personaje vive de su trabajo como detective, recibiendo dinero por ello; de hecho, ya no opera desde el  estudio de su casa sino que ahora ocupa una oficina, la cual a menudo es una Agencia[25]. Tampoco le incomoda obtener información por medio de sobornos o amenazas. Estilo que, para B. Cargill, termina con el maniqueísmo clásico del Bien y el Mal, ya que elementos como la violencia, el dinero, la ilegalidad o la mentira, no generan las contradicciones existenciales que pudieran esperarse[26]. Ello no quiere decir que el detective de la novela negra esté desposeído de toda ética, al contrario, se manifiesta como un personaje incorruptible frente a la posibilidad de venderse al mejor postor.

Estados Unidos primero y América Latina después, desarrollarán el llamado género negro que transgrede la normativa establecida desde el canon europeo de finales del siglo XIX. Escrituras que, en el caso latinoamericano, son movilizadas a partir de los periodos de dictadura, los cuales desplazan al criminal a un Otro incubado en la figura del Estado. Desde esta perspectiva, la serie negra transita en discursos ideológicos ambiguos que, por una parte, exponen y denuncian la corrupción de las sociedades y sus instituciones, -configurándose en términos de Gramsci como relatos contra hegemónicos-, pero que, al mismo tiempo, se enmarcan en las estrategias que el mercado demanda: “[son relatos] ambiguos que producen entre nosotros lecturas ambiguas, o, mejor, contradictorias: están quienes a partir de una lectura moralista condenan el cinismo de estos relatos; y están también quienes le dan a estos escritores un grado de conciencia que jamás tuvieron, y hacen de ellos una especie de versión entretenida de Bertolt Brecht.”[27]· 

Finalmente, y a modo de cierre, quisiera destacar la reflexión de Piglia en el sentido de que los relatos de la novela negra norteamericana son coherentes con el contexto histórico e ideológico en el que nacen: “En última instancia [...] el único enigma que proponen –y nunca resuelven- las novelas de la serie negra es el de las relaciones capitalistas: el dinero que legisla la moral y sostiene la ley, es la única ‘razón' de estos relatos donde todo se paga. […] son novelas capitalistas en el sentido más literal de la palabra: deben ser leídas [...] ante todo como síntomas.”[28]

Bibliografía

-  BENJAMIN, W. Poesía y capitalismo. Iluminaciones 2. Madrid, Taurus, 1980

- CARGILL, B: De Auguste Dupin a Philiphe Marlowe: Transformaciones del personaje del detective en el relato del crimen. Tesis para optar al grado de Magíster. Santiago, Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades. 1997.

-  COMA, J.: Diccionario de la Novela Negra Norteamericana, Barcelona, Anagrama. 1986.

-  ECO, U. Y SEBEOK, T. (EDS.): El signo de los tres. Dupin, Holmes y Peirce. Barcelona, Lumen. 1999.

-  FOUCAULT, M.: Microfísica del poder. Madrid, La Piqueta, 1992.

-  FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar. Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.

-  HORACIO. Arte Poética. Imprenta parisiense L. Berger y comp. Anotada y explicada con una traducción literal de Manuel A. Fuentes. Paris. 1867

-  LINK, D. (Compilador): El juego de los cautos. La literatura policial: de Poe al caso Giubileo. Buenos Aires, La marca. 1992.

-  PIGLIA, R.: Crítica y ficción. Barcelona, Anagrama. 2003.

[1]FOUCAULT, M.: “Entrevista sobre la prisión: el libro y su método” (junio 1975). En: Microfísica del poder. Madrid, La Piqueta, 1992.  91p.

[2] GRAMSCI, A. En: LINK, D. (Compilador). Op. cit. 25p.

[3] PIGLIA, R.: Crítica y ficción. Barcelona, Anagrama. 2003.60p

[4] TODOROV, T. En: LINK, D. (Compilador). 1992. Op. cit. 47p.

[5] FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar. Buenos Aires, Siglo XXI, 2002. 73p

[6]  FOUCAULT, M.: Op. Cit. 2002. 74p.

[7] BENJAMIN, W. Poesía y capitalismo. Iluminaciones 2. Madrid, Taurus, 1980. 63p.

[8] FOUCAULT, M.: Op. Cit. 2002. 25p

[9]  ECO, U. Y SEBEOK, T. (EDS.). Op. cit. 12p.

[10] CARGILL, B. Op. Cit. 18p.

[11] LINK, D. (Compilador). Op. cit. 10p.

[12] MANDEL, E. En: LINK, D. (Compilador). Op. cit. 54p.

[13] MANDEL, E. En: LINK, D. (Compilador). Op. cit. 54p.

[14] TODOROV, T. 1974. En: LINK, D. (Compilador). Op. cit. 49p.

[15] MANDEL, E. En: LINK, D. (Compilador). Op. cit. 52p.

[16] PIGLIA, R. En: LINK, D. (Compilador). Op. cit. 56p.

[17] Un relato obsceno, desde la noción de Horacio, quien dice: “no pongas en escena las cosas que deben hacerse adentro [...]. Que Medea no degüelle a sus hijos delante del pueblo, o que el criminal Atreo no haga conocer en público entrañas humanas;” HORACIO. Arte Poética. Imprenta parisiense L. Berger y comp. Anotada y explicada con una traducción literal de Manuel A. Fuentes. Paris. 1867

[18] CARGILL, B. Op. cit. 60p.

[19] COMA, J.: Diccionario de la Novela Negra Norteamericana, Barcelona, Anagrama. 1986. 101p.

[20] CARGILL, B. Op. Cit. 72p.

[21] “El género (negro) se constituye en 1926 cuando el “Capitán” Joseph T. Shaw se hace cargo de la dirección de Black Mask, pulp magazine fundado en 1920 por el muy refinado crítico Henry L. Mencken.” PIGLIA, R. En: LINK, D. (Compilador). Op. cit. 56p

[22] Es el caso, entre otros, de El halcón maltés (1941) de Dashiell Hammett, película adaptada en al menos tres ocasiones.

[23] “El Continental Op (D. Hammett) debe su nominación exclusivamente al hecho de ser ‘operador' –agente- de la Continental Detective Agency, con sede en San Francisco.” CARGILL, B. Op. Cit. 61p.

[24] CARGILL, B. Op. Cit. 73p.

[25] PIGLIA, R. Op. cit.. 62p.

[26] PIGLIA, R. Op. cit. 62p.

[27] Puede pensarse en las estrategias de artistas como Barbara Kruger, Hans Haacke, Eugenio Dittborn, Alfredo Jaar.

[28] Una especie de resistencia débil, que acaso constituya otro modo de frasear la inscripción, en la propia imagen, de su expugnabilidad: vale decir, de los remanentes, de las huellas de su procedencia contextual, de las huellas de su pretensión de ser recepcionada desde legibilidades tópicas, normalizadoras.

El Chacal de Nahueltoro: ¿transgresión premoderna o moderna?

Lo que quisiera proponer en este Coloquio en Homenaje a Michel Foucault no deja de ser una excusa para hablar de temas que apasionan y que constituyen, desde mi punto de vista, sendos nucleos teóricos sobre el destino y la estructura de la cultura vigente: el lenguaje, la existencia, la muerte. Temas de los que por cierto Michel Foucault dejó un camino luminoso. Y en estas reflexiones encontré una via para analizarlos desde nuestra realidad; esa via me parece que emerge de los signos que entrega la película de Miguel Littin El Chacal de Nahueltoro (1968-1969), signos que son sin duda la misma biografía colectiva chilena.

De los muchos análisis que se pueden hacer sobre América Latina desde la perspectiva de Michel Foucault, me he decidido a estudiar esta película porque creo que sintetiza la trayectoria de los sujetos populares y la historia social del desarraigo y la pobreza. En este sentido, estamos en presencia de una película “histórica”, no sólo por sus imágenes culturales bien logradas y su reconstrucción minuciosa del caso, sino además porque las tesis que sustenta el filme pueden ser fácilmente corroboradas por vastas investigaciones que han planteado las disciplinas de la historia y la antropología. Una película hasta cierto punto “historiográfica”.

De ahí que el título de mi ponencia no sea sólo una pregunta un poco retórica, creo que un análisis de este material fílmico se acerca a aquello que Miguel Morey acusa que producen los textos de Foucault: generar una etnología interna de una sociedad cuando se la estudia en su pasado, es decir, como una cultura temporalmente otra. Entonces, se trata de situar este acto transgresivo en su propia estructura de signos, aportando a una discusión un tanto olvidada, que no es el debate posmodernidad/modernidad, sino el debate premodernidad/modernidad.

El filme explícitamente declara que tratará, se ubicará “en cuanto a la infancia, andar, regeneración y muerte de Jorge del Carmen Valenzuela Torres”. Pero ¿quién es Jorge del Carmen Valenzuela Torres?. Un sujeto que se hace llamar también José del Carmen Valenzuela Torres, José Sandoval Espinoza, José Jorge Castillo Torres. Un sujeto que es el autor confeso del asesinato de una madre y sus cinco pequeñas hijas en 1960. Pero a Jorge Valenzuela también le dicen “el campano”, por esas flores entre amarillas y anaranjadas, muy pequeñas, que crecen a lo largo de las vias del tren, de esos trenes que recorren el sur. Este nombre le acomoda, le causa simpatía, quizás por la belleza de las flores, quizás porque los trenes, o más bien sus vias, lo acompañarán durante toda la vida. Fue en la cárcel de Chillán donde le pondrán sus otros nombres: “el canaca, el chacal de Nahueltoro”. A él ya no le gustan esos nombres.

La película nos muestra el crimen en su dimensión brutal, y no podría ser de otro modo, ya que los acontecimientos son relatados a partir de informaciones de prensa de la época, de entrevistas realizadas por los periodistas, y del expediente, actas y documentos del proceso que la Justicia chilena sustanció a Jorge del Carmen. Son fuentes formales, que desnudan el crimen hasta dejar la esquelética presencia de la muerte dada. De ahí el éxito del equipo que dirigió Miguel Littin, hacer del crimen un análisis de la existencia simbólica de Jorge Valenzuela y, a la vez, una obra de arte.

Pero en los eventos de Jorge del Carmen está sólo, no hay modernidad estética ni vanguardia. Y esencialmente sólo, que de alguna manera es la constante de su vida. En su andar la tierra encuentra a la mujer campesina, Rosa. Fue de casualidad que llega al rancho de ella y sus cinco hijas. Su esposo que era inquilino en ese fundo en San Carlos murió hace muy poco y ella, producto de aquella muerte sospechosa de seis puñaladas y por la presencia del afuerino, es lanzada violentamente con sus cosas fuera de los límites del fundo. Quizás hubieran podido juntos buscar un nuevo lugar donde asentarse con un rancho. Quizás no volverse a ver. Pero a las cinco de la tarde de aquel dia gris, el afuerino se violenta, se excede y mata a la mujer y sus cinco hijas. Ellos estaban discutiendo y bebiendo vino. Así queda establecido en la reconstitución judicial del asesinato múltiple, la prensa, el juez de la causa, la policía, la multitud enfurecida: el resto son tan sólo signos gestuales, no palabras. El gesto por el cual Jorge Valenzuela transgrede los cuerpos para llevar la conciencia y el lenguaje a una ausencia absoluta. La muerte violenta.

*

Michel Foucault se pregunta sobre cuál es la existencia de la transgresión, la naturaleza específica del acto transgresivo1. Y creo que esta reflexión está a la base de gran parte de su filosofía, como una sombra de la que tenía que dar cuenta. El sentido simbólico del acto transgresivo se establece en relación al ser del límite, a la verdad limitada que constituye la existencia humana. Esta verdad primaria tiene que ver con la presencia de las formas sagradas y cómo la cultura se estructura a partir de ellas, a partir de la figura de Dios en las sociedades cristianas como la nuestra.

Así, los grandes límites de la cultura vigente se han creado producto de la estructuración sagrada de la vida social, que se concretiza en las normas culturales sobre el cuerpo, sobre el lenguaje, sobre la sexualidad, sobre la conciencia.

Pero la modernidad ha traido como una de sus consecuencias el desencantamiento del mundo y la profanación de las figuras sagradas, la muerte de Dios. La transgresión de las formas sagradas que funda, según Foucault, la experiencia moderna, nos ha restituido al espacio subjetivo, al lenguaje, al código, pero es una experiencia de lo imposible porque no llegamos a la presencia de lo ilimitado que el límite de Dios contenía.

¿Cuál es la estructura del acto transgresivo?. Ya he planteado que el acto transgresivo compete a la existencia de un límite. Para Foucault la transgresión y el límite no son nada antes y después de su encuentro, son en la cópula, en el momento del sacrificio del sujeto cognocente, del éxtasis y de la comunicación.

En este sentido, la transgresión de Jorge Valenzuela parte con el sacrificio de sus víctimas: es liberarse por un momento, llegar a tener una existencia ilimitada por el desplazamiento violento del límite, del cuerpo y la vida como objetos sagrados. El éxtasis es el estado de Jorge del Carmen al sentir el delirio violento, que se abre en el más allá de las cosas profanas. La comunicación es la continuidad que proviene de la pérdida, de la fractura de esa existencia ilimitada que por un momento tuvo. ¿Cuánta comunicación va a tener Jorge Valenzuela luego su criminal acto?.

La transgresión y el límite en su relación no hacen más que establecer una medida, una elipsis, una distancia que separa a ambos seres y el espesor que existe en esa distancia. Es una elipsis ya que el límite se va cerrando a medida que el acto transgresivo avanza en su capacidad de deslimitar, de desestructurar, volviendo nuevamente al momento de su irrupción, este trazo de espiral agota todo el ser de la relación entre transgresión y límite.

Aquí Foucault cree encontrar los principios de una afirmación no positiva. La transgresión es sólo afirmación de la partición, de que existe tal partición, del hecho que desde su origen el acto transgresivo exista en tanto límite. No hay afirmación de contenidos en este acto, como tampoco hay negación. Sólo que la partición existe.

Es dificil llegar a precisar el simbolismo de la sangre implicado en esta transgresión, pero claramente no parte de la experiencia moderna, sino más bien llega a ella. En la violencia contra la vida y el cuerpo el “canaca” intenta romper con ese Gran Límite, un indefinido de situaciones y condiciones, de rostros y cuerpos grotescos que conforman ese Otro, esa Otredad que no lo constituye, que se anida en él mismo, que no le permite poseer (un sujeto), que no le promete nada salvo el deber (con los padres-patrones). La existencia hecha a partir de un límite indiferenciado, mudo, gris que lo lleva a perderse de su propia individualidad. ¿Por qué “canaca” quisiste matar a Dios?. ¿Y por qué lo mataste en la figura de la mujer, las mujeres?. En ese sentido, ¿cuánta de esa rabia es también la rabia estructural hacia la madre sóla de la cultura campesina?. Lo que parecía un límite indefinido resultó ser unos límites muy concretos. La doble partición existe: la vida y la muerte, por un lado, y la madre y el huacho, por otro. Un éxtasis violento que sacrifica imágenes culturales muy poderosas: una distancia muy espesa se cierne de nuevo sobre su gesto simbólico.

*

Estas son mis hipótesis de trabajo. ¿Cómo sustentar estas ideas sobre el simbolismo asociado a su crimen?. Se puede partir con el relato que entregó Jorge del Carmen en su reclusión en Chillán, una vez que su voz ya no es tan entrecortada, cuando comienza su proceso penitenciario. Señala que sus recuerdos más antiguos son de los seis años, cuando habitaba con su familia una ramada al interior de un fundo en San Carlos donde su padre trabajaba como afuerino. A la edad de ocho años se ve lo que es quizás la decisión precipitada y precoz, pero no por ello menos importante de su vida: salir a andar la tierra.

Desarraigarse es, según las investigaciones de Gabriel Salazar, una parte central de la vida campesina y popular2. Es el proceso por el cual el sujeto se constituye en “peón-gañán”, o más bien el individuo constituye un sujeto social que es el peonaje, que no sólo implica una estructura socioeconómica que permite y fomenta el desarraigo, sino que también genera configuraciones culturales y genéricas sedimentadas. Esta individualidad es la que recoje Sonia Montecino, señalando, al igual que Salazar, que el huacho se constituye en dos procesos: por un lado, está la idea de que se debe dejar el status de “hijo”, se debe abandonar esa presencia tan fuerte de la madre y la parentela femenina, y por otro lado, está la ausencia del padre, cuando es el patrón, o la presencia de un padre errabundo y derrotado, cuando es un gañán, o sumiso y obediente, cuando es un inquilino, pero siempre es un personaje difícil y contradictorio. Es así que el huacho decida salir de la familia porque ésta es un proyecto fracasado, que lo asfixia, además de la necesidad de reafirmar el masculino con los otros huachos y gañanes. Para terminar reproduciendo la misma estructura genérica, el mismo patrón de padre ausente. Así Jorge del Carmen decide salir de ahí, andar los caminos, porque es su destino caminar y ser un huacho, y sin duda hay mucha rabia estructural en su crimen. Es un crimen específico contra la figura de la mujer.

Cuando le preguntan sobre qué hacía en la isla del rio Ñuble, él responde que “estar”. Sí siempre se puede “estar”, pero para estar hay que estar en algún lado, y ese pedazo de tierra, ese rancho, ese arraigo es el que le falta al gañan. De ahí esa elección existencial de no estar en ningún lado. De ahí que siga caminando para encontrarse, más caminos, más vias de tren. Y el vino, la chicha para emborracharse hasta no encontrar rastro de limitaciones. Pero se es pobre. Y hay una pobreza que es esencial: el socavamiento del lenguaje. Desde niño. Desde que los cabos lo encontraron en San Fabian hay silencio. No hay escuela. Hay trabajo por comida. Nadie habla en esta fiesta del vino. Nadie habla en este camino. Sólo rostros, gestos, cuerpos.

Pero Foucault nos dice, nos llama la atención que en estas ausencias de lenguaje se encuentra una experiencia del límite que ayuda a conformar el nivel de la cultura dominante. Sobre esos lenguajes impresisos la cultura realiza la partición. Y ahora cito a Foucault: “La plenitud de la historia no es posible sino en el espacio, vacío y poblado a la vez, de todas esas palabras sin lenguaje que dejan oír a quien presta oído un ruido sordo debajo de la historia, el murmullo obstinado de un lenguaje que hablaría completamente solo”4.   

Y José en este caminar también va muriendo, pero de muertes simbólicas, muertes parciales, quiebres primero con su familia, luego una balsa que nunca alcanza la otra orilla, ya se es adulto y las formas sociales lo socavan, partiendo por un lenguaje que lo desposee porque no le pertenece; el lenguaje como un campo social sin origen sin sujeto5. De ahí la pregunta certera de Deleuze: “¿Qué nos queda, pues, sino pasar por todas esas muertes que preceden al gran límite de la muerte propiamente dicha, y que todavía después continúan?”.

Esto es lo que llamaré devenir estructural, para referirme al proceso mediante el cual José desarrolla su inserción en las formas simbólicas, sujeto particular que ya sabemos su origen y que sabemos su final, por lo que no es dificil decir que se trata de un marginal  cuya existencia misma está a la base de las particiones sociales de la cultura tradicional chilena, y por tanto cuya marginalidad social y cultural le impondrán aquellos quiebres subjetivos, aquellas muertes simbólicas. ¿Cuál es entonces el devenir estructural de José?. Para esto vuelvo a citar a Deleuze: “La vida ya sólo consiste en ocupar el emplazamiento que nos corresponde, todos los emplazamientos, en el cortejo de un ‘se muere'”6. Un devenir estructural que implica lo siguiente: la pobreza y la exclusión, el huacharaje y la rabia social, la falta de socialidad y de trabajo, y sobre todo un obscuro manejo del lenguaje que lo hunde en esa indiferenciación de la vida miserable.

Jorge del Carmen luego de su crimen, cuando es captado por el sistema, se encuentra en una comunicación, en una continuidad dada, en un primer momento, por el límite que transgredió y que sin embargo se cerró dejando sólo la existencia de la sociedad como unidad moral, y posterior a eso, el encuentro con su lenguaje, que comprende que no puede pertenecerle.

Es con la institución penitenciaria cuando se le da un status de persona, en el sentido moderno del término, pero también dicha institución le va a dar muerte, la muerte real. Uno a uno se suceden: higiene, deporte, religión, instrucción, trabajo. Para terminar con una firma de su sentencia de muerte en una hoja blanca brillante, donde no se distingue nada, más que el gesto de extrañeza de la funcionaria; sólo el brillo, el fasto de la soberanía del aparato de justicia. Las preguntas foucaultianas bien vienen aquí: ¿qué sabe?, ¿qué puede?, ¿quién es?.

Es el triunfo de la modernidad penitenciaria y judicial. Pero ¿de qué modernidad estamos hablando?. Sin duda, no es la modernidad panóptica del Foucault de la década de 1970, ultrasofisticada y cientifista, que controla el cuerpo a la perfección para posibilitar una conciencia adecuada para prestar utilidad política y económica a la sociedad7. Sino más bien se trata de una modernidad primera, primaria (decimonónica) de la sociedad chilena, aquella que fundó la oligarquía componiendo elementos tradicionales, coloniales sobre el poder socioeconómico con una serie de discursos modernos sobre el manejo institucional de la sociedad y el progreso cultural. En el plano penal, ésta se plasmó en las instituciones penitenciarias que combinaban sólo ciertas cosas de un control disciplinario moderno con formas arcaicas de instrucción religiosa y trabajo artesanal para conducir a una intimidad culposa y redimida del reo8. Esa es la modernidad que cumple sus funciones, que triunfa desde el lejano siglo XIX a la década de 1960.

Y como todo buen drama, al final los nudos se desatan –un sacerdote que aconseja, un juez que sentencia, un capitán que habla del fucilamiento, un periodista que compone el relato, una comunidad de reos que se entristece-. Todo menos el motivo, la motivación del crimen: “La defensa del reo Jorge del Carmen Valenzuela expone que la ausencia de un motivo que justifique la actitud del reo en los delitos de homicidio y lesiones graves debe indagarse sobre la personalidad del reo y sus antecedentes los que indican que desde niño tuvo una vida miserable de sufrimiento y malostratos, ambiente que formó una personalidad anormal que lo hace reaccionar en forma violenta, distinto a una persona normal, sin respeto al orden y la moral”.

Y cuando se acerca la madrugada en que se va a cumplir la muerte institucional, sobreviene el surrealismo, un surrealismo lúgubre. El periodista le pregunta al Juez, una vez que la sentencia ya está confirmada, si está seguro que Jorge del Carmen es la misma persona que José. El juez le dice “Claro, si incluso tiene un hermano que se llama José”. “Pero el cúmplase presidencial dice José”. “No si es un nombre que él usaba con mal propósito”. Son también los sueños de José: aparecen tres imágenes; en una está tomando con la mano el pecho, “Aquí me van a disparar”, en otra está sentado en la cama de su celda, “Aquí duermo”, y en la tercera está sentado en una silla, con los ojos vendados y sonriente, “Así me van a matar”.

Se produce una subjetividad. El enunciado siempre se escapa a su enunciador, es lenguaje desplegado que constituye un infinito de posibilidades, un ilimitado de significación. El sujeto se disemina en la abertura del lenguaje9, ya que este es la “transparencia recíproca del origen y de la muerte” en palabras de Foucault. El lenguaje como campo social indica tanto una falta de origen como un funcionamiento independiente del sujeto. Primero a José esta diseminación lo lleva a una desposesión. Es el Otro indiferenciado que lo aplasta y al cual se rebela para darle muerte. Ahora, y sólo en la cárcel, él logra formar una subjetividad. Para Foucault el tema de tener una subjetividad no es gratuito, no es automático, es un complejo proceso por el cual el individuo pliega en su interior ese afuera que el lenguaje representa, genera una pequeña fisura a pesar de los campos magnéticos del poder y el discurso. Para Deleuze la obra de Foucault es una reflexión constante sobre el pliegue.

Un lenguaje que como institución social no le pertenece pero que puede volcar hacia dentro. Esta cualidad del lenguaje es la que José experimentó como una exterioridad desplegada hacia si mismo, construir una subjetivación, un pliegue. Llevar el lenguaje a esa falta de origen pero en el interior de si mismo, como un pliegue subjetivo que causa el pensamiento. 

José vivenció ese pliegue como la posibilidad de soñar, de ver su historia, de inventar una historia. Sí, se encontró en el camino.

“Padre, cuando hice lo que hice...”. Y se interrumpe con unas risotadas de una cena de abogados y periodistas pero que están en otro lugar. Y él no termina la frase. Comienza a cantar: “la reja, el calabozo, cubierta de luto está...”.

1 Foucault, Michel. “Prefacio a la Transgresión”. Entre filosofía y literatura. Barcelona, Paidós, 1999.

2 Salazar, Gabriel. “Ser niño ‘huacho' en la historia de Chile (siglo XIX)”. Proposiciones N°19, julio 1990.  Montecino, Sonia. “Madres y huachos”. Ediciones de las Mujeres N°16, Isis Internacional, 1992.

4 Foucault, Michel. “Prefacio (1961)”. Entre filosofía y literatura. Barcelona, Paidós, 1999, p. 125.

5 Barthes, Roland. “La muerte del autor”. El susurro del lenguaje. Barcelona, Paidós, 1994.

6 Deleuze, Gilles. Foucault. Buenos Aires, Paidós, 1987, p. 126.

7 Cf. Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. México, Siglo XXI, 1998.

8 Cf. León, Marco Antonio. Encierro y corrección . La configuración de un sistema de prisiones en Chile. Tres tomos. Santiago, Ediciones Universidad Central de Chile, 2003.

9  Ver Foucault, Michel. “El pensamiento del afuera”. Entre filosofía y literatura. Barcelona, Paidós, 1999, p. 298.

La administración corporativa de la imagen como infratecnología de normalización. Foucault en el horizonte crítico de las artes visuales

            1- Avisada y sagaz en el franqueo de los tenues mecanismos de vasallaje gestados en el decurso de la modernidad tardía, la producción teórica de Michel Foucault cautiva, y aduce su fianza de incontenible incitación, de un modo parejamente avasallador y eficaz. Incitación, la de su pensamiento y la de su apuesta, que no puede desligarse, en ningún caso, de la eximia circunspección de su calibrado aparato conceptual. Destellante y prolijo, el pensamiento de Foucault se solaza en los trazados discursivos concertantes, metastables, y sin embargo perfectamente “reducibles”. Puede hablarse, en rigor, de un compacto cuerpo de hipótesis que se dosifica,  con sobriedad pasmosa, en torno a la constitución de una analítica tecnológica y material del problema del poder –más sustancialmente: del problema de las ratios del poder, de sus modalidades operativas de producción de subjetividades,  de sus saberes y sus operarios legitimados, y en fin, del poder y de sus enlaces subdivisorios de “penetración indefinida” en el cuerpo social (Foucault 1991), con el desplante de la biopolítica matriz que se ciñe en su invocación contemporánea.

Convenir, en el legado teórico de Foucault, una dinámica altamente concentrada de aprontes referidos a las tecnologías operativas de poder, presume un modo específico de resonancia de su pensamiento. Por lo pronto, una resonancia que delega el horizonte de un escrutinio constante, de nuevas exploraciones, a las que queda afecto el ejercicio crítico que se propone acoger y proyectar la magnitud de esta interpelación. En efecto, una de las mayores incitaciones del pensamiento de Foucault consiste justamente en la prestancia de su envite. Un envite del que nos sabemos depositarios, modestamente, más que deudores, y que por lo tanto alega una extraña forma de fidelidad. Como si nos cupiera amortizar el despeje de ese horizonte, el embate contemporáneo pareciera desplegarse, una y otra vez, en torno a la situación límite que el diseño teórico del “genealogista” Foucault insistió en constituir.

Se entiende, pues: un envite de alto costo, de alto riesgo, de lances un poco a la intemperie, y en los que se intenta, al menos, no extraviar el tono: el tono regio, bien pulsado, que descuella en el trabajo desarrollado por Foucault. Y digo más: en el trabajo bien disciplinado de Foucault, catador sobresaliente de los engranajes efectivos de cualquier forma de disciplinamiento.  

            2- Una incitación, entonces, un envite, que nos insta a seguir pensando, a seguir orillando la procelosa relación con el poder. Una labor, ésta de constituir la diferencialidad de una “relación con el poder”, que asume en la escritura de Foucault una inflexión que me parece de suyo relevante, y que en parte ya he adelantado: se debe apuntar a construir una analítica del poder que desprenda, de sus prácticas, los núcleos operativos de su racionalización –vale decir, sus importes téchnicos y tecnológicos.

Decisión primordial la del pensamiento de Foucault: entender las modulaciones sistémicas de poder como tecnologías. Esto quiere decir: como aparatos discursivos –materiales y categoriales- finamente estructurados, altamente sensibles a diversas fluctuaciones. Esa decisión propende, por necesidad, a entender que los poderes construyen rangos de individuos, articulados por tales discursividades, y que en eso consiste su mayor y más desnuda forma de eficacia. Y que esa eficacia se sustenta en saberes estratégicamente integrados, y producidos en esa misma integración; que de ese modo, los poderes generan prácticas y radios de cotidianización, que parecen susceptibles de flagrante intersección crítica, justamente, cuando resultan expuestas en cuanto pretensión de construir un orden categorial efectivo –o sea, cuando esa pretensión, cuando esa técnica de poder, es padecida por determinados sujetos bajo el viso de la segregación, a partir del rango instituido por las categorías y las prácticas que supone ese poder (Foucault 2001) .

Es por eso, asimismo, que uno de los aspectos que vindican de modo más neto la resonancia activa e intempestiva del legado de Foucault, viene precisado en el epicentro de sus indagaciones en torno al disciplinamiento, y a sus configuraciones contemporáneas. Podría decirse, en efecto, que la atención al problema del poder bajo criterios que ponderan sus aparatos de racionalización, intuye la expugnabilidad de aquellos mecanismos tomando como base su mayor presunción:  el despliegue de su eficacia bajo la forma de la multiplicación de sus dispositivos reguladores. Lo cual equivale a instalar el automatismo eficiente de un poder como su más efectiva plusvalía.

Me parece que es justamente esta hipótesis sustantiva la que dibuja uno de los pliegues más productivos del pensamiento de este autor: la de una tipología contemporánea del poder que produce su propio horizonte de subsunción, al amparo de la eficacia y la maximización de recursos, que pasa por un incremento exponencial de sus agentes de normalización y regulación. En el horizonte de su propia subsunción, esta tipología del poder acuña el advenimiento de su desmaterialización y de su abstracción, que es otra forma de mentar su máxima eficiencia: volverse normal, aséptico.  Un poder cuya producción de plusvalía parece aludirse en el autovelamiento de su materialidad. La fase contemporánea, de este modo, habría consumado la autosustracción de la materialidad del poder –quizás el único gran “sueño” del poder, de cualquier forma de poder, el último reducto de su ostentación, su más radical maniobra de clausura: como si la materialidad del poder implicara siempre una forma de excedencia, perfectamente aplacable por la delegación de su investidura: cualquier individuo, en efecto, resulta investido por su condición –por su rol- de agente permanente de la normalización. Podría hablarse, me parece, del despliegue de micropolíticas coordinadas por infratecnologías de normalización que producen y detentan, de diversas maneras, las prerrogativas monopólicas del consenso automático. 

            3- Lo que el pensamiento de Foucault incita -permítaseme insistir-, aquello que insta a desgajar, se deja asumir en buena cuenta por la pista incendiaria de las eficaces alineaciones de normalización en la instancia contemporánea. En particular, me interesa articular esta “lógica tecnológica” del poder con un particular asunto, debiera decir, de visualidad -o de estructura de regulación por mediación del formato visual: lo que entiendo como el estatuto de la imagen en tanto eje decisivo de la producción capitalista tardía, en el umbral de una regulación global de la comunicación (Hardt-Negri). La imagen, pues, como corporeidad inmaterial consonante con la desmaterialización auto-sustractiva y eficaz de las modalidades tecnológicas del poder contemporáneo. Me parece poder reconocer en este hito, justamente, una específica y diferencial infratecnología de normalización.

 Esta infratecnología de normalización (cuya discusión puede retrotraerse a los mecanismos de las industrias culturales y a los dispositivos audiovisuales de transferencia regulada de la significación), parece localizar un álgido debate de la cultura tardomoderna: la inscripción de los regímenes o aparatos de representación masificados, como maquinarias productivas de comunicación, y la posibilidad de la interrupción suspensiva de sus circuitos por parte de la instancia crucial de desmontaje que sobre este respecto se ha constituido en el terreno de las artes visuales contemporáneas.

En el espectro sociocultural tardomoderno, en particular, parece haberse llevado a cabo la instalación y el despliegue fáctico, y hegemónico, de diversos mecanismos de circulación, transferencia y significación de la imagen –o, genéricamente hablando, de la visualidad y de la representación. Más aún: en el contexto de regulación global de la producción de comunicación, las micropolíticas de representación parecen estar salvaguardadas, fieramente, por la atenuada transitoriedad y autosustracción de su propio flujo circulatorio. Probablemente  este aspecto del asunto responda, paradigmáticamente, a una de las más desafiantes reverberaciones de la relación entre “arte” y “poder” en el escenario contemporáneo: aquél que se descuelga de la invisibilizada conductibilidad ideológica de la imagen, en un proceso que define con bastante nitidez tanto la difusa irrigación del “poder de representar” -depositado en la asunción de “autoridades representacionales” que ejercen ese poder-, como la urgente necesidad de reorientar tácticamente la posibilidad crítica, en lo que ésta aún pueda ofrecer como interrupción o intersección de aquello que se allana como “normativo”.

Evidentemente, la morosa asimilación o localización de este proceso de expansión de la imagen como una forma de corporeidad inmaterial de los mecanismos de poder de una sociedad del capital global como sociedad de comunicación, resultan tributarios de los amplios deslices, repostulaciones, fracasos y desencuentros de las vanguardias históricas y de los intentos “neo” y “post”vanguardistas. No es éste el momento oportuno, por cierto, de ofrecer un protocolo detallado de esos avatares. Baste consignar apenas que cupo, en buena medida, al conceptualismo de las décadas del sesenta y del setenta proponer una agitada conmoción analítica en torno a estas transfusiones entre la “práctica artística” (con sus mecanismos discursivos e institucionales de fetichización, de circulación y distribución de las obras, de exclusión social y simbólica de los receptores, y sus categorías hegemónicas estabilizadas) y las redes de relaciones de poder que la permean e intersectan. En el fragor de esta fricción, las estrategias conceptualistas pudieron localizar la vigorosa determinación estructural padecida por cualquier intento de reactivación de la “promesa crítica o emancipatoria” del arte a la usanza de las vanguardias históricas: la determinación de una lógica de poder que regula la circulación masiva de lo audiovisual, por la vía de las modas publicitarias, la mercadotecnia visual de consumo, los recursos del design, la tecnocracia de la imagen administrada y del estereotipo como lengua naturalizada. Bajo esta perspectiva, puede hablarse de la marca del problema del poder como el horizonte ineludible de la producción artística contemporánea. Una marca que, en buena cuenta, arremete como una afrenta para las viejas promesas vanguardistas.

 Los recursos de la administración corporativa de la imagen, en efecto, suponen, desde la evidencia proveída por el conceptualismo, una verdadera encrucijada operativa para cualquier fianza “crítica” desde las artes visuales. La micropolítica representacional dispone de incontables dispositivos de recodificación, deglución, y amortiguamiento. ¿Cómo podría, en efecto, una operación de “arte crítico” confrontar la errancia fáctica, virtual, del dispositivo mediático publicitario, que ha sido capaz de convertir la evacuación permanente de imágenes “sin origen” –insertas en cualquier microespacio o en cualquier eriazo de la vida pública- en retorno garantizado de consumo?

Es posible que, si ha de pensarse en la mínima supervivencia de una reserva “crítica” en el arte contemporáneo, en ello haya de concurrir la ineluctable determinación de marras. De la mano con la expansión de campo propia de los regímenes tecnopolíticos de la imagen, al marco de pruebas de un arte “crítico” parece acontecerle la investidura de su propia situación ante este escenario de estetización inmanentizada, atenuada y efectiva. Esa situación, acaso, cabría postularse como liminar: como instancia de una condición-límite ineludible, y tal vez bienvenida.

De esta manera, la facción “crítica” de las artes visuales incita a reponer su posible inscripción como una vía de cuestionamientos a las arteras asunciones cotidianizadas en el tráfico de imágenes. En ello, la infratecnología de la imagen emergería como obturación de ciertas estrategias de lectura que podrían desestabilizarla. En esa dislocación, propiamente, se ha jugado la apuesta de muchas prácticas artísticas recientes. Inscribiendo una reserva de diferencia ante la irrigación naturalizada de los “marcos” prevalentes y dosificados de la imagen como discurso de normalización, leyendo desde los muchos reveses que se pretenden obviar, el arte “crítico” supone el riesgo derrapante de una mirada deinstaladora –que imputa a la imagen-mercancía el rumor que la descalza y que no consigue morigerar del todo. La intempestividad de ciertas operaciones de arte obedece, en buena medida, a su apuesta por un espaciamiento de las estructuras de sentido frente a la representación hegemónica o frente al “ambiente visual” de consuno.

Como se ve, cualquier reivindicación de la plusvalía crítica del arte visual en el contexto de un paisaje audiovisual globalizado, cada vez más eficaz en la desmaterialización de sus mecanismos de consenso y de normalización, supone la reposición de una misma sospecha, de una misma pregunta en torno al modo como se reconjugan las lógicas de la representación como lógicas de poder. Esa sospecha, no obstante, difícilmente implica un mismo fraseo. En rigor, el espaciamiento que la apuesta crítica del arte produce, no está garantizado. Amerita una reinvención permanente de sus estrategias: un juego de descolocación incesante, habida cuenta de la expedita conversión de esos recursos específicos en mitificaciones críticas.

En este sentido, la articulación de las específicas maniobras de asalto a los novísimos mecanismos de poder por parte de una importante facción crítica de las artes visuales contemporáneas, con el territorio teórico delineado por las búsquedas de Foucault, apunta a un mismo pliego de demandas. Se constituye, tal articulación, como la posiblidad de coordinar diversos materiales a efectos de abordar una analítica contemporánea del poder. Y su apuesta incide en abrir grietas, en sondear la tersura de su eficacia, en generar expugnabilidades. Bajo ese criterio estratégico, el pensamiento de Foucault permite aventurar nuevas articulaciones, como un modo de proyectar una respuesta a la pregunta por la sobrevivencia de la tasa crítica del arte actual, y a las condiciones bajo las cuales esa respuesta pueda surcar y plegarse a distintas modulaciones de resistencia.