(Nota: este texto fue elaborado inicialmente en el contexto de la participación del autor en el Taller 'Travesía Poética del Mapocho', a medio camino entre la fundamentación y la arenga, en 1996, y luego adaptado para su publicación en un libro recopilatorio de ensayos de escasísima difusión titulado 'Citiedad', varios autores, Stgo., 2000, de donde ha sido recogido ahora con modificaciones muy menores para circular en soporte electrónico bajo el sello de la Universidad de Chile.)

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El hombre es un ser localizado. Su estado constitutivo es el de aparecer arrojado sobre dos suelos primarios: la madre tierra y la lengua madre. Ambos suelos hacen posible la configuración de la patria, como dirección a la herencia: como paso de la tradición a la tarea, de la memoria al deseo.

Pertenencia doble: a tierra y lengua. Las dos conforman la duplicidad del territorio. Porque tierra es, también, una trama de significación, en equivalencia a la lengua. Ejemplos de ello son la presencia articulada que hacemos en las huellas, los rodeos, las pendientes, los umbrales, los claros, los bordes, con los que contamos sintácticamente en la función generativa de nuestro habitar; al igual que en los giros de las estructuras lingüísticas. Ambos, ser del lenguaje y ser de la tierra, tienen y posibilitan al ser del hombre.

El lenguaje nomina las experiencias basales, de modo que su sintaxis se relaciona con la sintaxis del medio físico, en que viene a la luz y opera, como doble refracción. La cultura griega da cuenta de esto con numerosos casos ejemplares de metáforas, asociadas especialmente a la experiencia cognitiva, bajo el paradigma del predominio de la luz solar y la visualidad.

Al contar con ambos suelos sustentantes el hombre articula un tercer topos, sobre la base de su pertenencia a la comunidad, y que es el ángulo de entrada por el que ingresa a hacer del núcleo desplegante de su oficio una profesión. Semántica del acto profesional: qué signos hay de lo que nos ocupa para ocuparnos de ello entre los demás hombres.

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Y puesto que el lenguaje común es siempre residuo de una poesía primitiva, la fundación de un lenguaje opera primordialmente en el fundamento de pertenencia territorial del poeta, a quien le es posible sustraerse a la función pública del habla (al comercio lingüístico, al trato, a la negociación cotidiana) para hacer aparecer en él la voz oculta de la neutralidad: aquello que no es ni-los-unos-ni-los-otros del diálogo, sino sólo la potencia que subyace a este mismo diálogo para mantener ligados en él precisamente a unos y otros.

Esta potencia es el habla originaria, la que, si bien habla 'dentro' del habla pública (dinamizando la raíz de sus componentes), no es -en cuanto habla originaria- la cultura sino la crisis la que en ella habla. En verdad, la modulación de la crisis, vale decir, una obra.

En ambos, tierra y lengua, se mantiene velada, oculta la neutralidad que está por debajo y al interior de la trama de significaciones, y que permite significar, en cada caso y cada vez, tanto topográfica como lingüísticamente.

La naturaleza en su sentido último y total es así lo neutro. Toda esa totalidad, en tanto recorrida por un impulso de despliegue, acciona desde el interior mismo la aglutinación arbórea de la materia, cuya fuerza podemos movilizar de diversas maneras provocando sentido y significación.

Se dice neutro porque ella no toma parte ni en pro ni en contra de la experiencia humana, cuya vida está abierta a la valoración y, por lo tanto, a la deciscibilidad permanente.

Neutro implica también que se nos aparece plástica a la acción humana: se deja, se muestra dúctil en el orden elemental, en la medida en que parece comportarse regularmente a nuestros ojos. Ciertamente posee reglas de asociación y de desenlace a la base misma de sus elementos, pero reglas «conocidas» en cada caso por cada mundo que con ella hacemos; mundos en permanente reemplazo a través de la extensa historia filogenética.

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La vida poética consiste en el advenimiento, la aparición irruptiva de la naturaleza en lo humano, como regla y como seña de la totalidad originaria. Por lo tanto implica la reconjugación de la historia cada vez que el hombre gasta su mundo al vulgarizarlo. Vale decir cada vez que lo corroe, lo erosiona, lo da por descontado; necesitando entonces re-originarlo, re-anunciarlo, re-alumbrarlo. Este realumbramiento implica cada vez una nueva organización de sentido bajo el regir de una regla que se asoma. Y ello porque esta organización siempre naciente se deja leer, se deja ingresar significando orientaciones para la existencia decisoria del hombre, en la medida en que nuevas reglas implican nuevos espacios de habitabilidad en que poner a jugar tales decisiones. Lo dicho que irrumpe -y que irrumpe en lo dicho- traza siempre nuevas huellas, nuevos rastros con que la humanidad guía su trayecto.

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Se puede decir que la poeticidad existe en cuanto es necesario reformular y reorganizar permanentemente el mito que mantiene integrada la vida humana. El principio mítico permanece por necesidad como un continuum, más no así su relato. Ciertamente la cultura occidental, como conjunto determinado de mortales, vive una expansión angustiosa de sus límites internos, que, a la vez, consecuentemente contrae una pérdida constante de su relato. Pero, en cambio, no pierde nunca el mito integrador que la mantiene atada a sí misma. El principio mítico y la poeticidad, en este sentido, se corresponden.

Occidente es en sí mismo una fisura. La fisura es, entonces, continua y paralela a su devenir. Ella va deglutiendo y consumiendo permanentemente el relato de integración que se configura para sí mismo. Vivimos en el aceleramiento de la fragmentación de su relato, como si ya casi estuviéramos prescindiendo de él. Más a nadie le es posible operar fuera de un relato, cualquiera que éste fuere. El intento de reciclar los sentidos romos y desencajados que resultan de dicha fragmentación, es lo que hace justamente la administración política de las profesiones, la mirada del poder que instituye la sanción de las actividades que el hombre 'civilizado' puede y debe realizar. Este reciclaje no es un acontecimiento originario, sino una operación derivada. Y viceversa, el poetizar, que no es nunca derivado sino ontológicamente originario, acontece sólo en cuanto su área de acción se mantiene lejana de aquel acto administrativo y, las más de las veces a pesar del mismo.

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La auténtica crisis creativa, mencionada apenas como irrupción, se constituye paradójica y precisamente bajo la forma de dis-locación (y a su vez, des-localización), como pérdida de los suelos sustentantes: falta de sitio y falta de palabra. Porque en ese asalto de lo originario, lo que se pierde es fundamentalmente el suelo domesticado: los circuitos, el tráfico, el comercio. El poeta se vuelve un sujeto radicalmente ineficaz, discapacitado. Se pierde del suelo primordial todo lo que se ha fatigado en su duplicidad originaria (y también en su horizonte secundario de participación) y reaparece en cuanto pura potencia. La potencia neutra, así vista, revierte el suelo domesticado, el suelo 'firme' en suelo nuevamente vivo y, por tanto, precario para el sustentarse. En éste no puede nadie sostenerse si no es en estado de alerta, de vigilia y en forma radicalmente transitoria.

En la crisis creativa, la familiaridad es reemplazada por la extrañeza, porque este vida neutral (donde no se puede apoyar el curso establecido de nuestras decisiones) sobre la que el poeta intenta tenerse en pie, contiene potencias imprevistas, facultades desconocidas, que en una primera instancia no le parecen en absoluto propias, sino del todos otras. Es decir constituidas en su ser como surgimiento, pero con costo de sí mismo.

La obra creadora, poética por autonomasia, es así, performativa. La performatividad consiste en la inseparabilidad del ser y del decir, en donde la realidad de su dicho es el estar ahí con la propia vida puesta en el juego (y en el trance de la muerte simbólica) de decirlo, obrarlo.

Es por tal razón que el texto poético, aunque parece actuar como relato, no lo es jamás, y no puede nunca conformar un compendio de afirmaciones positivas que sea posible de administrar. Aquel contiene posibilidades de sentido que sólo se desarrollan actualizándose al interior de la existencia que las lee, es decir del que las escucha poéticamente. Por el fenómeno de imantación (tempranamente desarrollado por las reflexiones de Platón), la performatividad en que se ha movilizado el creador, actúa como movilización del ser, también en su escucha, produciéndose en este último sujeto la modulación y expansión del primero. La poesía constituye así, tarde y temprano, masa crítica y, por ende, génesis histórica.

Los poético, entonces, no está en el texto en cuanto tal, sino en la escucha que genera el mismo.

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Pero, ¿es posible pensar una poesía no escritural (no textual)?.

¿Es que hay un tipo de existencia poética que genera una escritura y, a su vez un oficio que genera una existencia poética? ¿Pueden haber existencias poéticas que nunca llegan a la escritura?.

Justamente lo que hace poeta a un poeta, es la propiciación de obra, dada en él originariamente al modo del oficio. Todo ser humano nace con la virtud neta del poeta, en el estricto sentido de poseer una mera creatividad configurante, que, en tanto abocada a cultivar un hábito poético, puede eventualmente llevar a una escucha relativa. Pero la distinción del tercer topos en que se tiene el hombre, antes enunciada, lo hace estructuralmente dudoso. Aquel tercer topos, que constituye el propio lugar donde el poeta orienta su participación a través del oficio dentro de la comunidad, está definido por destinación recíproca; es decir, por un destino de doble dirección entre sujeto y grupo, respecto de un conjunto operativo de seres humanos que le atribuyen a este poeta ser núcleo de modulación imantatoria, consistente en una consagración a través de no-lugar que le es dado (o, digamos mejor, quitado).

Uno de los rasgos de lo poético que generan mayor dificultad para pensarlo, es que linda con la no-poesía, con esa obra de baja vibración que remeda la morfología de la obra poética verdadera, por el artificio, sin lograr la reconjugación que se deja leer como reanunciamiento. No hay una frontera visible que le permita al sentido común distinguir lo que es de lo que no es poético. De este modo, frente a este oficio que profesa en lo íntimo de lo performático, cualquiera puede 'actuar de', o 'hacer como', produciendo textos radicalmente in-motivados en su origen; y ser tomados por algunos como obra auténtica. Estos textos, más que desprestigiar el oficio, que sí lo hacen, lo ocultan, porque lo remiten al escrito (su plano manifiesto) y no a la apelación del encargo crítico en medio del cual la textura ha surgido (su plano latente), quedando así del todo ocluido, encubierto.

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La obra de poesía, en sentido estricto, no es nunca el resultado de un trabajo, según este término se entiende en nuestro modelo occidental de acción activa, sino que responde a una auténtica respiración ontológica entre comunidad y poeta. No se vale de un recurso, como en lo que consiste la faena literaria, porque no se trata de una industria sino del resultado de una pulsión, un apremio de raigambre pulsional realizándose. En esta medida la creación es antes que nada creación-crítica-de-sí-mismo.

La mirada poética es lo que viene a corresponder en el plano del pensamiento a lo que en el plano de la corporalidad es la escucha poética.

No se puede pretender ni se puede menos alcanzar un pensamiento originario, sin que medie una actitud de dejar(se) que en uno se manifieste el acontecimiento, la voz otra, la actualización de la neutralidad.

Dejar(se) ser campo de aparición en la mirada, y no administrar la mirada como aquello acostumbrado que se impone sobre lo real, imponiendo con ello estructuras de anhelo y consecuentes estrategias de lectura. En definitiva, dejar(se) ser a lo real, sin adjudicarle las propias necesidades de que sea aquello que determina nuestras expectativas sobre la existencia, nuestras valoraciones ni sus respuestas en que esperamos de antemano guarecernos.

La mirada poética es de aproximación. Vale decir, se mantiene vigilante y custodia de un territorio que se remueve y se moviliza sin intentar constituirse en su administradora, ni para el cultivo ni para la edificación. Ver ese territorio como posibilidad de cultura y de valencias edificantes, es lo opuesto precisamente a mantenerlo así, en su efemeridad, como reserva.

Dejar que la mirada rodee perimetralmente este ámbito, que lo prepare, que lo disloque de la posición ganada dentro de un cierto tráfico preconcebido, dislocándose el poeta mismo en el acontecimiento. Que, en definitiva, se extrañe en su propia provocación, propiciando en última instancia un desmontaje de sus suelos madres, como pasaje y posibilidad para la remodulación sintáctica de los mismos. El no-lugar en el lugar de cada uno.

Caja Negra, Santiago, 1996

1 (Fernando van de Wyngard, 1959, poeta, filósofo y administrador cultural.)