ENRIQUE SANDOVAL



INTERLOCUCIONES

por Enrique Sandoval G.

Le preocupan ahora las claves secretas que podrían hallarse en los laberintos babilónicos de Jorge Luis Borges. Así me lo dijo esta mañana cuando me despertó tempranísimo para explicarme unos traslapos muy curiosos entre ciertas palabras que el abuelo Jorge Luis reitera sospechosamente en un cuento que, debo confesarlo, nunca pude leer. ¡Habla con un entusiasmo! Nada visceral, salvo, quizás, cuando suelta la risa. Es un intelectual de tomo y lomo. Siempre me hace recordar cuando al término de mi secundaria, me pavoneaba como si hubiera alcanzado la sabiduría absoluta, por obra y gracia de mi caletre, tan único y natural, como si todas las ciencias y el saber nuestro de cada día ya no fueran enigmas insuperados. Con una terrible seguridad en mí mismo, me iba por las tardes a la librería de los Maureira, en la calle Libertad (Curioso que en los países patiotraseros, los nuestros, por darte un ejemplo, todo denote libertad: las avenidas, las plazas, los parques, los cines, las carnicerías, los regimientos, las prisiones, incluso las personas. Se me viene a la memoria Libertad Lamarque, cuando nos cautivaba con sus madreselvas en flor o Libertad Bueno, a quien hicieron desaparecer tan jovencita por razones de seguridad nacional) y me pasaba horas manoseando libros, separando algunos, sumando precios y, más que todo, estornudando con estudiada displicencia de señor de mundo (yo sabía que todos los que estaban en la librería, con sus revistas de monitos en las manos, se daban vuelta para saber quién estaba estornudando), a causa del polvo y el olor azumagado de los volúmenes. ¡La alergia que hasta el día de hoy me tortura! Y aquí estoy (aquí todos bien y alentaditos gracias a Dios y a Santa Gemita y ustedes por allá ¿cómo están. . .?), a las once aéme de la madrugada, todo un exiliado, rabiosamente exiliado, en pie (no de pie, ni menos "junto al cañon," como diría Brecht), sentado frente a mi blanca mesa de trabajo (así la llamo yo), mirando por este ventanal canadiense, como si fuera una diapositiva panorámica, un pino, un poste de teléfonos, las ramas desnudas de otros árboles y esa bendita iglesia de torre alta y chata, toda de ladrillos rojos, muy presbiteriana, privándome del sol, si se le antoja asomarse (porque es debilucho, mezquino y poca cosa cuando es Montreal aquí en el invierno.) Y hoy domingo (quizás las charadas etimológicas de Borges sean las causantes), ahí afuera, donde la vida está esterilizada por el frío, donde la cosa se pone seria, señores (como decía mi cuñado Carlitos Castillo cuando nos remecía un temblor de tierra y se desplomaban algunas murallas ), con todo ese torbellino de nieve que apenas deja ver a unas viejecitas antiguas que llevan abrigos de pieles y sombreros de colores surtidos y que, como juguetes a cuerda, salen de sus automóviles y entran deslizándose sobre la vereda de hielo a su santa iglesia. No me importa parecer aburrido, pero necesito describir todo esto para no quedarme dormido, como a ella tanto le gustaría, y para que nadie vuelva a ponerse a ver lo que estoy escribiendo. Ahí sí que estaría fregado, porque, sencillamente, no podría escribir nada nada, tal como si dejara de respirar y eso ya sería demasiado ¿no? Yo lo único que deseo hacer es eso, escribir, y te lo subrayo. Solamente que otra vez me habló y, claro, tuve que interrumpir mi trabajo con una pausa-café a destiempo. Me quería mostrar unas cuartillas que había compuesto de mediodía a medianoche (porque así es la cosa, como sufre de insomnio, se le alumbra la ampolleta y le vienen unas ideas increíbles, aunque, claro está, harto esotéricas, pero yo me las arreglo para entendérselas. A mí me sucede todo lo contrario: me ponen a dormir de medianoche a mediodía y a sestear de mediodía a medianoche. Y, bueno, yo escribo para no quedarme dormido y para que no me suceda como el camarón aquél que se durmió y se lo llevó la corriente (como cuando a mí casi me llevó la corriente para el otro mundo porque les dije que no sabía nada; todavía se me seca la boca y se me crispan las manos cuando me acuerdo (¿Qué será de ese oficial que me preguntó si yo me creía Jesucristo para aguantar tanto dolor? Incluso, me quedó aguante para pedirle que le dijera a mi mamá que yo moría por un ideal muy lindo.) Por eso yo escribo, para estar bien despierto. Y como no deseo que alguien se ponga a fisgonear en mi vida, menos en lo que pienso, lo he atendido con toda la cortesía de que soy capaz. Habló bastante y, como siempre, lo hizo sobre un plano más bien metafisicón, aunque brillante, no lo niego. Esta vez me ha preguntado si he leído los últimos cuentos de Cortázar y, como él no tiene por costumbre esperar respuesta, me preguntó a boca de jarro si me había percatado (yo, para decir algo siquiera, le dije que la palabra correcta era apercantado, que así la pronunciaba el coronel que nos dio el discurso de bienvenida cuando nos llevaron presos al famoso Estadio de la libertad y, también, así como para darle más credibilidad a mi argumento lingüístico, le agregué que el mismo coronel había sido designado al poco tiempo nuevo rector de la Universidad Libre... ) Se rió como un condenado, eso sí, tiene una risa muy contagiosa y es, quizás, la única persona por todos estos alrededores que entiende de humor, especialmente de un humor como el mío, y me preguntó si yo había percibido (porque él es muy literario para sus cosas y le gusta saborear ciertas palabras como si fueran caramelos) las veces que el Gigantón, como nosotros lo llamábamos a Julio, usa, emplea, maneja o utiliza el verbo resbalar en cualesquiera de sus tiempos, modos, personas o formas. Me dice que valdría la pena estudiar el tema y desarrollarlo seriamente desde un punto de vista sicoanalítico, puesto que (él siempre dice puesto que) de ahí podrían brotar vertientes frescas (y que conste que lo dijo dos veces) sobre su analidad y/u oralidad manifestada en Paríso donde sea que haya escrito esas historias ¿Te acuerdas de esa vez, la última, cuando estuvimos con él en las Laurentidas,? me preguntó. Era otoño ¿verdad? (¡cómo voy a olvidarme de esas montañas, montañitas de mil colores! ¡me sentía tan libre entonces!) Allí tenía su refugio romántico el hombre, me dijo, haciendo una pícara movida de cejas. Llevaba una chomba azul-azul, de tejido burdo y con cuello de tortuga, sí, de tortuga francesa, acotó innecesariamente, y unos pantalones de pana azules también ¿no? El color es muy importante; ahí está la clave, hombre, me aseguró. ¿Que todavía no ves la relación?, me preguntó compasivamente, como tirándome de la manga. Y cuando estaba a punto de procesar la información en mi computadora mental para producir instantáneamente una respuesta precisa y brillante (¡siempre me demoro tanto en reaccionar]), me gatilló una nueva pregunta, grávida de sugerencias: ¿No te parece decidor, extrañamente decidor (este es un recurso que usa muy a menudo), que se pasara todo el tiempo frotándose el labio inferior con el pulgar y el índice derecho, como si estuviera dándose un placer solitario? Le iba a decir que también lo hacía con el cigarrillo y con la cucharita del café y que su observación me parecía muy sensata y pertinente, tanto que bien podría, quizás, convertirse en tema para una tesis doctoral sobre algún discurso, cualquiera que fuese, pero no me dejó decir ni pío, pues estaba eufórico ante su descubrimiento, me abrazaba, se reía y reía sin parar (¡es tan bueno para reírse!). Y, claro, no tenía oídos para una respuesta mía. Era su gran revelación. Se reía y me miraba de arriba abajo y yo me sentía desnudo y humillado, como cuando me interrogaban. Entonces, al parecer, se dio cuenta de que no me había dejado hueco para decir algo que fuera y, con gesto amable y condescendiente, me preguntó: ¿Qué te parece, cabrito? No voy a decir que ignoré su gesto; lo cierto es que me emocioné hasta los tuétanos y rápidamente me puse a esbozar una respuesta, era mi gran oportunidad, pero sólo atiné a balbucear bueno, bueno, yo, yo, yo... yo... y hasta ahí no más llegué, pues él, con esa risita tan apabullante que se gasta, me interceptó olímpicamente y, para rematar mi abortada respuesta, concluyó: ¡Qué bueno! ¿no? y ahí se quedó, disfrutando de su genialidad y riéndose con tal estrépito que su risa se estrellaba en las blancas paredes y retumbaba como trueno entre nubes y lo peor era que también la sentía como si estuviera justo aquí mismo (porque, simplemente, él es así.)

 

Este famoso soliloquio, (no puedo llamarlo de otra manera), me ha dejado lleno de frustración y rabia, aunque reconozco que, sin embargo, me estimula a mantener vivo el seso y a no caer en el sueño. ¡Ojalá yo sufriera de insomnios como le dan a él! Aunque tan sólo fuese para que me vinieran a mí esas ideas tan oportunas y macanudas como las que a él se le ocurren; así yo podría respirar con más tranquilidad. Pero tengo que ser positivo: ¡cuando menos se piensa, salta la liebre!

 

Vienen saliendo las hermanas presbiterianas, no alcanzo a distinguir sus caras de evangélica dulzura. Se ven frágiles y cautelosas en medio de la tempestad. Algunas se afirman en bastones. Van de a dos o tres en fondo. los señores descienden las gradas con grave dignidad: han estado contando sus himnos y dialogando con Él: Él, quien ha sabido y escucharlos; Él, quien les ha dado buena salud; Él, quien les ha protegido sus bienes e inversiones; Él, quien les ha asegurado su lugar en una sociedad justa y perfecta, Él. Intempestivamente, un ventarrón te vuela el sombrero a una anciana de las más enclenques y una hermana de color (negro), trastabillando, cayéndose y parándose, logra atraparlo y se lo lleva a su congelada propietaria. Cada cual y cada quien sube a su automóvil y a la benefactora, que se ha quedado sola, quizás con una sonrisa obsecuente, se la lleva el viento, como un globo que va desinflándose por los aires (por meterse donde no debe, diría él ... )

 

Pero yo le tengo una sorpresa espectacular, un ideón de padre y señor mío. Tendrá que escucharme, no le quedará otra. Me explico: se trata de llegar a una universalidad totalizadora y antropocéntrica, mediante la evaluación y/o estudio semiótico de localismos netos (ingenuos, si se quiere) que, aunque no pertenezcan a un discurso genéricamente subsistente, se transformen en claves resueltas y absolutamente verificadas para y por quienquiera tenga que ver con ellas y/o dondequiera que se hallen, encuentren, ubiquen o localicen. Para hacerlo aún más claro y comprensible, se trata de extraer, sin intentar establecer proporción alguna, cosas grandes de cosas pequeñas, mínimas o menudas, pero significativas, algo así como el sistema tributario de países patiotraseros (perdón por simplificarlo tanto, pero quiero que se entienda bien). Todo esto, claro está, tendrá que manejarse sin menoscabo cualitativo y, en lo posible, mediante una correlación que pueda en algún momento adecuarse a un grado discernible de alcances macrocósmicos, de ser factible (y esto no es chiste, ni broma ni payasada, va totalmente en serio ¿ya?) Para clarificar aún más la idea, veamos algunos ejemplos, los famosos ejemplos que nos exigía el maestro Guillermo Araya: el Who's Who? anota a tres Nicanores muy ligados a la cultura chilena de medio siglo, el 20, y mi propuesta no sería otra que inferir cosas grandes de cosas bien-bien chicas ¿ya?: Nicanor Marticorena (como ves, un localismo neto y absoluto), martillero público que ha rematado o subastado por generaciones, al mejor postor, los mismos muebles mismísimos de los aristócratas proletarizados y/o los clasemedieros de siempre en una sociedad de cambios, (a veces algo abruptones, pero cambios al fin y eso favorece (comillas) el desarrollo de una economía de mercado al aire libre, en libertad monetarista, neoliberal, y bastante chicagona para los que no tienen nada, si te parece más claro.) Enseguida, aparece la figura de Nicanor Molinare, precursor del análisis del discurso político dentro de un contexto más bien criollo y limitado (las claves resueltas de que te hablaba ¡Puro Borges!, le comenté), quien componía canciones populares, una de las cuales, con lacre y sello, autentificó una venerada tradición de la sociedad chilena, la Copucha (el chisme que corre de boca en boca) Y cito: "COPUCHA. f. Chile. Vejiga de animal vacuno ]] fig. y fam. Noticia inflada a imitación de una vejiga llena de aire (Dr. Rodolfo Oroz, Diccionario de la Lengua Castellana, Editorial Universitaria, 1964" (te recordarás que le otorgaron el premio nacional de literatura ¿mención palabras? no hace mucho tiempo. Mi sobrinita de tres años describe la palabra de esta manera (y te lo cuento porque me parece tierno): un globito que se sopla y sopla y redepente hace puuum. Y, ahora, en alto, por arriba y por abajo, muchas luces y ovaciones, como un eremita cualquiera, la figura de Nicanooorrr Paaaarraaa, antipoeta, antídoto, antípoda, anticucho, antiparra, antitutti y quizás si un poco anticuado. Otro localismo neto, aunque con distinguidos reconocimientos internacionales ¡Pero como también se llama Nicanor! Como ves, este tema podría dar para mucho. Con modestia, falsa o no, te diría que es el tema del siglo ¿no es así? Entonces siento su voz (no la de ella, la de él) y está hablando con la pasión de un relator de fútbol ¿qué piensas tú?, me pregunta él a mí, como si estuviera llegando a un clímax intelectual, digamos. Se ha apropiado de mi idea el muy descarado ¡el colmo del cinismo! ¿Qué piensas tú?, y reitera su pregunta. ¡Qué va a esperar mi respuesta! El piensa a la velocidad de un tren japonés, mientras que yo todavía lo hago como si anduviera en carreta de bueyes, muy despacio, lerdamente, como en cámara lenta, en tonos sepias y con música de Nino Rota. ¿No te has apercantado (y otra vez se pone a reír con gran estridencia) que la suma de estos tres Nicanores, uno tal vez más tiruferario que los otros, nos conducirá al gran ensayo, no al ensayículo, sino al gran ensayo gran (y estoy usando la terminología de Enrique Lihn), de donde emergerán los discursos más densos y paralogizantes, los proyectos políticos más marketables, las religiones de alternativa más atrayentes, los sistemas filosóficos más definitorios, los vinos y ¿por qué nó? hasta las guitarras y las cuecas (las largas y las cortas), vamos, seamos audaces de una vez, ¿y por qué no también la nada antropocéntrica sobre la que conversábamos? Estaba exaltado, su perorata era de convicciones, de verdades finales, tal como cuando el Arcángel Gabriel, muy de zapatos en mano, descendió sobre los pecadores que estábamos encerrados en el estadio La libertad para ofrecemos con voz estentoria la salvación eterna y ahí mismo le cortaron las alas. Encuentro que su pregunta es demasiado compleja, pero, si se dignara concederme el espacio para respondérsela, le diría que yo también lo habría pensado así, o algo parecido, quizás, aunque no tanto. Pero por más que atizo mis bueyes, no me sale la voz y no sé qué decirle. Su risa, como una marejada incontenible, golpea mis oídos y me hace palpitar las sienes y apretar con furia mis puños. Siento su voz enronquecida, arrastrada y turbulento resonando dentro de mi propia cabeza, como sí hubiera en la asepsia de este entorno una jauría de hienas hambrientas,

 

Un tropel se detiene bruscamente detrás de mi puerta. Pasan unos segundos y ahora, el silencio. Pienso en mil cosas y no pienso en nada. Todo mi cuerpo se estremece, la cabeza se me revienta. Siento girar la llave en la cerradura. El se ha ocultado como siempre. El nunca asume nada, él sólo brilla. Estoy seguro de que es ella. Presiento su ominosa presencia. Le faltan sirenas y bocinas para llegar a restablecer el orden cuando se producen risas y ruidos aquí adentro. Es ella, es ella, nadie más que ella. Está recuperando el resuello ahí detrás de la puerta porque sabe que tiene que entrar sola, simulando una calma que no siente, como todos los días, como todas las noches, a la hora que se le ocurra, subrepticia, profesional e impertérrita, toda de blanco, con su sonrisa, la bandeja y sus malditas cápsulas: la amarilla para desarticularme, la verde para desconectarme y la última, la roja, para dormirme sin vuelta.