Graciela Queirolo [1]

Desde las páginas de la revista Sur, en 1937, José Ortega y Gasset afirmaba elogiosamente:

Todos saben (...) que (...) cuando haya que dar una tremenda arremetida contra la injusticia, una indecencia o un desmán, la impetuosidad, el coraje y el vendaval generoso que hay en el alma de Victoria Ocampo la llevarán a no poder contenerse y a arriesgar sin reparos su gesto y persona (Ortega, 1995: 188). 

Casi veinte años después, Victoria Ocampo confirmaba, también desde las páginas de Sur, la amistad con el filósofo español:

Los tristes azares de una vida (...) nos habían retenido materialmente en países distantes, prisioneros cada cual a su manera de su visión del mundo, de su interpretación de los acontecimientos (...). Hemos coincido con júbilo y diferido con pesar. Hemos pasado pues por todos los avatares de las auténticas amistades en una época turbulenta y rica en posibilidades de malentendidos. (...) La prueba de la solidez de una amistad (...) es el poder sobrevivir a toda suerte de malentendidos y al oleaje de las ideas encontradas (Ocampo, 1956: 206 y 212).

Pues bien, la mutua admiración que reflejan las anteriores palabras es una buena introducción a las relaciones entre ambas personalidades.  En el transcurso de sus vidas José Ortega y Gasset (1883-1955) y Victoria Ocampo (1890-1979) mantuvieron un diálogo intelectual que se expresó a través de encuentros, cartas, ensayos.  Un tema que indirectamente los enfrentó, a pesar del tono diplomático de las confrontaciones, fue el papel de las mujeres en la sociedad moderna, tema espinoso y óptimo para ricas posibilidades de malentendidos. A este desencuentro se referirá el presente trabajo.

Nuestro análisis recurrirá a la categoría género desarrollada por la teoría feminista de las últimas décadas. Como propone la historiadora Joan Scott, el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos, así como también es una forma primaria de relaciones significantes de poder (Scott, 1996: 289).  De acuerdo con ello, los sistemas de género que estructuran las relaciones sociales, responden a construcciones culturales que establecen las funciones que mujeres y hombres deben realizar socialmente. Dichas construcciones culturales establecen sistemas binarios donde se opone lo masculino a lo femenino en un plano jerárquico, y por lo tanto de poder.

A continuación se hará un recorrido cronológico por los encuentros entre ambos personajes y, en el apartado siguiente, se desarrollarán sus ideas en torno a lo femenino.

El encuentro

En las primeras décadas del siglo XX la ciudad de Buenos Aires vivió una modernización cultural, consecuencia indirecta de la modernización socioeconómica, que se manifestó en la autonomización del campo intelectual junto con la profesionalización de los escritores. Fue así como surgieron publicaciones, debates, espacios de formación, pautas de consagración, públicos lectores.

Este campo intelectual y este mundo profesional en vías de expansión, fueron los que recibieron, en julio de 1916, a un joven profesor de treinta y tres años que era un consagrado en España, pero un desconocido en América [2] . Este primer viaje impactó positivamente en la intelectualidad y en un público más general de la Argentina. Hacia los últimos meses de 1916, se produjo el encuentro entre Ortega y Ocampo. Ella lo recuerda de esta manera:

Nuestro primer encuentro (...) tuvo lugar gracias a la insistencia de una amiga. Me resigné a él pasivamente. Nada sabía de ese joven escritor español desconocido (...) salvo los elogios que de él me empezaban a llegar. Pero me habría abstenido de buena gana de ir a esa reunión que iba a repercutir de manera singular en mi vida. (Ocampo, 1956: 209). 

La cita ejemplifica las positivas repercusiones, manifestadas en los elogios que de él me empezaban a llegar, que  Ortega estaba cultivando entre la intelectualidad nacional.

Victoria pertenecía a una familia tradicional argentina dentro de la cual el destino, casi inmodificable, de las mujeres era el matrimonio y, luego de él, el hogar y la maternidad. Su matrimonio se concretó en 1912, pero rápidamente entró en crisis.  Para la fecha de encuentro con Ortega, Victoria mantenía un matrimonio formal y un amante furtivo, al tiempo que se hallaba ávida de un saber humanístico. Su educación había sido asistemática, desarrollada por las institutrices impuestas por sus padres, por la asistencia a algunos cursos en diversas universidades europeas durante sus viajes familiares, y por una voraz lectura [3] .

Su producción intelectual como escritora se inició en los años 20, con la publicación de un artículo en el diario La Nación, titulado Babel, y con la aparición de De Francesca a Beatrice. A través de La Divina Comedia, un ensayo publicado por Ortega en la Revista de Occidente, que iba acompañado de un epílogo del mismo Ortega. En 1926, publicó una obra de teatro,  titulada La laguna de las nenúfares, editada también por la Revista de Occidente.  Es importante destacar el gesto de Ortega de publicar sus escritos. En esto reside, en parte, la repercusión singular a la que Victoria se refería en la cita anterior. Más aún si se tiene en cuenta que su reflexión sobre la obra de Dante había recibido comentarios negativos de otros escritores profesionales que la habían desalentado [4] .  Sin embargo, a pesar de las publicaciones y de la ayuda de Ortega,  ocupaba un lugar bastante marginal como escritora profesional, en el campo intelectual.

Esta primera etapa de la relación estuvo signada por una serie de malentendidos entre ambos que con el tiempo se fueron limando. Ante un comentario peyorativo de Ortega hacia el amante de Victoria, ella dejó de escribirle, a pesar de la insistencia epistolar de él. No obstante si bien la relación se distanció, no se rompió. Ella no dejó de reconocerle la generosidad, ni él de lamentar su silencio [5] .

Del éxito de esta primera visita de Ortega, nacieron una serie de vínculos con La Argentina. En 1924 empezó su colaboración en el diario La Nación, y fue fundada a instancias de él, la Asociación de Amigos de Arte, cuyo fin era promover actividades culturales. Esta institución auspició sus dos viajes posteriores.  En ella actuó Victoria.

En agosto de 1928, Ortega llegó por segunda vez a Buenos Aires. Era por ese entonces una celebridad mundial. En 1923 había fundado la Revista de Occidente, y la editorial del mismo nombre, ambas de gran difusión en América. Luego de este viaje Ortega escribió dos ensayos aparecidos en La Nación que iniciaron el fin de la relación armoniosa y cordial con los intelectuales argentinos. Tanto en La pampa ...  promesas, como en El hombre a la defensiva, Ortega atacaba la idiosincrasia del hombre argentino, lo cual provocó reacciones adversas a toda su obra.  A partir del segundo viaje, se produjo el reencuentro con Victoria. El intercambio epistolar volvió a hacerse aceitado, así como los encuentros en Buenos Aires, en Madrid, en París. A ella le anticipó a través de una carta que estaba preparando un artículo sobre La Pampa, el cual tendrá la virtud de exaltar tus mejores iras (Ocampo, 1965: 3).

En enero 1931, apareció por iniciativa de Ocampo la revista Sur que se convertiría en la publicación cultural más prestigiosa del país por varias décadas. El proyecto llevó varios meses de gestación y tuvo como mentores al escritor norteamericano Waldo Frank quien, comprendió la necesidad de Victoria de realizar un compromiso más definitivo con la literatura y la cultura de la Argentina (Meyer, 1979: 177), y a Ortega.  Ambos participaron en la gestación de la revista. En julio de 1930, Victoria escribía a Ortega:

Mi proyecto helo aquí: publicar una revista que se ocupe principalmente de problemas americanos bajo varios aspectos y en la que colaborarían los americanos que tengan algo adentro y los europeos que se interesen en América. El leit-motif de la revista será ése, pero naturalmente, tratará también otros temas (...) Espero que en el primer número de la revista se publique tu meditación sobre los guarangos. Es mi más caro anhelo. Y todo lo que escribas en adelante sobre La Argentina será publicado en ella en caracteres especiales. Sólo necesito tu ayuda, tus consejos y tus artículos. Si te negás sería capaz de suicidarme moralmente (Ocampo, 1980: 144-145).

De esta manera, el pedido de asesoramiento era explícito, e implicaba un reconocimiento de la trayectoria intelectual de Ortega. Nuevamente, Victoria volvía a confirmar la repercusión singular del encuentro de 1916. 

Si bien El hombre a la defensiva, su meditación sobre los guarangos, no fue publicado por Sur, ni tampoco, llamativamente, fue Ortega un fluido colaborador de la revista, fue él quien propuso el nombre, integró el consejo de redacción hasta 1938, y sugirió, en 1933, la fundación de una editorial que permitiera aumentar las ganancias y hacer frente a los gastos de la revista. Sur siguió de cerca el estilo impuesto por la Revista de Occidente: un enfoque universalista y multidisciplinario, una actitud apolítica de sus colaboradores, y el ensayo como género literario (King, 1990: 57-58). 

La revista y la editorial consolidaron la posición de Victoria en el campo intelectual, ya que le permitieron autopublicar sus escritos. De esta manera, sus actividades de escritora se unieron a las de difusora cultural, y su nombre se relacionó desde entonces a diversas celebridades de la intelectualidad nacional e internacional.

Entre junio de 1939 y febrero de 1942, Ortega realizó su último viaje a la Argentina. A la angustia del exilio voluntario, ocasionado por la guerra y la situación de España, se sumó una salud muy debilitada, y la ignorancia del mundo académico argentino que no le ofreció un espacio universitario, lo cual se convirtió en un problema económico. Por una decisión personal, sus intervenciones públicas fueron escasas comparadas con las del pasado, y prefirió la reclusión y el aislamiento.  El 19 de abril de 1940 escribió a Victoria

He andado mal o - más exactamente - menos bien durante dos meses. Parece que estoy más recompuesto de físico. Pero no de ánimo. He trabajado sólo en lecturas y notas. No he visto a casi nadie y a los que veo casi no los veo. Pero echadas todas las cuentas, sigo encantado de estar aquí (Ocampo, 1965: 15).

Fue durante este viaje que se produjo el último encuentro material entre Ortega y Ocampo. Para él la popularidad de 1916 devino en indiferencia en 1939, mientras que la ignorancia y luego marginalidad de alrededor de los 20 de ella, se convirtieron en una relativa consagración hacia los 40. Para esto, el vínculo con Ortega había sido no poco importante.

El desencuentro

Veamos ahora las representaciones de lo femenino que desarrollaron ambos autores. Retomando a Scott, es posible afirmar que Ortega advirtió que el sexo-género era una parte constitutiva de las relaciones sociales, ya que al hablar de la especie humana atribuyó diferentes características a hombres y mujeres. En el discurso pronunciado en diciembre de 1916, titulado Impresiones de la Argentina expresó su inquietud ante la desproporción enorme que existe entre la preocupación económica (...) y el resto de las actividades (Ortega, 1995: 33). Pero también expresó su satisfacción al comprobar que la mujer argentina manifestaba cierta disconformidad hacia los hechos materiales, a diferencia del varón argentino absorbido por la obra económica, y plenamente satisfecho por ella. Era precisamente dicha disconformidad femenina lo que permitiría un mayor crecimiento espiritual en el largo plazo a la sociedad argentina (Ortega, 1995: 37-38).

Nuevamente esta caracterización generizada de la sociedad argentina se hizo presente en el polémico ensayo El hombre a la defensiva cuando sostuvo:

Ahora no hablo de la mujer argentina (...). Es preciso que comencemos a corregir un inveterado error que se comete cuando se habla de la psicología de una nación. Se dice: el francés, o el alemán o el español es así de este modo. Pero de ¿quién se habla? ¿Del varón o de la mujer? ¿Por qué cerrarse a la evidencia de que los dos sexos se diferencian mucho más de lo que corresponde a su diferencia sexual? (...) Es muy frecuente inclusive la contraposición entre el carácter masculino y el femenino, dentro de una nación, en las zonas del alma relativamente epicenas. Si se olvida esto, no se puede llegar a comprender el alma de un pueblo que resulta de la colaboración de dos almas distintas (Ortega, 1995: 122). 

Es decir, que a la diferencia biológica (la diferencia sexual) se sumaban las diferencias de conducta. Por lo tanto, se hacía necesario distinguir el carácter masculino del femenino, para comprender la idiosincrasia (alma) de una nación.

En las emisiones radiofónicas que desarrolló en Buenos Aires, en 1939, con el nombre de Meditaciones de la criolla, en las que intentó definir el tipo social femenino que constituía la criolla, manifestó que así como no se había hecho la historia de la criolla, tampoco se había hecho la historia de la mujer. La historia era sólo historia de hombres y entre hombres. La mujer sólo aparecía cuando un hombre cometía por culpa de ella un error, o cuando la mujer actuaba en política, o participaba en la guerra. Concluía Ortega que la historia no prestaba la atención debida a la mujer como mujer (Ortega, 1999: 194-196). Él se proponía revertir esta situación, a partir de hacer visible a esta protagonista ignorada.  Pero, ¿qué era la mujer para Ortega?

La respuesta ya había aparecido en otro de sus ensayos, el epílogo al libro De Francesca a Beatrice, en el cual había bosquejado la participación de la mujer a lo largo de la historia occidental.  También varios de los puntos del epílogo fueron retomados luego, cuando analizó a la criolla, pero sin darles un mayor desarrollo. Sostuvo Ortega en el epílogo:

la vida (...) se nos ofrece como un enérgico diálogo con el contorno en el cual nuestra persona es un interlocutor y otro el paisaje que nos rodea. Y así como la presión atmosférica, la temperatura, la sequedad, la luz, excitan (...) nuestras actividades corporales, hay en el paisaje figuras corpóreas o imaginarias cuyo oficio consiste en disparar nuestras actividades espirituales (...) Estos excitantes físicos son los ideales (...) (Ocampo, 1924: 142). 

De acuerdo con esta definición de ideal, el oficio de la mujer era ser el ideal del hombre.  Una madre, una esposa, una hermana, una hija, antes de desempeñar cualquiera de esos papeles era una mujer que disparaba las actividades espirituales de un hombre.  Dichas actividades espirituales eran la ciencia, el arte, las leyes, la técnica, las finanzas. 

Dirá Ortega la excelencia varonil radica (...) en un hacer; la de la mujer en un ser y en un estar. O con otras palabras: el hombre vale por lo que hace, la mujer por lo que es (Ocampo, 1924: 153).  Según lo anterior, el lugar de los hombres en la sociedad lo constituía el mundo público donde hacían y actuaban, mientras que el lugar de las mujeres era invisible, ya que ellas eran y estaban.  Ahora bien, la vida social es un continuado concurso abierto entre los hombres para medir sus aptitudes con ánimo de ser preferidos por la mujer (Ocampo, 1924: 148).  En la búsqueda por la preferencia femenina, el hombre se empeñaría en mejorar su hacer público. Mientras tanto, la mujer exigiría un tipo de hombre más perfecto (Ocampo, 1924: 156). De esta exigencia de la mujer, surgirían hombres mejores que perfeccionarían la sociedad.

En otras palabras, a una mejor actuación del hombre en el mundo público, una mayor atracción ejercería sobre la mujer quien a su vez estimularía, en calidad de ideal, ese actuar masculino.  Así se cerraba el círculo de acción donde cada sexo-género tenía una función específica pero complementaria.  Dentro de este pensamiento fue analizada la mujer argentina en el discurso de 1916, ya que al manifestar ella su descontento hacia el hacer exclusivamente material del hombre, se convertiría en un ideal que desembocaría en un futuro cambio del hacer masculino. También en la Meditación de la criolla cuando afirmaba: una nación es ante todo y sobre todo, el tipo de hombre que va logrando hacer, y este tipo de hombre (...) depende de cuál sea el tipo de mujer ejemplar que fulgura en su horizonte (Ortega, 1999: 190).

De acuerdo con lo anterior, Ortega descalificó la lucha de los movimientos feministas en la búsqueda de derechos políticos para las mujeres, así como la lucha por el ingreso de ellas a las universidades, puesto que la eficacia de la mujer no radicaba en prácticas parecidas a las del hombre. La mujer no necesitaba actuar como un hombre, no debía hacer. Este hacer en nada mejoraría su situación (Ocampo, 1924: 147-150 ) sino que desvirtuaría su ser, y con él, el de la sociedad.  A la dicotomía ser femenino/hacer masculino, sumaba Ortega un sentir femenino opuesto a un saber masculino (Ocampo, 1924: 156).  Era ese sentir, esa sensibilidad femenina, lo que permitía imaginar un tipo de hombre apropiado para la sociedad.

En otros ensayos, Ortega había planteado estas dicotomías de género.  En sus Divagaciones ante el retrato de la marquesa de Santillana de 1918, había resaltado el instinto de expansión del hombre ante el instinto de ocultamiento de la mujer (Ortega, 1961: 1000-1001).  En su artículo de 1923 sobre la poesía de Anne de Noailles, había realizado un paréntesis para hablar de la mujer, y le había atribuido un temperamento privado en oposición al temperamento público del hombre (Ortega, 1999: 117-119).  En otro ensayo de 1927, había atribuido a la mujer características irracionales, opuestas a las características racionales del hombre (Ortega, 1999: 183).  Posteriormente, en su obra El hombre y la gente, desarrolló un apartado titulado Breve excursión hacia ella, donde afirmó que los caracteres primarios de la feminidad elemental eran la confusión femenina opuesta a la claridad masculina, la humanidad femenina inferior basada en su debilidad, y la sensibilidad interna manifestada en su cuerpo (Ortega, 1957: 160-168).  

De esta manera, si bien Ortega reflexionó sobre la importancia de diferenciar a las mujeres de los hombres en la sociedad, al hacerlas visibles, les asignaba un lugar de invisibilidad que se reducía a estimular a los hombres en sus desempeños públicos.  Una serie de oposiciones binarias jerarquizaba las relaciones entre hombres y mujeres: saber masculino/sentir femenino; razón masculina/irracionalidad femenina; claridad masculina/confusión femenina; hacer masculino/ser femenino que se traducía en instinto de expansión masculino/instinto de ocultamiento femenino, o en temperamento público masculino/temperamento privado femenino.  De esta manera, el lugar de las mujeres se subordinaba al de los hombres, más allá de las declaraciones de superioridad moral de la mujer (Ortega, 1961: 1001-1002). Nos encontramos aquí ante esa forma primaria de poder que señalaba Scott. La diferencia de géneros se traducía en una desigualdad que no tenía sentido revertir porque la sociedad mejoraría a partir de que cada sexo-género asumiera los papeles que le correspondía. Cuando esto no ocurría surgían las crisis sociales.

Ocampo no respondió en lo inmediato al epílogo de Ortega.  Cuando en 1931 escribió un artículo titulado Contestación a un epílogo de Ortega y Gasset, continuó sus reflexiones en torno a la figura de Dante, y mantuvo el tono de agradecimiento hacia Ortega: Hace siete años tuvo usted la gentileza de escribir un epílogo a mi breve comentario de La Divina Comedia. (...) Guardo de ese rasgo un recuerdo emocionado y agradecido (...) (Ocampo, 1981 b: 141). En él tímidamente insinuó que tanto en las relaciones familiares como en las relaciones amorosas, debía predominar el mutuo respeto y la mutua independencia de los miembros, es decir, la igualdad, por sobre las jerarquías (Ocampo, 1981 b: 151).

En 1933, en ocasión de la muerte de la poeta Anne de Noailles, Ocampo pronunció una conferencia, en la cual hacía referencia al artículo de Ortega de diez años atrás, y rechazaba la visión de aquél de que a la mujer le correspondía la vida privada, mientras al hombre la vida pública, con la aclaración de que no se proponía buscarle pleito a Ortega (Ocampo, 1981 b: 242-244).

La postura de Victoria sobre lo femenino se desarrolló explícitamente en una serie de artículos publicados hacia mediados de la década de 1930 [6] , y en los que no hacía ninguna referencia polémica hacia Ortega. Allí Ocampo remarcó la necesidad de expresión de la mujer, y realizó un diagnóstico en el cual destacaba el silencio de las mujeres a lo largo del tiempo:

Creo que, desde hace siglos, toda conversación entre el hombre y la mujer, (…) empieza por un no me interrumpas de parte del hombre. Hasta ahora el monólogo parece haber sido la manera predilecta de expresión adoptada por él (La conversación entre hombres no es sino una forma dialogada de este monólogo). Se diría que el hombre no siente o siente muy débilmente la necesidad de intercambio que es la conversación con ese otro ser semejante y sin embargo distinto a él: la mujer (Ocampo, 1984: 173). 

Victoria reconocía la diferencia creada por el sexo-género. Era esa diferencia la que hacía necesario un diálogo entre seres semejantes pero distintos, y por lo tanto, con diferentes pensamientos:

El monólogo del hombre no me alivia ni de mis sufrimientos ni de mis pensamientos. ¿Por qué he resignarme a repetirlo? Tengo otra cosa que expresar. Otros sentimientos, otros dolores han destrozado mi vida, otras alegrías la han iluminado desde hace siglos (Ocampo, 1984: 174).

Sostenía que la mujer se expresaba tanto en las ciencias y en las artes como en la maternidad. A ésta última asignaba un papel clave para las transformaciones sociales, puesto que la maternidad confería un profundo poder de formación de sujetos. Nuevas subjetividades que reconocerían la necesidad del diálogo entre hombres y mujeres podrían crearse desde una educación diferente de los niños:

(la maternidad) no se trata sólo de llevar nueve meses y de dar a luz seres sanos de cuerpo, sino de darlos a luz espiritualmente. Es decir, no sólo de vivir junto a ellos, con ellos, sino ante ellos. Creo más que todo en la fuerza del ejemplo. (...) El niño, pues, por su sola presencia ha exigido de la mujer consciente que se expresara, y que se expresara del modo más difícil: (...) viviendo ante él  (Ocampo, 1984: 175).

La expresión de la mujer iría acompañada de su autorrealización (Ocampo, 1984: 179). Pero para que ambas situaciones se cumplieran, era necesario que las mujeres fueran educadas en la conciencia de que ambas situaciones eran posibles, es decir, era necesario elevar el nivel espiritual y cultural de la mujer (Ocampo, 1984: 165).  Desde ya, el proyecto educativo para Victoria implicaba también la educación de la conciencia de los hombres en la convicción de la las mujeres era sujetos responsables y expresables.  De esta ambiciosa obra educativa que convocaba a hombres y mujeres nacerá una unión, entre el hombre y la mujer, mucho más verdadera, mucho más fuerte, mucho más digna de respeto. La unión magnífica de dos seres iguales que se enriquecerán mutuamente puesto que poseen riquezas distintas (Ocampo, 1984: 167).  Con estas palabras se insistía en la diferencia entre mujeres y hombres, ya que eran seres con riquezas distintas que debían complementarse, sin renunciar a la igualdad.

Sostuvo Ocampo que esta lucha por la expresión de la mujer, que era la lucha por la emancipación del monólogo masculino, no era para ocupar el territorio de los hombres, sino para recuperar el territorio de las mujeres invadido por ellos (Ocampo, 1984: 164).  De esta manera, Victoria reconocía a las relaciones sexo-genéricas como constitutivas de las relaciones sociales, pero cuestionaba las jerarquías entre ellas. Ante eso proponía la eliminación de las jerarquías, y su remplazo por una igualdad de los términos.  En esto consistía la emancipación de la mujer, un acontecimiento destinado a tener más repercusión en el porvenir que la guerra mundial o el advenimiento del maquinismo (Ocampo, 1984: 159), y en la que estaban implicadas su generación y las siguientes (Ocampo, 1984: 180).

Conclusiones

El encuentro material entre José Ortega y Gasset y Victoria Ocampo no fue de la mano de sus reflexiones en torno a lo femenino cuyo trasfondo era el lugar que ocupaba las mujeres en la sociedad moderna del mundo occidental.  Mientras Ortega se manifestó desde una lógica patriarcal que defendía las jerarquías binarias, Ocampo lo hizo desde una lógica feminista que proclamaba la igualdad de los términos. 

Ambos coincidieron en que las relaciones genéricas eran parte constitutiva de las relaciones sociales, y por lo tanto merecían ser analizadas. Pero Ortega derivó de las diferencias genéricas relaciones desiguales y jerárquicas: el lugar de las mujeres  era ser inspiración para el actuar público de los hombres. Seguramente de esta manera vio a Ocampo al llamarla Gioconda Austral, y preguntarse ¿Por qué, señora, es su prosa un muelle y lleva cada frase un resorte suave que nos despide elásticamente de la tierra y nos proporciona una ascensión? (Ocampo, 1924: 167).  Por su parte Ocampo reivindicó las diferencias genéricas en pos de relaciones igualitarias. Mujeres y hombres constituían sujetos diferentes, pero ambos no sólo podían, sino que debían dialogar para enriquecerse mutuamente.  Posiblemente con estas certezas, Ocampo vio a Ortega cuando afirmaba: los hombres han hablado enormemente de [la mujer], pero desde luego y fatalmente a través de sí mismos. A través de la gratitud o de la decepción (...). Se los puede elogiar por muchas cosas, pero nunca por una profunda imparcialidad acerca de este tema (Ocampo, 1984: 179).

Don José había realizado una aguda observación en 1937, al afirmar que Victoria arriesgaba sin reparos su persona ante la injusticia ¿Algo  más injusto que el pensamiento de Ortega en torno a lo femenino?  Como había dicho Victoria en 1956, cada uno estaba prisionero de su visión del mundo, ¿cómo no desencontrarse en torno a la visión de lo femenino, más allá de las admiraciones que cada uno se profesara?

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  __________
[1]

Este trabajo se enmarca en el desarrollo del Proyecto Construcciones de la diferencia sexo-genérica en textos de mujeres intelectuales latinoamericanas: 1920-1950 (FONDECYT 1000213/2000). Universidad de Chile. 2000-2001. Email: graqueirolo@hotmail.com

[2]

Para esta fecha Ortega tenía una notoria participación en importantes periódicos españoles, había participado en conferencias, y había publicado dos libros (Meditaciones del Quijote, en 1914 y Personas, obras, cosas, en 1916). Como  afirma García Pinto, ni esos artículos, ni esos libros de escasa circulación, ni esa cátedra de no excesivo lustre, abultan la nombradía del viajero (García Pinto, 1984: 75). El mismo Ortega dirá en el discurso de despedida, en la Institución Cultural Española de Buenos Aires, en diciembre de 1916: (...) Sí, os ha sorprendido que lograra acercase al corazón de los argentinos un hombre cuyo nombre no figuraba en las listas oficiales de la notoriedad española (...). Sed sinceros como yo lo soy y reconoced que si se hubiera puesto a plebiscito entre vosotros la elección de conferenciante no os habríais acordado de mí, hubierais preferido a alguno de esos políticos o literatos [de la España oficial] (Ortega, 1995: 42).

[3]

Es interesante la descripción que realiza Doris Meyer sobre la formación de Victoria y sus hermanas: (...) los padres de Victoria creían en la importancia de una buena educación, pero también que las niñas de familias prominentes debían ser educadas de una manera tradicional, en la casa. Creían que podían darles una educación superior con profesores particulares, y que era correcto que las jóvenes estuvieran siempre vigiladas. El ambiente doméstico era apropiado en todo sentido.  [Los profesores e institutrices] (...) llegaban a la mañana temprano y se iban  casi de noche durante todo el invierno y parte del verano. Las clases comenzaban con  lecciones de piano a las siete de la mañana e incluían idiomas modernos (francés, inglés, español e italiano) con sus respectivas literaturas, historias, religión y matemática básica (Meyer, 1979: 48-49).

[4]

Ángel Estrada hijo afirmó que el texto era demasiado personal, mientras Paul Groussac, por entonces director de la Biblioteca Nacional acusaba a Victoria de ser pedante en el trato hacia un grande de la literatura como Dante. Julián Martínez, su amante, la alentó para que no se dejara influenciar por comentarios tan negativos y siguiera adelante con su idea de escribir. Cuando el ensayo fue publicado, Victoria se lo dedicó a través de una clave secreta a Julián  (cfr. Ocampo, 1981: 105-108). 

[5]

Afirmaba Victoria en sus memorias: Ortega se condujo conmigo de manera generosa e imprudente (...) Creía que perdía yo el tiempo al encapricharme con un hombre de un nivel intelectual inferior al mío. Ese comentario que a menudo hemos hecho sobre cualquier pareja (...) me indignó (...).  El resultado de esa torpeza (rara en Ortega), o de esa falta de tacto, fue grave: dejé de escribirle totalmente. Perder a Ortega era perder el único punto de apoyo serio que tenía en el mundo maravilloso de la literatura donde aspiraba a entrar. Yo sabía que él estaba dispuesto a ayudarme con todas sus fuerzas (...). Por eso digo que fue generoso, pues en respuesta a mi silencio terco, después de su partida (...), no sólo citó unos párrafos de una carta mía en el segundo tomo de El Espectador, agregando elogios que mi carta no merecía: publicó De Francesca a Beatrice como segundo tomo de la colección Revista de Occidente (...) Son gestos que uno no olvida (...) (Ocampo, 1981: 111-112).  La carta a la que hace referencia apareció en el ensayo Azorín o primores de lo vulgar (Ortega, 1961: 231-2).  Por su parte, Ortega escribía a Ocampo en 1917: Señora, los desterrados sufren de cuando en cuando arrebatos de aguda melancolía. Desterrado yo del imperio de su memoria padecí (...) de unos de esos ataques (...) (Ortega, 1980: 73).

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La mujer y se expresión,  La mujer: derechos y responsabilidades:  publicados a mediados de 1936.