I

Mi grotesca figura se vislumbra en un espejo. Sobre su marco, adornado por recortes de impíos pájaros, se posan innumerables espejos pequeños. En ellos descansa mi rostro y su imagen deforme. Pero especialmente en uno de aquellos fragmentos, alguien lo intercepta: una bailarina danza horizontalmente sobre su superficie. Su cuerpo se mueve independiente del silencio que reina. Mas, a lo lejos, incluso más allá de los espejos, consigo percibir la caída de la nieve en el polo.

El crepúsculo ha ingresado a la habitación y todos los objetos que aquí persisten poseen escondidos soles rojos. En cada uno de los muebles atardece. En las talladas flores de piedra atardece. En los morados retratos atardece. La ventana se cierra para siempre, como una tumba. El aire sostenido es hecho prisionero entre mis carcomidas murallas. Sin embargo, mi grotesca figura es vista por alguien en un espejo. Estoy desnudo: desde el fondo del pecho de la bailarina se vierte música:

Si escucharas esa música, recordarías el blanco de mis ojos. Y el alba de mis puños vacíos, la suerte de la duda al mismo tiempo que la del fracaso. Construiríamos perfectas puertas en imperfectos umbrales.

  Entonces,    habitaciones blancas nos defenderían del miedo.

Habitaciones blancas. Con mis brazos alzándose hacia el cielo y mis piernas penetrando la tierra; con mi garganta bebiéndose mi propia boca, la música destruye mi débil balanza. Se derraman todos los objetos de mi habitación: sombras de animales. Todo así se vuelca  cuando se quiebra mi balanza por aquella música. Y los fantasmas quedan libres y arrastran sus cadenas por los pasillos de mis tímpanos.

La nieve ha caído en el polo. Los hombres se refugian en sus iglúes blancos. La noche boreal lentamente se va instalando sobre las cabezas, como un sombrero agujereado por gigantes.

La bailarina sigue su marcha infinita desde el labio de mi frente a la rótula ocular. Se baña en mis lagrimales, se introduce por el umbral de mi pupila; atraviesa todas mis córneas posibles y, como un insecto melancólico, se instala en mi lóbulo temporal. Allí come, devora, carcome lo poco que queda. Duerme. Luego de descansar un instante sigue su marcha, para volver a roer las ruinas lobulares que permanecen después del vacío.

Profundas cicatrices tengo en mi rostro. Yuntas de buey las han abierto y hombres lanzan semillas de espino en ellas. Y en cada flor que nace de aquellos espinos, habitaciones blancas se alzan y me encierran junto a la danza horizontal de una imagen.

Un día, dentro de un día que vivía dentro de otro día y así, en numerosos y distintos días, pude haberla amado. Pude arrancarme la piel con sólo posar mis dedos en el pecho. Debí beber su sangre y dibujar con mi lengua la exhalación del sol en la secuencia del silencio. Galopar sobre la hiedra que encierra caballos o fijar los ojos en todos los paisajes estáticos que la máquina calla. Y ese día pude haberla amado, pues ella, tan viva como los desiertos de fobia, se había presentado en mi habitación blanca.

Antes de hablarle registré las ventanas y las puertas: estaban cerradas. Busqué orificios en mi cuerpo, alguna abertura. Arañé los fondos planos del espejo. Nada hallé. Sin resultado, en mi imagen busqué trucos desconocidos. En el reverso de la bóveda celeste registré las enormes enredaderas que la sostenían: las arañas proseguían la labor con sus tejidos a la expectativa. Entonces no había posibilidades. Pensé que todo lo que me rodeaban eran agujeros con formas que yo desconocía.

Me acerqué a ella y le dije:

-¡Qué lindo día yace en esta blanca habitación!-.

Ella no se movió. De sus labios deshojados se desprendía una frase:

-No persigas. Todo lo que te rodea es un gran agujero, habitaciones blancas.

Y de pronto se acercó a mí.

Vestía de verde. Aunque a veces el negro, que de alguna parte supuraba, daba batallas. Pero el verde siempre imponía a su hoja sobre ese negro. Lo domaba, lo engañaba, le hacía retroceder. Lo aprehendía en su tonalidad y laberintos edificaba para perderlo. Y así, en todo su cuerpo, el verde era un vestido adherido a su carne.

Sin embargo, se acercó más a mí.

Vestía de rojo. Rojo sudaba la tela de su piel, rojas costuras bordaban su entrepierna. Rojo el tallo de sus pies, rojas las raíces de sus dedos. La cabeza le sangraba en torrentes de cabellos que caían a sus hombros, y así, lo inundaban todo con aquel color. Hasta sus labios. Hasta su lengua. Hasta el piano de sus dientes tocaba rojas melodías. Pero el negro que comandaba tropas intestinas, atacaba aquella roja lengua. Sin embargo, el rojo lo obligaba a retroceder con sus fieras en celo, con su espada victoriosa. Entonces, en duras cárceles, apresaba al negro y lo devoraba.

Luego, se acercó un poco más a mí.

Vestía, aquel cuerpo, de violeta. Sus ojos y sus párpados cerrados, unidos a mis ojos y a mis párpados del mismo modo, eran de aquel color. Pájaros similares adornaban su cuerpo. Estrellas de seis puntas morían en las líneas de su mano. Olores del mismo color, colinas que se hundían, abismos que se inflamaban, seguían al violeta en cada una de sus notas. Y así, manos, piernas y volcanes estallando en lava violeta y seres sepultados bajo las cenizas de idéntico tono. Entonces distinguí el negro peleando frente a él. Le daba muerte en algunos sectores, igualaba en fuerza en otros, tomaba prisioneros y los liberaba cuando el violeta amenazaba con destrozarle un batallón. Hasta que al fin el negro retrocedía y se refugiaba en rincones ocultos, clandestinos, en alguna esquina de mi blanca habitación.

En ese momento, se acercó estrechamente a mí.

No dije nada. No dijo nada. La tomé de las manos y descubrí que estaba vestida sólo con su limpio tul. Yo, desnudo y frente a un espejo deformante, palpé todo su suave traje. Piedras se pegaban en él. Piedras le absorbían el color. Nos trasladamos danzando de ese agujero y nos introdujimos en otro. Ese era el juego. Caer, subir y caer. Nos divertíamos con una risa de abismo que brotaba de mis murallas. Caer, subir y caer. La gran enredadera nos coronaba. Las arañas eran ángeles. Los tejidos, arpas tañidas por ellas. El azar cerraba sus ojos de diosa.

Caer. Nos deslizábamos por aquellos túneles personales. Nunca llegábamos hasta el fondo, nunca la caída tuvo suelo.

Subir. Nos sosteníamos y escalábamos a través de las piedras. Una a una acariciábamos sus cabelleras de cometas dormidos, escondidas y disueltas en el polvo de los muertos.

Caer. Fácil era hallar un nuevo agujero. El mundo entero, ese mundo, era una gran fosa. Nos deslizábamos por aquellos espacios de silencio entre cada objeto. Nunca llegábamos hasta el fondo, nunca la caída tuvo suelo.

Reíamos con la boca negra de los muros. Habitaciones blancas nos defendían del miedo: en las flores de los espinos estábamos bebiendo de nuestros cuerpos. Y en el polo la nieve se acostaba en la tierra.

Entonces ella me declaró:

'La luna dominaba el mar. La noche permitía ver aquel dominio. Las olas se enfurecían contra la roca, pero la luna parecía conforme. Un cinturón de espuma era su muralla. Yo era lo que no soy. Yo era la forma aún sin forma: lloraba tras el cristal del ataúd costero, mientras las gaviotas insomnes me arrancaban los ojos y se los ofrendaban a la luna.

Y así ella podía vigilar todo: perros brindándole tributos con sus aullidos, árboles haciendo penetrar sus raíces hacia la noche, y pájaros dibujando sus delgadas siluetas sobre su cara luminosa. Y el mar queriendo adentrarse furioso en la roca. Y las bestias deseando retornar a sus madrigueras. La luna intacta observaba los corales, atravesando con mis pupilas el vidrio de la inmensa ventana oceánica.

Los corales agitaban la música de un oscuro ultramar, pues turbios peces los flagelaban con aletas y colas. Los corales, en sus cantos que todos creen armoniosos, dejaban desnudas sus más desconcertantes composiciones: melodías sin rumbo, sin parto y sin sepultura; melodías sin destreza, sin talento y sin trabajo alguno; melodías sin dolor, sin horror y sin alegría. Es decir, melodías que se conformaban y vertían en lo más neutro de la vida de un pájaro: posarse en una rama.

Pero la neutralidad de los corales era distinta a sólo una especie de pájaro: el pájaro-violeta, pues éste no tiene alas ni plumas, sino brazos y piel de hombre.

El pájaro-violeta se posa indefinidamente sobre las raíces de un árbol. Esta estructura jamás nace sola, sino con un perro atado a ella. Este árbol es dueño de dos raíces, una bajo tierra y otra que trepa hacia la noche. En esta última, el pájaro-violeta se posa frente a la musa que lo inventa.

La supuesta neutralidad del pájaro-violeta responde a dos fuerzas de origen desconocido. Dos fuerzas, una la del pájaro y otra la del hombre. Dos fuerzas que constantemente disputan entre sí, moviéndose una contra la otra, luciendo batallas y combates duros que lo neutralizan y obligan a mantenerse posado sobre una de las raíces del árbol. Así se diría que el pájaro-violeta es la vida detenida en un segundo. Pero, al escuchar la desconcertante música de los corales, se descubre su perpetua marcha hacia la armonía que él ha creado: su canto es el génesis del árbol, es la madera naciendo del aire.

Entonces la luna, que contempla los corales, también contempla al pájaro-violeta. Y más que contemplarlo, le permite que, por las raíces de los árboles que trepan hacia la noche, pueda llegar a su rostro y ofrecerse como muertas lágrimas que caen a la Tierra por mis ojos.'

La bailarina calla. Recuerdo el mar y la espuma de la orilla lunar. Recuerdo cada uno de los peces que latigan los corales con sus aletas y colas. Recuerdo los galeones que el océano guarda en su baúl incoloro y las voces apagadas que se duermen en sus hundidas proas. Esas proas que dan la base para que nuevos corales broten y sean flagelados por peces que se introducirán, luego de aquella faena, en sus orificios rojos y blancos. Rojos, como el torrente de sangre que brotó desde la cabeza de ella. Blancos, como mis habitaciones blancas.

Abrazo su cuerpo. La textura de sus colores se impregna en toda mi carne. Envuelvo su piel. Su piel también envuelve la mía. Caemos, subimos, caemos. Ese es el juego. Nos divertimos con los párpados cerrados. Caer, subir y caer: cada objeto de nuestro entorno es un agujero. Adivino la enredadera que sostiene al cielo sobre nuestras cabezas. Los ángeles-araña han callado sus arpas, pues han caído, subido y caído en profundos sueños de mariposa. Beso con el labio de mi frente el espejo. Mi imagen se subraya con crayones persistentes y estáticos. Sigo en los pequeños espejos que el marco sostiene. Allí están, reflejando mi rostro extenso y de infinita forma. Pero el paisaje ha variado: la bailarina ya no danza. Repentinamente ha caído al suelo sin haber percibido el golpe, a pesar de que nunca la caída tuvo suelo.

 Caer, subir y caer.

Está muerta. Su tul le tapa el rostro. Sus pálidos brazos se desparraman en el piso y sus piernas se hunden en su recordado canto:

Si escucharas esa música, recordarías el blanco de mis ojos. Y el alba de mis puños vacíos, la suerte de la duda al mismo tiempo que la del fracaso. Construiríamos perfectas puertas en imperfectos umbrales.

Entonces,

habitaciones blancas nos defenderían del miedo.

Caer. La balanza se derrama. Recojo su cuerpo y lo cargo pausadamente, como suelen ser los funerales. Un día, dentro de un día que vivía dentro de otro día y así, en numerosos y distintos días, pude haberla amado. Tomo su cuerpo y lo cargo pausadamente. Mientras, desde las montañas, Whitico llega a devorar hombres en el polo.

Subir. Alzo su frágil estructura hasta las enredaderas que sostienen la bóveda celeste. Le doy sepultura en las fauces de las arañas. La devoran como a una mariposa, dándole honores con sus arpas que vuelven a tañer al compás ondulatorio de los cometas.

Caer. Contemplo mi entorno. Mis lágrimas son bueyes que surcan mi deforme rostro. Adivino que alguien, alguna mano, viene a sembrar espinos que paren flores. Y en cada pétalo de ellas, habitaciones blancas se levantan y me encierran junto a un cuerpo derribado.

Entonces la luna me observa con sus ojos ajenos. Ese es el juego: caer, subir y caer. No nos salvamos del miedo.

Me divierto con el canto de los corales azotados por los peces.

II

Todas las tardes, en el momento difuso en que el crepúsculo juega a la tiniebla con el día, a esa hora en que los pájaros se cansan de ser pájaros y van a reposar inertes sus patas, cansadas de aire, sobre las cúpulas de los hormigueros, en ese instante, voy a medir al niño que vive en un receptáculo de cristal.

Flota en agua transparente con animales transparentes y piedras de oxígeno. Todas las tardes puedo ver su rostro meditabundo y errante, y contemplar mi grata infancia ondulándose en sus cabellos. En las innumerables intersecciones, entre aquellas delgadas líneas que danzan en su espacio húmedo, en lo tenue, en lo cruelmente tenue, se conforma el negro corazón de una esfera que se abre con voluntad de nacer y vivir en sí misma. Dentro de ella palpita una estructura de silencio. Su resplandor es el centro de un metal blanco. Su piedra extendida frágilmente es un espejo cóncavo caído en su fondo. Ese espejo es un tragaluz que todo lo hace difuso e ilimitado. Y, entonces, puedo ser, contemplando la gestación de ese niño, un bufón-rey dormido sobre un caballo de madera.

La persecución del tiempo equivale al poblamiento y  despoblamiento del espacio por la materia. El niño crece. En ciertas tardes, puede ser un féretro antiguo. En otras, retorna en la sal del mar, devorada por hormigas moribundas. Puede cantar las secuencias de la vida y de la muerte en el espacio de un día. Pero, en ciertas ocasiones, una extraña transubstanciación opera sobre sus rasgos evidentemente humanos: su cáliz se derrama en una bestia coronada de diademas con ojos de acantilados, sin dejar de ser, en el negro corazón de una esfera abierta, un niño que vive en un receptáculo de cristal. Esta terrible operación metamórfica se prolonga a dos crepúsculos.

Lo observo, lo mido. El crepúsculo es el auge de su crecimiento diario. Hacia la noche se equilibra todo. Permanece inmóvil captando, sin abrir los ojos, las imágenes que se generan a su alrededor. Despierto. Estoy en un sitio antiguo, en un aire que tiene los rastros de mi menudo cuerpo: todo allí tiene la huella de mis juegos, mi aliento infantil. De pronto, el sol golpea los costados de mis pupilas. El sol y su espejo tocan la puerta de la mansión del mundo. Allí, el pequeño hombre que vive de mis imágenes, le niega el paso, y dice: 'Todo el espacio de este lugar está colmado por un niño creciendo y decreciendo dentro de un cristal'.

En ese momento mi poesía se rompe. Y sólo puedo escribir, una y otra vez en la superficie del cristal que abre sus caras en un prisma, versos que hablan de versos. 

El cristal se oscurece en cada una de sus mejillas. El prisma se pliega al contactar el vacío. Ya no veo el rostro decreciendo entre las costillas de la noche. La tiniebla ha derrotado al día. Duermo.

Amanecer. El hombre que me observa duerme. Su rostro es azul como el vapor que emana del mar cuando el sol entra en él. Pende como un reloj de carne entre los extremos de una esfera:

Duermen los párpados de hierro, duerme el corazón de polen. Todo en él transcurre. La creación del tiempo es sarna en sus manos.

Ha comenzado a crecer todo mi cuerpo. El sol es del tamaño de mi pie. Mi cabeza fluye a través de explosiones de un ojo sin raíces: son aislados hologramas de futuros insectos que reinarán sobre la tierra de mi mente. En ella erigirán sus fortalezas de agua. Sus banderas serán los cuerpos abandonados por los pájaros-violeta. Flamean en la soledad que se oculta en el corazón del aire detenido. Silencio de muerte. Luego, las orugas, se hundirán en el sueño de sus fortalezas y se ahogarán como la nariz de un navío.

Escucho el rugido carnal de mis músculos. Es la música del bostezo del animal cuando nace. Los secos ojos del hombre duermen en el germen de los míos. El brote de mi única pupila traza círculos en el cielo. Dentro de ellos, una mujer mutilada escucha el canto de su mano distante. Ese canto es susurrado en mi oído. La mano me acaricia el tímpano con la ternura de un fantasma. Entonces era la mujer una mujer de cristal que me encerraba en su beso de útero.

Mientras se alarga mi materia hacia la esencia flexible  y elástica del objeto, nuevos seres minúsculos comienzan, a partir de mí, un nuevo crecimiento. Sus cuerpos, apéndices del mío, se levantan sobre mi carne como magmas.  Miles de hombres y animales de lomo plateado inauguran con su muerte la llegada de la vida: desde sus espaldas nacen pájaros que les arrancan las columnas. Este acto es parte del rito de caer. Caer inconscientes sobre la alfombra roja de mi lengua. Morir y dar a luz nuevos vástagos que, a la vez, supuran nuevos seres que conciben a otros: son la alegoría de la continuidad de cada sujeto en su objeto, de cada objeto en su aliento ejecutante.

Mañana. Descubro las imágenes que se deforman a través del cristal que limita al mundo con el mundo. La visión de aquellas imágenes son fantasmas generados por la textura de mi sangre. Sus ondulaciones en los cóncavos espejos refractan mi rostro. He ahí el mar, entre cada roquerío que intenta cerrarle el paso. En mi mente las olas son inmensos planetas con espuma en sus atmósferas: llevan mis células a la arena en que mi tiempo está detenido, como un reloj difunto que llora sal por sus amígdalas de hojalata. ¿Dónde estoy cuando no me escucho transcurrir en la materia? Mi oído busca su nido en lo sordo, como esos hombres que esperan que el vasto océano entre por sus gargantas y los ahogue, para así poder cantar como sirenas.

Mis células son esos roqueríos que al mar le cierran el paso.

Al otro lado del cristal, el hombre ha desaparecido. Sólo queda un rastro tenue de lo que él era en esa coordenada. Su fantasma se pulveriza: el sol con sus espinas le hería los ojos. Y esa es la intensa emoción que invade la piel de su fantasma: la emoción de desaparecer. Solo, en su voluntad de extinción, se carcome en el más absoluto reposo. Devora su holograma, sus sentidos se agotan del mundo exterior; escucha el crepitar de su figura en una hoguera de encierros. La cadena que lo une al vagar se ha interrumpido. Calla. Se detiene. Muere. Es sepultado por poetas infértiles. Sin embargo, escucha sus llantos violáceos y métricos. Sonríe. Una flor sin pétalos le nace del oído. Escucho la vibración de su tallo. Cada vez es más intensa, hasta que mis huesos rompen su piel. Entonces escucho el rumor de mi corazón palpitando detrás del cristal. En el solitario estigma de la flor deposito mi carne, como ofrenda al difunto fantasma. Con ella fabrico pétalos a mis huesos. Huelo. He creado el verbo en la flor de mi animalidad. Esta nueva clase floral es mi olor, mis pétalos, mi tallo. Pero el estigma es anterior a todo. Incluso a la naturaleza que deja caer sus brazos en señal de cansancio.

Mediodía. Vistiendo los astros la mitad de sus trajes, circulo alrededor de mi primer recuerdo. Mi sombra desea adelantarse a mis pasos. Allí estábamos él y yo. El aire me visitaba cuando se detenía el transcurso de los objetos. Frente a mí estaba el huerto con su único árbol. El me observaba con sus pupilas de hormiga y sus párpados de madera. Desde sus pliegues sudaba plasma. En su copa, velaban todos los sistemas en sus triángulos verdes. La música de sus raíces poseía dedos que ejecutaban veloces el movimiento de los atrapavientos: la rosa náutica del mundo encontraba su centro en un perfecto equilibrio. Sólo era mi voz la que poseía un quinto punto en el espacio, gritando dentro de la boca misma del grito: eran rocas chocando con rocas, eran rocas inventando el fuego. Sin embargo, mis piernas también eran enterradas bajo el huerto y trataban de pisotear el corazón de la tierra con su profunda inmovilidad. De pronto, mis pupilas apuntaban al cielo blanco. Y en la copa del verde vino de los árboles, distinguí hombres que reían, recostados sobre sus nidos, como pájaros implumes cuyas alas se pudren.

Mediodía. La luz cae en medio de mi frente. Entonces el árbol se fragmenta en dos raíces. Y dos perros que nacen de su sombra doble arrancan la corteza de las dos mitades. Mi cerebro dividido cae en la tierra y en el mar. Se disuelve como una nave en el fuego. Los hombres que ríen verdemente ebrios talan la raíz del árbol hundida en el aire. Es en aquel momento cuando los perros aúllan prisioneros de la acuosa máquina de lo estático. Y este zumbido que suma infinitos silencios, repta por la espalda de un hombre: desnuda el torso en el altar del sueño. Entonces el aullido es visible en los ojos de un niño que odia el símbolo latiendo bajo su pecho. Ese hombre que odia es el niño dormido en sus percepciones aisladas de la muerte.

Mediodía en el huerto. Los hombres yacen ahogados en la copa de la raíz. Han callado el pudrir de sus alas: se ha deshojado, como un libro cerebral, la rosa de los vientos.

Tarde. Presiento lo preuniversal de mi prerrazonamiento de los preobjetos que me suceden. No diré nada, nada nominaré: mis palabras, antes de nacer, se autoinfieren heridas mortales, suicidándose en ríos espesos y masivos que ansían la abolición del yo. En ese instante, antes de concluir mi existencia en la materia, mi ciclo se cierra cuando un perro cierra su hocico. La respiración murió detrás de mi oído, descubriendo el dialecto de una vida totalmente desconocida por mí. He ahí la predicción. Restos de cenizas carcomían las ruinas de mi aliento. Entonces era el círculo cerrándose en un triángulo verde, posado en el árbol del huerto.

Mi pie ha retornado a la estadía numérica del sol. Se ha posado en el estribo rocoso de las olas. Recuerdo la invención del límite:

He descubierto el estado de crueldad de la espuma. Allí, azotando la orilla, veo la indestructible elasticidad de mis pies que vuelven a su origen difuso. La espuma me obliga a retroceder cientos de años, decenas de épocas, eras, sistemas planetarios. Retrocedo hasta la mente de la ameba que ideó todo este plan de vida y, sin embargo, antes de ese blanco inicial, presiento un útero negro desaparecido de la esfera celeste. Así presencio la crueldad de la espuma: la negación del paso del mar hacia la tierra. Entonces, como un cadáver torturado por las blancas algas que nacen en la arena, descubro al hombre que me observaba vestido de aquella espuma y con la boca sangrando. Traza un camino imperfecto a través del espacio que nos separa. Habla. Su voz llega a mí: 'El mar debe irse a su hogar. Su casa está lejos de la mía. Su cuerpo es como la mente de un hombre muerto que se expande en el hielo'. La voz y su vitral eran de un sonido litúrgico. En su cabeza danzaba la silueta del horizonte. En sus ojos un cristal rojo lo separa de la imagen del mar. El vitral de su voz pasea por la soledad de los colores iconos de dragones de aquel vitral incineran su lengua.

El hombre cae en la arena flagelado por su traje de espuma. El color huye del ruido del movimiento: frente a su cuerpo transita la sombra ausente de su piel, flotando en la brisa cargada de moluscos. Una araña blanca germina desde su ombligo. Recorre su cuerpo. Busca un desierto donde refugiarse. Teje su nido en su boca.

La materia cesa paulatinamente de transcurrir en el espacio. Mi lengua viva ya es sólo un río de vidrio verde. Ha concluido de ser la estructura. La muerta materia ha abortado el tiempo de su existencia, pues a lo lejos escucho el cerrar del hocico que predice lo que está fuera de su habitual ciclo. En mi cuello está el anillo de mis fases. En este anillo están talladas sagas de perros devorando niños. Brazos, piernas, tiernas frentes tersas; los fragmentos humanos son esporas que vuelan hacia sus vientres. Los perros de mi anillo poseen aquellos vientres rellenos de tierra y agua. Allí son sepultados los niños mutilados con sus partes ausentes. Reposan. Unísonamente suelen nacer, a partir de dichos fragmentos, seres desconocidos por la materia y el espacio: seres indefinibles, extensos, tragaluces inalcanzables por las alturas del tiempo. Seres que se tienden en la arena y que jamás son medidos por sus relojes. Seres que no existen ni jamás existirán: sus vidas, sus muertes y sus renacimientos son simultáneos.

No diré nada. Nada nominaré a partir de una señal común. Mis palabras son necrópolis fundadas en las copas de los árboles. Sólo dejaré escrito en el agua:

La materia ha cesado de transcurrir en el espacio.

Crepúsculo. Despierto. Observo un cadáver crepuscular flotando incoloro. Inmóvil, en el receptáculo de agua que lo contiene, sus labios se ondulan como su pensamiento. Despierto. Deseo besar esos labios. Besarlos y percibir la vibración del silencio. Sus labios se ondulan como montañas prehistóricas. El sol se esconde bajo su lengua de muerte. Anoto:

Crear una naturaleza muerta. Un árbol creciendo en un huerto da un  fruto: cuelga con su cordón umbilical atado al cuello. Una naturaleza muerta. Un hombre ahorcado como un péndulo. Observo                      el paso del tiempo en él.                     Amo a ese hombre y a su hora.

Y fue así como vino un joven pájaro de bronce y me arrancó los ojos y, con ellos, todas las imágenes que atesoraba. Nada pudo hacer el pequeño hombre que vivía de ellas. El pájaro voló hacia el centro de la tierra. Cantaba:

¡Oh, centro de la tierra, imán de seres vivos en gravedad y, sin embargo, siempre atraéis a los muertos!

Y el ave broncínea cayó. El centro de la tierra albergó su caída. Descuartizó su cuerpo y hurtó sus alas para crear la rotación de la esfera terrestre y entonces generar los vientos que secreta la rosa. El hombre muerto y sin ojos, suspendido en el aire junto a la naturaleza muerta, observaba el suave galope de los barcos en los cuales germinaba la  flor.

En el triángulo de luz zodiacal, la cuenca vacía de un ojo en fuga deja ver un húmedo astro. Es noche. Ha oscurecido en todos los sectores de mi cuerpo. La luna se arrastra por el calor del mar, tendiendo su espejo en la extensión total del horizonte. Todo se silencia para no despertar al dios marino que me observa en la penumbra. Y yo he visto las tenues, pero crueles, imágenes que ella fabrica: huertos sembrados de hombres. Huyendo de laberintos subterráneos, de palacios negros y rojos, estos hombres interrumpen el tejido del suelo para señalar sus vitales coordenadas. Uno, tres, siete, multitud de hombres inmóviles, esperando ser medidos por mí en capullos de agua. Crecen observando el reloj que da sus horas desde el centro de la tierra, en el canto funesto del pájaro broncíneo:

uno, Morirás en una hora;  dos, Morirás en dos horas;  tres, Morirás en tres horas, ...

hasta alargar mi tiempo a magnitudes de horas, veinticuatro horas: sólo un día para morir todos los días. El segundo crepúsculo se aleja. Su posibilidad se torna remota. Un reloj magistral clava sus números en mis manos.

Nunca podré medir al niño que vive dentro del cristal, en esos días en los cuales su fisonomía carece de cualquier rasgo evidentemente humano. Días en los cuales el crepúsculo dos veces es trizado por los follajes desnudos. Días de bestias coronadas con diademas. La muerte se ha fumado mi corazón. Ella pasea con su traje arácnido que cubre su desnudez arácnida. Se detiene. Teje su nido en mi boca. Me besa. Mi mente se expande en el hielo.

Presiento el nacimiento del límite.