Ya pensé que no volvería a hablar con estas palabras, pensé que de esta aguja me desharía. Porque cuando un barco se aleja de la ribera, finalmente termina por perderla de vista. Así pensé yo que todo este intento sintáctico se perdería también de vista. Pero uno vuelve, a veces, a sentir lo mismo que hubo sentido en otro momento, uno vuelve a ser el mismo, encuentra lo que había dejado, oye lo que se había extinguido, uno, después de todo, es un destripador de momentos. Vender carne nunca deja de ser vender carne, ayer por la tarde nos juntamos en el bar La Espera, el bar La Espera es un lugar en extinción, no es todavía una especie extinta, es un lugar que se está extinguiendo. Gruesos baldosones cubrían el piso. En un momento yo me paré al baño y pude contar y “estudiar” los gruesos baldosones que cubrían el piso, muy a la antigua. El ruido de la calle prácticamente ni se escuchaba, sólo se escuchaba, del otro lado del tabique, junto a la barra, el televisor, entregando las noticias del día, y las conversaciones de dos o tres borrachos, yo me había reunido con otras tres personas más. Dos de ellos eran actores. Llegaron irradiando toda su “acoplación a los movimientos sociales.” Yo les hice una mueca de reprobación, esa fue mi forma de saludarlos, pero ellos siguieron irradiando toda su “acoplación a movimientos sociales.” Cuando ya pensé que nunca más volvería a hablar con esta voz que hice mía, pensaba, de hecho, que esta voz era pasado, cuando llegaron los actores compradores de movimientos sociales, yo pensaba que esta voz era pasado y si alguien me hubiese preguntado yo le habría asegurado (sin duda lo hubiera convencido) que esta voz era pasado. No estaba borracho en el bar La Espera. Pensaba en las fachadas continuas. Hace uno o dos meses, pensaba que dejaría esta ciudad, pensaba que dejaría esta ciudad para siempre. Pensaba que, una vez dejando esta ciudad, tan pronto dejara esta ciudad e incluso antes de dejar esta ciudad, sobrepasaría mi esquizofrenia y me haría uno, pero a última hora me arrepentí y no dejé esta ciudad, pensaba que dejaría esta ciudad y, además, pensaba que ya no hablaría de nuevo con esta voz que no es mía, pero de la cual yo me apropié hace algún tiempo porque me hacía bien o no me hacía bien, nunca me hizo bien, en realidad, me acomodaba, para esta voz yo era un buen ventrílocuo, de esta voz me resultaba fácil ser un ventrílocuo.

No estaba ebrio en el bar La Espera, estaba pensado en las fachadas continuas que había visto cuando venía hacia acá, Servicios funerarios, gente extraña por lo general, a las nueve de la noche, la mayoría de las oficinas mostraban gente del otro lado, mujeres mal vestidas, hombres llegando a sus casas, detrás de las ventanas iluminadas se me mostraban, al pasar, todo tipo de escenas. Todo se resuelve caminando. Caminando por Santiago. Yo que pensaba irme de Santiago y he aquí que, de un momento a otro, me doy cuenta que caminando por Santiago se resuelve todo. No es ya conversar con gente, conversar con gente no sólo no resuelve nada sino que por el contrario, vuelve todo más oscuro, destruye el alma humana. Conversar con actores, en particular, destruye el alma humana.  La voz que tienen los actores y su siniestra complicidad con el mundo moderno, destruye el alma humana. Uno lucha por convertirse en algo que le parece entretenido o enriquecedor sin percatarse que ese algo, posteriormente, se confabulará contra uno. Uno lucha por tener por amigos a ciertas personas, ciertos seres que después conjurarán tu destino. Yo quería ser un escritor, pero gracias a Dios no me convertí finalmente en un escritor. Si soy algo ahora, debería decir que soy un navegante, un “soldado vagabundo”.  Por otro lado podría decir que soy un experto en las comunicaciones, en las comunicaciones del alma humana. Pero un escritor jamás, gracias a Dios, forzadamente y contra mi voluntad, me libré de esa mala costumbre, de esa enfermedad, gracias a Dios me alejé de ese oficio y a todo lo que ese oficio implicaba lo denosté, excepto quizás su aspecto más nocivo, que es la tendencia a pasar el tiempo libre en compañía de actores, la compañía de actores te destruye lentamente, los actores no suelen utilizar, y diría, aún más, que no utilizan nunca, medios intempestivos para demolerte, los actores, para demolerte, utilizan un andamiaje de desmontación en serie, los actores son los grandes maestros de la desmontación en serie. Primero se acercan y revolotean junto a ti. Anhelan tus contenidos. Ése es su patrón de acercamiento: hambre de contenidos. Te hacen creer que desean tus contenidos, porque, te hacen creer también, son gente inteligente y lúcida, los actores, más que ningún otro ser, y antes que ningún otro, te hacen creer que son gente seria, a caballo, por así decirlo, del estado de descomposición del mundo, uno a los actores les cree que son seres a caballo del estado de descomposición del mundo, porque los actores representan extraordinariamente bien su papel de personas a caballo del estado de descomposición del mundo, uno realmente les cree que sienten el olor descompuesto del mundo, pero los actores no sienten el olor descompuesto del mundo, a los actores el mundo les alienta, les alienta a seguir viviendo. Y yo alguna vez me topé con esta actriz en algún momento de mi vida y la conocí, la miraba de reojo, ahora ya la había olvidado, pensaba que nunca más la iba a ver, implícitamente pensaba que nunca más nos veríamos, de pronto aparece en el bar La Espera, esta actriz, alentada de vida, con su pareja alentada de vida, la gente llena de vida nos perturba a todos, a mí la gente llena de vida me perturba, las actrices llenas de vida, de andar cool, modo silencioso y congraciatorio me perturban hasta hacerme trastabillar, se sentaron a la mesa en el bar La Espera y querían demostrarme que estaban llenos de vida y yo, en contraposición, quería demostrarles que estaba vaciado de vida, comenzaron a eruptar su vida, diría vomitar su vitalidad, pero no era vitalidad lo que eruptaban era vida. Se pasearon por una multitud de temas completamente vitales. Enseguida en cuanto nos vimos nos reconocimos, en la manera en que un niño reconoce que ha actuado bien a través de la sonrisa de su padre, no bien nos vimos nos reconocimos en el bar La Espera y nos dijimos claro que nos conocemos, ¿de dónde se conocen? dijo alguien, y dijimos de dónde nos conocíamos, en qué momentos de mi vida, y por medio de qué episodios, había trabado yo contacto con el mundo del teatro, contacto carente de dudas, a veces, cuando estoy rodeado de actores, preferiría morir, así me senté yo con estos actores y me dejé morir, mientras tomaba cerveza, otras veces, también con escritores, me siento morir, pero nunca es como con actores, lo más terrible es que ellos no lo saben, los actores están tan concentrados en realizar su papel, en pulimentar las aristas de su papel, los actores están tan concentrados en relucir, que no son capaces de darse cuenta como todos los demás, todos nosotros actuamos también.

Actuar, mi amigo había trabado contacto con esta actriz por medio de un casting, procedimientos actorales, la había visto debutar, luego la había hecho actuar, los actores, pese a todo, se dan cuenta de qué manera horrenda los mutilan los generadores de contenidos exentos de sensibilidad emocional, por supuesto que se dan cuenta de eso, había sido ridículo tan sólo suponer que no se daban cuenta, si se dan cuenta perfectamente, la vida es un proceso de darse cuenta continuo de cosas horribles, dar vuelta cosas que estaban cubiertas, revelar cosas que estaban ocultas, enfrentarse a cosas que, habiendo estado ocultas, no las habíamos visto, cosas que no habíamos visto en absoluto, pasamos a intuirlas ya, de a poco vamos resolviendo estos pequeños “artilugios vitales”, si somos constantes resolvemos algunos pocos más, si nos mantenemos alejados de actores y gente como esa resolvemos unos pocos más. Uno busca en la vida como librarse de estas revelaciones horrendas cuando la vida finalmente, no consiste al fin y al cabo más que en acercarse a estas revelaciones horrendas aunque, desde luego, cerca de actores y gente como esa es difícil. Es difícil porque la gente como esa te revienta a sujeciones y modificaciones sintácticas, coloridos términos de referencia, patrones de jerarquización, ritmos distintos y ciclos vitales, sus caras, de partida, son máquinas de producción de atributos sintácticos, por medio de los cuales te dejan botado, maltrecho, por medio de los cuales te dejan a la deriva. Rostros de actores son armamento peligroso, hay que tener cuidado con los rostros de actores, hay que tomar normas de seguridad máximas. Nos convertimos en actores cuando estamos con actores, nos asemejamos a ellos hasta el punto de convertirnos prácticamente en actores, somos casi actores nosotros también cuando estamos con actores, nos recubrimos de su repulsiva frialdad, y de su perversidad cuando estamos con actores. Me desligué de mi mismo para poder departir con estos actores gigantescamente siniestros, tuve que desligarme de mí mismo y olvidar lo que era, no podía ocultar lo que era porque ocultar lo que uno es no es suficiente con actores, los actores exigen que uno olvide lo que haya sido, cualquier cosa que haya sido, que uno, lo que haya sido, lo cubra con una capa de calor, con una lava caliente y lo sepulte para siempre. Así fue mi interacción con los actores en el bar La Espera, una interacción autodegradatoria, sin identidad. A los actores les entretenía mi modo de ser, sobre todo a ella le entretenía mi modo de ser, se sentía a mí cercana, sentía por mí cierta fraternidad insana, cierta insanidad mental, cierta delectación. Mentalmente sus gestos se arrimaban a mí, buscaban que les hiciera de aleros, mentalmente su estilo, hacia mi estilo tendía, se sonreía, se sentía menos vacía, mentalmente acariciaba mapas que conducían hacia mi territorio, yo constantemente, al oído, y a sabiendas de que era actriz, le murmuraba palabras en otro idioma, era una actriz grande, gigantescamente desproporcionada, yo trabajo en cultivar medios de comunicación, por lo común se los arriendo a gente más inteligente o mejor preparada, asisto a reuniones, ¡Ah! dice la actriz, con su bocota enorme y bien formada, claro, en el bar La Espera comienza ya escasear la gente, a estas alturas de la noche la gente comienza a escasear, nosotros, con los actores, recién empezamos a conocernos, a hacernos conocidos también para el mundo del teatro. Nosotros empezamos a abrirnos y los actores a plegarse, a volverse sobre sí mismos. Con miradas de extrañeza hilvanamos un diálogo confuso en el bar La Espera, llenos de conmoción, de apetencia por nosotros mismos, sobre todo yo y la actriz, que no habíamos comprendido nada, llegamos prácticamente a ser uno solo a medida que el proceso de desmenuzamiento moral y biográfico que tuvo lugar se fue consumando entre nosotros dos en el bar La Espera, todo en medio de tardías miradas de extrañeza y de candidez. I don’t remember how I used to be, le dije. Nuestras vidas recién habían comenzado a sustraerse de su curso natural, de su naturaleza fragmentada, y nos separamos, yo dejé su cuerpo y ella utilizó ese cuerpo como si hubiese sido de ella toda la vida. He ahí que nos habíamos encontrado y ella no había sido sincera y yo en cambio sí había sido sincero preguntándole cómo estaba y diciéndole que no sabía cómo estaba yo. Yo no la adocené a ella con todas esas palabras vulgares, yo no la sumí en ese miasma, muchas veces (y todavía no las suficientes) he hecho a los demás sumirse y fenecer en ese miasma, pero a ella no le impuse aquel castigo, la dejé libre, la liberé, no la emponzoñé a recuerdos, estaba ya en ese nivel triste de comunión espiritual con los otros. Yo me he desarrollado todos estos años: eso no se lo dije, no se lo dije ni por nada del mundo: no estaba aún en aquel nivel de inflamación espiritual. Perdí: pues tampoco le dije eso. No me lamenté de nada porque había agarrado toda esa compulsión contagiosa que tienen todos los actores a ser pagados de sí mismos. No le dije nada. Mi modo desagradable eso lo había mantenido y de nuevo le había encantado y de nuevo, otra vez yo, había en mí cierta imposibilidad de llegar a ella, cierta imposibilidad generosa, cierta imposibilidad de ser dulce con ella, porque había algo en su vestuario de actriz y su maquillaje de actriz, y su tertulia de actriz, algo que ya había habido y que seguía habiendo, toda esta extrañeza se mantenía, todas estas notas que desafinaban. En eso yo conté la historia de la cita. No sabía si contarla, pero finalmente la conté, no lo pensé demasiado, no lo pensé en absoluto, me mantuve en la incertidumbre y luego le di a esa historia de la cita todas las palabras que encontré dentro de mí, a la triste historia de la cita, qué historia más triste, jamás, como en esta oportunidad, había encontrado para la historia de la cita tantas palabras, tantas palabras rebosantes de melancolía:

LA CITA

Por  melancolía yo llame a mi cita y la invité a salir. Entre la reja que da a la calle, y la puerta de entrada de la casa de mi cita, hay una distancia considerable que, en la oscuridad, me impide distinguirla con certeza cuando se asoma. Una duda me asalta entonces: ¿Será mi cita? ¿O tal vez la nana, o tal vez la hermana? Esa duda no termina de dispersarse en toda la noche y en toda la noche yo no abandono, en consecuencia, esa frialdad de la que me he recubierto para protegerme en caso de descubrirse que mi cita no es verdaderamente mi cita. Cuando estoy parado frente a la reja que da a la calle, distingo, en la puerta de entrada (que está a una distancia considerable) una sombra que se asoma y que probablemente será mi cita ¿habrá de ser mi cita?. Pero a medida que avanza por el sendero sinuoso que conduce a la reja que da a la calle no logro dar una respuesta tranquilizadora a esta pregunta.

Claro, me dicen sin comprender. Yo me sonrío, en la esperanza que lo comprenderán todo de pronto. Entonces nos ponemos de pie y abandonamos La Espera. Por fin abandonamos La Espera, pienso yo. Pienso: “Por fin abandonamos La Espera”. Por fin abandonamos La Espera, por fin, pienso poniéndome de pie y abandonando La Espera, por fin, ya no más, adiós La Espera, incluso decimos adiós al dueño de La Espera y salimos a la calle, nos desplazamos como un tornillo rodado, avanzando, pero sin penetrar nada, he ahí nuestro recorrido, nada. Gente privilegiada por no decir mentes privilegiadas porque afortunadamente todavía me queda vergüenza como para no decir mentes privilegiadas. Sucumbiendo en la nada. Procedimientos y operaciones originales, pero ya vistas. Nada nuevo bajo el sol, nada que no sea ficticio. Actuación. Me sorprendo un poco cuando veo que ella, la actriz, se ha comprado un auto, ya no me imita, ya no me imita a mi imita a otro, se ha comprado auto. Hey, what’s the matter girl, estoy a punto de decirle, let’s gonna come around, you know, just the two of us, and fool around como lo hicimos tantas noches en Santiago. Pongo un pie dentro del auto, y finalmente entro al auto como a regañadientes. Si un huevo se pone en la frontera de tu interior con el afuera, pienso una vez adentro, ¿de quién será la cría? Y el auto se pone en movimiento. Tomamos sin ambages la precaria cena que nos ofrece la vida y luego nos marchamos por las estaciones, recorremos sin cesar, día y noche, otoño, invierno, primavera y verano, siempre en el mismo orden, por años y años. De las personas que conocemos guardamos episodios, después ya nunca más volveremos a vivir esos episodios y los refractamos de una manera tan espantosa en nuestro interior que terminamos por perderlos también, por perderlos también. Si no fuera por casualidades de este tipo, casualidades fuertes, no tendríamos incentivo alguno para desarrollar nuevas ciencias, pero casualidades como éstas virtualmente nos obligan a desarrollar las frágiles ciencias que tenemos un poco más. Las frágiles ciencias para no hundirnos en el silencio. Lo mismo ocurre cuando tratamos de aprender un idioma nuevo, por ejemplo, para comunicarnos con alguien que no conocemos, pero que sin embargo nos interesa. Las repentinas exposiciones a pedazos de nuestra vida que habíamos olvidado, nos impone la sofisticación de nuestros diferentes paradigmas científicos como una primerísima prioridad. También revisamos todo lo que hemos aprendido, constantemente, sólo en virtud de lo que está por venir. De improviso llegamos a una casa deshabitada. Nos bajamos del auto y entramos en esta casa deshabitada. “Tú” me dice la actriz una vez adentro, mientras su pololo y mi amigo sirven un trago “¿acaso no asistías también a esas fiestas?” y me explica a qué fiestas se refiere; no, no, en absoluto, le digo yo, pero enseguida me veo obligado a rectificar, bueno, sí, a aquellas fiestas asistía. Jamás he pensado que la infancia sea un período atroz, sin embargo me he propuesto volverle la espalda. A ratos conseguimos ver la luz en nuestra vida aunque el resto del tiempo tratamos denodadamente de olvidar los momentos en que distinguimos esa luz, “alguien como yo” le digo a la actriz que no ha cesado de fingir (sus rasgos fríos se evaporan en la oscuridad) “alguien como yo, que no cree en la identidad” le digo a la actriz y sorbo un poco del vaso que ya ha llegado a mis manos, y estoy a punto de concluir con un postulado grandilocuente (“pasta en las praderas de la biografía” por ejemplo), pero al final me siento remecido por un impulso desconocido y le digo: “prefiere la primavera” porque es definitivamente mi estación preferida y, como ya he dicho, estamos en primavera. “Esta historia de la cita” me dice ella. “La frialdad,” le digo de pronto, creyendo que ha comprendido todo, pero me mira sin comprender. “La frialdad frente a lo que nos rodea. Historia.” “Puede ser, puede ser” dice su pololo, que se ha inmiscuido en la conversación, y la actriz, para ahuyentarlo, con un gesto de actriz (porque no es un gesto de personaje que emplea, es un gesto de actriz) dice cómo es posible, cómo es posible que hayas participado de esas fiestas, yo participaba de esas fiestas, inmediatamente después de esas fiestas, me dice ella, yo empecé a fingir, cómo es posible que tú te hayas demorado tanto en empezar a fingir, bueno, quién sabe, le digo yo, uno a veces se demora en poner en marcha ciertos procedimientos, pero bueno, dice ella, una cosa es demorarse un poco en poner en marcha ciertos procedimientos y otra cosa es no ponerlos en marcha en absoluto, me dice la actriz, precávete de las actrices y los actores.

Claro, a veces me demoro un poco más de la cuenta, le digo yo achunchado. La verdad es que tenía ganas de llorar, sólo llorar, y huir de allí, y me entristecía la imposibilidad de huir de ahí cuanto antes. Por qué será que ahora los actores y las actrices como Uds., pensé, actúan como si siempre hubiesen tenido padre, siendo que, en realidad, nunca han tenido padre, siempre se han desenvuelto en la selva más alejada, más caníbal y más tribal, y yo, que siempre he tenido padre, actúo entonces como si nunca hubiese tenido padre. En ese momento la actriz me dijo: ¿tú nunca te alejaste de esas fiestas? y se refería a aquellas fiestas en que nos habíamos conocido, fiestas en que nos “encontrábamos”. ¿Por qué habría de haberme alejado? No sé, dijo ella, uno busca temáticas más afines, gente más afín, sociedades más afines, yo, de las sociedades más afines, le dije yo, siempre me he mantenido alejado. Yo me he quedado empantanado en aquello que es la frialdad, ¿por qué estos actores, me pregunté, actúan como si tuvieran algo que perder, cuando no tienen, en verdad, nada que perder, y yo, que soy el que tiene, en verdad, el mayor riesgo de perderlo todo, no actúo? Yo, que en verdad estoy en riesgo de perderlo todo, no me estremezco y ustedes se estremecen en todo momento sin tener la menor posibilidad de deshacerse de nada. Yo que busco la sinceridad: quise decir eso, pero no pude decirlo, me faltó valor. Yo, les dije por fin, que pasto en mi biografía y sin embargo no me muestro casi nunca indigesto, ustedes, les dije, son las luces ortopédicas del malestar, y están realmente, sobre-sintomatizados, ustedes, los hipocondríacos del saber de la maldad y yo, el triste deudo del saber de la verdad, yo el indigente y ustedes los eutróficos. Pero en fin, les dije después, yo los he visto sobre las tablas, conozco sus parlamentos, yo, les dije, conozco sus pantomimas, yo los vi pudrirse y después los vi venderse, a mí sus cirugías plásticas me asquearon en demasía. No entendí a tiempo, le dije a la actriz. Me percaté que estábamos, de pronto y sin que mediara por mi parte deliberación alguna, en el living de una casa con parqué de madera, y un enorme equipo de música vociferando ferozmente en una esquina, todo muy a lo actor, todo muy pretencioso, todo muy escabroso. Alfombras, mesas, arreglos, basura y desorden cotidiano, todo desestabilizante, no me había dado cuenta por qué medios había llegado a la casa que había llegado y, como es natural, eso me había atemorizado, de súbito tomé conciencia: “no tengo idea cómo ni por qué medios estoy en esta casa, en este living, con estos actores.” No tengo idea qué estoy haciendo aquí, no tengo la menor idea de qué estoy haciendo aquí, no tengo idea qué estoy buscando, si es que siquiera estoy buscando algo, no tengo idea producto de qué casualidad monstruosa caí, lamentablemente y al margen de cualquier estilo, dentro de este monumento a la hermosura de la superficialidad, dentro de este protocolo, no tenía la menor idea y, de pronto, me figuré que tal vez les había metido conversa a estos dos actores borrachos en un bar (recordaba vagamente el bar La Espera) y por una coincidencia estos dos borrachos actores me habían respondido, acaso a estos dos actores, pensé, les metí conversa en la calle, yo al menos, pensé, tengo vergüenza de estar conversando con dos desconocidos en el living de una casa desconocida, ellos en cambio, ni siquiera tienen vergüenza de estar conversando con un desconocido en el living de su propia casa. ¡Cómo voy a salir de aquí, cómo voy a salir de ésta! Me he metido en aventuras arriesgadas, pero en ninguna tan arriesgada como esta, de todas las aventuras arriesgadas en las que he metido, esta es sin duda la más arriesgada, miro el alto techo de la casa, el ábside, esta casa, comprendo en consecuencia de inmediato, es un lugar de oración. Con permiso, murmuro, poniéndome de pie. Voy hasta el baño. Las largas ristras de madera del parqué me conducen hasta el baño. Voy pensando, mientras recorro estas ristras de madera, en toda la gente que ha tratado de poseerme. De toda la gente que ha tratado de poseerme, prefiero con creces la gente que ha tratado de poseerme de manera demoníaca, la gente que ha tratado de poseerme de manera piadosa, me repugna más que nada. No sé por qué voy pensando en esto mientras camino hacia el baño. Y como me demoro todavía un poco más, porque la casa –¿o debería decir, el lugar de oración?– es grande, a continuación tengo tiempo de recordar vagamente la ocasión en que, de niños, hacíamos espiritismo en mi casa con mi hermana, y en eso entro al baño. Carente de reflejos, es un baño que no destella nada y está extremadamente quieto, más de lo que suelen estar los baños, está quieto hasta el paroxismo y eso me cansa. Así, recuerdo un viaje, luego, como a causa de una relación matemática, recuerdo una fiesta a la que fui cuando era muy chico y enseguida, a través de la ventana, veo un fantasma que me hace señas y me llama. Me aproximo a él. Quiere, a todas luces, que observe algo que ha quedado botado en el jardín. Es un jardín extraño, mitad estacionamiento, mitad patio interior; un atrio. Da a otra casa muy grande, que se alza contigua. No había pensado, cuando entré a esta casa, que tuviera siquiera jardín. Está muy oscuro y muy silencioso, y debo aguardar por algunos momentos que mis ojos se acostumbren a la oscuridad, para distinguir algo más allá de las meras siluetas difusas de sombras de arbustos y pastelones. Hacia el fondo, se recorta un tilo. La felpa de sus hojas arrulla el malsano aire nocturno. Entre dos corridas de pastelones que corren paralelas dejando entre ellas una franja de tierra, se encuentra una prenda de ropa botada, de color rojo, parece un conjunto de retazos, podrían ser varios trozos de género arrojados juntos, pero algo, ése algo imperceptible que posee la unidad, me indica que forman parte del mismo cuerpo. Es más, algo me hace ver que alguna vez estuvo habitado, algo en su extrañeza, en su gesto de desamparo. Una vez que lo miro el fantasma parece satisfecho y los sonidos vuelven a aparecer y lo pueblan, no voy a decir “todo” porque sería una exageración, pero al menos retoman su curso tradicional, y el silencio es un légamo de la ribera, a la espera de la próxima estación para volver a florecer. Regreso al living. Hay una presencia en el baño, digo. ¿Acaso –indago–, han matado a alguien en esta casa, acaso esta casa tiene historias que no se me han relatado? Pero los actores están ahora entregados a otra representación. Me doy unas vueltas un poco a la deriva. Si yo tuviera también mi parlamento, pienso mirándolos a ellos recitar su parlamento, no tendría problemas en recitar también mi parlamento. Las veces que he tenido parlamento, de hecho, he demostrado la mayor destreza para declamar parlamentos. No bien me he aproximado a parlamentos, los parlamentos se han acercado a mí para que yo los recite y en las escasas oportunidades en que, por miedo y por servilismo, me he ocupado en la declamación de parlamentos, he probado que soy perfectamente capaz de declamar bien un parlamento y no sólo perfectamente capaz sino que lo puedo hacer incluso con mayor facilidad y mayor fidelidad que un actor profesional que se ha pasado toda su vida declamando parlamentos, no tengo problemas con la declamación de parlamentos. Rehuyo los parlamentos porque estoy buscando mi voz sola, la voz que no se acurruca con ningún parlamento. Los parlamentos están hechos para los actores, yo no estoy hecho para los parlamentos. No he recorrido el camino de los anti-parlamentos, he recorrido el camino al margen de los parlamentos. Y tomo asiento junto a la actriz. Se ve bonita en medio de su parlamento infeccioso. Se ve de acuerdo con el entorno que la rodea. Sus rasgos afilados sucumben bien en la penumbra, sus volúmenes se ensamblan con propiedad en la penumbra, ella engarza bien en la oscuridad con las oscuras formas que deja entrever la casa, me dice, “yo hace mucho tiempo caché que lo mío iba por el teatro.” Cuando yo la conocí, pienso, mientras ella me dice “hace mucho tiempo”, cuando la conocí, hace mucho tiempo, pensé, y creo que llegué a estar bastante convencido incluso, que se trataba de una especie de vagabunda espiritual. Ahora, trato de darle salida a mi voz sola, trato de modelarla antes de que se difumine, y sin embargo pensé, cuando conocí a la actriz, que carecía de algo que se pareciera a un proyecto, ahora, sin ambages, me da en las narices con todo su proyecto, me dice “supe, que debía elegir algo distinto, supe que debía elegir el teatro.” Dejar de leer y dedicarse a escribir. De todas formas, en esta mujer, que ahora me resulta hasta atractiva, después de que durante mucho tiempo me provocó náuseas, descifro cierta incomodidad. Una forma de plantearse frente al mundo. Algo que no la tiene satisfecha. Patalear entre restos de una embarcación naufragada es algo que no me complace, sin embargo me las arreglo para extraer ciertos beneficios de ello. “Mientras yo estoy al margen de cualquier salvación,” digo “Uds. surfean en cualquier proceso de salvación. De la salvación del espíritu, de la salvación del cuerpo, de la salvación del intelecto, de la salvación del dinero, de la salvación de las mujeres, estoy al margen yo, de la única salvación de la que no estoy al margen es de la salvación del silencio, por eso que reservo mi voz para otro momento. De ninguna manera quisiera yo salvarme. Ustedes están salvados, yo estoy afuera de cualquier salvación. Por eso he decidido estar callado, mientras Uds. llenan mi mundo con palabras sueltas, como si fueran un oleaje reventando sobre una rompiente. Por eso he decidido no mostrarme yo, mientras Uds. llenan mi mundo con  lentos veleros remontando el horizonte. Los cielos que están por venir tendrán sus propias constelaciones. Claro, claro,” le digo a la actriz, mirándola de reojo y sin embargo observándola por completo, “yo nunca me alejé de allí y sin embargo ese lugar desapareció para mí. Claro, claro,” le dije, “yo nunca me moví y de todas formas me encontré de pronto alejado del camino que nunca debí haber abandonado. Mientras tú te movías interminablemente, nunca perdiste la ruta, yo nunca quise ni tan siquiera poner un pie en la berma de la ruta, pero la que nunca puso en pie en la berma de la ruta finalmente fuiste tú, yo que desprecié la ruta al no querer abandonarla, sufrí la pérdida de la ruta, tú que veneraste la ruta mediante la derogación de la ruta, nunca te apartaste de la ruta y he aquí entonces que tú estás en la ruta mientras que yo ya no estoy en la ruta.” Luego le dije a la actriz: “Las personas ya desintegradas no tienen tendencia a la desintegración. Las personas desintegradas,” le dije a la actriz, “disfrutan la desintegración, sin embargo tienden a la integración.” A falta de cualquier otra teoría que fuera más sofisticada, le dije a la actriz, que me estaba mirando desde la ruta que nunca había abandonado: “Yo en cambio tengo tendencias desintegratorias,” y la actriz asintió, como si penetrara mis palabras hasta un significado que incluso para mí quedaba oculto. “Mientras los demás,” le dije, y a falta de otra expresión mejor agregué, con la edad, “mientras los demás, con la edad, elaboran teorías y elaboran discursos que los integran, sucesivamente hablando los demás se integran, sin buscarlo, tal vez sin darse cuenta siquiera, los demás caen en un proceso de integración irreversible. Yo que soy una persona integrada,” le dije a la actriz, que hasta hace un tiempo había sido una persona, desde mi punto de vista, completamente desintegrada, y ahora estaba convertida en una persona completamente integrada, “yo cada vez que puedo, sin buscarlo, y casi sin darme cuenta, caigo de improviso en un proceso de desintegración incontenible. Es posible,” le dije “que con ciertas medidas, medidas extremas,” le dije, “cirujía mayor, yo pudiera haber detenido este lento proceso de desintegración real, mientras que tú, por ningún medio, por ningún medio a tu alcance, podrías haber detenido tu proceso de desintegración ficticio. No pertenecer a una minoría sin dejarse arrastrar tampoco por la mayoría. Por lo general quienes no adscriben a la mayoría, que es lo más frecuente, se inclinan a participar en minorías. Si tú no estás en la mayoría, deberías sentirte afín a la minoría, las personas que aborrecen la mayoría son las que conforman la minoría, en cambio para los que denostan la minoría, la mayoría sirve de refugio. Grandes masas de mayorías invaden el espacio de pequeñas minorías, pero antes de que las mayorías terminen de asentarse, las minorías alcanzan a infiltrarse. A los que nunca estuvimos en la mayoría se nos ofreció amparo en la minoría, pero los que renegábamos de las minorías éramos impulsados hacia la mayoría.” Me tomé otro trago sintiéndome ya borracho mientras que la actriz, que se había tomado muchos más tragos que yo, no se sentía para nada borracha. Podía verlo en sus facciones, blandidas orondamente en la oscuridad de la habitación. “Ustedes,” le dije, queriendo decir ustedes las actrices,  “se desplazan en pro de las minorías, pero lo que hacen en realidad es izar velas hacia las mayorías.” Luego le dije: “De todas las profesiones del mundo, es la de actor la más descarada.” Enseguida le dije: “A mi me gustaría, más que nada en el mundo, salir de este país, sin embargo, ni aún a cambio de salir de este país, consentiría yo en convertirme en actor.” Luego le pregunté si conocía el chiste del condenado a muerte. “El condenado a muerte,” le dije, “en su subida al cadalso, resbala y está a punto de caer. ¡Mierda! dice ¡casi me mato! Aún cuando tuviera a mi favor todo, encontraría yo fuerzas para resistirme a la carrera de actor. Busqué trabajo durante mucho tiempo, ahora encontré trabajo, durante mucho tiempo busqué dinero, ahora encontré él dinero a tal punto, que podría denominarme el gran magnate del trabajo. Sin embargo,” le dije, “aún así, no basta,” le dije, “ni con dinero, ni con trabajo. Esta realidad,” le dije, en medio de la estancia oscura, “es el emisario de un ángel. Los mensajeros,” le dije a continuación, “jamás han tenido importancia. Nosotros tratamos de poblar esta realidad, de hecho, estamos arrojados en un plan extremadamente ambicioso de poblamiento de esta realidad, cuando esta realidad no tiene la más mínima importancia, hace un rato, cuando fui al baño,” le dije acto seguido, como si viniera a cuento, “vi a través de la ventana el patio de tu casa.” El pololo de la actriz ya no me escuchaba. Estaba conversando animadamente con mi amigo. Estábamos solos la actriz y yo. “Era un patio vacío,” le dije. “¿Vacío?” dijo la actriz. “En tu patio,” le dije yo, sin reparar en lo que estaba diciendo, “dos hileras de pastelones y un tilo, es todo lo que hay.” A continuación le dije: “Las mullidas hojas del tilo acunan la oscuridad. Es todo lo que hay. Las buenas personas,” añadí, “son coptadas por las malas personas. Las buenas personas se dejan coptar puesto que, en la medida que no lo hagan, se quedarán solas. Solas entre malas personas. Las buenas personas coptadas se sienten acompañadas. Están calentitas coptadas. Como sea,” le dije, “es necesario construir toldos porque quien se queda a la intemperie sufre de insolación. Poblamos la realidad. Cuidamos de lo inmarcesible, cuando es en realidad de lo falible, lo bello y lo humano de lo que debemos preocuparnos.” Luego, ya por un buen momento, no le dije nada más. Ni siquiera pensaba. Sólo miraba a la actriz, que se veía hermosa cubierta por una capa de penumbra semi-diluida al contacto de su piel pálida, y luego de otras capas, cada vez más oscuras. Los grandes ojos de la actriz parecían charcos turbios, agitándose en el quieto escenario de su rostro. Los ojos de las actriz eran actores inmóviles, actores que habían olvidado su parlamento, di en pensar, y con esto recuperé el habla. “Antes de concluir un proceso,” dije “es conveniente darlo por acabado; y ponerle nombre. Tú a tu hermoso y oportunista proceso de putrefacción,” le dije “conviene que le pongas un nombre, y lo des por acabado. Tú, a tu herida, abierta sin dolor en el abdomen de tu vida, conviene que le pongas nombre para que puedas cerrarla y el abdomen de tu vida pueda entregarse así a la necesaria cauterización. Búscale un nombre al bello cotorreo que sostuviste con las cotilleras de la impiedad. Y luego ponle término a tu proceso y búscate una atmósfera cuyo aroma no tengas que dispersar para poder respirar.” Enseguida me marché, pero antes le dije: “Tu hermosura pasara, pero tu aletargamiento no pasará. Tus cinco sentidos se irán de ti,” le dije “pero tu aparato inmunológico no te dejará. Y podrás sobrepasar las duras afecciones de la vida. Con palabras.” Entonces retomé mi silencio, la invisibilidad de mi parlamento.