DIEGO JESÚS JIMÉNEZ es autor de obra breve e intensa. Su poesía, cuyos orígenes hay que buscarlos en la ruptura estética que se produce en España a principios de la década de los sesenta, es una permanente búsqueda de zonas de encuentro entre la experiencia -vida y memoria, realidad y misterio- y el lenguaje. Una poesía marcada por la autoexigencia y por la indagación en las oscuras galerías donde el hombre nutre sus pasiones, sus entusiasmos y desafectos. La infancia y la adolescencia, la visión de un presente azaroso, la naturaleza y la pérdida de las raíces, son componentes de un modo de entender la poesía que en Diego Jesús Jiménez encuentra como cauce un verso lleno de quiebros, de brillos. Un verso equilibrado y convulsivo a la vez, con escasos precedentes en la poesía española contemporánea. Los libros que componen este volumen son una muestra viva de que tras la Generación del 50 no todo fue estética «novísima». De que la poesía española ahondó en caminos poco concurridos antes, poniendo a la palabra en su lugar sin por ello excluir una actitud moral y ética ante el mundo circundante. Tensión interna, plasticidad, carga emocional, devoción por el lenguaje, acercamiento a la raíz. Diego Jesús Jiménez es un poeta imprescindible; una de las voces más personales de la poesía en castellano de los últimos treinta años.

 

 

·         Artículo de presentación, por José María Molina Damian

·         2do artículo de presentación, por Luis García Jambrina

·         3er artículo de presentación, por Javier Bello

·         Poemas del libro "Coro de ánimas"

·         Poemas del libro "Fiesta en la oscuridad"

·         Poemas inéditos (anteriores a "Itinerario para..."

·         Poemas del libro "Itinerario para náufragos"

 

La cosmovisión poética de Diego Jesús Jiménez en el último tercio de la lírica española del siglo XX

 

por José María Molina Damian

 

Hace ya más de treinta años -desde mediados de los sesenta, cuando se alza con el Adonais de 1964 y el Nacional de Literatura de 1968- que la obra poética de Diego Jesús Jiménez, una serena apuesta verbal radicalmente afincada en la tradición vanguardista de la modernidad, allí donde el resplandor del lenguaje recobra su dignidad perdida y revela el mediocre discurrir de este tiempo arruinado moralmente, viene ahondando a conciencia en su propia razón de ser ética y estética, inclasificable por inconfundible, heterodoxo donde las haya, extrema y siempre al margen, por cierto, del nacionalismo neoclásico, del culturalismo escapista y del naturalismo postmodemo, los tres decretos generacionales de estilo con que la crítica hegemónica ortodoxa ha ido sucesivamente anonadando la poesía española a lo largo de la baja postguerra, la transición y el tardofranquismo.

Pese a ocupar, así pues, un lugar propio, relevante y señero entre los poetas de su generación -la que da sus primeros libros a lo largo de la primera mitad de los años sesenta, la década en que el turismo y la emigración constituyeron las dos medidas de urgencia que la tecnocracia franquista dispuso para que España no perdiera definitivamente el paso económico del mundo occidental-, es tanta la desatención crítica que continúa sistemáticamente padeciendo la poética de Diego Jesús Jiménez que no somos pocos los lectores que venimos preguntándonos de un tiempo a esta parte, ahora que parecen cesar las fugaces revueltas estéticas del último tercio de este siglo, si la radicalidad de una obra como la suya acaso pudiera poner en tela de juicio el ceremonial académico canónico que continúa consagrando la cacareada patente novísima como el único precinto fiable para empaquetar cualquier explicación ordenada sobre el discurrir de la poesía española joven desde 1963 hasta el día de la fecha (1). Y es que la pluralidad de la hornada poética que irrumpe a mediados de los años sesenta, cristaliza públicamente en torno a 1970 y madura a lo largo de los primeros compases de la transición -aunque no es momento ahora de abordar este asunto, se hace preciso tenerlo presente-, lejos de seguir siendo exclusivamente caracterizada a partir de las coordenadas estilísticas que delimitan los poetas novísimos, reclama, por el contrario, una lectura crítica mucho menos sesgada donde cuenten todas las personalidades poéticas del periodo, esto es: donde la magnitud cosmovisionaria de la época no sólo venga definida por las dispares ortodoxias de las obras de José María Álvarez (1942), Guillermo Carnero (1947), Pere Gimferrer (1945) o Leopoldo María Panero (1948), sino también por las singulares heterodoxias que delimitan, por ejemplo, las poéticas de Antonio Carvajal (1943), Antonio Colinas (1946), Francisco Ferrer Lerín (1942), Francisco Gálvez (1945), Félix Grande (1937), Manuel Lombardo (1944), Aníbal Núñez (1945-1987), Miguel d'Ors (1946), Fernando Ortiz (1947), Juan Luis Panero (1942), Ignacio Prat (1945-1981), Fanny Rubio (1949), Javier Salvago (1950) o José Miguel Ullán (1944) -todas ellas, en verdad, como le ocurre a la de Diego Jesús Jiménez, esenciales dentro de la poesía española de los últimos treinta años pero sorprendentemente orilladas por los sectores más inmovilistas de la crítica, engolosinados desde finales de los sesenta con esas poéticas iconoclastas teóricamente enemistadas con los planteamientos estéticos de los realismos de postguerra, inventores a comienzos de los setenta de que el irracionalismo cosmopolitano de Castellet era el único albacea legítimo de la tradición de vanguardia de nuestra Generación del 27 y abanderados tras la muerte de Franco de la sutil sinécdoque epistemológica que consagró la política estética novísima como la seña de identidad más genuina de la lírica española de la primera mitad del último tercio de esta centuria.

Admitiendo, así pues, que el alboroto que estalla con la aparición de los Nueve novísimos ensombrece las obras de infinidad de poetas pertenecientes a la Tercera hornada de postguerra, que se configura todavía, por desgracia, sin contar con la estimable aportación de algunos poetas que pertenecen a ella por derecho, procede destacar que la poética de Diego Jesús Jiménez suele ser encasillada de ordinario dentro del grupo que la crítica, a partir de una propuesta de Antonio Domínguez Rey, singulariza con el marbete de "Promoción de los 60", una hornada plural y heterogénea de autores nacidos en torno a nuestra Guerra Civil que, sin programas, vitolas ni apoyos académicos, hacen acto de presencia editorial a lo largo de la primera mitad de los años sesenta; un episodio estético, en fin, sistemáticamente desatendido y marginado por las antologías que evalúan la joven poesía de estos años, que precisa sin más aplazamientos un análisis crítico a fondo, toda vez, en efecto, que, sin ser epigonal del neorrealismo enarbolado por los "Poetas de los cincuenta", en lugar de acomodarse a los tradicionalismos rupturistas de vanguardia, cobra cuerpo con firmeza dentro del territorio de la perseverante tradición. En consecuencia, con la perspectiva que da el paso de los años, sería lícito mantener que, aunque desdibujadas por su aislamiento, las estéticas coetáneas del canon novísimo, es decir: las numerosas excepciones del estatuto vigente para la poesía de la década de los setenta, ponen en entredicho, a poco que se recapacite, la explicación con que la historiografía literaria hegemónica, incondicional casi siempre de la escuela castelletiana, ha venido reglando pro domo sua el panorama poético del trecho que estudiamos. Así, mientras el alto estado novísimo, que puso mucho énfasis en la naturaleza rupturista de su estética, ha ido ganándose de calle la estima y el aprecio de todos los públicos, otros muchos poetas -entre ellos los encasillables en el marbete "Promoción de los 60", el cajón de sastre donde suele ser colocado Diego Jesús Jiménez-, no menos valiosos pero bastante más discretos, casi todos disidentes de la norma veneciana, han venido padeciendo sin motivo razonable -pues la poesía de esa década también rejuvenece a partir de sus prácticas- la indiferencia de los críticos mejor situados. Parece, con todo -y pese a las secuelas de la ramplona teoría de las generaciones-, que la cosmovisión de los "Poetas de los 60", por el calado peculiar de sus versos y por la autenticidad literaria con que dirimen los problemas de su época, ha dejado a lo largo del último lustro tanto de ser valorada como mera coda de los cánones del "Medio Siglo" cuanto como el fallido antecedente inmediato de las maneras novísimas. Ahora bien: si quienes no repararon en la inconfundible labor de los miembros de esta hornada, consumidos los años y las modas, reconocen, de un tiempo a esta parte, por decirlo con palabras del castelletiano Guillermo Carnero, que "estos poetas flotantes no parecen ser el fin de trayecto en una vía muerta, como pudieron en un primer momento parecer", tal vez quepa asegurar, en resumen, que el desdén expiado por la "Promoción de los 60" no obedece a las bobas torpezas de la crítica desinformada, sino, acaso, a las depuradas maniobras de los que administran la información de las letras.

De acuerdo con lo anotado hasta este punto, no debe extrañarnos, así pues, que los poetas de la hornada que nos ocupa, anonadada por la de sus padres, repudiada por la de sus hermanos y al margen -siempre- de las escaramuzas de los salones artísticos donde se gestó la transición, hayan ingresado en la historia, tras los lances literarios parricidas que Castellet empuja a la fama en el setenta -batahola que la industria cultural layetana presentó, en el fondo, con carácter retroactivo-, como personajes sin nombre de un episodio atenazado e insulso, como herederos insignificantes de una literatura arruinada, como pobladores de un territorio fronterizo que las lluvias crueles de vanguardia anegarían. Si bien es cierto que los integrantes de la promoción que examinamos -no hay que ser muy perspicaz para advertirlo- retoman, como indica José Olivio Jiménez, "los principios más sólidos de la hornada inmediatamente anterior (...) [antes que] sumarse con alegría y oportunismo al carro bullanguero, superficialmente brillante y exitoso de los 'nuevos`", no quiere esto decir, sin embargo, de una parte, que los poetas de esta leva, que, como precisa José Luis García Martín, forman constelación con la generación precedente, sean simples epígonos -insistamos en ello- de la cosmovisión del "Segundo grupo de postguerra", ni que sus obras, de otra, estén distanciadas de ciertos tonos que el culturalismo novísimo habría de cultivar sin desmayo desde su apabullante presentación en sociedad. Aunque el asunto es largo, el hecho -constatable- de que los cabezas de fila de la promoción neorrealista, la que irrumpe a mediados de siglo, publiquen sus primeros libros de madurez en torno a 1960 (Salmos al viento, de José Agustín Goytisolo (1928), y Conjuros, de Claudio Rodríguez (1934), datan de 1958; Compañeros de viaje, de Jaime Gil de Biedma (1939), aparece en 1959; Las brasas, de Francisco Brines (1932) -su primera entrega-, y Poemas a Lázaro, de José Ángel Valente (1929), en 1960; Como si hubiera muerto un niño, de Carlos -Sahagún (1938), 19 figuras de mi historia civil, de Carlos Barral (1928), y Sin esperanza, con convencimiento, de Ángel González (1925), ven la luz, los tres, en 1961), unido, además, a que los novísimos, como se sabe, debuten en el confuso mundillo de la poesía poco tiempo después, i. e.: en la segunda mitad de la década (así, por ejemplo, Arde el mar, de Pedro Gimferrer (1945), buque insignia de su generación, data de 1966 -por no citar su no asumido Mensaje del tetrarca, que es del 63-; y Dibujo de la muerte, de Guillermo Carnero (1947), y Teatro de operaciones, de Antonio Martínez Sarrión (1939), están fechados en 1967), nos traza, en resumen, un panorama de época atestado de voces sensatas y estilos tajantes, de modos persistentes y gestos rupturistas, donde los poetas de la "Promoción de los 60", al carecer -ciertamente- de una etiqueta que singularizase sus versos, se manifestaron, pese a la personalidad que rezumaban sus libros, con más pena que gloria.

A la vista, por lo demás, de que un sector de la crítica, por si algún elemento de confusión le faltase a esta historia, se refiere a la celebrada "Generación del Medio Siglo" con el equívoco meinbrete de "Promoción del 60", cabría hacer notar, pues ya va siendo hora de ir llamando las cosas por su nombre, que las nomenclaturas cronológicas con que suelen ordenarse los muchos registros poéticos de postguerra están empedradas de tan buenas como retorcidas intenciones. Dado que no es momento ahora, con todo, de desmontar una terminología consagrada por el uso, mantengamos la vitola de "Promoción de los sesenta", en consonancia con planteamientos nuestros anteriores, para el heterogéneo grupo de poetas al que pertenece Diego Jesús Jiménez Galindo. Acaso así no se pierda de vista, en fin, que la práctica estética de la quinta con que estamos -cuyas singulares y humanísimas cosmovisiones, punto de encuentro de tradición y solidaridad, e intimidad y renovación, conjuntan tonalidades realistas, existenciales, metapoéticas, irracionales y culturalistas- pone en tela de juicio, por cuanto se presenta como el eslabón que aúna dos generaciones, por cuanto hilvana el neorrealismo de mediados de siglo a la semántica rupturista de los seniors, las rígidas barras historicistas, los absurdos tópicos generacionales, con que se pretende componer la explicación de nuestra reciente historia literaria. Y es que, al borde de la falla estilística de mediados de los sesenta, los integrantes del grupo que nos ocupa, asediados por las pequeñas agresiones de la vida, apremiados por los interrogantes de la razón, a la vez que regeneran los usos comprometidos de la "Segunda homada de poetas sociales", se revelan de manera paulatina como el preludio de la estética irracional de los novísimos. No quiere esto decir, con todo, que los postulados poéticos de la "Promoción del Príncipe" -que así la designa también Antonio Domínguez Rey, dado que don Juan Carlos de Borbón y los poetas a que nos referimos cuentan con fechas de nacimiento bastante cercanas-, si bien se diluyen, de una parte, en la estela dejada por el austero lenguaje de los cincuenta, si bien se difuminan, de otra, con el culturalismo arrogante de la jarana novísima, supongan sin más -importa recalcarlo-, un lastre epigonal del primero o un anticipo indeciso del segundo. A caballo, pues, de dos cosmovisiones, tal vez quepa mantener, en resumen, que estos "poetas de la transición" -como acertadamente los denominan Fanny Rubio y José Luis Falcó-, aunque no ejemplifican cambios estridentes, pues, herederos del sobrio arraigo del realismo, se resguardan de la dicción ensortijada de la estética novísima, culminan, sin perder el compás del curso de su época, i. e.: retenidos entre la espada de un pasado que no acababa del todo y el clavel de un futuro que no venía de veras, la evolución formal y temática de los registros existenciales de nuestra postguerra literaria (2).

A partir de lo apuntado hasta ahora, no parece descabellado asegurar que la hornada poética donde se encasilla a Diego Jesús Jiménez -que, lo ha dejado dicho sin medias tintas el profesor Víctor García de la Concha, antes que un "marbete para el "mercadeo"", lo que precisa es que atendamos de una vez su producción- constituye el eslabón perdido, el vasto territorio inexplorado de esa región de nadie comprendida entre Poesía última, la muestra de Francisco Ribes fechada en 1963 (3), antepenúltimo acontecimiento socialmente relevante de la poesía en tiempos de Franco, que se alza, a poco de inaugurada la década de los sesenta, como la baliza de estilo que marca el declive de la literatura neorrealista, y Nueve novísimos poetas españoles, la antología con que Castellet intenta, siete años más tarde, de acuerdo con el socorrido sistema de los recambios biológicos, dar fe historiográfica de la supuesta defunción de todos los realismos conforme perfila el retrato de familia de la generación que empujaba con su encanto juvenil. A partir de esta trama, la publicación de Nueve novísimos, lejos de ser valorada como el patrón de una tendencia, se ha consolidado, y de modo inapelable, como la nota establecida de un periodo, como la condena que descalifica todo aquello que queda fuera de sus páginas. Ante este estado de opinión, que, de cara al gran público, encumbra a los castelletianos como el penúltimo suceso relevante de la poesía española tras la guerra -el último, en 1977, vendría dado con el "Premio Nobel" a Vicente Aleixandre: galardón que señala, a nuestro ver, tanto el punto y aparte de la postguerra poética, cuanto el punto de partida literario de la nueva España democrática-, conviene advertir, para desbaratar el confusionismo que reina en el ambiente, que la estética novísima, en el tramo que va de 1963 a 1975, no representa, a la larga, sino una más de las muchas mecánicas simbólicas en que se formalizó la joven poesía de esos años. Lo cual, ciertamente, se revela innegable, pues, si bien es manifiesto, durante el trayecto que nos ocupa, que los modos hegemónicos fueron los novísimos, no menos evidente resulta, a la par, que bastantes poetas de mérito, disidentes de la horma que imponía la ortodoxia veneciana, construyeron sus obras al margen del irracionalismo neoclásico y del culturalismo escapista. Podría haber llegado el momento, con todo, ahora que acaban los noventa, de que los Nueve novísimos -una banda de corazones solitarios, devota de los fragmentos de Pound y las canciones de Machín, con neosurrealistas militantes y tardo modernistas decadentes, y cuyos rasgos más notables no fueron, en suma, sino la precocidad y la iconoclastía de sus miembros- ya no fuesen capaces de encubrir las sombras imprecisas de su grandiosa puesta de largo, ni la fastuosa realidad de todas sus miserias, ni los viejos dobleces de todos sus deseos.

De ser así, quedaría entonces claro, de una parte, que el prólogo con que Castellet catapultó la estética novísima inyectaba en el horizonte ideológico de los setenta la fórmula mágica de un renacimiento de cartón, la milagrosa receta de la vitalidad y el pacifismo, de la pureza y el futuro, de la tecnología y las ciudades exóticas. Y de otra, a tenor de lo apuntado, por ende, que el crítico catalán -otrora apóstol del socialrealismo de postguerra- quiso distinguir a sus novísimos, tácitamente, como si nada hubiera sucedido en la poesía española desde 1931, como responsables directos de la resurrección del proyecto vanguardista que malograra nuestra guerra, como únicos herederos peninsulares del europeísmo de la "Generación del 27", como los primeros productos culturales de una España ajena -en resumen- a los desaguisados franquistas. Pues parece claro, a partir de todo lo expuesto, que el envite rupturista de los ortodoxos novísimos, de haber sido aceptada la apuesta heterodoxa de los continuistas del sesenta, se hubiera desmoronado como un castillo de naipes, procede aventurar, llegados a este punto, que los continuos desaires padecidos por la "Promoción del Príncipe", que la ruidosa acogida dispensada a la supuesta rupturanovísima -que todo, a la larga, fue uno y lo mismo-, bien pudieron deberse a inconscientes maniobras cargadas de loables servicios patrióticos. Repárese, a propósito de lo que decimos, en que Castellet, cuando independiza a sus nueve de las famélicas familias poéticas del régimen, o cuando los distrae de las malas amistades del compromiso militante, no está, de hecho, sino consagrándolos, en el umbral de las postrimerías del franquismo, como los emblemas castísimos de una joven España cultural sin complejos históricos, como el eufórico refrendo literario de un aparente cambio de rumbo social. Hace al caso mantener, en consecuencia, que, á la page de la poesía europea, responsablemente iconoclastas, mayores de edad antes de tiempo, los novísimos fueron los primeros, tras veinticinco años de paz y represión, en sacar de la chistera de la dictadura, como si nada hubiera sucedido, la blanca paloma de la vanguardia sin ira en libertad. En resumen: con la matanza civil siendo objeto de sesudas tesis y tesinas, mientras el funcionalismo tecnócrata tornaba nuevamente posiciones, cuando se exhibía el florecimiento económico de unos pocos como fruto del progreso del país, la voluntad rupturista de los castelletianos, a las puertas de la transición democrática, avalaba el entramado ideológico de una España con firme vocación de restaurar su pasado de cara al futuro.

No es de extrañar, de acuerdo con lo dicho, que casi todos los poetas de la "Promoción del Príncipe" -cuyos libros primeros, salvo contadas excepciones, pasaron desapercibidos tanto por discrepar de los ademanes que impuso el aplastante canonnovísimo, cuanto por publicarse en minoritarias colecciones de "provincias"- se hayan visto abocados a lo largo de sus trayectorias, para sobreponerse a la desatención editorial que ha ido menoscabando sus voces, a acudir a las fatigosas citas de los caprichosos premios literarios. Así se explica, en efecto, que nuestro poeta, tras darlo por concluido a mediados de 1978, presente a la sexta edición del "Premio Internacional "El Olivo" de Poesía" -sin plica y sin pseudónimo, tal y como estipulaban sus bases- un original inédito titulado Sangre en el bajorrelieve, libro, en fin, con el que Diego Jesús Jiménez, el 21 de diciembre de 1978, se alzaba con el galardón que esa convocatoria, auspiciada por la Diputación de Jaén y el "Grupo "El Olivo"" de la capital, concedió por acuerdo unánime un jurado presidido por Diego Sánchez del Real e integrado por Miguel Calvo Morillo, Francisco Espejo Hermoso, Guillermo Fernández Rojano, Rafael Lizcano Zarceño, José Nieto Jiménez y Juan de Dios de la Torre Ortega -en su condición de miembros del grupo- y por los profesores Antonio Domínguez Rey, Carlos Gómez Navarro y Manuel Morales Borrero -el primero de éstos últimos, por cierto, residente aquellos entonces en Andújar, donde ejercía como catedrático de Lengua y Literatura Españolas en su instituto de bachillerato. Dado, ahora bien, que Sangre en el bajorrelieve, pese a lo establecido en las bases de la convocatoria del año que nos ocupa -según las cuales se dotaría al ganador del premio con setenta y cinco mil pesetas y la edición de su obra galardonada-, nunca sería publicado en el abultado fondo editorial del macilento grupo de Jaén, y vista, además, la suerte. merecida por el original finalista de esta misma edición,Por los claros caminos, del quesadeño Antonio NavmTete Magaña (1926), que vería la luz dos años después en la colección donde "El Olivo" editaba a sus premiados, acaso no esté de más preguntarse si, ad usum Delphini, los patrocinadores del premio se despreocuparon de que Sangre en el bajorrelieve perdiera su condición de libro inédito. A ello contribuye, sin duda, que ninguna de las interrogantes que planean sobre la anomalía con que estamos se vea resuelta -antes bien: al contrario- con las declaraciones que nuestro poeta, preguntado por las razones que lo habían traído al certamen giennense, concediese sin andarse con rodeos al diario Jaén pocas horas después de hacerse con el premio: para ver si ganaba. Y también porque es la única forma que hoy veo posible para poder publicar un libro de poesía. Aun reconociendo que Diego Jesús Jiménez -tan insatisfecho del acabado final de su labor como desconfiado ante el extravagante historial de sus editores en ciernes- muy poco interés se tomó en su momento por que el sello olivista apadrinase sus poemas, no parece descabellado pensar a día de hoy que los mandarines del mundillo poético dominante del Jaén de finales de los setenta, un oscuro conglomerado cultural en cuya economía política estaban presentes todo tipo de trasnochadas razones privadas y públicas, se sentían mucho más cómodos con Sangre en el bajorrelieve en el cajón de los inéditos (4).

Aunque no procede ahora entrar en detalles, quede dicho de pasada que Sangre en el bajorrelieve -que conocimos, si no nos falla la memoria, hacia 1982 gracias a la gentileza de José Nieto- estaba dividido en dos partes: si la primera reunía dos poemas, el que abría el volumen, sin título, cuyo verso inicial se alzaba "Sobre la vieja rama de la desolación ...", y el titulado "Concepción del poema", que integraban tres fragmentos; la segunda, considerablemente más extensa, daba cabida junto a una composición sin titular, "Pecho arriba ha crecido...", a "Sangre en el bajorrelieve", la colección de diez piezas, numeradas con caracteres romanos, que prestaba su nombre al conjunto de la obra. Rigurosamente inédito hasta 1990, cuando, tituladoBajorrelieve, la Diputación de Huelva lo publica tras hacerse con el "Premio Hispanoamericano de Poesía "Juan Ramón Jiménez"" de 1990, Sangre en el bajorrelieve se configura, así pues, como el callado borrador provisional, como la primera prueba de estado, que documenta los momentos iniciales del riguroso proceso de investigación poética en que Diego Jesús Jiménez va a estar ocupado desde 1976, el año de la aparición de Fiesta en la oscuridad, hasta 1990, cuando, tras catorce años de silencio editorial, ve la luz, por fin, su Bajorrelieve definitivo. Así lo confirma, sin duda, el hecho de que el Bajorrelieveédito, que se presenta respecto al original inédito de Jaén con infinidad de novedades y retoques e indefectibles enmiendas y cambios, no sólo difiera de su esbozo de 1978 en que dobla su extensión y se acomoda a otra estructura, sino antes bien -si se nos permite la licencia- en el empeño arqueológico con que su autor, a sabiendas de sí mismo, desde su inconfundible voz de siempre y ante el impiadoso discurrir de su tiempo en la historia, lo retalla en la desmemoria de todos con una palabra recién inaugurada. Ya que este artículo no pretende, con todo, dar cuenta del cotejo entre las dos versiones del libro que nos ocupa, baste ahora con subrayar, en fin, que el voltaje gnoseológico de la poética desplegada por el Bajorrelieve de 1990, cuya abovedada exactitud inespecífica nunca cesa de adentrarse en la razón instrumental con que se carga de sentido la propia experiencia verbal que la define, se conforma como el territorio donde Diego Jesús Jiménez, tras un depurado proceso de investigación acordado al compás del vitalismo visionario que siempre ha informado su verso, se reencuentra con el ser emocionado de su propio decir y rehabilita la conciencia colectiva que nunca dejó de latir en sus poemas. Dado, a fin de cuentas, que el Bajorrelieve édito, ultimado por nuestro poeta a comienzos de 1990, no sólo expurga y mejora su ensayo de 1978 sino que duplica su número de versos -toda vez, en el fondo, que el Bajorrelíeve de Jaén, valga el término para entendernos, tan sólo anticipa, mas con infinidad de soluciones y variantes textuales luego desechadas, catorce de los poemas que integran el Bajorrelieve de Huelva-, ni que decir tendríamos que la versión definitiva del libro que ahora nos interesa se significa tras catorce años de paciente exploración, de trabajo a conciencia, de juiciosa reescritura vivida a pie de obra, como una de las entregas mejor acabadas de la poesía española de los últimos decenios (5).

Aunque escrutar las razones substantivas que no hicieron factible la publicación de Sangre en el bajorrelieve al amparo del "Grupo "El Olivo"" pondría al descubierto, a buen seguro, el constructo ideológico con que los aparatos culturales giennenses articularon la transición política de la provincia desde el régimen autoritario del General Franco hasta el orden democrático de la Monarquía constitucional, no procede ahora, sin embargo, sino aproximarse históricamente, si quiera sea grosso modo, al estatuto cosmovisionario definido por el poeta de quien este artículo da noticia bibliográfica. Entrando en materia sin más dilaciones, sépase, así pues, por lo pronto, que los tres primeros libros de Diego Jesús Jiménez se publican al inicio de la década de los sesenta, a las puertas de la España desarrollista, cuando los errores del objetivismo militante propician que el movimiento novísimo comience a cobrar su prometedora razón de existir y los poetas neorrealistas de la "Generación del Medio Siglo" se internan a conciencia por la agotadora madurez de sus vidas y sus obras. Sí con la primera de sus entregas, Grito con carne y lluvia (1961), un largo poema cercano a los doscientos versos, Diego Jesús Jiménez se para a contemplar el estado de sus sentimientos, aprehendiendo y ensanchando la substancia crucial de la tradición arraigada de nuestra literatura, con la segunda, La valija (1963), nuestro poeta demuestra haber tomado buena nota de la lección material que le dicta el vigoroso realismo de su ser desarraigado. Decidido, en consecuencia, a vivir la poesía como recurso para conocerse y a recurrir a la vida como modelo con que comunicarse, el vitalismo gnoseológico de Ámbitos de entonces (1963), el tercer tanteo inicial de quien ahora nos ocupa, presagia, no obstante, el irracionalismo radical desde el que Diego Jesús Jiménez, ante la encrucijada poética que marca el declive político de las fervorosas dicciones realistas, acometerá sus próximos libros. Que Diego Jesús Jiménez no se disguste si alguien pierde de vista estas tres primeras muestras de su obra -él mismo, en suPoesía reunida (1990), las adelgazaría al aunarlas bajo el título de Primeros poemas (1961-1963) no debiera, con todo, equivocarnos: aunque Grito con carne y lluvia, La valija y Ámbitos de entonces no son, en el fondo, sino tres ensayos poéticos de una voz en pos de su propio vitalismo expresivo, no es imprudente asegurar que la textura verbal que delimitan estos libros constituye, a nuestro ver, la pancromada matriz materialista de que se nutre tolo el universo cosmovisionario que alza la obra de quien ahora nos interesa.

El libro con el que Diego Jesús Jiménez alcanza el unánime reconocimiento de público y crítica va a ser, con todo, La ciudad("Premio Adonais de 1964": 1965), cuya respiración existencial intensifica, de una parte, el vitalismo gnoseológico que había informado sus tres primeras entregas y enriquece, de otra, la tradición neorrealista que aún alimentaba la poesía hegemónica de aquellos entonces. Toda vez que nuestro poeta despliega a lo largo de La ciudad una honda preocupación por confesarse antes que por lucirse, no es de extrañar que este libro se alce, en efecto, como una paciente indagación en la voluntad de ser dichoso, como un vasto examen de la realidad del fracaso y como una sólida tentativa de rehacerse en lo vivido. Visto que la cosmovisión donde se asienta este poemario conduce al madrileño a preguntarse por los emblemas y razones de su destierro existencial, no debe sorprendemos que nuestro autor entreteja su testimonio metafísico con el ámbito donde suceden su soledad y su desamparo de hombre. Así las cosas, parece oportuno defender que el dispositivo emocional y la factura estilística que sostienen La ciudad no sólo se fortalecen con la potencialidad meditativa que depura su espacio sino también con sus misteriosos versículos de música quebrada. No resulta azaroso, por ello, de un lado, que La ciudad ordene su materia poética en complicidad con el paisaje, ajustándose a una estructura eliotiana -cinco largos poemas o rondas-, ni, por otro, que, poco después Coro de ánimas (1968: "Premio Nacional de Literatura de 1968"), desde la escéptica desazón de la amarga memoria de todos, desde la tregua vital que imponen el olvido, el amor y la infancia, eleve un cántico a las cosas sencillas, entone una oración por las grandes tragedias cotidianas y profiera un dicterio ante el miserable desorden del mundo. Sépase, por lo demás, que Diego Jesús Jiménez vuelca en Coro de ánimas su intimidad amorosa, su experiencia vital con el arte, su desconsuelo ante el pasado y la muerte. Por el sesgo reflexivo con que indaga en la simbología de su mundo, con este poemario nuestro poeta se asoma al territorio de su madurez, ofreciéndonos el espectro espiritual de su inabarcable combate existencial con el tiempo, con la realidad absoluta de su propia escritura, con su voluntad de ser ante el misterio del amor. De aquí, en resumen, que el clásico objetivisrno mágico de Coro de ánimas, donde nuestro autor experimenta la pulsión surrealista de lo visionario mediante una plástica verbal de alto voltaje vanguardista, aúne con fuerza y autenticidad las dos direcciones matrices de su poética, esto es: la autobiográfica o lírica y la conceptual o épica. En la medida, así pues, en que el madrileño sabe dar el salto cualitativo de lo elegíaco a lo dialéctico, del lirismo del yo al objetivismo del nosotros, su sobria voz se ensancha y consolida en la firme dimensión del compromiso. Y es que estamos, ciertamente, ante una poética de hondo calado moral, y de graves contrapuntos visionarios, en la que su autor, con la amarga lucidez de quien quiere arraigarse con el mundo, con la serena compostura de quien no desestima al individuo, se desvive en la suma y la resta de las pequeñas cosas de todos los días.

A tenor de lo dicho hasta el momento, no es aventurado mantener que, cotejada con el patrimonio lírico de sus coetáneos, la sólida gramática imaginaria de Diego Jesús Jiménez se singulariza no sólo por el temple existencial con que se encara ante las vicisitudes de la historia, sino también por la llana humanidad con que se sobrepone al confuso conflicto de la vida. Por desgracia, pese a la innegable personalidad de la poética que examinamos -fiel consigo misma, atenta a la palabra y empapada tanto de razón histórica como de sentido común-, el grueso de la crítica sigue sin reconocerle a nuestro autor la novedad de su hallazgo en el conjunto de la poesía española del último tercio de este siglo. A la vista de que el heterodoxo irracionalismo cosmovisionario a que se acuerdan La ciudad y Coro de ánimas ya presagia, asimismo, no pocas de las conquistas verbales que el informalismo ortodoxo layetano quiso hacer exclusivamente suyas para presentarse como rupturista en el umbral de la poesía española de los años setenta, no estaría de más preguntarse si la apuesta ideológica de Castellet y sus Nueve novísimos, si la nostálgica algarada tardovanguardista alentada por el crítico catalán -años antes, como se sabe, entusiasta abanderado de las escrituras comprometidas-, supuso en verdad un mero cambio de moda, un corte cosmovisionario real o simplemente fue, por el contrario, el último de los impagables servicios patrióticos con que los patrones políticos de la cultura española del interior, abrumados por la aventura hacia la democracia que el país tenía inaplazablemente que emprender, intentaban demostrar tanto que nuestra vasta postguerra social ya había concluido -como decretaba, según ellos, la definitiva defunción del realismo poético peninsular al que había dado pie la parda economía gramatical de la dictadura- cuanto que la deseada normalización política de la España de Franco ya estaba a punto de hacerse realidad -como presagiaba, según los vaticinios de los cerebros más seniiotizados de este mismo grupo de intelectuales, el efervescente renacimiento cosmopolita abierto por el inmaculado metalenguaje novísimo. Sea como fuere, lo que sí cabe afirmar es que la innovación estética experimentada por la poesía española a comienzos del último tercio de este siglo algo tiene que ver, a buen seguro, con obras como la de Diego Jesús Jiménez, quien, asumiendo todas las contradicciones artísticas de la encrucijada histórica de su época, al igual que buena parte de los poetas de la «Promoción del Príncipe», nunca incurrió en la falacia -tal y como harían, mediado de los setenta, tantos presuntos novísimos con sus engreídas confesiones teóricas- de destacarnos su poesía como el principio fundamental de la razón de la ruptura con la tradición realista de postguerra. Sobrio anticipo de las claves más meritorias de la vasta eclosión culturalista, no sería arriesgado sostener asimismo que la cosmovisión definida por el Diego Jesús Jiménez de La ciudad y Coro de ánimas, atento a la vigorosa lección de compromiso que dictaran los mejores poetas sociales, consciente de que determinados socialrealistas -entusiastas en exceso- venían retratando la mezquindad de su época a partir de un lenguaje con demasiadas fisuras, contiene incluso, y muchos años antes de la muerte de Franco, si bien sin refugiarse en los perezosos balnearios de la tradición al acecho de las domésticas sombras de la pureza, no sólo los fundamentos radicales de la nostálgico introspección metafísica en la que varios faraones novísimos acabarían empantanados llegada la hora de su cacareado segundo momento generacional, sino también los del arraigado constructo figurativo por el que algunos ilustres rezagados de la «Generación de los 70» terminarían encallando en la patética sintaxis tardogarcilasista popularizada con los finales de este siglo.

Con Fiesta en la oscuridad (1976), el sexto poemario édito de Diego Jesús Jiménez, calificado por la crítica más lúcida como una de las mejores obras líricas de los últimos tiempos, el proceso cognoscitivo que acomete la poética con que estamos, mágica como los atributos de su irracionalismo expresivo pero consciente ante la turbia navaja de la soledad y el dolor, ahonda en el asombro visionario de su propia textura, con lo que desemboca, a la postre, en la vieja frontera donde la vida se enreda con la frustración, el miedo y la muerte. Poema total, como una hoguera iluminando la noche, e inquietante, como la experiencia de una emoción refugiada en su transcurso, la racionalidad surrealista de Fiesta en la oscuridad acentúa el misterioso objetivismo vertebral de la obra en curso de nuestro autor y sobrepasa el epigónico aleixandrinismo castelletiano de los primeros anos setenta. Al acometer, asimismo, una acerada disección de nuestras hoscas condiciones humanas, esto es: de las mentiras con que todos nos gobernamos de ordinario, y una indagación obsesiva en la razón cultural de nuestros procesos creativos, esto es: en la vitalidad de la difícil belleza, los poemas de este libro desentrañan la fábula agónica del hombre ante la nada, alentando una ficción de verdad que presagia el germen cosmovisionario de que arrancará el intimismo postvanguardista de la poesía de la década siguiente. Contrastado el realismo barroco que encarna el culturalismo visionario deFiesta en la oscuridad con el venecianismo de salón propio del historicismo novívimo, imaginario poético tan de moda durante la coyuntura cultural de la segunda mitad de los años setenta, es necesario repensarse no sólo si el empalagoso escapismo culturalista acaso pudo ser, en el fondo, el evasivo constructo ideológico de la arrebatada transición política del país a la democracia tras la muerte de Franco y la restauración de la Monarquía, sino también si las componendas críticas sobre el segundo momento generacional de la trova novísima sólo son, a la larga, el canto de cisne que confirma que los menos capaces de la legión veneciana configuran un continuum con nuestra doméstica poesía de postguerra. Receloso ante los aparatosos preciosismos venecianos, ante los efímeros frutos culturalistas tantas veces difícilmente verosímiles, quede claro, en suma, que con Fiesta en la oscuridad, una reflexión medida y minuciosa sobre las matrices históricas de la eclosión culturalista, Diego Jesús Jiménez sopesa y nos entrega la experiencia existencias de una biografía asolada en la memoria de todos.

En lo que toca a Bajorrelieve (1990), en cuya elaboración -ya se sabe- nuestro poeta estuvo trabajando desde 1976, quede dicho, de entrada, que constituye el audaz desarrollo narrativo, la alucinada crónica política, de una experiencia vital corroída por el sangrante paso de la historia. En virtud, así pues, de su carácter marcadamente épico y coral, sus poemas se alzan, en sustancia, como un friso realista donde la palabra solidaria de Diego Jesús Jiménez, sabedor de las implacables argucias del poder y de la ruin desmemoria de este tiempo, denuncia la irreversible explotación del hombre por el hombre, la cruel agonía de la libertad y las insidiosas imposturas del arte de siempre. Notario irracional, si se quiere, de la infame situación de la España inmediata, el madrileño, al tanto de las cartas marcadas del empirismo idealista, que se representa la naturaleza de lo literario como un proceso de extracción de la verdad esencial del individuo, i. e.: que escamotea los fundamentos históricos en que descansa la práctica del arte, nos desenmascara el atusado alcance del oficio de poeta. Así lo prueba, sin duda, que Diego Jesús Jiménez dibuje a pie de obra un alzado teórico de la contradictoria razón de la práctica poética, con lo que nos plasma las señas históricas de la desolada belleza del arte. Siempre atento, en resumen, no sólo a la magia fraudulenta de los discursos artísticos, sino también a los apaños dialécticos que guardan entre sí parecido y materia, no es imprudente afirmar que la obra de nuestro poeta, uno de los primeros disidentes del descriptivismo contenidista de la lírica engagée, enarbola la misteriosa pureza de lo irracional como útil visionario de conocimiento individual y colectivo. Al edificar, así pues, la memoria de su experiencia de la mano de la imaginería esmerilada de sus sueños, desde los que enraíza verbalmente ética y estética, la obra de Diego Jesús Jiménez se solidariza con la suerte de los desprotegidos, desmiente la naturalidad de la ideología dominante y se cuestiona, en fin, el papel que juega la flor resentida de la literatura en la ajada historia de este tiempo. No se olvide, por lo demás, que toda la gramática del libro se nos perfila no sólo como imago artis sino, antes bien, como imagohistoriae, como la imagen más reveladora del mundo en que vivimos. Procede asegurar, en consecuencia, que el perspectivismo simultáneo que informa BajorreIieve conforma un Guernica de los horrores cotidianos y domésticos, en cuyo tejido formal se manifiesta, por más señas, el contenido acumulado por la historia de la angustia de los hombres. Que Diego Jesús Jiménez conciba la literatura como la más fecunda manera de obrar en el presente, como el transcurso de unos signos interactuando en la historia, nos coloca, a la postre, ante una concepción del fenómeno artístico con la que es factible objetivar la conciencia social cosificada por el sistema de valores vigente. Al explorar a conciencia lo real verdadero del ser humano en el mundo, no parece discutible mantener que el neoirracionalismo sensato que engarza la cosmovisión desplegada porBajorrelieve cumple una honda indagación ontológica, desmintiendo, por más señas, el tardorrealismo figurativo y el posibilismo neoclásico, los dos decretos que ordenan la España literaria de los primeros gobiernos socialistas (1983-1992).

Escrito a partir de 1990 -el año de la publicación de Poesía, el volumen donde Diego Jesús Jiménez tiene reunida su producción desde 1961 a 1976, y de Bajorrelieve, cuya poética inaugura la órbita cosmovisionaria que ahora amplía la factura de este libro-,Itinerario para náufragos, el último poemario editado por nuestro autor hasta la fecha, disecciona, de una parte, mediante una incandescente dicción surrealista que describe el fracaso que nos incomunica y detiene en lo peor de nuestras condiciones civiles, el rostro salvaje de nuestras afueras más cercanas, allí donde nuestra civilización muestra impunemente su crueldad y deja ver las entretelas de su disfraz presuntamente ilustrado, esto es: el desastre real de esta época despiadada presidida por la soledad, la mentira, el miedo y la muerte. Revivida como espacio propicio y esencial para que la memoria involuntaria haga acto de presencia dialéctico, la naturaleza constituye otro de los territorios cartografiados por la música objetiva que Itinerario para náufragos despliega: testigo arqueológico de los criminales errores de la esterilidad de nuestra Historia, purificada matriz de la vida donde transcurre el lenguaje camino del ser de sí mismo, lugar ameno donde aún le es dado al ser abandonarse a su mirada, ponerse a salvo del tiempo y reconstruir la imagen crucial de su existencia, en sus escenarios queda impresa la respiración proustiana de nuestro autor, incansablemente tras las huellas visionarias de ese yo suyo del pasado que custodia la maleza del olvido, ese yo indemne y perdido del que la veloz y poderosa impostura del presente nunca será capaz de apoderarse. Partiendo de la base de que la poesía es anticipación sensible de lo real auténtico, esto es: conocimiento emocionado de aquello que sólo puede ser aprehendido por medio de esa otra razón fundada por el arte, Itinerario para náufragos, comprometido testimonio realista del diálogo adusto entre las palabras y las cosas, escruta, por lo demás, la materia prismática con que el lenguaje cobra cuerpo, la ácida experiencia que encarna la literatura y el vacío problemático que el poema abre ante el lector, responsable último, en fin, de cargarlo de sentido y completar vitalmente su silencio inconcluso. Reconocida la voluntad hermenéutica que informa Itinerario para náufragos, donde es factible tomar conciencia, por cierto, del valor de los símbolos puestos en juego por Diego Jesús Jiménez a lo largo del curso de toda su obra, no se pase por alto que el libro que nos ocupa, al salvarnos de las ruinas del tiempo y del discurso de la muerte, no sólo se constituye como la potente formulación teórica de la manera esencial con que Diego Jesús Jiménez ensancha vitalmente las dimensiones cordiales del voltaje ético de su poesía, sino, antes bien, como la encarnadura crucial que ejemplifica cómo aún es posible a finales de este siglo hacer de la poesía una experiencia histórica rigurosa, útil y decente. Apuesta estética radical en favor de la asimetría, la materia, el barroco, la belleza y el amor, advertido quede que el trobar clus que vertebra Itinerario para náufragos nos da noticia sobrada, con todo, de la incansable vocación realista de su autor, siempre afincado, no obstante, en esos territorios de vanguardia donde aún le es factible al ser anonadado de esta época dialogar consigo mismo ante la historia de su propio infortunio.

Llegados a este punto, baste añadir a modo de epílogo que la poética de nuestro autor, divergente y peculiar, asentada en la tradición pero conocedora de sus límites, demarca unas coordenadas donde se conjugan, en virtud de una voluntad unánime de estilo, los sentimientos que revelan con las razones que descubren. Toda vez, por tanto, que Diego Jesús Jiménez trastorna los valores con que la crítica ordena el periodo en que se sucede su obra, su concepción del poema, que no provoca rupturas, y su actitud para con la poesía, que no engendra trayectorias, lo singularizan, como ha destacado recientemente Manuel Rico en su penetrante monografía sobre nuestro poeta como una de las voces más personales y auténticas del panorama poético de la España reciente. En resumen: no viviendo de la poesía, sino con ella, la nota más sobresaliente de la cosmovisión de nuestro autor radica, sin duda, en la fortaleza con que se resiste de veras y por derecho, esto es: desde la indemnidad de una palabra fundada en un yo que no se distrae del conflicto racional del hombre con su entorno, al agotamiento vital que desequilibra y atrapa a no pocos hombres y mujeres de esta época. A la vista del narrativismo histórico, el memorialismo dialéctico y la encarnadura política con que se adensa la textura cosmovisionaria de la poética de Diego Jesús Jiménez no estaría nada mal, en fin, ahora que parece agotado el constructo ideológico lírico de la movida cultural de la última década, esto es: el neoclásico tardorrealismo posibilista de los poetas de la experiencia figurada, que los últimos realistas del siglo, los sucios, los que últimamente parecen estar rabiosamente de moda, supieran utilizar los singulares procedimientos plurales que aún atesora nuestra inagotable tradición de vanguardia. Que eso es lo que viene haciendo, si no nos equivocamos, Diego Jesús Jiménez desde hace tres décadas. Que ese es el territorio por que sigue avanzando Itinerario para náufragos, la última entrega hasta hoy de quien sigue empeñado en salvarnos mediante la razón material de su música.

 

(1) Queda registrada la patente novísima con Nueve novísimos poetas españoles (Barcelona, Barral, 1970, 263 págs.), antología donde José María Castellet pretende enterrar los socialrealismos peninsulares celebrando el informalismo tardovanguardista que definen las poéticas de Manuel Vázquez Montalbán (1939), Antonio Martínez Sarrión (1939) y José María Álvarez (1942) -los seniors- y de Félix de Azúa (1944), Pedro Gimferrer (1945), Vicente Molina Foix (1946), Guillermo Carnero (1947), Ana María Moix (1947) y Leopoldo María Panero (19481 -lacoqueluche.

 

(2) Aunque la generosa elasticidad de la etiqueta crítica "Promoción de los 60" ha permitido que su nómina acoja a infinidad de poetas expulsados del paraíso novísimo, casi todos los acercamientos que se ocupan globalmente de la poética del grupo la caracterizan barajando las obras de Miguel Fernández (1931-1993), Joaquín Benito de Lucas (1934), Manuel Ríos Ruiz (1934), Ángel García López (1935), Jesús Hilario Tundidor (1935), Rafael Soto Vergés (1936),

Félix Grande (1937), Joaquín Caro Roniero (1940), Diego Jesús Jiménez (1942) y Antonio Hernández (1943).

 

(3) Poesía última. Eladio Cabañero [1930], Ángel González [1925], ClaudioRodríguez [1934], Carlos Sahagún [1938], JoséAngel Valente[1929] (Madrid, Taurus, 1975, 193 págs.).

 

(4) A pesar de las muchas contradicciones ideológicas de los miembros de "El 0livo", muchos de ellos, incluso, estrechamente vinculados con el aparato cultural del franquismo, no se puede negar que el premio instituido por los olivistas -a nuestro ver, de acuerdo con las obras que lo merecieron, su proyecto más coherente- se configura, pasados los años, no sólo como el episodio literario más notable del último tramo de la postguerra giennense, sino también como una muestra singular y fidedigna de las poéticas heterodoxas en la España de los años setenta. Por desgracia, desaparecido de su tutor de toda la vida -Diego Sánchez del Real (1932), por motivos laborales, se marchaba de la provincia en 1980- y huérfano de su valedor económico -la Diputación de Jaén, constituido su primer gobierno democrático en 1979, dejaría de apoyar el certamen-, han tenido que transcurrir casi veinte años para que la séptima edición del "Premio Internacional "El Olivo" de Poesía" (1997), luego de la fallada a finales de 1978 en favor de Diego Jesús Jiménez, cobre cuerpo otra vez bajo el patrocinio del Ayuntamiento de Jaén. Como refrendo de nuestra opinión sobre el premio con que estamos, quede noticia, en fin, de la valiosa nómina de sus ganadores y finalistas, a saber: en la primera convocatoria del premio (1969), dotado con diez mil pesetas y la edición del libro ganador, fueron galardonados, ex aequo, el granadino Juan de Loxa, pseudónimo de Juan García Pérez (1944), por Las aventuras de los... bang (Jaén, El Olivo, 1971, 51 págs.), y el cubano Julio Enrique Miranda (1945), por Jaén la nuit (Jaén, El Olivo, 1970, 39 págs.). En la segunda (1970), con igual dotación que la anterior, obtuvo el premio Mass society (Jaén, El Olivo, 1971, 43 págs.), del granadino Juan Vent Cos, pseudónimo de Juan José Ruiz-Rico López-Lendínez (1947-1993); quedó finalista el leonés Agustín Delgado (194t), con Lo que arroja el mar (inédito), cuyos poemas, junto a otros, conformarían, años más tarde, Espíritu áspero (León, edición de autor, 1974), recogido en De la diversidad. (Poesía 1965-1980) (Madrid, Hiperión, 1983, 245 págs.). En la tercera edición, que hubo de aguardar hasta 1973, se alzaría con el premio -dotado con la publicación del libro y cincuenta mil pesetas en metálico- Memorandum (Jaén, El Olivo, 1975, 44 págs.), del gaditano Fernando Quiñones (193l); los finalistas -que se adjudicaron, respectivamente, treinta y veinte mil pesetas- fueron los granadinos José G. Ladrón de Guevara (1929), por su Sólo de hombre (Granada, Universidad, 1973, 71 págs.), y Nicolás Rico Morales (1943), por su Enlodaremos la muerte de los lirios, inédito hasta la fecha. En la cuarta convocatoria (1974), dotada como la anterior, el premio fue a manos de Salustiano Masó (Madrid, 1923), por su libro Amor y viceversa (Jaén, El Olivo, 1976, 46 págs.); llegaron a la final el boliviano Pedro Shimose (1940), conAl pie de la letra (Jaén, El Olivo, 1976. 48 págs.), y el granadino Álvaro Salvador (1950), con Los cantos de Iliberis (Jaén, El Olivo, 1976, 43 págs.). En la quinta (1976), que mantuvo la dotación de las dos anteriores, se hizo con el primer premio el conquense Rafael Alfaro (1930), por su Objeto de contemplación (Jaén, El Olivo, 1978, 50 págs.); resultaron finalistas el sevillano Joaquín Márquez (1934), por La lluvia traducida (Madrid, Aldonza, 1978, 49 págs.), y el madrileño Alberto Barasoáin (1935), por su Dar oídos a sordos, que continúa -creemos- inédito.

 

(5) Disponer de Sangre en el bajorrelieve, el original inédito que obtuvo ""El Olivo" de Poesía de 1978", nos ha permitido, cotejado elBajorrelieve édito de Huelva con su primera redacción premiada en Jaén, examinar el complejo proceso ideológico de producción de esta obra, caer en la cuenta textual del afán perfeccionista de nuestro autor y establecer una edición crítica anotada de este poemario -crucial, a nuestro ver, dentro de la cosmovisión poética de Diego Jesús Jiménez y uno de los más significativos de la poesía española del último tercio de este siglo.

 

 

2do Artículo de Presentación

por Luis García Jambrina

 

La concesión de un premio literario se nos antoja un acto de justicia poética. Éste es el caso de Diego Jesús Jiménez. Los que lo conocemos bien sabemos que su carrera literaria ha sido larga, dura y solitaria, como la de un corredor de fondo. Por eso, nos hemos alegrado tanto con ese Premio Nacional de Poesía que, un año después de serle concedido, le acaba de entregar, en un lugar tan emblemático como la Biblioteca Nacional de Madrid, la ministra de Educación y Cultura. Con él, no sólo se ha premiado un gran libro, Itinerario para náufragos, sino también una trayectoria en todos los sentidos.

Nacido en 1942, Diego Jesús Jiménez pertenece por edad a la llamada generación del 68 o de los "novísimos". De hecho, figura junto a varios de ellos en la temprana Antología de la joven poesía española elaborada por Enrique Martín Pardo en 1967. Sin embargo, tres años después, su nombre ya no aparece en la escueta nómina de la Nueva poesía española, del propio Martín Pardo, ni, por supuesto, entre los "nueve novísimos" seleccionados en 1970 por el crítico José María Castellet. Este hecho, unido a sus muy dilatados silencios poéticos -es un autor que escribe poco, sólo lo necesario-, hizo que su valiosa obra fuera quedando un tanto relegada dentro del panorama de la poesía española de las últimas décadas. Su reciente inclusión en la excelente Antología de la poesía española, 1960-1975, preparada por Juan José Lanz, y los tres importantes premios cosechados por Itinerario para náufragos (1996) -el Gil de Biedma, el de la Crítica y el Nacional- han venido a reparar en cierto modo esa injusticia, y sobre todo, han hecho que por fin su obra se difunda como se merece: son ya varias las ediciones del citado libro y muy pronto va a aparecer una reedición de su anterior obra, Bajorrelieve (1960).

En su poesía, Diego Jesús Jiménez nos ofrece una visión del mundo centrada en el perpetuo misterio de la.vida. Pero a él no le interesa desvelar ese misterio "batalla perdida -según nos confiesa- de antemano por el creador", sino "plantearlo, mostrarlo, nadar en él, vivir en é1 sabiendo la imposibilidad de desvelarlo a través del arte". De ahí su escepticismo con respecto a las posibilidades de la palabra por conocer la realidad. Y es que la labor del poeta no es conocer la verdad -tarea imposible-, sino soñarla. De hecho, la verdad del poema no es otra cosa que esa inmersión en lo desconocido, en lo misterioso, en lo oscuro de la vida. Todo esto, en fin, ha dado como resultado una poesía hondamente reflexiva y desmitificadora y una estética esencialmente barroca. Itinerario para náufragos es, en este sentido, la culminación lógica de la trayectoria poética de Dieg Jesús Jiménez. Pero no estamos sólo ante su mejor libro, sino ante uno de los mejores y más significativos de la poesia española de los últimos veinte años. El fruto de la labor callada y solitaria de un auténtico corredor de fondo.

Diario ABC, Martes 13-10-98. Tribuna Abierta.

 

3er Artículo de Presentación

por Javier Bello

 

Pier Paolo Pasolini, el poeta asesinado en Ostia, una antigua ciudad cercana a Roma, termina un poema de Las cenizas de Gramsci con la contemplación de la figura sensible de un muchacho que canta. El poeta se dirige al muchacho diciéndole: "En tu inconsciencia está la consciencia/ que de ti la Historia desea, esta Historia/ en la que el Hombre no tiene más violencia/ que la de la memoria, no de la memoria libre... / Y quizá ya no existe otra salida/ que la de dar a su ansia de justicia/ la fuerza de tu felicidad,/ y a la luz de un tiempo que comienza/ la luz de quien es lo que no sabe.". La representación del pájaro como origen y fundamento inmotivado de la poiesis generadora del poema se encuentra presente como una constante a lo largo de la obra de Diego Jesús Jiménez. El pájaro que abre y cierra con su canto Itinerario para náufragos (Madrid, Visor, 1996), su último poemario, adquiere la consistencia de la figura que eleva la voz para cantar en el poema de Pasolini. El primer verso de "Ángel de oscuridad", la pieza que cierra el libro de Jiménez, asocia esta tácita presencia en vuelo a la condición de la palabra poética. El verso que dice "Libertad aparente la palabra en el aire" instala a la conciencia en la reflexión, tan poderosa siempre en este autor, ante los poderes y los límites de la palabra poética. "El canto popular", título del poema referido de Pasolini, encuentra en Diego Jesús Jiménez un inconsciente y consistente heredero. La conciencia de la poesía, parecen decirnos, termina cuando ésta cae en la cuenta de que sólo "es lo que no sabe" y que únicamente más allá del fin de su sabiduría el canto se constituye como tal para acceder a su propio proyecto de conocimiento. "No te quieras complacer en lo que entendieres (...) sino en lo que no entendieres" diría José Lezama Lirna, donde dice Juan de Yepes, llamado de la Cruz.

Diego Jesús Jiménez ha estado de camino en la geografía de lo desconocido, en la jaula de su propia oscuridad ("La claridad/ siempre es distancia; apenas un intento/ de llegar a la luz.", dice), y ha regresado para alumbrar con la luz de esas profundidades la conciencia que establece que la sustancia en la que vive la palabra poética es el sueño, el único limite de la materia de la poesía. El sueño de la contemplación, puerta de entrada hacia lo oscuro, transgrede los límites de la realidad. Sólo en el vuelo hacia la oscuridad el canto parece cobrar sentido. La palabra oscuridad, sus símiles y sus antónimos, se encuentran asociados constantemente en la obra de Diego Jesús Jiménez, a presencias aladas: "(... ) La claridad destiñe a la materia; envilece el sonido/ de las palabras, quema las sombras, desvanece el recinto de los sueños/ y el lecho donde amaban./ En qué perdido paraíso, sobre qué antiguas nubes/ rezan por ti mis ángeles. Qué negras alas llevan/ mi cerebro a tu cuerpo.", escribe el poeta en "Fiesta en la oscuridad", poema que da título a un libro editado en 1976. La belleza sorpresiva de la aparición de la voz poética -pájaro, ángel o vuelo, portadores siempre de un secreto-, esa belleza fundamental para la conciencia del hombre ante la constante inclemencia de la Historia, adquiere la consistencia no del total dominio del conocimiento, sino la de la lucidez que otorga lo desconocido, lo que nunca se acaba de entender del todo como existencia imnotivada. "La luz de quien es lo que no sabe" define, creo yo, la materia de la poesía y el ser fundamental que la acompaña: aquel sujeto favorito de Pasolini, aquel que no conoce sus derechos, los limites precisos de su existencia referida a la existencia de los otros.

Itinerario para náufragos se abre con una cita de Fernando Pessoa: "Quien soy y quien fui son sueños diferentes". "La naturaleza del hombre es el sueño", escribió Shakespeare en Ricardo III, paradojalmente, una de las representaciones más consistentes y acabadas de la maldad humana y el crímen político. El desconocer los límites de la realidad conlleva el ingreso en el dominio, aún más ajeno y tortuoso, del hecho poético, cuyo único límite material, la palabra, entrega al sujeto lírico una consolación final: la transmutación del poeta, quien, desde la sustancia de la realidad, se transfigura para encontrar la amarga comunión consigo mismo, ese imperturbable otro, en la sustancia del sueño. La transubstanciación del sujeto poético de Diego Jesús Jiménez se encuentra en la encrucijada que conforman Historia y conciencia individual ante la aparición del canto, donde se enfrentan mortalmente Mirada y Tiempo: "Celebra la mirada/ una batalla con el tiempo... / Y pensando en la Historia (...) ves derramarse el tiempo." La mirada de la contemplación elimina al Tiempo y une conciencia e Historia en el acto de la palabra. El mundo, una figura indescifrable, se hace visible en la belleza: "En la antigua arquería, los fragmentos/ de una inscripción indescifrable, poco a poco, se han ido convirtiendo/ en pequeños reptiles disecados: belleza aniquilada/ que aún deslumbra a tus ojos.". En ese "Espacio para un sueño", título de uno de los poemas del libro, Historia y Tiempo son sueños de otro sueño.

Itinerario para náufragos está poblado de párpados, ojos y miradas. Éste, su último libro, insiste, más que las obras anteriores del autor, en la autoexposición de la mirada: un rasgo de madurez de la conciencia del acto poético como contemplación. La mirada es mirada del sueño: "( ) No sabes ya si vives,/ o si sueñas y has muerto y no te has dado cuenta." El lugar de la contemplación convierte al poeta en una sombra, una presencia fantasmagórica que toma conciencia de la calidad de la propia representación. La muerte es una puesta en escena que la mirada destroza: la muerte es una ilusión para la ilusión de la mirada. Allí el poeta se haya rodeado de todos los ausentes, la palabra de los poetas que defendieron este lugar de contemplación con la propia vida y no salieron de él aún después de la muerte: Antonio Machado, Federico García Lorca, Pier Paolo Pasolini, Enrique Lihn, Vladimir Maiakovsky, Jorge Teillier, Alfonso Alcalde. El sueño quita consistencia al ser en tanto materia de la realidad, altera el sentido de lo contemplado, permite ver a través de la oscuridad -única luz deseada- todo lo que integra lo otro. El canto, existencia sugerida a través de elementos alados, construye lo que se contempla: "Los malvarreales, centinelas de acequias/ y de ruinas, la claridad del humo/ de esta tarde de octubre, edifican el reino que contemplas.".

Nietzsche animaba a los artistas a seguir y perseguir sus propias percepciones y creerlas verdaderas, desidentificarlas de aquellas sombras de la caverna de Platón, es decir, declararlas ante los aduaneros de turno como imágenes que tornan ilusorias las evidencias de aquello que llamamos realidad. El ser humano no puede conocer la realidad, afirmaba Chomsky desde otra perspectiva, sino sólo la representación que él mismo, como colectivo, ha hecho de ésta. El ya mencionado poema de Diego Jesús Jiménez, "Ángel de oscuridad", afirma la espesura del verso, la opacidad del boscaje verbal donde los "vocablos oscuros" de los pájaros "ilumina" el mundo con su extraña luz abisal, propia y desconocida. Es la palabra la que construye el universo, la propia realidad. El protagonista del poema "El lingüista", "Juan de Valdés, sabia/ que las palabras pueden penetrar la materia/ y, con su luz más diáfana establecer un orden en su universo helado.". Juan de Valdés, al igual que Diego Jesús Jiménez, "Trabajó con las sombras, vivió oculto en la niebla/ de su taller obscuro; en fríos alambiques de vidrio, acontecieron/ los más bellos vocablos. (...)". El "idioma" que derrama el pájaro en el soneto que inicia la sección "Oficio de verano" es la sustancia pura que rompe con la necesaria "verdad del reflejo" que condena a los hombres a ser sólo el espejeo de una idea que los precede y no su propia creación: ser "artistas libres de sí mismos".

El canto, el canto que proviene de la oscuridad, constituirá la retina del ojo que decide contemplar, entre la espesa niebla que siempre lo rodea, y sometido al Tiempo, la Historia como Memoria de su propia tristeza y de la aniquilación moral colectiva. El canto popular de Pasolini es el canto natural del pájaro de Diego Jesús Jiménez y la mirada es el tamiz que nos permite reconocer la confusión del canto social, las voces de ese desconcierto, percibido como un "horizonte de sonidos". La primera sección de Itinerario para náufragos, "Arcángel de ceniza", es un "Homenaje a Federico García Lorca", víctima, como Pasolini, de la violencia política. El libro de Diego Jesús Jiménez da cuenta largamente de una ofensa: el silencio ante esa memoria, la mudez del sentido que no se encuentra tras ese "horizonte de sonidos". La figura de García Lorca es el antónimo de una España apartada de su propio sueño: "Nadie recuerda nada aquí.", se afirma. La mirada del poeta convoca y conjura en el poema el olvido colectivo: esa sutil y extendida forma de violencia política. La mirada del poeta reconoce este panorama para acceder a la contemplación moral del hombre, invirtiendo la jerarquía de los valores de la burguesía cristiana: "Ved que el robo es defensa y la piedad mentira", constata el poeta. La ética de la contemplación declara inútiles el dominio, la esclavitud, el oro, las fortunas: leyes, dioses, religiones son cárceles que prometieron libertad y que decoran nuestro paisaje con las jaulas donde cuelgan las víctimas, mártires de la Historia. El poeta de Itinerario para náufragos, a diferencia del "tiempo nuevo" que anunciaban los versos citados de Pasolini -escritos en la medianía de esta centuria- contempla "los despojos de un siglo que murió entre placeres", y es poseedor de una conciencia de fracaso histórico que pone aún más el acento en la necesidad de la existencia de la contemplación estética.

La profunda visión ética que Diego Jesús Jiménez entrega del mundo sólo es posible gracias al ejercicio de esa contemplación. La poesía de Diego Jesús Jiménez representa la contraparte y la desmantelación de los supuestos de aquella poesía que pretende dar cuenta directamente, sin mediación, de la experiencia de una realidad lineal inexistente. La poesía de Diego Jesús Jiménez es autoconciente de su condición de sueño que mediatiza letra y realidad a través del ejercicio de la imaginación, y hace visible que de otra forma el arte no existe, que sin un intento profundo de descubrimiento de la conciencia es imposible la ética connatural a una estética que pretende diferenciar a la civilización de la barbarie. Negar la conciencia como espacio necesario para el discurso es dar la razón a los poderes que niegan la libertad del hombre.

El muchacho que canta en el poema de Pasolini, el pájaro que despliega sus "oscuros vocablos" en los versos de Diego Jesús Jiménez, serán nuestro último consuelo ante la Historia, la apasionada afirmación de nuestra ilusoria existencia cuando, apagadas las luces que nos protegen de la completa oscuridad, seamos sólo la mirada que nos inventa, nuestra propia mirada. Porque, como sabemos, "La eternidad/ sólo vive en lo efímero."

Señoras y señores, estoy seguro que hoy la poesía no cantará en vano. Bienvenido Diego Jesús Jiménez.

 

Poemas del libro "Coro de ánimas"

 

EL SILENCIO

¿Dónde podré esconderme 
si no es ahí, en estas 
palabras de amor?
                        Ante vosotras, 
hijas del turbio hospicio 
de mi alma -mis dóciles 
doncellas-, llora mi desconsuelo. 
Yo les escribo
a las pequeñas manchas de tinta 
de tus manos, como si fuesen
                                      cartas que debo 
contestar en la noche. Toco el falso 
disfraz, el picaporte 
de tu oscuro colegio; en él 
suena mi vida, discurre 
como un río mi vida.
                         Llega ya el príncipe 
de tus libros azules, sobrevuelan las hadas 
que te ocultan y encienden. En tu cuello alargado 
se oscurecen mis sueños, tus caderas sin nadie
me preguntan; ya llegan 
como calientes besos, como nubes lejanas 
tus rodillas; me bendice tu sombra 
clandestina. ¿Dónde
                        están tus ojos, 
que a todo respondían?
Entonces
eran tus pechos nidos, eran pequeños pájaros 
sin vuelo; eran llanuras, pueblos 
deshabitados, llaves 
de pequeñas iglesias, de alacenas 
vacías.
          Hoy,
que el deseo se cumple, este 
negro silencio de la noche nieva 
en el alma, nieva 
sobre la oscuridad;
                             como la lumbre 
de los romeros o de las aliagas, yo oigo 
tus calladas respuestas.

EN LA MANCHA
(Nocturno)

                   Broma
de aldeanos y frailes
es el trigo; trajín de monjas y doncellas.

                   Vengo al lugar 
de los oscuros arciprestes 
y la locura;
del entierro y el cuévano; de las tinajas 
y el amor.
             ¡Qué estropicio de clérigos 
se oye! Alguien destapa, desde el amanecer, 
las orzas; los calderos 
y el humo.

              Suena el buen despertar 
de las caderas,
los pechos y la música, la luz del vientre 
y el mandil.
                 Altas posadas
trae la voz; adivinanzas y refranes. 
¡Oh!, qué demonios 
huelen a vino y a cartón, a despensa 
y a cámara.

             ¡Como 
los diablos de la harina 
dan sus saltos mortales, gozan estas mujeres 
del aceite y el asma 
con su oración!

             Empiece ya el oficio 
de las brujas; salgan 
los monaguillos del alcohol 
y la gloria.
Vosotros, los concejales del corazón, 
¡a vuestras lámparas! ¡De prisa! 
Vuelen de aquí 
los ángeles; ¡a los tejados con su cantar 
y su lumbre!, hagan sus curaciones 
en la aldea, pisen 
por las alcobas de la luz 
descalzos.

             Sí; rueden los ángeles 
en traspiés, con sus cintas; caigan en el lagar 
del sueño, en el esparto 
de esta orgía;
               abierta está la jaula 
de la locura,
desmemoriadas van las adivinadoras 
de la lluvia, chupan de la garrafa 
y el pellejo. Nada saben después, y traen las brujas 
sus ungüentos, sus bálsamos,

                                           hacen sus líquidos 
para el amor, fórmulas blancas 
para los casamientos; filtros, decires 
para la deshonra; para no envejecer, 
secretos y vendajes.

                  ¡Qué extraña claridad
es esta! Rondan los duendes del organdí 
y el luto; brillan sus dichos 
en las hoces, abren los aceiteros, recomiendan 
el aceite y la sangre, pisan la uva, piensan, 
crecen...
                ¡Ah!, no son libres, 
reconocen la luz 
que está cercana; se martirizan 
en torno al cáñamo,
                              hacen crujir 
su cuerpo y su malicia. Noche 
de altas aliagas 
y sequía, de carretas 
y pozos.
             Pisan la buena yerba 
de los muertos, mujeres con asfixia y grasa, 
con lamparones y jarabes 
ocultos.
            Qué verdadero ruido 
festeja en su cintura; qué cierta algarabía 
se sujeta a sus muslos, chasca 
por las mortajas de su corazón.
                                              Y nace el día, 
caen los desmanes de la noche 
en su fondo. ¡Qué nueva fiesta 
se prepara! ¡Qué retorno! ¡Qué procesión de aparecidos 
es esta, que da aliento a mi alma! ¡Cómo la noche 
tan calmada de voces, hizo herida!

NOCHE DE NAVIDAD

Te veo vivo
y sin consuelo,
padre. Aun a pesar de todo. Viendo 
la vieja calma 
del tilo, la fresca sombra 
del ciprés, la senda 
de la hormiga.
                     Tú, padre, cómplice 
del mal,
no salgas; no saques ya
la oreja y la nariz, que luego 
corres por estos campos 
del trigo, se te hace el paso loco, y tu mala 
memoria, pisa la siembra 
y cantas.
            ¡Que aún pertenece 
a todas estas cosas 
tu dolor!
              ¡Padre, padre! ¿Otra vez?
Vuelve a esconderte. Vaya, vaya... No hay que sacarlo 
de su agujero, porque no ve 
y se ciega
con las cosas; y alborota, y le hace mucho ruido 
la bebida, y el coñac 
le hace ir hasta el pueblo, 
y lo denuncian, y no quiere, en esta Navidad, 
salirse de las casas. Y entra, remueve los baúles, 
las alacenas, saca viejos papeles, 
canela, perejil, y huele, huele... 
cada garrafa, cada orza 
sin vida.

            Y es invierno,
y él se mete en el rio, y su catarro 
tiembla
            junto a los juncos
y la buena hierba. Padre, pero por qué ahora 
bailas, ¡qué bien te veo!,
con qué pareja,
en este amanecer, va tu resaca, qué filtro vas a darle 
sin precaución, qué beso en sus encias 
o en su enagua
sin sangre, o dentro
del sostén.
               ¡Padre! ¡Padre!,
a qué este escándalo; ¿no ves...?, ¿no ves ... ? 
Si ya te lo decía, y no haces caso 
nunca.

          Ven, ven, si tú estás muerto 
ya. Hala, hala...,
no beses más aquí, ¡no le tires del pelo! Padre... 
Si hace seis años de tu muerte.

Pero cómo decírtelo, si saltas, si no oyes, si va tu boca 
casi al alba, y llegas a la alcoba, entras al dormitorio, 
nos despiertas, te vas...
¡Qué amor habrá encontrado, si su aire 
es de cansancio, y su camino es de tijeras y algodones 
y gasas!

Aquí, si cada nochevieja
vengo, si en el bolsillo, junto a la voz de tu cadera
                                                                           pongo
serpentinas, si traigo varias copas de más, y una botella
para ti. ¡Con qué cuidado
se la bebe! Y bromas, trucos, monjas sin cuerpo, ángeles, disfraces
de papel, hadas borrachas,
y alegría al andar; si traigo
mi ronquera y mi vino, la cal
de la pared de casa, aún en el hombro; y echo de la garrafa
como ladrón devoto
mi caridad.
                Si así te sirvo, padre. ¡Pero
qué juerga
piensas! ¡Padre!
                       Y nada,
nada, no se da cuenta que está muerto
y crece.

JAULA

Nada tan triste
para mí, como esta jaula. Cerca 
de baúles; entre rosarios
y calderos rotos. Abandonada, 
al lado de cerrojos 
sin nadie.
Allí,
entre las medicinas
de un difunto olvidado, está la jaula, el alma, 
llena de pájaros
que no conoce aún; silenciosa y abierta; como un nido 
de odio.
            Toca, tócame pronto
-si has de tocar- las alas
de mis oscuros sueños. Abre los patios más umbríos 
de mi memoria. ¿Quién 
es el que cree, que el alma 
es nuestro huésped? Eres la cárcel 
tú, la tienda
de delicadas drogas. Soy tu pecado; yo soy tu oculto 
sacerdote.
                Como
un niño huérfano
entre perfumes venenosos, o entre dulces 
mortales, veo la dicha en ti. Vivo
dentro de tus oscuras habitaciones. Toco sobre tus sábanas, esas horas tan breves
que no encontró mi vida.
                                    El vuelo náufrago
de la perdiz, con el que ahora intento 
navegar, se ha roto.
Y entro en tu casa negra; en los corrales 
del placer, en el jardín 
de los más altos vicios. ¡Sangre 
de qué hermoso animal 
me ofreces! ¡Con qué hierbas malditas 
me recibes! ¡Liga, 
para qué pájaros, preparas! Tu emboscada de músicas, 
atraviesa mi cuerpo 
derrotado.
               Solamente tú puedes
librarme hoy, de mi aburrida y lenta 
libertad sin caminos.

CORO DE ÁNIMAS

Ved ahí el púlpito
de nuestra gloria, ahí el callado altar, los ciegos 
comulgatorios del vicio; la estropeada 
sonrisa de los hombres.
                             Ahí nace 
con el humo
y la paz, nuestra humana discordia. Velas 
bajo la sombra de un último 
cadáver. Un desterrado y solitario coro 
de ánimas, baja del techo 
o de la cúpula. Se oye su voz aquí, en el sonoro 
sepelio de la carne.
                             Solos,
solos ante el sonido de la muerte; solos 
en la alegría, avergonzados 
ante la soledad.
                       ¡Padre!, ¡madre!, tú, vosotros, 
todos, los inútiles
muertos, los distraídos, que con palabras que nunca 
pude entender, me habláis; ¿dónde poneros?; vosotros, los que nunca 
me traicionáis, los más amigos, ¿como os conoceré?.

Mi avergonzada soledad
os ama. Así, así, estériles, pálidos, señores 
del hastió, sombras lejanas 
donde vive el amor, ¡vosotros!, el único deseo 
de mi vida, ¿dónde 
os puse, qué hice 
con tan alto disfraz?, ¿dónde 
pude esconderos?
                            Este
es el oscuro canto
de la elegancia. Os deseo, os deseo, ¡os amo!, seres 
de la desgracia y el fracaso;
                                          yo, 
que os veo con el duro 
silencio de mi vida, 
con la fértil caricia 
de la esterilidad, ¿cómo 
puedo olvidaros?

                          Oigo las voces, entro 
en la clara abadía, piso el refugio 
de vuestro convento. Aquí, 
sobre las piedras frías de este templo, os hablo. Aquí, 
sobre la nieve os beso 
con dolor.

             ¿De qué alta
cartuja, de qué débil
sacristía estáis hechos? Solo,
                                             lo que es cornisa pura 
para la sangre, la herencia inútil 
de vuestro sosiego, la calma 
de vuestra voz, la vacía memoria y el pulso 
desgastado. ¿Dónde, dónde 
podéis estar?
                    Si os hice
ver, si os hice
respirar, si estáis tallados 
con lo mejor que tuve 
y tengo, con lo que nunca 
poseí. Si con todo mi amor oscuro 
me amáis, decidme: ¡cómo!, ¡cómo 
he podido perderos!

Poemas del libro "Fiesta en la oscuridad"

 

FIESTA EN LA OSCURIDAD

Arrodillado ante tu cuerpo. ¡Oh tú!, verdad hecha de flores, apacible paisaje
de reyes y criados dando caza
sobre el jarrón vacío del recuerdo a ciervos encantados
bajo un ciclo de nubes en jauría
y sin paz. Y así la imagen
del séquito encendiéndose
en el fondo del ojo del animal que ha muerto. Brillan las armaduras de los guerreros
que regresan; se oyen en su mirada
los cascos del caballo que cruza
y el frío del relincho. Rocío de la noche, 
sueño que me ha olvidado, eres; imaginada por mi lengua, nacida en el inmenso 
nublo de la memoria. Álzase en el concierto de los aires y en la luz hecha música. 
Inventada apareces, ¡oh tú!, espejo de las sombras, oscuridad de invierno, 
pájaro de las corrientes dibujado en el agua. Hace tiempo 
matáronme. La imagen de la muerte 
reposa hoy en tus ojos. Sueña
el laúd en la alfombra de la noche, olvidado.
           Beso tu corta edad; subo la falda aquella de la infancia, 
llora el deseo crecido en la niñez. Allá sobre el más hondo 
dolor de haber vivido, yo te amo. Mientras, la luna entre los árboles 
quema su sueño en libertad. Como un nido el deseo se sostiene en la cumbre 
de un desnudo dichoso. Otros días
anduve entre las sábanas de la prostitución, donde se acepta nuestro beso
como negocio, no
como naufragio.
                                  Y cae la tarde, y en los ojos del ciervo 
las estrellas se olvidan. Cuántos
cuerpos que me despreciaron, desde el tuyo me aman. ¡Oh!, cuántos 
rostros y pechos y desnudos
nacen de ti, silenciosa y oculta, fiesta en la oscuridad, flor que ha crecido 
sin juventud, y yace
sobre la tumba de su arena, como un dios inventado.
                                                              Sobre el jardín 
cae la lluvia incendiándose. Tras el disfraz de su linaje 
monta el rey en las hembras 
de los labriegos. Cruzan las águilas baldías
del corazón, la cumbre de la sangre. Rara es la complacencia de esta orgía
donde la servidumbre asciende, humillada entre risas 
de licor medieval; movidos por los hilos del alcohol, amenazados 
por la navaja del destino, bufones de este reino, donde tan sólo somos los residuos 
de una hoguera apagada.
                                             Mira nuestros desnudos, ese 
reflejo de oro de nuestra pobreza, ardiendo en la mirada de cristal, tendido en los profundos 
                                                                                                                         bosques 
de los ojos del ciervo que, hace años, mataron. Tu cuerpo es residencia 
y es hogar de otros cuerpos. Sobre tu espalda crecen los milagros, vienen 
a beber de mi sed otras espaldas. ¡Oh! mira, ésa de hombros tranquilos, llena de soledad 
y de humildad, o esa
que respira en asombro, derribada y gentil; o aquella de 
vuelo moreno como el del halcón; o esa otra de ahí , amiga de la noche, 
que no tiene nombre, sino precio; o la que se arrodilla cuando ama, esa 
que nace del olvido y ya tiembla
de amor. En tu cuello indefenso aún vive 
toda la adolescencia y la inocencia 
de aquellos días. Cárcel
y hospital es la luz para los sentidos. La claridad destiñe a la materia; envilece el sonido 
de las palabras, quema las sombras, desvanece el recinto de los sueños 
y el lecho donde amaban.
   En qué perdido paraíso, sobre qué antiguas nubes
rezan por ti mis ángeles. Qué negras alas llevan 
mi cerebro a tu cuerpo. En los altares de la carne cumplen 
el dolor y la vida. Apaga tú esa noche, esa 
que en la mentira crece, que fermenta en la nieve 
del desdén y el olvido. Bajo las cumbres de la tarde 
bajo esa luz que, por un momento, da color de azafrán 
a la senda y al monte, la libertad nos mira 
con sus ojos vacíos. Parece que no fuera 
a cerrarlos jamás.

(EL DEMONIO)

En ningún lugar
es venerado tanto nuestro demonio 
como en las iglesias. Esta es la casa 
de su infancia, y su sucio hospital. Y pasea -¿qué impulso 
o deseo mortal nos traicionó?-, vive 
de las casullas, duerme bajo el oscuro 
rincón de las sotanas. Nada amanece 
tan borracho como él. ¡Subir, y poder maldecir allí 
a la vida! Pero siempre, siempre se nos acuesta 
con el ama del cura, nace 
de entre las cortas
faldas de nuestra orfandad.
                                                  Prueba, prueba el mal vino 
de nuestra sacristía, de nuestro atrio 
o corazón en vela. ¿Sólo aquí es alabanza?, ¿sólo aquí se discute 
su falso precio?, ¿su sombra 
falsa y sin aventura? Miel 
que comeríamos, si llegase a cuajar. Mas como el duende 
de la niñez, nuestro demonio crece 
por nuestra sangre, bajo la pálida vigilia 
de nuestro miedo. Como 
una vieja mañana, piso su habitación. ¡Oh, niños 
rosarieros! No más, no más 
llanto sobre la noche; nunca la voz, el alto 
vicio y escándalo
de nuestra soledad, de vuestra sola 
mirada sin perdón.
                             ¡Oh!, hueco raso del día,
que es ya la noche; acude, abre las puertas tú, deja 
que la mañana pise nuestra alcoba. Aquí, 
no fue el tranquilo
respirar de las sombras; no en el rincón de casa 
vivió el duende, ni bajo la chimenea de nuestro ocio 
guisó su caldo, mojó sus hierbas, sus crisantemos, hizo 
sus recetas, sus fórmulas 
para la salvación. No en este trago seco 
de aguardiente o anís; ni tras la lumbre 
de las putas viejas, hartas 
de malicia y recados, de chismes y visitas, 
se esconde. Ni en la mano invisible 
del ladrón, él está. ¿Dónde entonces?, 
¿dónde tú, bestia inútil, animal sin dueño?, ¿dónde 
tu presencia, que yo tanto he buscado?
                                                          Siempre
bajo el reclinatorio de la incertidumbre, a la sombra del púlpito, cerca
del frescor de la cúpula, de nuestro ser, en vano.
                                                                       Perdida 
la memoria de dios, el fraile 
sólo a ti acude, y por huir de ti 
te toca el ala. ¡Oh!, llegan los ángeles, nacen 
de tu cuerpo los ángeles: en él tiembla 
su amor. De qué odres o sombras 
de mi vida naciste tú; en qué viejos altares 
o sacrificios de mi sangre, recé por ti. Canta 
en la seca llanura del deseo 
mi infancia. Ven, ven como entonces, come 
 de mi bajo
ser que en ti anida. Gracias a ti 
es la ciencia y el mundo.
       ¡Ah, si al fin tú existieras!

AMANECIDA EN CUENCA

A Andrés Moya

    Grata
y bien venida sea
la lluvia que ahora cae sobre el tiempo, en Cuenca. Hondo son 
este que guarda en el umbral del dia a tanta eternidad. Hoy bebe de su sed 
la mirada en el júcar. Tiembla en el aire de la mañana 
toda la juventud y toda
la vejez de la vida. Abrasa y yace con su sombra 
la flor, el verde, el claro 
cernido bajo el pino del sueño 
por donde el agua pasa en serenidad, y crece 
en su paciencia el fruto; y bien madura, aunque quede en el árbol 
la humildad de su trino, como 
una existencia más, una existencia 
que hacia el galope de la nada muriese.
       Es la lluvia, con su tropa en silencio, con su milicia derrotada quién baja
y me despierta. La amanecida es un espejo roto. Hiela 
el enorme ojo abierto de la luz
en el páramo. Como mujeres en costura, entre secretos falsos 
y verdades zurcidas, cose la realidad, da su puntada 
de hilo negro en la noche.
  Huye un guerrero; baila el recado de la lujuria con el de la honradez.
Escondido, asomado a su estrecho ventanal, a su frío desmonte 
nos mira el ser. Todo: lo verdadero v lo asustado 
por la verdad, lo falso y lo mentido, ¡oh, cómo a tientas y en traspiés aún busca 
su aguja y su alfiler, su dedal y su sábana, y allí nace el pespunte, y allí el zurcido de nuestra 
                                                                                                                         presencia.

mira a su alrededor!
    Nadie, sin embargo, pudo soñar aquí. Siempre la luz, siempre la misteriosa claridad del 
                                                                                                                                 día
nos despierta en su sueño.
    Lavo mi ser en ti, ¡oh río del tiempo!, Júcar 
indefenso y tenaz. Sé tú ese vidrio, como el cristal claro de la helada en la noche, ese 
                                                                                                                          sollozo, 
ese ruido que aún busco, que casi veo allí, al raso, bajo la sola vida del hombre.
     Entre ese vino que
pone en mis labios amistad, y entre mi tristeza 
que me defiende y casi
me perdona, ¿qué hay? ¡Oh! río que al recordarte
mojas la infancia todavía, inundas, lavas mi dolorosa juventud, la deplorable y venturosa y 
                                                                                                                              fría 
cima del corazón.
Aún sigue ahí ese árbol, dándole sombra y dicha, y frescor 
a la senda. ¡Cómo esa rama, casi ya sin aliento, aún sirve 
con su vejez al nido! ¡Oh, cómo sigue el suicidio protegiendo mi vida!
    Sobre días remotos
cuaja la luz; se aparece la noche entre prostíbulos, entre trastiendas llenas 
de demonios y de ángeles. Los andamios del aire, estas piedras altísimas, como barcos 
que en un silencio eterno navegaran
el estiaje de la vida. ¿Qué fue de la existencia aquí? ¡Oh! ¿qué hizo el hombre para 
ser así castigado?
   Mientras piso la noche, la noche tuya 
tan lejana siempre, y es el primer albor 
y miro y casi veo
el más alto suceso de la lluvia encendiendo
la aliaga de los sueños, viene, viene desde el pinar
la noche amanecida.

Poemas inéditos (anteriores a "Itinerario para..."

 

CONCEPCIÓN DEL POEMA

I

Las palabras, como los más bellos cuerpos desnudos 
rodeados de flores y de muerte, huyen despavoridas de sus santuarios, de sus inciertos mausoleos de agua
como si el sueño hubiera descubierto que se trata 
no de otra cosa que de objetivaciones disfrazadas, 
de diminutos y radiantes dioses a cuya sombra yace 
su propia falsedad.
El pasado es un sueño, pues, y las palabras
a las que invoco ahora, noches de incertidumbre y llanto, días 
desposeídos del placer de su más alta música, de su frío disfraz. 
Llenas de heroísmo y vileza
buscan en las tinieblas luz; la suficiente claridad 
en las sombras de un mundo en el que la ceremonia de la confusión
deberá resultar imprevisible. Tratase, pues, ante todo, de un paraíso 
lleno de una agradable imaginería, a veces hasta de la más bella precisión. 
He ahí que la vileza misma de la palabra 
como medio convencional de dar nombre y destino -nunca origen- 
sea su propia salvación; su única gloria.
Un dios falso en su altar es la palabra
de la que, sin embargo, el creador no puede -debido a la emoción que en su reino respira-
desvelar el misterio de su mundo. Tan sólo, le ha sido concedida la dura y bella posibilidad
de captarlo y mostrarlo: la difícil belleza 
de aprehender el disfraz con el que las palabras viven.
A estas, aparentemente lógicas limitaciones, añádanse las serenas
palabras de Wolfin: "No todo es posible en cualquier época".
Así la libertad se hallará limitada por la Historia.
Giotto es la imagen del capitalismo florentino.
"El estudio del hombre se convierte en el máximo centro de interés": Masaccio.
¿No formó el mármol el pensamiento de los griegos?
                                 Bajo el cuerpo desnudo de la noche 
una mano piadosa, una lejana voz desposeída 
de su brillante y prestigioso trono
enciende las figuras inmóviles del séquito, ensilla los caballos, ordena a sus esclavos y a sus 
                                                                                                                              siervos 
que recorran el bosque en el que las palabras arden. El halcón en el hombro 
y en jauría los ciervos. Bajo la nieve de las escalinatas, rodeadas de rosas y jazmines, se 
                                                                                                                      desvanecen 
las palabras ardiendo.
               Veo en el bajorrelieve, junto a la entrada de palacio, 
unas imágenes que suceden a otras, cuerpos de piedra consumiéndose, viejas palabras 
como flores o gestos que hoy son dichas, buscadas, 
llenas de realidad y sumisión. Los vocablos galopan como potros el bosque;
su destino es misterio; su resplandor o su silencio 
el sueño de un dios falso herido por las sombras.
                                    Mi vida, una palabra, una palabra solo
verdadera y tenaz, enredada a la muerte.

 

II

   Así el poema busca la realidad 
por vagos aunque sugestivos procedimientos literarios, que
no son sino la sorprendente
y no menos paradójica experiencia del hombre: el simple itinerario de su aniquilamiento.
                                                       Varios signos de
relativa eficacia, tensan la palabra y la oscurecen, la dejan suspendida como si se tratara 
de una figura de guiñol.
                             Repetición de fórmulas, acumulación de imágenes 
sobre cuyos hombros viene
a posarse la Historia. La oscuridad es instintiva, y es de su sueño del que nace 
la realidad: He aquí el Barroco; infinidad de cuerpos que, tras el cristal de la memoria, 
                                                                                            permiten vagamente 
que contemplemos nuestra imagen.
Así el poema es nuestra liberación 
siempre que del enfrentamiento entre el objeto y el lenguaje 
queden aniquilados los fantasmas 
cuyos ojos desnudos incendian la palabra, iluminan su voz 
como si fuera un bosque en el que
detrás de su espesura, se perpetuara siempre el mismo crimen.

                                                     Es así que el poema
nace del odio; del amor como odio; del odio mismo 
como forma de amar.
                               No es un espejo, pues; ni es detrás de ese espejo 
donde nos abrazamos a la luz o a la nada. Es falsa esta manera 
de anunciar nuestra ruina. La música 
de una forma desnuda, yace tras el cristal y, es necesario, para podernos contemplar en ella 
no sólo su existencia sino que, al mismo tiempo, nuestra mirada y el cristal del que 
                                                                                                                   hablamos, 
construyan ese espejo.

¿Cómo, si no,
acabar derrotado, ahora, tras la terminación de este poema?

 

III

No es la posesión ni el ocio quienes 
hacen que la vida sea digna 
de ser vivida.
                   No son conceptos de prestigio, 
en su más honda y fría concepción medieval,
los inseguros planteamientos que, ahora, podrían incidir
en la composición de este poema. Sin embargo, según los humillantes
y honorables rasgos de la Antigüedad, el poeta es excelso 
intérprete de mitos, es profeta y vidente, su trabajo es misterio 
y su palabra, impersonal y lúcida, es adivinación 
y mágica locura.
                        No basta
con nombrar a la rosa. Deben ser ofrecidos sus pétalos de forma 
que el vocablo y las letras que lo componen ardan bajo la ira 
de un diminuto dios que olfatea su muerte.

Dibujar en el agua una flor; descomponerla luego
arrojando una piedra, u otra flor, al estanque donde vivió su imagen.
                                                 Destruir y crear. He aquí
                                      dos palabras, dos bellos gestos que
nos producen placer. ¿No surge el arte
de las más dolorosas y turbias experiencias
de la razón? Construir un paisaje
con las ruinas de otro, y con la sombra de un vocablo 
iluminar la vida.
                      He atravesado así
el santuario en el que las palabras son destino 
y origen, tiempo sobre el que razas primitivas
transcribieron su historia. Signos, trazos helados, cuyo llanto es eterno.
                                                                 Fríos
restos ornamentales, inseguro silencio,
voces conscientes de su finalidad, cuyo rumor es canto.
                                                                                  Lejos de la función mágica 
con que la imagen fuera concebida al principio, 
nos entristecen hoy sus lejanos colores porque, en ningún momento, las frías huellas 
de la belleza como especulación
es lo que contemplamos. Un bello juego
que la mano del hombre convirtió en magia más tarde. Sólo así pudo el arte 
poseer una forma: féretro o jardín donde reposa
su efímero esplendor. Palabras dibujadas 
como halcones heridos, como sueños 
que la luz del otoño aniquilara. Formas 
que no fueron pensadas como ornamentación y, sin embargo, mediante joyas y amenazas 
-Miguel Ángel, Rafael...-, crearon en la bóveda 
una lejana historia
herida de belleza. Belleza herida por la belleza misma.
                                                                               Las flores, 
cuyo séquito nos repite su imagen infinita, lloran sobre la alfombra 
y el tapiz de palacio: Su presencia es el arte.

 

IV

                              Acaso este poema me devuelva, mordidas 
sus flaquezas, y no sea lo sutil que debiera 
ni tan astuto como indican 
los más lúcidos manuales sobre el comportamiento 
de la expresión. En la fina moldura 
que los vocablos tienen para unirse con otros, hállase disfrazada 
la verdad del poema.
                              Así
una caótica enumeración de palabras mortuorias 
ofrecerían el aroma 
que en la muerte se ignora.
                                        Es así que 
tanto la muerte como la belleza, son conceptos 
amablemente desprestigiados por su inexactitud.
                                   La magia 
no envilece a las cosas: las consagra 
en su altar misterioso
                             donde el tiempo no existe.

COLOR SOLO

¿Cómo, entonces,
salir de aquí? ¿Intentar la aventura 
de salir de este tiempo 
de desolación?
                  El verde claro
que nos trae la alegria y la esperanza, no como el del musgo o el de las botellas,
llenos de incertidumbre y de sollozos, o el verde ya oxidado
del tiempo; ni tan siquiera el de la manzana o el del oleaje
porque no tienen ojos ni cintura. Ni los verdes del puerto, porque están en silencio; ni 
                                                                                                                    aquellos
que nos dicen adiós desde las estaciones o desde la ventana.
Ni el de los cuarteles o el de las casullas
porque jamás dan flor. Yo digo el verde de la infancia
que no nos deja solos nunca, y vive y sueña
y morirá con nosotros; o el de ese vestido
que lo levanta el aire a nuestro paso, y nos mira y acepta desde
su inocencia infantil; no el de ese otro
que anda desde la amanecida en bata
y nos ve con recelo; ni ese que está siempre
con los ojos en blanco; ni el que se santigua
porque no tiene fe.
                           Yo hablo del verde que está solo 
y que es aventura, del verde de los mares 
porque no tiene rumbo, del que nace en los sueños 
porque no nos olvida.
                               Hablo del verde 
que nos mira a los ojos 
y jamás siente miedo.
                                 Zurbarán lo pintaba 
con racimos de uvas y en mesas florecientes. Yo lo recojo ahora
del juego de esos niños que están ahí, en las sombras, 
cerca de casa. Toco ese verde 
que se encoge de hombros 
porque es inocente, y sus pechos me miran 
ligeros como gestos, tiemblan 
de amor bajo las estrellas.

inéditos en la edición de Poesía (Barcelona, Anthropos, 1990)

Poemas del libro "Itinerario para náufragos"

 

ESPACIO PARA UN SUEÑO

Escondido repite,
por cipreses y yedras, un pájaro su canto.
Celebra la mirada
una batalla con el tiempo esta tarde de otoño 
incendiada de nieblas. Y pensando en la Historia 
-una nube de polvo en el paisaje, 
las piedras estañadas por los tonos azules 
que ha dejado la lluvia en las almenas- ves derramarse el tiempo.

En la antigua arquería, los fragmentos
de una inscripción indescifrable, poco a poco, se han ido convirtiendo 
en pequeños reptiles disecados: belleza aniquilada 
que aún deslumbra a tus ojos. Es el tiempo 
que, como los ríos, huye
-rehén de sus espejos-, al obsesivo espacio de cuanto no ha vivido.

Si debemos morir, ¿por qué la vida,
sobre cualquier lugar de la memoria, continúa esperándonos?

Aletargados por el sol, decoran el silencio 
cuantos signos contemplas.
                                         Tan sólo purifica
la calma vegetal que respiras, el canto del jilguero
que la enramada oculta. Así habitas su edad
llena de sufrimiento; la geometría invisible de su música eterna.

Los malvarreales, centinelas de acequias 
y de ruinas, la claridad de humo
de esta tarde de octubre, edifican el reino que contemplas.
                                No sabes ya si vives,
o si sueñas o has muerto y no te has dado cuenta. En sus altares 
lo irremediable de la Historia es venerado. Nace de las orillas de un infinito océano 
la luz cansada de cuanto te deslumbra. No otra cosa difunde 
su corazón ahora, que no sea la muerte 
que continúa latiendo.

EL TEMBLOR DEL SILENCIO

I

En el jardín del claustro
vence el tiempo a la luz. Dos leones alados 
a los que nace entre sus fauces musgo, mantienen 
con sus formas de piedra 
una pelea acuática: batalla de reflejos 
cuyas llamas inundan de belleza el estanque.

                                                    Un lejano esplendor 
ilumina el recinto que la mirada crea, sirve para decoración 
de la memoria. Hay en las rejas sangre y, entre la fronda del bosquecillo próximo, 
guerreros que se ocultan asediando a la nada.
Nunca coincidiremos con la muerte. Nuestros ojos se pueblan
de imágenes que, al mezclarse, destruyen 
los diferentes ángulos de visión de su puesta en escena. 
Cualquier espectador, al habitar el nombre de la muerte, asiste 
al opaco sonido de un espacio que es único: un paisaje desierto, 
sin perspectiva alguna, donde la luz proyecta su reflejo sin vida.

Brilla en su infierno verde el corazón del bosque 
y en la fronda podrida de la alberca 
posa sus sedas de calor el verano.

                                                   Ves el temblor
del tiempo. Las flores que se abren 
en el jardín, iluminan la ausencia de cuantos defendieron 
este lugar que te convierte en sombra.

 

II

            Contemplas
los despojos de un siglo que murió entre placeres. Todavía 
el hedor de sus sótanos y el rumor de sus fiestas 
incendian las ciudades.
Ved el espacio en llamas, la combustión del aire: los edificios 
de los cuarteles y de las catedrales; el fulgor del dinero 
y su oleaje sobre el horizonte; ved 
el corazón de piedra 
de la ciudad, sus inmensas fortunas
trasladas de una página a otra de la Historia por los mismos esclavos.
Todavía se adoran en los templos sus dioses, y las leyes 
-incluso las que nos ofrecieron libertad-, conocedoras 
de que nuestras costumbres seguirían haciéndonos cautivos, son las mismas.

Nos disfraza el pasado con sus más bellos trajes
y el tiempo, que convierte en leyenda la sangre de los héroes, 
nos miente. Imprecisas imágenes, ambigüedad de formas 
giran en la memoria. Las flores 
hierven movidas por el aire, y un agreste paisaje 
se remansa en los prados. Como música antigua, 
la luz gastada por la arquitectura 
se desliza en los muros. Los pálidos colores 
con que oculta el pasado su derrota 
iluminan el templo.

                               En las ruinas,
queda una claridad de yeso mordida por la muerte; caen del tiempo los copos
de una ceniza enferma. Y en tus ojos, que celebran lo efímero,
arde la soledad de toda gloria.

 

IV

        Coronada de mártires, seguida 
de notarios y astrónomos, dueña de navegantes 
y teólogos. La comitiva de la Historia 
cruzó por estas lomas transportando sus jaulas
con exóticos pájaros, construyendo prisiones y murallas, patíbulos 
y altares, plena
de venenos y joyas.
                             La recuerdas 
en los primeros libros de la infancia, ilustrados 
con las mayores aberraciones y crímenes, vestida de serpiente, 
disecados sus labios lo mismo que en los mapas los nombres 
de las ciudades y los ríos.

La memoria repite una retórica sucesión 
de desiertas imágenes, un confuso cortejo 
de lejanías plateadas y nieblas.
     La Historia es un lugar estéril, donde los hechos suelen 
ser razón del error, donde son perseguidos por la muerte 
los sueños, y en el que todas las ciudades tomadas 
son infieles.

Ves regresar el tiempo, lamer
como un reptil cansado con su cuerpo los muros 
donde el escudo de armas, todavía con savia, 
envejece en su gloria. Las ruinas tienen algo 
de distancia que arde, un resplandor de luces desterradas.

Cruzan, las figuras sin sombra de la Historia, la tarde; y ves crecer las flores
que nacen siempre en las edades muertas.

ESCOMBROS DE LA LUZ

         La mugre de la Historia
depositando sus opacos barnices en la policromía, 
rescoldo ahora de su propio esplendor.
                                 El tesón con que el tiempo restaura 
la grandeza de un arte en sí mismo perverso, embriagado de joyas 
y concilios, dueño
del corazón de las ciudades.
                          En el coro las sombras
iluminan los cuerpos de desnudas novicias
carbonizados por los siglos, la lujuria tallada en la erección del sexo 
con la que el confesor escucha, complacido, el triunfo de la carne. 
Imágenes, todas ellas, que excitan
la piedad en los fieles y el temor al infierno. Erizadas maderas
por ángeles caídos y fantásticas bestias. Lo mismo que el gran falo 
advierte del castigo convertido en serpiente, labrado sobre el pubis un racimo de víboras indica la impureza de una joven doncella 
cuyo rostro termina en un pico de ave. Victoriosos demonios ofrecen
el abrasado aroma del deseo a la noche.

                                            Las vidrieras tapizan
con sombríos morados y azules invernales las bóvedas; oscurecidos verdes 
sin floración ni savia, púrpuras en brasas, geometrías yacentes 
en escombros de luz, callados ocres 
cuyas ruinas descienden la pared iluminando un cielo 
fantasmal y sagrado. La desnudez redonda de los ángeles 
torturados de gloria en retablos y pórticos, los fantasmas 
                                                      del mármol, el aliento del aire 
inundando de seres invisibles la infancia. Se oxidan
en un incendio de resinas y ceras, la destreza del orden 
con que el poder se une a su enferma liturgia, la sensación de eternidad 
de todo cuanto ofrece su fulgor a la nada.
                                              Este lugar 
que intenta ser el reino de los cielos, nos muestra 
en sus formas absortas, el exiguo valor 
de la vida en la tierra. Mas, el creador, qué poco 
debe a la libertad; acaso 
los helados ropajes y el enorme vacío 
con que el arte disfraza sus épocas de tedio.

                               En la breve capilla 
una luz femenina envejece a la santa que concede favores. 
Milagros disecados en la pared, conforman 
el museo de cera; lirios envenenados de silencio los hábitos, 
en cuyos pliegues duerme, para siempre, la luz; 
amortajada la blancura en los trajes de novia: exvotos 
que el delicado carnaval de la muerte devora.
                                                       Superstición y magia 
son origen del arte. Así en el fresco llameante en la bóveda, 
utilizadas sin piedad, estas formas ensayan con torpeza 
la imitación de un ámbito sagrado. Más
desde la eternidad, la belleza no existe; el creador recorre 
el camino contrario.
                             La eternidad
sólo vive en lo efímero.

ÁNGEL DE OSCURIDAD

       Libertad aparente la palabra en el aire; 
la espesura del verso,
penumbra iluminada por vocablos oscuros.
Solitarios, los pájaros, recorren 
como una sombra más las sombras en el bosque.

                                                             La claridad 
siempre es distancia; apenas un intento 
de llegar a la luz. Ángel perverso 
y bello, donde la noche anuncia 
su lenguaje habitable.

Nunca hallarás, al otro lado de estas sombras,
vida alguna; luz que te aleje, pájaro de las tinieblas, con sus nombres ambiguos 
de las ruinas del tiempo.

EL LINGÜISTA

Es ambición hermosa someter las palabras.
Reclamaba el lingüista
la precisión del tiempo para nombrar las cosas.
Conocer los arroyos, las escondidas sendas de los sabios, y las noches
abrasadas de flores; dónde el lenguaje abre sus palabras más justas.
Juan de Valdés sabía
que las palabras pueden penetrar la materia
y, con su luz más diáfana, establecer un orden en su universo helado.
Trabajó con las sombras, vivió oculto en la niebla 
de su taller obscuro; en fríos alambiques de vidrio, acontecieron
los más bellos vocablos. Destilaba la razón en matraces, calentaba sus pétalos
en busca del aroma que las palabras dejan en el aire al nombrarlas.
Atravesó la noche donde el silencio habita 
los perfumes más cálidos. Ese resol perdido 
incendiando la tarde por las hoces de Cuenca 
iluminó su frente. Y acaso viera al cielo, con su escritura pálida en las aguas,
transcribir la belleza, la exactitud de toda su penumbra infinita.

Que la palabra nombre con su sabiduría, llene de sonidos exactos y de luces precisas
nuestro conocimiento. Si es en los ríos donde se detiene 
sea fría su música, transparentes y frescas sus dormidas imágenes;
transcurran las palabras reflejando el silencio
o queden derrotadas recorriendo sus bóvedas, entre polvo, a la sombra
de sus casas en ruinas, si acuden a las plazas vacías de la Historia. 
Someter la palabra, Juan de Valdés, es ambición hermosa, 
pues que así se da nombre y destino a la vida, la materia ilumina 
su corazón cerrado.

CALDERÓN DE LA BARCA, 41

      Los artesanos, sobre la lejanía de la tarde, formaban 
un horizonte de sonidos.
                                 Las bengalas del frío 
encendían la noche entre las hortalizas 
de las huertas más próximas como una ciudad lejana. 
Rodeada de templos y patios escolares, yo vivía 
el deterioro de aquella casa familiar 
en Cuenca, donde algún tostadero de café, 
teñía con su aroma el invierno, como se tiñe ahora
de una luz sin origen la memoria.
                                                Recuerdo así la imagen
de san Antonio en la penumbra, su mirada ofendida 
de oraciones obscenas; veo el tren en la noche atravesando el túnel 
que formaban las sillas en el recibidor; los soldados caídos en el juego de bolos, su muerte de madera; como flores crecidas
en las riberas de un abismo, aquel campo de encajes en el que levantaban 
mis tías, un altar familiar sobre la cómoda: Jesús crucificado, santa Rita 
             de Cassia, santos
Sebastián e Isidoro -obispo de Sevilla-, imágenes 
como llaves barrocas que encendían 
el calor del verano derramado en la alcoba.
                                Era un lugar sagrado
para mí. Recuerdo
los cajones abiertos de la cómoda, su soledad 
desordenada, mi infancia atravesando 
con temor sus tinieblas. Me estaba prohibido, pues 
según mi madre, allí había medicamentos venenosos;
más en vano buscaba yo el perfume de sus flores de hielo; cada objeto añadía
a mis ojos más dicha.
                                Rodeado por un silencio antiguo,
un silencio buscándose a sí mismo, abría los misales para ver sus estampas, el vacío dolor 
                                                                                                                                    que
deja la muerte de los desconocidos en los recordatorios;
la crueldad de un paraíso oscuro, como si alguien de la casa hubiera hallado
su única salvación en la muerte.
                   Había nidos de alfileres y cintas, recortes de periódicos
de París y de Genova; manuscritos sermones
que nos amenazaban con el fin del mundo; un rosario de pétalos de rosa,
cabos de velas y un farol entre túnicas
como un pequeño sepulcro de cristal; restos de procesiones
y revistas de moda. De su interior salía
un aire humedecido por los años, una respiración
de capilla cerrada; encajes de las sombras los velos, las mantillas.
                                               En su fondo aún los trajes
de una primera comunión
como desfallecidos ángeles; viejos devocionarios
y una Biblia antiquísima como una teología
cuyos dioses hubieran huido de sus páginas. Me producía un temor blanco
una pequeña urna, como si al levantar su tapa
fuera a encontrarme un rostro transparente mirándome. Guardaba en su interior
un mechón de cabello como musgo angustiado. 
                                          Y había cajas metálicas
de carne de membrillo con paisajes franceses
que contenían sortijas y collares, cremalleras y broches
que a mí me parecían nidos
de pequeños reptiles y que, ahora habitan la memoria
con sus formas sagradas.
                                      Las cajas de zapatos
contenían postales y láminas de mártires; una navaja envuelta en un papel de seda
como un crimen oculto; fotografías familiares
en la calle de Lauria o en las dehesas de Priego. Los ojos de mis tíos ya muertos 
parecían pensarme en los retratos.

                                                  Algunos días antes
de llegar el verano, uno de los cajones de la cómoda
reinaba sobre todos. En él se abandonaban
los vestidos antiguos en los que yo veía los más bellos disfraces.
Flotaban en la espuma de las grandes toallas, 
como si se tratara de los desaparecidos cuerpos de la infancia,
los bañadores de mis primas. La ropa del estío
dejaba por la alcoba una sombra de encina y brillaban los ríos y los pájaros
y, por entre las arboledas, huían de sus cofres los cánticos
de los conventos próximos. 
                                         Acercaba a mi rostro
suavemente sus blusas, y encendían las horas de la siesta los antifaces negros
de los sujetadores, las medias que extendían en llamas
sus alargadas sombras. Su roce acariciaba
la superficie del sonido de su carne en mi cuerpo. Como el de la ceniza
era estéril su rostro; y quedaba en mí, oculta,
la sensación de haber martirizado
su vida virtuosa.
                       Oía yo el silencio, entonces, de la casa; 
un silencio de olmo deshojándose.

                                          Como si lo que ya no existe 
estuviera aún cautivo 
en la desierta imagen de las cosas que miras, y fuesen 
príncipes asesinados en su trono cuantos nombres pronuncias, 
atraviesas la luz
entornada del tiempo: un lejano rumor de sonidos nevados, la indefensa blancura 
que la muerte conquista.

de Itinerario para náufragos (Madrid, Visor, 1996).