La más delgada voz rodea el territorio. Palabras Hexagonales, de Verónica Jiménez. Por Javier Bello

Un aliento, al mismo tiempo la mano o el rostro de una figura humana, poco después un lazo de niebla, parecen rozar con levedad el peso imaginario de costas desconocidas que, sin embargo, alguna vez hemos pisado, canales que aparecen y desaparecen, bosques que se acercan a hablarnos de nuestra propia extinción. Escasa pero resuelta, la palabra de Verónica Jiménez, su palabra en archipiélago , islas en una geografía desfondada, gotas de una llovizna verbal, nos humedece: los poemas de Islas flotantes , su primer título, hacen suyo el mito de nuestro Sur, un territorio que se desmiembra y cuyos fragmentos gotean del mismo modo que lo hacen sus versos, los habitantes de éstos y la conciencia que los contempla, los ilumina y los oscurece.

Si Islas flotantes despliega y recoge su tesitura en esa delgadez, Palabras hexagonales , tanto por una admisibilidad mayor de variaciones y formas como por su vocación y precisión únicas en lo que respecta al ejercicio de la voz poética, representa un mundo que desprendida, libérrimamente, encuentra el horizonte de ese Sur al final de la mirada, pero, más allá, bordes y esquinas de estas figuras de seis caras resplandecen no sólo con la humedad de los bosques y los canales congelados, sino también con otras luces, estrellas que, menos definidas en lo que respecta a su pertenencia espacial y mítica, despliegan otros cielos para la contemplación y la escritura poética.    

En la primera zona del libro la prole es víctima del miedo a la oscuridad, a los elementos, al diablo que se cuela bajo la puerta, los que encubren efectivamente el terror atávico a la extinción de la especie. Procrear es el acto lógico -una posibilidad de socorro- ante el pánico que anida en cada uno. Pero engendrar, en estos poemas de Verónica Jiménez, es engendrar sospecha. La vida, creada desde el miedo, produce miedo. No el “rayo fósil”, el terror más grande de todos: el de no haber nacido, según escribió Severo Sarduy, sino una representación del colectivo, donde la vida misma es la persistencia de la muerte, su lectura invariable que impulsa a la hablante a aferrarse a aquella “carne”, hija a su vez de este parto.

Verónica Jiménez no declara como ímpetu individual el temer por la propia inexistencia, sino que desenmascara nuestro vínculo con esa pulsión compartida. La “mano de la mano”, la mano de la hermana que aprieta la de la otra hermana, “carne de la carne”, metonimia del cuerpo individual y del cuerpo colectivo de la prole de las castas, el cuerpo infantil como corteza donde una y mil veces, por dentro, se procreará el destino de la pobreza, el abandono a la intemperie de los “desvestidos” de la tierra. Los poemas que abren Palabras hexagonales laten como un nervio conflictivo en el centro de la mala conciencia de nuestras sociedades y nuestra cultura: si la unidad en el miedo y el abandono otorga sentido a nuestra identidad y a sus lenguajes, estos poemas dolorosamente fundacionales entonan el canto de esa resistencia: “El puño se persignaba entonces sobre la boca. Todo así era sentido./ Dedos y labios al encuentro, mano de la mano/ carne de la carne que crecería una y mil veces desvestida/ dentro de la fina corteza intacta de los cuerpos infantiles.”

La lengua con la que habla la poesía de Verónica Jiménez procede de esta vorágine de muerte y nacimiento, los alfabetos del sueño donde se mezclan miedo y amor, pulsión y desvarío: “Mi hermana duerme/ dice cosas sin sentido y se abraza a mí.” El poema estalla en la boca de la dormida, que despierta soñando “con el fruto maduro del almendro”. Su adentro y su afuera conforman dos espacios abarcados por los ámbitos mayores de la realidad y el sueño, del poema y su circunstancia. Los niños, las perennes víctimas, “miran desde el otro lado de la reja”, dentro del sueño o fuera de él, al interior o en los alrededores del poema, son semillas del fruto que estalla, que se abre para multiplicarse; lo que teme morir termina por desaparecer en el intento de no hacerlo.

A lo largo del libro, rodeados de esta y otras modulaciones, la hablante y los habitantes de los poemas se desvanecen -ya sea en estado líquido, volátil o semejando un espejismo- en los elementos del paisaje, un paisaje vivo que los reclama, y ante el que se redimen del dolor de la existencia, al mismo tiempo que perecen y son olvidados. En el tercer poema, el sueño de libertad que representa el rostro del muchacho que contempla en el fuego su cara de hombre, se desintegra allí donde yacen las “brasas originales del silencio”, única herencia que el “padre” entrega a sus hijos: ellos -nosotros-, los niños sobre la tierra, no heredarán el lenguaje sino la mudez.

Los procesos complementarios de reproducción y desintegración parecen oponerse en el cuarto poema, donde la hablante es conducida por una fuerza mayor hacia el “río bautismal”. El encuentro con el amor y el deseo es capaz de llevarla más allá de su propia catástrofe: “No me entretengas en la risa de los muchachos/ en sus pechos lisos que no saben amamantar/ en sus dedos que nunca aprendieron a ensortijar cabellos/ de criaturas cuyas cabezas se rinden al agua entre sollozos.” Sin embargo, la hablante prefiere entregarse, quedarse entre las maldiciones tejiendo su traje, abandonando las profecías que salen de su boca -profecías también infértiles-, y finalmente sucumbir ante el mundo, desaparecer en el aire: “Una pequeña piedra arrojada contra el viento soy./ Déjame caer. Hazme liviana.”

El deseo es la pulsión que rige la unidad de “Cuerpos contrarios”, la segunda del libro y la más distante de la poética que predomina en Islas flotantes . Estos poemas se sostienen tras la tensión de los polos amorosos que nunca se resuelven ni pueden complementarse. La pequeña prosa del inicio es altamente significativa para el conjunto, del mismo modo que sucede con el texto que sirve de prólogo al libro de Luis Cernuda, Donde habite el olvido , cuyas similitudes con las líneas de Jiménez resultan ineludibles. Cito un fragmento del texto de Cernuda:

Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.

Cito el poema de Jiménez:

Uno se extravía, busca el alma en el cuerpo y el cuerpo en las cenizas. Hasta que llega el punto en que los espejismos se hacen patentes: un trozo de espíritu brilla sobre la piel, pero la imagen procede de los ojos. Uno llega a saberlo y se rehúsa a enfrentarlo. Así nace la cobardía.

En este texto preliminar, la realidad es una suma de espejismos que proyecta la conciencia del sujeto; aún peor: el espíritu, metonimia aquí de la propia existencia, es fragmentario como espejismo y finalmente inexistente. La búsqueda de conocimiento, que se reconoce inútil, es abandonada para evadir el dolor, el enfrentamiento con lo oculto; esa pérdida es llamada cobardía.

            El deseo de Jiménez es más primario que el de Cernuda: Cernuda desea olvidar para trasportarse a un espacio donde no exista el dolor; Jiménez quiere encontrar el cuerpo del deseo y en su lugar halla el dolor y la inexistencia, y en este sentido su acercamiento a la materia es en apariencia directa. Los poemas de Jiménez no sólo enuncian, como en Cernuda, el dolor de la reciprocidad amorosa, sino también su final impedimento, tras una búsqueda que significa perdición y destrucción.

Es justamente contra su propia “cobardía” que la hablante enuncia el primer poema de la segunda sección del libro, pero algo en ella, al mismo tiempo y en el mismo punto de hablada, la dirige hacia donde no quiere ir, hacia un movimiento detenido y absurdo: “Atrévete a cruzar cuerpos contrarios/ aunque descubras que los pies/ son el contrasentido de los pies”. Los intentos para provocar el encuentro son inútiles: “el noctámbulo hace emigrar/ cuanto ha tocado/ hacia una luz que se derrumba/ al apagar la lámpara.” La llamada al amor de la hablante se ve suspendida apenas se apaga la lámpara que representa aquí la vigilancia fálica sobre su aventura y su discurso. La atracción que guía esta búsqueda se desconoce a sí misma, se “derrumba” apenas la luz desaparece, quizá porque el sustrato que queda en evidencia en la oscuridad es el posible resultado de la reproducción, es decir –bajo el prisma de los poemas con que el libro comienza- el avance de la muerte.

El espacio al que ingresamos expone el carácter inalcanzable de lo deseado, la realidad como un muro donde choca el deseo: “el crecimiento tenaz de las uñas/ sin más propósito/ que rasguños imaginarios en la madera.” La habitación, la casa del deseo, es un ataúd del que la hablante trata de escapar en la oscuridad que implica la ausencia de la “lámpara”. El cuerpo, la piel como traje y el traje como piel, un motivo constante en la primera sección de Palabras hexagonales , intensifica en este poema lo observado: el traje que la hablante no quiere dejar de tejer es la propia construcción imaginaria, el ejercicio que la mantiene atrapada desde el momento en que el desplazamiento hacia la otredad es imposible o sólo acarrea disolución, en tanto el amor cobra el signo de la muerte a través de la posibilidad del engendramiento o la figura del otro inalcanzable: “los ritos funerarios del amor/ abren las hojas.// Quien te amó te riega con sus mieles/ y yace en un tiempo distinto/ húmedo de ti.”

La producción del miedo se aloja en un cuerpo hueco, cuyo sonido recuerda a la muerte: “La casa vacía como el cuerpo/ provisto simplemente de fría oquedad”. Los “otros” se hallan también en el impedimento de encontrarse con la hablante y la confunden lentamente en su extrañarse, esculpen su rostro hasta provocar en ella la distancia del autodesconocimiento, cubrirla con la dureza pétrea y la cal de una tumba, pero una tumba que respira: “manos amadas te confunden con la piedra/ y en piedra esculpen un rostro: hielo, hálito y cal.” Cuando la luz se apaga, el “cuerpo del que oímos hablar en la habitación” es narrado por un otro u otros que no conocemos; referido, no visto ni tocado, invisible a oscuras. Cuando la lámpara se enciende, sin embargo, la hablante no contempla su unión con el objeto de su deseo, sino la vida detenida y la muerte en movimiento: “Con luz de astros fabrica una linterna/ para buscar bajo las cenizas/ estatuas fijas o cadáveres en movimiento”. La cualidad fálica de la luz relaciona este ámbito descubierto con el carácter portador de muerte de la reproducción. Los astros, encarnaciones de poderes superiores y del orden cambiante del universo, constituyen esa linterna de carga fálica. Cuando cesa la luz -el poder de las esferas, música y cópula- el cuerpo puede ejercer dominio solamente sobre sus restos, que son el amor humano: “El cuerpo intenta entrar en lo que queda/ cuando cesa el apareamiento de los astros.”

            Los procesos de disolución de la hablante y de las figuras que la acompañan se aceleran en los poemas posteriores. Las manos se unen líquidas al muro de la realidad con que choca el deseo: “Agua momentánea la de estas manos/ afluentes al muro”. Otra de las versiones de este deshacimiento lo constituye la incongruencia del cuerpo mismo con su imagen -representación, traje- o con el cuerpo del otro: la distancia que media entre un calco y su doble es el espacio donde trabaja, tempranamente, la muerte. De esta manera, el amor es una ruta para el extravío; acelera el arribo a las puertas del propio final. Los poemas de Palabras hexagonales parecen repetir que se muere antes si se ama:

Para qué tanta luz para qué si el cuerpo no cabe en el cuerpo y en el desborde trabajan incansablemente los metales de la oxidación.

La carne establece sus propias rutas para el extravío: intentamos entrar en otro cuerpo pero no cabemos en una misma mano y no cabemos exactamente en un mismo pie.

Hacia el cuerpo retornamos y tropezamos. El exceso rompe las alas de la desnudez.

El camino hacia el cuerpo se encuentra lleno de tropiezos. El cuerpo, la nave de la existencia, no encaja consigo mismo ni con el ajeno. El amor trata de hacer coincidir no sólo uno con otro, sino la propia imagen de la hablante con su realidad. Ejemplos de los primero son los versos siguientes: “Un cuerpo desmembrado es/ un mosaico de piezas que tratan de hacer calzar/ los amantes.” Pero las imágenes terminan por no coincidir y los diferentes sustratos no encuentran redención en la palabra: “Es tan evidente que aquí/ no calzan las abstracciones.” La posible unión amorosa se desmorona, pero también la imagen que la hablante tiene de sí misma. El cuerpo ajeno puede ser contemplado como un espejo del propio y su desconcierto leerse detrás de la mirada.  

En el extenso y hermoso poema que cierra la segunda parte de Palabras hexagonales , la hablante busca en el amor el consuelo y el refugio, pero esta búsqueda segrega hacia el final del texto una serie de elementos agresivos con los que la hablante se autoinfiere: “vestirnos en nombre del amor con una nueva guirnalda de granizos”. Si la pregunta por la identidad de la hablante y su otro, en un poema anterior, cuestionaba su propio acto de habla y abandonaba a la pareja humana ciega después de la “lectura” (“Quién eres tú realmente/ Quién soy yo, si no sé decir/ en qué cuerpo he buscado/ las cartas ilegibles con que agrede la luz/ hasta dejarnos ciegos de palabras”), aquí el lenguaje no puede dar cuenta de la experiencia del amor. La totalidad del recorrido que significan estos poemas es puesta en cuestión no sólo como experiencia, sino también como imagen transferida y compartida en el lenguaje: “Nada tiene que ver el amor con las palabras que engendra”

“Marina llega con la lluvia”, la tercera sección del libro, es un largo poema con fragmentos diferenciados no sólo por la distribución espacial y estrófica, sino también por el uso de un estribillo de un sólo verso. La geografía y los elementos se concentran al interior de la figura de Marina, la niña que encierra en su propio cuerpo las tensiones del paisaje: niña y lluvia, sometidas a la furia o a la caricia de los vientos, son una misma cosa. Al igual que sus pares, los niños de la primera sección del libro, Marina es el fruto de la continuidad de la especie; su imagen, representación del canto que rige estos poemas, “canta en el corazón de la semilla”.

El momento de mayor significación y más alta intensidad lírica del poema lo representa, a mi entender, su penúltima pieza, debido a su enraizamiento y penetración en imágenes que se han fortalecido en el último medio siglo de poesía chilena. En esos versos, como en la obra de Gabriela Mistral y posteriormente, por ejemplo, en la poesía de Soledad Fariña, las figuras de madre e hija, continuadas aquí en la nieta, que son a la vez fantasmas, cuerpos y encarnaciones de los poderes de la naturaleza y las formas de la geografía, se complementan en un juego de uniones, superposiciones y dominios, donde las tres se enlazan como si se tratara de un conjunto de veneros interconectados que portan, de un polo a otro, los materiales de la vida: sangre, savia, agua y fuego a nivel textual, representaciones de sangre y leche maternas, pero también de vínculos más profundos: premoniciones, alojamientos, miradas -también pupilas, ojos: órganos de la identidad- donde el parentesco se revela no de manera estática, sino fluyente e influyente, yendo y devolviéndose a través de un largo sueño pleno de movimientos y continuidades, un engarce de tres. Vale la pena citar estos versos:

“Antes de ti, vino mi madre a tenderse en mi costado   su cuerpo encendió en mi sangre   una hoguera de premoniciones   mi madre se alojaba en mí   yo era su isla   hasta mí llegaba un mar adormecido   pero mis pies ardían   yo estaba colmada de mi sangre   duplicaba sus caminos   me arrastraba como una sombra      por sus orillas.   Ella extendía sus ojos hacia mí   y en una visión de fuegos fugaces   te recostabas tú también, reunida   savia de nuestras miradas.   Yo ardía sobre el rostro de mi madre   me soñaba hija que teje naufragios   trazaba caminos sobre el agua   para llegar a ti, raíz anticipada   hondo viaje simultáneo   en mi cuerpo deshabitado.   Ahora mi madre se vierte nuevamente en mí   yo soy su fragua   abro lentas pupilas que se reúnen   en un sueño que arde.

  Yo sueño con una niña enredada en el aire.”

            En el siguiente fragmento “aguas revueltas” y “fuego” que “se derrama” se reúnen a partir del volcamiento de la “lámpara” en el mismo sueño: “el fuego define contornos de agua”, donde ambos materiales mantienen sus fuerzas iguales en un constante enfrentamiento, produciendo la tensión y conformando los bordes del elemento opuesto. Esos límites parecen producir aquí la condensación de la imagen y de la escritura que revela en el poema la forma primordial que da título al libro y que ayuda en el ejercicio de descifrar algunos de sus múltiples sentidos: “Yo busco palabras hexagonales/ un prisma se abre sobre la página, falta/ quien escriba los pasos restantes.” La cristalización sobre la página configura un prisma que abre los caminos para transitar, con los pasos que faltan, desde el poema hacia sus sentidos. He aquí no sólo un instante de acertada autorreflexión y de develamiento de la propia poética, sino una búsqueda del poema y una investigación en él. Sin embargo, la conciencia lírica de Verónica Jiménez, en pleno ejercicio del conocimiento y al mismo tiempo en constante fuga de la forma hacia su fondo salvaje, sabe que el poema es inalcanzable, “una cosa que será”, como escribió Vicente Huidobro, o, como bien afirma ella misma: “Este no es un poema”; y sabe también que la boca irracional del discurso amenaza a cada instante las precisiones y los puntos fijos, y se pone a hablar sola, como una hermana, una madre o una hija dormidas. La lectura del poema es la visita a un sueño cuya víctima es soñada a su vez por un sujeto que desconocemos: “El centinela de nuestro sueño es un dormido.”

            La última parte de Palabras hexagonales es, paradójicamente, si se considera su posición en el libro, la más cercana a la poética de Islas flotantes , de tal manera que parece una continuación e incluso un ahondamiento, no sólo desde el punto de vista de la similitud entre las imágenes, sino también desde los modos de uso del verso, de la prosa poética, la narración y las figuras, las que se habían diferenciado de su antecedente en las tres primeras secciones del poemario.

            Los poemas de esta sección se adentran, con la lentitud proverbial de las barcazas, en una zona desconocida, y permiten abrir nuevos espacios entre los pliegues y recovecos del mito de un Sur que se ha conformado a lo largo del siglo XX como un imaginario primordial en la poesía chilena contemporánea; un Sur que conocemos a partir de las obras de Pablo Neruda, Juvencio Valle, Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Omar Lara, Rosabetty Muñoz, Jaime Huenún y Antonia Torres, entre otras.

Algunos topónimos a los que varios poemas refieren, ayudan a fijar el lar que Verónica Jiménez construye, cerca de ciertos sitios reales que parecen rodearlo: Llingua, San Juan, Quenac, Chaulinec –los últimos dos, como declaran unos versos, pertenecientes a una lengua extinguida. El mundo misteriosamente desplegado obedece, sin embargo, a algunas características de un paisaje reconocible en nuestra construcción mítica y real del Sur: cementerios cubiertos por el agua, cruces que aparecen cuando la marea baja, caminos que reflotan entre una isla y otra, y vuelven a desintegrarse, se encuentran ligados a la imaginería de la zona de Valdivia y Corral, sumergida en parte por el maremoto de 1960, y también al mundo nómada de los boteros chonos al sur de Chiloé, que desde tiempos remotos navegaron entre el archipiélago y la región de los canales. Pese a todas estas referencias ineludibles, nunca deja de producirse, tanto a través de la descripción como de la narración, un escenario ambiguo que no logra definir precisamente los contornos del espacio, y que permite que los referentes no agoten los sentidos del poema, sino que los intensifiquen.

En este lar , las formas geográficas, ambiguas y cambiantes, conviven con sus pobladores en una constante tensión: niños recolectores de pelillo,   hambrientos, enfermos, afligidos, boteros, mariscadoras, pescadores, todos sujetos sometidos a la miseria, la precariedad y envueltos en una tristeza abrumadora. El ser humano resulta insignificante ante la inmensidad del espacio natural, ante la eternidad del mar: “Para el océano mil años son como ayer y otros mil serán mañana”, y es en esa desolación, en ese mundo vacío, donde éste se enfrenta a su soledad existencial.

Los poemas despliegan una religiosidad primaria –rezos, salmos, oraciones; el cura visita el pueblo una vez al año- y la relación de los habitantes con criaturas mitológicas, provenientes de la cultura popular chilota, las que en la narración distanciada que ofrecen los textos, son elementos integrados naturalmente en la voz de la hablante y la conciencia de los pobladores. Estas criaturas son portadoras de formas animales y de procesos inacabados del paisaje que terminan por encarnar, para consolidarse, en los moradores de esas tierras, incluso otorgándoles sus rasgos. Un pez, referido insistentemente, se constituye como nexo imaginario entre la hablante y las figuras sobrehumanas, mezclas de mujeres y animales: “Las señoritas son: Amelia, hija de toninas y de jaibas/ María, amasadora de tortillas/ Juana, teñidora de lanas y tejedora de frazadas/ Carmen, pura inspiración marina ancestral/ concebida en la noche de los brujos voladores.”  

El paisaje y esas figuras misteriosas generan en la conciencia humana el miedo de ser absorbida, de modo físico o imaginario, por un medio cambiante e indiferente: “El visitante cierra los ojos y deja al sol golpear contra sus párpados./ “Oh, Señor, sobre mí han pasado tus iras”, “Tus aguas me han cercado continuamente/ y al amigo y al compañero de mí has alejado.” Es perceptible un acecho constante alrededor de la hablante y de quienes mudamente la acompañan, que se oculta detrás de la calma y supuesta indiferencia del exterior.

El dominio del paisaje sobre la vida humana, somete también a la memoria, que desaparece o reflota según la altitud de las aguas y la presencia o ausencia de la luz: “Cruces semihundidas, lápidas enterradas./ Poco a poco la oscuridad va borrando el nombre de los muertos”, “Hasta acá suben millares de recuerdos/ tironeados por estas manos marinas incansables.”

La latencia invariable del peligro, se ve representada por la persistente referencia y narración de un naufragio, que termina por proyectarse, más allá de la leyenda, como un naufragio de la geografía y sus habitantes, de la identidad personal y colectiva: “Bajamos a la orilla y no nos reconocemos/ Bajamos a la orilla y estamos solos// (...) Hombre, no hay nada que esperar”.

Pero también el naufragio es la pequeña narración que trae a los forasteros a estas tierras: “Tendidos en la arena nos olvidamos del naufragio.” Este naufragio permite que se produzca la tensión que define estos poemas: la relación que establecen los forasteros con un paisaje al que no pertenecen: “No somos de aquí, nadie nos conoce. Ningún pescador sale a recibirnos”, “Soy el visitante y quiero fundirme con este horizonte de neblina que aplaca las distancias entre el cielo y el mar.”

El encuentro de la conciencia recién llegada con este mundo salvaje, mítico y desconocido, genera en ella un proceso espiritual. Poco a poco el ojo empieza a vaciarse en el entorno: “Yo soy el visitante, y mis pequeñas ambiciones ondean como harapos contra el cielo negro.”

Una de las líneas finales de “Mares” resulta significativa de esta relación de distanciamiento y acercamiento que establece la hablante con el entorno que no le pertenece “ Tus pasos se pierden, botero de antaño, en los horizontes traducidos por la lejanía. ” El paisaje es una lengua desaparecida que, como los lenguajes originarios, es necesario traducir para habitar.

La visitante, ajena, intenta traducir el paisaje, enmarcándolo en su mirada para aprehenderlo: “En el horizonte, la cruz de la iglesia ofrecía instantáneas con fondo de cielo crepuscular. Tomé fotografías. Recorté el paisaje.” Pero el verbo “ofrecer” instala desde un principio el poder del paisaje por sobre la voluntad de la hablante.

Gabriela Mistral afirmó que “América es un hecho de paisaje”. La voz delgada de Verónica Jiménez afirma la supremacía del paisaje en nuestro Sur, en nuestro continente, sobre la conciencia poética, paradójicamente, capaz de darle vida. Hay una coincidencia profunda, a lo largo de las obras más relevantes de nuestra tradición lírica, entre aquello oculto que late bajo la superficie de territorios, corrientes y mares, y la pulsión de las escrituras que intentan develarlo.

Esta conciencia, en Palabras hexagonales , es conformada por el paisaje. Son los habitantes perennes de los lares , hijos de la tierra, atados a ella, los que establecen una relación verdadera con los elementos que los rodean. Los antiguos pobladores, ahora fantasmas de un cuerpo colectivo cruelmente exterminado, desaparecido, son el anverso moral e imaginario en una larga concatenación de poetas chilenos. Verónica Jiménez pertenece a esta búsqueda y nos enseña:

“No se aman los paisajes por la vanidad de ser sus testigos, sino por la forma en que se meten en el cuerpo inundando las venas con su trasparencia. Este mar, por ejemplo, desde siempre ha estado destinado a insuflarnos el sentido de la eternidad: una mirada es un instante, sólo la condición de que el pasado y el futuro pierdan el sentido que solemos atribuirles. Los pescadores, por su parte, hace tiempo que aprendieron a descifrar las aparentemente caprichosas ondanadas de las corrientes marinas eternas. Son sus amantes.”  

 

 

 

                                                                                   

Santiago de Chile, 11 de diciembre, 2002.

Palabras Hexagonales

VERÓNICA JIMÉNEZ nació en Santiago en 1964. Es Licenciada en Humanidades con Mención en Lengua y Literatura Hispánica y Licenciada en Comunicación Social y Periodista por la Universidad de Chile, donde cursa actualmente el Magister en Literatura. Ha editado los poemarios Islas flotantes (Santiago, Stratis, 1999) y Palabras hexagonales (Santiago, Quimantú, 2002), al que pertenecen los poemas que presentamos a continuación.

 

Santiago, Quimantú, 2002

 

Los Náufragos, poetas de los noventa. Anotología

PALABRAS HEXAGONALES

“…buscaba palabras hexagonales en el límite de alambre del silencio”. Gellu Naum

I

Y era el llanto de las procesiones de la infancia lo que le daba sentido a las rodillas. Eran las manos buscándose debajo de las sábanas la bolsa para cazar mariposas lo que les daba sentido. El viento en la ventana anunciaba la presencia del mundo la oscuridad de los pasillos nos rompía los ojos cuando niños el diablo tal vez escurriéndose por debajo de las puertas su fetidez alcanzaba a los perros en el patio y los enloquecía. El puño se persignaba entonces sobre la boca. Todo así era sentido. Dedos y labios al encuentro, mano de la mano carne de la carne que crecería una y mil veces desvestida dentro de la fina corteza intacta de los cuerpos infantiles.

II

Despierto soñando con el fruto maduro del almendro. Las cáscaras estallan cuando se hincha la semilla y en reguero se esparcen sobre el suelo húmedo del patio. Los niños miran todo desde el otro lado de la reja sus ojos son ratas inquietas, las veo asombrarse, correr hacia el fondo oscuro de los lunares de mi blusa hacia el ruedo de la falda que gira y se convierte en un plato. Despierto soñando con el fruto maduro del almendro. Todo me alcanza, el vestido es esta piel y mis manos buscan a tientas brazos o piernas en la oscuridad. Mi hermana duerme dice cosas sin sentido y se abraza a mí.

IV

No me devuelvas cuando me lleves contigo y entre flores de naranjos caminemos hacia el río bautismal. No me entretengas en la risa de los muchachos en sus pechos lisos que no saben amamantar en sus dedos que nunca aprendieron a ensortijar cabellos de criaturas cuyas cabezas se rinden al agua entre sollozos. Pero no. Déjame estar entre las maldiciones tejiendo desde ahora un traje inacabable para el que vendrá al hueco compasivo de mis manos. No permitas que prediga el futuro en los hilos que se encadenan y crecen hasta formar mantas teñidas de tierra seca. Una pequeña piedra arrojada contra el viento soy. Déjame caer. Hazme liviana.

CUERPOS CONTRARIOS

Uno se extravía, busca en alma en el cuerpo y el cuerpo en las cenizas. Hasta que llega el punto en que los espejismos se hacen patentes: un trozo de espíritu brilla sobre la piel, pero la imagen procede de los ojos. Uno llega a saberlo y se rehusa a enfrentarlo. Así nace la cobardía.

No temo a la muerte, disgregadora impura. En su luz he visto morir la luz.

La luz es sedentaria, la oscuridad nos empuja en cuatro direcciones con la velocidad de la risa o del pánico.

Atrévete a cruzar cuerpos contrarios aunque descubras que los pies son el contrasentido de los pies buscando veredas transitorias en la noche. Ve y entra en esos cuerpos y si alguien pide que te detengas en el momento en que tus manos enumeran manos y cuánto has tocado es ocupado por un viento vertical no lo escuches, atrévete a poblar surcos contrarios, como el noctámbulo hace emigrar cuánto ha tocado hacia una luz que se derrumba al apagar la lámpara. La casa vacía como el cuerpo provisto simplemente de fría oquedad: manos amadas te confunden con la piedra y en piedra esculpen un rostro: hielo, hálito y cal. Cuerpo del que oímos hablar en la habitación: lengua suspendida en una fracción de tiempo y eternidad. Estrellas en movimiento constelaciones fijas. El cuerpo intenta entrar en lo que queda cuando cesa el apareamiento de los astros.

Con luz de astros fabrica una linterna para buscar bajo las cenizas estatuas fijas o cadáveres en movimiento: Este es un brazo y yace colgado de la lámpara estos son los ojos acostumbrados a mirar hacia adentro. La boca arroja piedras al precipicio y el cuerpo se vacía de todos los nombres. El cuerpo intenta entrar en lo que queda cuando cesa el apareamiento de los astros.

Para qué tanta luz para qué si el cuerpo no cabe en el cuerpo y en el desborde trabajan tempranamente los metales de la oxidación. La carne establece sus propias rutas para el extravío: intentamos entrar en otro cuerpo pero no cabemos en una misma mano y no cabemos exactamente en un mismo pie. Hacia el cuerpo retornamos y tropezamos. El exceso rompe las alas de la desnudez.

Quién eres tú realmente quién soy yo, si no sé decir en qué cuerpo he buscado las cartas ilegibles con que agrede la luz hasta dejarnos ciegos de palabras. Tu boca que decía leer adónde irá después de retirarse de mi mano mi mano escrita en qué vacío habrá de diluirse si no posee la virtud del agua. Quién eres tú realmente si entre ambos medias tú, pero distinto y las cartas que descifras se oscurecen y desprecian la forma de los cuerpos. Entonces, quién soy yo en qué me he convertido en la sombra que ensaya su presencia ante la luz no en la luz.

Nada tiene que ver el amor con el amor nada tiene que ver la sed con el agua que arrebata ni la primavera con la flor que se desprende del tallo. Son sólo ejemplos. El amor tiene que ver con la costumbre de mirarse a los ojos repetidas veces el amor tiene que ver con la costumbre de buscar en los ojos contrarios el eco de un relámpago o palabras amables tras las máscaras estrictas del silencio. No tienen que ver con el amor las prolongaciones del estío ni las hojas que se desprenden exhaustas de los árboles ni las hojas que se aferran como gusanos de los árboles. Es un ejemplo. El amor tiene que ver con una casa aplastada por la lluvia con habitaciones a oscuras y con charcos con las tristes camisas aferradas al vacío del aire con los chalecos sin destino empujados al fuego con un par de ojos sofocados en su espejo. El amor tiene que ver con la costumbre de mirarse a los ojos repetidas veces y atizar las llamas de los charcos repetidas veces y alojar la lluvia en habitaciones oscuras repetidas veces. El amor tiene que ver con huir de nuestras habitaciones con fundar en el barro una nueva ciudad para guarecernos con vestirnos en nombre del amor con una nueva guirnalda de granizos con detestar en nombre del amor los frutos y los árboles. Nada tiene que ver el amor con el amor. Nada tiene que ver el amor con las palabras que engendra.

MARINA LLEGA CON LA LLUVIA

Estremecida junto ti como en un sueño no olvido ni recuerdo. Canta el invierno y yo aparto de las otras palabras recién nacidas: las que dejamos bajo el arco del dolor por donde las dos pasamos temblando las que tejí en tus alas para que ordenases con tu vuelo el barro circundante la soledad caótica que desampara.

La noche es una lámpara y vierte en un soplo el aceite de los adioses. En mi sueño pluvial gritan las sombras. Los hitos implacables del porvenir vienen y van como comparsas como tibias tempestades en un mar sin sal pirámides del llanto. No recuerdo ni olvido. Enhebro la aguja convulsa que me descose de tu cuerpo para que te recoja la tersa trashumancia del día.                              Espéranos en tu orilla                              Lluvia que está en la lluvia                              Síntesis del agua                               Míranos cómo estamos                              Ve cómo caemos en esto                              Una permanente presa del tiempo                              Esto que es la vida.

Tú avanzas entre algodones, crees ver el sol Y de pronto te sorprende una paletada de aire Y este vacío amoblado con instrumentos de tortura. Tu fina sangre se desprende de un círculo para entrar en otro como en un abismo intenso y palpitante. Tú avanzas mientras el tiempo retrocede Y la génesis del candor se retira de la estría.                              Pájaro de fuego, libéranos                              De tus raíces frenéticas. Tus manos se aferran a una esquina de la sábana A una punta del destino. La lluvia franquea el remanso de mi sueño arrastra la corriente de otros días y canta blanqueando el pozo negro de la tarde. Yo sueño con una niña enredada en el aire. La lluvia canta en el corazón de la semilla escarba la tierra y arranca raíces: palabras recién venidas. Como en una danza cósmica viene luego el sol pariendo soles diminutos los tuyos son hijos de los míos y ambas jugamos con esos pequeños que luego van a alumbrarte Amiga de las nubes Hija de la lluvia.

***

Hija de la lluvia, collar de bellas miradas, detente dentro de mis ojos, examina el fuego tus visiones como llamas colman mi sueño, un sol de raíces doradas sube por tu espalda, mi mano se vacía sobre tu cuerpo quiere llenarte niña que vienes de lo pleno a lo que te falta. Antes de ti, vino mi madre a tenderse en mi costado su cuerpo encendió en mi sangre una hoguera de premoniciones mi madre se alojaba en mí yo era su isla hasta mí llegaba un mar adormecido pero mis pies ardían yo estaba colmada de mi madre duplicaba sus caminos me arrastraba como una sombra por su orillas. Ella extendía sus ojos hacia mí y en una visión de fuegos fugaces te recostabas tú también, reunida savia de nuestras miradas. Yo ardía sobre el rostro de mi madre me soñaba niña que teje naufragios trazaba caminos sobre el agua para llegar a ti, raíz anticipada hondo viaje simultáneo en mi cuerpo deshabitado. Ahora mi madre se vierte nuevamente en mí yo soy su fragua abrazo lentas pupilas que se reúnen en un sueño que arde. Yo sueño con una niña enredada en el aire.

Esto no es un poema. Tú avanzas en un sueño de aguas revueltas la lámpara se voltea nuevamente y el fuego se derrama tus ojos tan aptos para mirar dentro de mí encienden fogatas lejanas. El fuego define contornos de agua gotas se desgranan en un fondo de columnas que se abren como brazos en un cielo ornamental, vacío. Yo busco palabras hexagonales un prisma se abre sobre la página, falta quien escriba los pasos restantes. Tus manos adormecidas sobre mi pecho abren y cierran mis libros. El centinela de nuestro sueño es un dormido.

MARES

Anochece el cielo ahora está cambiando de color y a poca distancia de la playa aureolas de aceite dejadas en la superficie por las lanchas engañan la vista de novatos cazadores de lobos. Llingua, loma negra y silenciosa, atestada de perros vagabundos. Arenas ásperas crujen bajo los pies del visitante que va dejando tras de sí dos huellas de nocturna soledad. La leña verde humea y la columna asciende hasta chocar con la bandada de aves marinas que realizan gimiendo su última ronda. Es hora de rezar por los enfermos, los hambrientos y los encarcelados y también por los pescadores que fuman junto a frágiles lámparas en altamar. Al amanecer remontará las olas en dirección a otras islas como el afligido que va juntando los trozos de un salmo ya olvidado.

Los niños se meten al agua para sacar pelillo el mar está quieto, la marea baja. Un perro se sacude junto a la cosecha y un viejo lo espanta a gritos y a pedradas. El visitante cierra los ojos y deja al sol golpear contra sus párpados. “Oh, Señor, sobre mí han pasado tus iras”. Un cosquilleo recorre sus pies descalzos sobre la arena. Cuando sube la marea los niños salen del agua y se alejan arrastrando su sacos repletos de algas. Para el océano mil años son como ayer y otros mil serán mañana. Las cenizas del día las aplasta el visitante con sus pisadas. Más allá de los despojos de un lobo muerto un camino pedregoso se abre en bajamar. Las dos islas se tocan y entre ellas la codicia inocente de las mujeres mariscadoras. Hasta acá suben millares de recuerdos tironeados por estas manos marinas incansables. Tú, ausente, qué puedes hacer en este momento decisivo sino contemplar el moho en las grietas de los muelles. Una boca desdentada ríe a punto de expirar y un sol naranja es atraído por las insinuaciones de un mar sospechosamente calmo, dicen los avezados.

Pero el viento se revuelve y hace girar las aguas alejando los malos presagios. Pese a esto un pescador se deleita con su plática de agorero.

La sal en los pilares y la oscuridad hundiéndose sobre el manto púrpura del agua. No hay nada que esperar. Años de borrasca en un minuto y yo no puedo explicarlo, pobres tierras de San Juan. Bajamos a la orilla y no nos reconocemos bajamos a la orilla y estamos solos. El muelle al anochecer es semejante a un mástil después del naufragio o a maderos flotando en medio de la corriente. Y así pasan las horas, pez lento. Hombre, no hay nada que esperar.

Prendarse  de los hombres  que guían pequeñas  embarcaciones para  transportar  víveres a la isla  es algo difícil de evitar. Uno de ellos, particularmente hábil  para sortear  vientos contrarios, suele hacer todo tipo de bromas en el momento de embarcar, azotando el bote  contra el muelle, con el objetivo  de que alguna “señorita” caiga  sobre  él.  Luego, se  hace  a  la  mar  y, dándose  aires de conductor  de  trenes, enciende  el  motor,  se  cala  una  boina y  prende el centésimo  cigarrillo de la  mañana. Con el mismo buen humor, escupe  a los  salmones  que  logra  avistar en  el  agua  y  cuenta cómo esas  pequeñas  bestias  han sembrado de cangrejos el fondo marino. Al arribar a la isla, suele  invitar a las  “señoritas” a sacarse las  faldas, para que  no se les  mojen  al descender del bote. Su  esposa  celebra  la  ocurrencia  con abundantes carcajadas, tras  lo  cual  él  se  entretiene  contando  historias, mientras espera que baje la marea.

            Las señoritas son: Amelia, hija de toninas y de jaibas             María, amasadora de tortillas             Juana, teñidora de lanas y tejedora de frazadas             Carmen, pura inspiración marina ancestral             concebida en la noche de los brujos voladores.

No se aman los paisajes por la vanidad de ser sus testigos, sino por la forma en que se meten en el cuerpo inundando las venas con  su transparencia. Este  mar, por ejemplo, desde siempre ha estado  destinado a  insuflarnos  el sentido  de la eternidad: una mirada es un  instante, sólo a  condición  de que el  pasado y el futuro  pierdan  el sentido que  solemos atribuirles. Los pescadores, por su parte, hace  tiempo que  aprendieron  a descifran las aparentemente caprichosas ondanadas de las corrientes marinas eternas. Son sus amantes.

                     Lloré en la quinta de  manzanos que  queda junto  al  cementerio. Unas gallinas  salvajes picoteaban  mis zapatos  y mis  pantalones. Las ahuyenté  con frutos  pasmados y con ramas. En  el horizonte, la  cruz  de  la  iglesia  ofrecía instantáneas  con  fondo  de  cielo crepuscular. Tomé  fotografías. Recorté  el paisaje.  Envidié  a  los pescadores  que  fumaban  y  tomaban  vino  junto  a los botes en construcción. Soñé  por un  momento que mi destino era este mar, que  los  hombres  de  la  bahía  eran  mis  amigos, que  mi rostro extranjero  brillaba  como  un  pez, entre  las redes  que tejían sus conversaciones.

Las palabras que comienzan con ec o con ac pertenecen a una lengua  hace   mucho   extinta.  Quenac,  Chaulinec.  Sólo dos palabras, cuántas más. Y no sabemos qué significan.

En Quenac, dos niñas juegan a fabricar guirnaldas con ramas y flores  silvestres. La chicha  se  vierte  desde  un  balde  a  una jarrita y el cielo se pierde en la oscuridad del bosque.

En Chaulinec, los animales celestiales  estallan en un canto que alimenta  el  fuego, sobre  el  que se  asan  las  papas  de finas raíces de plata. 

Quenac,  Chaulinec.  Pronuncio   esos   sonidos  dentro  de  la cáscara hueca de estos días. Cómo  si  alguien  fuera  a  oírme.

Tus  pasos  se  pierden,  botero  de  antaño, en  los horizontes traducidos por la lejanía.