1.- Sempiterna y nunca resuelta, la pregunta por la identidad nacional de los países latinoamericanos ha encontrado una expresión privilegiada en los discursos literarios de ciertas naciones: en la medida que su respuesta es siempre distinta de la anterior y sus paradigmas de validación se modifican junto con los contextos que posibilitaron su afirmación, la literatura latinoamericana siempre ha estado al acecho para encontrar su verdadero rostro. Un vistazo a su historia podría hacernos entender el desarrollo sincrónico de ésta, como una ampliación de las funciones del lenguaje con la subversión de lo escrito.

En el caso peruano y el de su poesía contemporánea (de J. Ma. Eguren en adelante), la pregunta adquiere ribetes de una dramaticidad que se traduce en una ampliación de las posibilidades expresivas de un género lírico que se ve una y otra vez desbordado desde su propio interior. El fracaso de la poesía para seguir siendo un discurso socialmente preponderante y valorado, a partir de la primera postguerra y el advenimiento del discurso de las vanguardias, no es óbice para que en la historia de la poesía peruana queden registradas las pulsiones más elocuentes de la dinámica no siempre feliz entre escritor y lectores, entre el cambio literario y ese horizonte de expectativas que muchas veces se niega a ser sobrepasado. Dan cuenta de lo anterior las figuras biográficas y literarias de un Luis Hernández en la modificación de los márgenes literarios y un Javier Heraud en la autoinmolación voluntarista propia de un momento, propia de ciertas convicciones que pronto se convertirían en una especie de slogan para quienes lo sucedieran.

Entre los principales objetivos de este trabajo se encuentran el afán de trazar los vaivenes por entre los cuales fluctúa la pregunta por la identidad peruana, no tanto para investigar las múltiples respuestas que se han dado, sino más bien para reconocer desde dónde, cuándo y quiénes son los que hacen (y pueden y se sientes capaces de –y autorizados para– hacer) esa pregunta. Así, también, intentaremos ver los desplazamientos que sufre el mismo objeto literario, la poesía, para decirlo sin más rodeos, en tanto cambian las formas de contestar a la interrogante que genera toda esta discusión. Criticar y contextualizar, por tanto, la producción de esos discursos que intentan dar cuenta e imaginar a la vez un mismo país, es uno de los fundamentos de este ensayo.

2.- Teniendo en cuenta lo anterior, habría que señalar que el cambio literario en el Perú –al menos el cambio literario en las últimas cinco décadas–, viene de la mano de la modificación en la percepción de los roles del poeta y la poesía. Ya hemos anotado que el tenor de estos cambios adquirió ribetes dramáticos en algún momento reciente de la historia peruana, si tenemos en cuenta, por ejemplo, los finales trágicos de Heraud y Hernández como los casos más emblemáticos de ello, pero, subrepticiamente y con mucho menos publicidad deseada o no deseada, los nuevos usos de la poesía a partir del sesenta y del setenta, han involucrado la paulatina privatización de su ejercicio, aún en desmedro de los presupuestos de los mismos poetas. Esta paradoja resulta infinitamente ilustrativa e intentaré desarrollarla en lo que sigue. Tanto en la década del sesenta como en el setenta la época imponía sus condiciones. La Revolución Cubana no fue un asunto descartable para ninguna de estas generaciones, fuesen del sesenta o partícipes de Hora Zero y Estación Reunida. Se evidencia este registro no sólo en la producción poética misma de muchos de sus autores (Canto ceremonial contra un oso hormiguero, de Cisneros, el antiautoritarismo de Contra natura, el Cuaderno de quejas y contentamientos de Marco Martos, la vida y la obra de Javier Heraud, la poesía política de Winston Orrillo reunida en A la altura del hombre, entre otros), sino en una serie de declaraciones, adherencias y manifiestos que en su conjunto dejaban claro una cosa: cierta vocación irrecusablemente pública en los autores de estas décadas. Y el poema, por tanto, comprendido como receptáculo de experiencias e historia. Al respecto, el poeta uruguayo Eduardo Espina es muy claro al señalar que la obra de Antonio Cisneros, cuyo acomodo expresivo se encuentra con mayor placidez al amparo de la historia y la experiencia personal, fue una carga (y un lastre) con el que parte de la poesía que sucedió al sesenta no supo o no pudo lidiar.

Aclaremos: los poetas del sesenta, excepción hecha del caso de Javier Heraud, no fueron, en palabras de Julio Ortega, hijos de las 'ortodoxias, ya que, más bien, la heterodoxia les ha sido connatural. Todos ellos se conciben en la izquierda, pero ninguno de ellos fue un hombre de partido. Han participado activamente, en la cátedra, en el periodismo, en la política, y lo han hecho con espíritu crítico, con un compromiso militante e independiente'. Y en Cisneros, en particular, la combinación entre un yo biográfico pero descentrado, narrativo pero también irónico, pero también dramático y reflexivo, ha sido la mejor manera para que la entonación confesional pueda ser asimismo el puente del relato poético, de la pluralización del yo. Pero volviendo a Espina y sus berrinches no sin algún fundamento en contra (de la poesía) de Cisneros, lo que interesa destacar es que el impacto inicial del autor de los Comentarios reales, fue, en un principio, una marca de fábrica que se dejaba ver con facilidad en poetas posteriores. El primer Verástegui de En los extramuros del mundo y Praxis, asalto y destrucción del Infierno, da cuenta de ello. Pero a partir de Ángelus Novus, la poesía de Verástegui encuentra rumbo propio en la dislocación de un punto de hablada que metamorfoseándose en distintas voces, referencias e intertextualidades (Eliot, Pound, Deleuze, entre otros), termina por hacer hablar a la poesía de sí misma. Esto es lo que enfatiza Espina en su ensayo y lo que distingue a Verástegui de Cisneros. La historia como una excusa del poema ha quedado atrás –ya lo había hecho con Hinostroza– y la interrogación y la epistemología del decir ocupan su lugar. Pero le abren paso a un habla que poco a poco se va haciéndo más y más autorreferente, más reflexiva y, por tanto, privada. Lo que es la vertiente más válida para Espina, una escritura del lenguaje consciente de sí misma, encarnada sólo en algunos autores de los setentas y en plenitud en la poesía de los ochenta: Santiváñez, Chirinos, Chocano y Saravia, entre otros, es –pensamos– constreñir demasiado la mira y dejarse en consecuencia encandilar por los árboles, pero olvidándose del bosque.

3.- Dijimos que Espina era muy claro en lo referente a la influencia de Cisneros. Lo que no es tan claro en este poeta y ensayista uruguayo es cierto diagnóstico al que arriba luego de haber descrito el panorama. La increíble omisión de José Watanabe (¿desconocimiento?, ¿elisión explícita?, nos inclinamos por lo segundo: recuérdese que estamos hablando de un académico que se desempeña en Norteamérica, de vasta y reconocida experiencia y de quien, por tanto, es difícil suponer ignorancias de este calibre) y lo que su obra significa al interior del corpus de la poesía peruana del setenta, implica una distorsión tanto en la pintura del conjunto como en el trazado de la misma.

Watanabe (1946, Laredo, Trujillo), hijo de inmigrantes japoneses, la mayor de todas las 'colonias' en el Perú, autor de una obra breve pero sustancial (Álbum de familia, 1971, El huso de la palabra, 1989, Historia natural, 1994, Cosas del cuerpo, 1999 y la traducción de la Antígona de Sófocles, cuyo montaje de Enero del 2000 se presentó en Lima a tablero vuelto), configura una modulación peculiar y única de esa oralidad que caracterizara la poesía del setenta. Ya en su 'Prólogo' a la antología faulkneriana de Estos 13, Oviedo apuntaba el camino propio e independiente que Watanabe se había trazado a sí mismo. 'Disonante del ultracoloquialismo' en boga en los setenta, lo llaman Zapata y Mazzotti en el prólogo de su antología, Watanabe estructura el sostén de sus poemas en una especie de parábola muy propia de sus ascendetes orientales, Matsuo Basho e Issa Kobayashi, aunque reducirlo a una versión sudamericana de la poesía clásica japonesa sería una grave inexactitud. Lo que sí podemos ver en este poeta es cierta contención expresiva que trabaja por la alusión oblicua y el espacio del silencio, antes que por la escritura farragosa o el apego a los hechos de la historia. Watanabe concibe el poema como un cauce para el rigor del lenguaje donde encuentran su asidero las versiones de la experiencia. De allí el tono muchas veces evocativo de sus poemas –parientes, familias, estados físicos o emocionales– que, sin embargo, no se deja caer en la nostalgia o la melancolía que añora sin tamices el pasado: la ironía y el distanciamiento, el refrenamiento, a fin de cuentas, son parte del arte de su escritura:

Acepta estrictamente ese sentido y declina la especulación poética. Porque es tu verso opaco contra tu brillante alegría de muchacho

Los usos de la memoria corren aquí en consonancia con el decir poético. Los recorridos urbanos y la experiencia ‘personal’, en este autor, no llegan al poema sino después de la criba de un idioma que es al mismo tiempo privado y comunitario, coloquial e intimista: como en ese poema titulado 'El Devoto':

En este profundo depósito de catedral, hieráticos como una triste cuadrilla de obreros de yeso los santos esperan al restaurador. En un altar y otro fueron deteriorándose, atacados por las moscas, las polillas y los abusos de la fe. Aquí ya no son San Francisco, San Valentín, San Judas, cualquiera es cualquiera, bultos humanos, desfigurados y sin nombre, esperando al viejo restaurador que murió hace tiempo. Estos anónimos que fueron rezados, celebrados, contemplados con infinita devoción son ahora mis santos. Aquí soy el único fiel y el prelado. Ante ellos me arrodillo Y rezo con más solidaridad que fe.

De este modo, es difícil llegar a pleno acuerdo con Eduardo Espina y sus afirmaciones. Si bien es cierto que la poesía de los ochenta hace un giro en el timón de los intereses del lenguaje, no menos cierto es que ese giro tiene antecedentes claros y cuantificables entre los poetas de la órbita de Hora Zero y Estación reunida y también entre aquellos, como Abelardo Sánchez León, que mantuvieron una estricta independencia de estas, sin querer ser despectivo, camarillas literarias. De hecho, hay una dinámica interna entre los poetas del setenta que no es menor para nuestras consideraciones: me refiero a esa dicotomía entre los que vivieron ese minuto como hazaña colectiva y aquellos (entre esos nombres, los de Watanabe, Sánchez León y también Elqui Burgos) que sin ser antagonistas de los movimientos gregarios, optaron por un camino mucho más personal. No se dio entre ellos un cisma estético. Sí, en cambio, se refleja en esta escisión sutil pero no por eso menos importante, un vivir la poesía y una vivencia del ser del poeta donde los imaginarios en cuestión cobran importancia. Hora Zero, la agrupación más altisonante de todas y 'dirigida' por Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, reivindicaron siempre la figura militante y disciplinada de Javier Heraud como norte de su labor poética. En dos de sus manifiestos más expresivos, 'palabras urgentes' y 'poder joven de la poesía', ambos de 1970 y 1971 respectivamente, los poetas de este grupo (fuera de los nombrados, integrado también por Enrique Verástegui, Feliciano Mejía y Jorge Nájar, al menos en su formulación inicial, ya que el grupo se separa en 1973 y se vuelve a reunir en 1977, con la participación ahora de Carmen Ollé, Dalmacia Ruiz Rosas, Eloy Jáuregui y Sergio Castillo) refrendaban su carácter político y contingente, convencidos de la resonancia de la literatura y del arte en general como expresión social:

Ante aquellos que sostienen que la POESÍA no tiene ningún poder. Nosotros sostenemos que sí tiene un poder así como el arte en general lo tiene. Consideramos que el poder de la poesía y el arte como forma y factor de conciencia social, es energía suficientemente capaz de hacer avanzar o hacer retroceder en su proceso de evolución.

En las presentes condiciones del desarrollo consideramos que la POESÍA y el arte cuando se oponen al desarrollo histórico de una sociedad cumple un rol negativo, alienante y cuando impulsa el desarrollo histórico cumple un rol positivo o desalienante.

Maniqueísmos aparte, esta vocación gregaria consta de una implícita fe en el progreso, en la posibilidad de un mañana que se vislumbra(ba) como posible. El que ese mañana se haya concretado o no y en qué medida su concreción se ciña a los ideales de estos poetas, es casi indiferente. Más que explorar un ulterior desencanto –o el utópico cumplimiento de esas profecías–, lo que me preocupa es resaltar la paradoja que ya señalé con anterioridad: mientras más fervorosa es la adhesión a ciertas causas sociales, la privatización del lenguaje se hace más y más profunda. Si se estudiara diacrónicamente la poesía de Verástegui, podrá verse el cambio registrado en las páginas de Angelus Novus: lo que antes fueron excesos expresivos que respondían a factores proselitistas o datos vitales insuficentemente integrados al organismo textual, en sus libros anteriores, ahora habían 'fructificado en una escritura libérrima, incandescente, rigurosa y a la vez torrencial, ‘estética’ y ‘comprometida’, ‘pura’ e ‘impura’, ‘mística’ y de acertado ‘exteriorismo vital’ (…). Quema, transporta y transfigura. Este libro al abrirse –hoja, flor, incendio– nos abraza (y abrasa) y nos conjura (y conjuga); obra abierta y totalizante, se desnuda y nos desnuda como hombres, como autor y lectores que atinamos a ejercer cabalmente nuestra humanidad, la compartida savia de la especie. Torna a encarar así la misión principal del lenguaje más radical y auténtico, más anclado en el origen del ser, el de la Poesía: revelación, iluminación profecía en permanente novedad, ‘angelus’ perpetuamente ‘novus’'. Hacer un paralelo entre la adhesión colectiva del poeta y su escritura cada vez más estetizante (recuérdense las palabras del mismo Verástegui: 'De este modo el discurso que objetiva la totalización de lo real no evade tampoco su propio ser y, si lo prefieres, su propio hacerse en el lenguaje que le es consustancial: la estetización asumida como transformación final del referente y del objeto') puede que no demuestre una contradicción en los términos, pero sí, tal vez, la imposibilidad de conciliarlos. Como veremos más adelante, el tan atesorado proyecto de Hora Zero por concretar una poética nacional como proyecto crítico de los discursos que los anteceden, terminaría si no descartado por las generaciones posteriores, sí modificado sustancialmente.

Ya señalé un par de párrafos más arriba la cisura entre aquellos autores gregarios (Verástegui) y aquellos de vocación más individualista como Watanabe y otros. Si contrastamos a este último con lo recién dicho sobre Verástegui, veremos que la representación de un país, de esa comunidad de símbolos que es, según Anderson, una nación, se traslada desde la confrontación política e ideológica del autoexiliado parisino a la del refugio memorialista y cotidiano. Hay que tener en cuenta que los poetas del setenta reaccionan violenta y bulliciosamente contra lo que a ellos les parecían los 'viejos' del sesenta, poetas viejos que en su mayoría o eran limeños o provenían de ciudades costeras importantes y habían hecho sus estudios superiores en la tradicional San Marcos o en la Universidad Católica de Lima. Los del setenta, en cambio, provenían principalmente de pequeñas ciudades del interior, serranas, y su experiencia universitaria tiene lugar en una universidad sin el linaje literario de las ya citadas, la Universidad Federico Villarreal de Lima.

En el marco de esta reacción, el mito a echar abajo era el de la 'Arcadia colonial', la frase es de Salazar Bondy, el de esa Lima colonial y armónica donde el conflicto desaparece o es morigerado por la autocomplacencia del mito criollista. Quizás no haya palabras más acertadas y dolidas y sentidas que las del autor de Lima la horrible para definir este símbolo imaginario e ideológico que retumba en los oídos de tantos poetas como tiene el Perú:

La época colonial, idealizada como Arcadia, no ha hallado todavía su juez, su crítico insobornable. La estampa que de ella, en artículos, relatos y ensayos, se nos ofrece se conforma de supuestas abundancias y serenidades, sin que figure ahí la imaginable tensión entre amos y siervos, extranjeros y aborígenes, potentados y miserables, que debió tundir, por lo menos en su trasfondo, a la sociedad'

Este tipo de configuración imaginaria no sería problemática de no tener un arraigo tan profundo en el cuerpo social peruano, de no haber sido una idealización interesada de un pasado que se pretende eterno e in mutable. Agrega el autor que

La contradicción es, a fin de cuentas, la prueba de que este costumbrismo tiene un doble fondo: al exaltar el régimen virreinal, exalta la opresión de que se nutría la opulencia dorada del antiguo señorío

No se trata por cierto, que los poetas del setenta tuvieron crédulamente algo en contra de Lima por su origen provinciano, sino de romper con el círculo vicioso de la dinámica excluyente de la sierra y la costa, del pobre y el señor: ese sistema de castas del que habla Salazar Bondy refiriéndose a Lima como metáfora del Perú entero. En este sentido, la puerta que se abre con el tono de rememoranza de Watanabe oxigena la escena al recuperar el espacio urbano, limeño y no limeño, desde su mismo aspecto desvencijado y derruido como un lugar de identidad. La ciudad no es necesariamente, entonces, lugar de alienación, sino tal vez el escenario en que la acrimonia de la vida cotidiana y pública se engarza con la memoria personal:

Como si estuviera debajo de un árbol En otro lado esta muchacha tendría hermosas piernas y yo abriría las manos midiendo en el aire su cadera o pensaría algo impúdico y bello para nombrar sus senos. Esta muchacha taquígrafa mecanógrafa de buena presencia no me sonríe ni canta, pero debiera. Vive ocho horas diarias frente a mí, sentada sola y lejana lejana en una larga perspectiva sobrevolada por estantes y escrito- rios y palomas fijadas en el aire y una ventana que distor - siona su propio marco y ella más sola y lejana cada vez. Oh, yo no soy surrealista soy empleado y esta muchacha archiva mi oficio y beneficio, mi nombre que flota como un globo entre los conserjes y los doctores. A la hora del refrigerio ella abre su lonchera y dispone sobre el escritorio su alimentación de pájaro como si estuviera debajo de un árbol. Esta muchacha como si estuviera debajo de un árbol debiera cantar y yo debiera ser galante con el suave color de sus mejillas.

4.- Hemos visto los remanentes de una relación de larga data en la poesía contemporánea de Perú. Como señala con lucidez Eduardo Espina, al hablar de Eguren y su epifanía de la imagen en reemplazo del desgastamiento de un yo poético sobreexpuesto y diezmado por los acontecimientos de la historia inmediata, 'el espacio del origen quedaba finalmente ocupado y la tradición de la contemporaneidad poética, que incluye la ruptura y la similación al mismo tiempo, se iniciaba en el Perú con rareza y lujosidad. Establecidas las bases, el diálogo, casi siempre conflictivo entre el discurso de la historia y el discurso del lenguaje sería frecuente entre los poetas peruanos'.

Pero, sin embargo, este diálogo se verá estremecido por las propuestas poéticas que aparezcan con posterioridad al setenta. La arremetida de la década de los ochentas, con toda su carga de neovanguardismo y soledad escritural representada por el movimiento Kloaka (cfr. Mazzotti y Zapata) se traduce en dos actitudes que dan cuenta no sólo de dos distintos credos estéticos, sino más bien de dos formas, me parece, de relación entre el discurso literario por una parte y de la otra, el discurso histórico.

Por una parte, están aquellos autores que hacen del hipercultismo lúdico y libresco (cfr., otra vez, Mazzotti y Zapata), como Eduardo Chirinos, como Raúl Mendizábal, prolongando la exploración iniciada en la generación del sesenta, el punto de partida para ese desencanto posmoderno propio de los períodos históricos en que los grandes relatos del sentido se han trizado y terminan, en consecuencia, con el proyecto de una poesía nacional atesorado por el grupo poético de los setenta, como una representación estética del concepto de nación, escondiendo en ella toda una crítica a la poesía peruana precedente, con las excepciones de Vallejo y Heraud. El muro de Berlín también se cayó para la poesía.

Por otra parte, existe una 'segunda línea de trabajo que caracteriza a la poesía del 80: la del quiebre de la lógica del discurso denotativo para explorar formas de expresión cercanas al discurso esquizoide y a una suerte de neovanguardismo cuyos nexos pueden ser rastreados en el ya lejano pero aún influyente Trilce de Vallejo', que en su afán por incorporar la alteridad verbal del callejeo limeño y nocturno (herencia de Hora Zero), aunados en el ya mencionado grupo Kloaka, no se limita a dar cuenta de esta otredad lingüística, sino que extrapola este 'descalabro' expresivo a la constitución misma del sujeto de habla, como contraparte de ese sujeto también dislocado y violentado del que viene, pero hacia al que también va. Ida y vuelta de una creación poética que no es reflejo de una realidad social, sino un discurso propio de ese imaginario desde el cual parte, pero que al mismo contribuye a crear y, en ocasiones, a mantener.

El zigzagueante intercambio entre poesía e historia en la poesía peruana de los últimos años pareciera, entonces, actuar como respuesta ante una realidad que difícilmente es una invitación a utopizar. La radicalización de la escritura y su tono esquizo y dislocado no pueden leerse, por tanto, como una mera especialización para iniciados, como una privatización para especialistas que arrincone a la poesía en un desván ajeno de su contorno. Por el contrario: se trata de un acercamiento negativo, de un acercamiento inverso y perverso que en lugar de operar miméticamente, se inclina por la negación de las certidumbres como si fuera esta la única alternativa posible ante la debacle patria.

Desde sus orígenes, en términos de Julio Ortega, el discurso que ha trabajado la conciencia histórica peruana se propuso resolver de algún modo los dilemas de su identidad cultural frente a la cultura dominante, y su rol frente a los modelos impuestos. Pero estas respuestas también incluyen un claro contenido utópico y normativo: ante las diversas crisis se producen como la opción por una sociedad sin crisis, lo que ayer como hoy convoca a la función creadora de la utopía frente a la función conservadora de la adaptación antiutópica. Así, esas respuestas (estéticas) se articulan con la práctica pública: el anhelo de lograr un espacio de validez social para los mestizos, en el caso de Garcilaso y sus comentarios reales; la defensa de la amenazada existencia social indígena, en el de Guamán Poma. Aún más, las respuestas que estos clásicos se hicieron en su tiempo, tampoco han logrado satisfactoria respuesta en el Perú contemporáneo: ¿qué modelo político y global es posible construir?, ¿cómo reformular la relación del Perú con Occidente?, y ¿qué sistema político puede sustentarse en la pluralidad cultural del Perú, un país donde las mayorías han tenido un rol de minorías?

Por otra parte, aún seguimos explícitamente la disquisición de Ortega, 'la postulación de un modelo implica también que este discurso actúa sobre una realidad transitiva; esto es, sobre una historia en proceso de hacerse y, en lo principal, por realizarse. De tal modo que la historicidad del discurso peruano podría estudiarse como una 'arqueología del lenguaje': las instancias sociales y culturales que no se cumplieron como un modelo alternativo y que muestran los conflictos no resueltos de proyectos en disputa entregarían el proceso de un discurso polarizado. Porque si el poder establecido ha manejado sus propios proyectos políticos (colonial, liberal, imperialista y neocolonial), los discursos alternativos han actuado como una conciencia histórica crítica, donde se construye la tradición de un proyecto emancipatorio. De allí proviene el sesgo relativista de la percepción histórica en el Perú, que supone al pasado inconcluso y al proceso histórico, parcial. Es la legitimidad de la existencia social lo que ha sido fundada históricamente en este país'.

BIBLIOGRAFÍA

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