Miguel Ángel Zapata

El cielo que me escribe

-selección-

El cielo que me escribe

Cielo blanco sin polvo ni memoria. Cielo que limpia la visión del ave clavada sobre la arena. Cielo de algas y peñas en el moho: aire de ninguna flor, brisa de ningún árbol donde no se escribe el poema ni el diario de la muerte. Cielo mío que calla a tiempo el sonido del ave en la arena. Cielo mío que no escribe su visión por el ave ni la arena, sino por el moho y el alga que verdea el espejo ya disuelto.

Mi cuervo anacoreta

Mi cuervo brilla con el sol y nadie puede verlo como canario. Escribe con su pico la soledad de la noche y tamborea su cántico ante la gruta del agua que lo ve caer sin una letra. Mi cuervo es pájaro anacoreta, canario esculpido con carbón. El cuervo que se volaba por las alcobas es más vivo que loro verde repitiendo sílabas sin son. Mi cuervo brilla y brilla mejor que un cometa prendido en el cristal. Ya se posa en mis papeles cuando le hablo sin pensarlo, y cuando me mira es un aire emplumado, flauta de tinta que gotea mi envoltura.

Escribo en la ventana

Escribo en la ventana mirando la luna de mi cuervo. El mar acorazado sin gaviotas, maloliente aún se balancea entre sus olas. Aquí no hay mar: sólo residuos de nieve sucia pisoteada por los carros. La nieve cubre esta ciudad blanca sin sillar. Los astros patinan con el frío y yo camino con la luna entre la nieve y me siento cerca. Subo la Montaña y veo el cielo del texto inspirado en el hielo de la sombra. Todo el paisaje se derrite desde mi ventana. El día comienza otra vez y el fuego vuelve. Más leña y el jolgorio de los niños: nunca pensé que el fuego hiciera tan feliz a los niños. Es la lumbre que nos llama a bailar sin zapatos sobre la alfombra. Así con cuidado escribo mis corales en el patio de la casa: ahí donde descansaba mi pobre árbol desnudo y seco.

La iguana de Casandra

Para Casandra Iris

Presiento que extrañas los arenales del desierto. No eres feliz, aún cuando mi hija te pone en el árbol de nuestro patio para que te sientas en casa. En tu mirada veo las dunas y una luna parda volando con la arena. A veces pienso dejarte ir peno no quiero ver triste a mi pequeña niña. Siempre recuerdo cuando te escapaste de tu tanque de cristal y luego te encontré meditando encima de mi ordenador: sorprendida mirabas mis palabras con luces y escuchabas las quenas de mi grabadora Quazar. Veo tus ojos plomos en los míos y pienso en el desierto: las dunas me atraen, sus líneas son femeninas, cada trazo es el pincel de un lenguaje sagrado que vive siglos bajo el sol. Así el mundo, la lengua, el poema que no quiero ya escribir. No sé si te compraré un tanque más grande, con algunos troncos elevados o te dejaré ir uno de estos días. Creo que morirías en este zoológico humano, además nadie te daría verduras ni lechugas frescas ni calor. Ya quisiera volar al bosque de tu ensueño, dejar esta prisión de silencio y entrar en tus ojos plomizos para bailar en el desierto, donde alguna vez bailaremos desnudos bajo una tibia duna.

El espacio del poema es un río

El espacio del poema es un río, un bosque de venados mirándome escribir en la humedad. El río huele mi desnudez y el agua arde. Entra un aire de mar hacia mi cuarto y despierto. Después de las briznas de nieve las palabras se congelan en la garganta: hay truenos. Bailo y la voz me tiembla ante el silencio de los álamos. Toco mi cítara en este santuario donde lavamos las heridas y nos adoramos sobre la hierba. El pincel da la idea al deseo: leo Paul Klee y sus rosas de plata penetran la ventana. Su cuerpo recién salido de la ducha se desdobla bajo las cuerdas de un chelo. Escribo el rumor de su cuerpo refrescándose en el agua. La veo salir desnuda con sus muslos firmes, y sus piernas me sugieren besos en el pozo de la dicha. El cuerpo mutilado del río recorta las visiones y su cuerpo en la arena es la trasgresión de la luna. Me siento satisfecho porque aquí la nieve desaparece con el sol de la montaña. La montaña me guía hasta el ancho río y escribo otra vez la señal que desaparece en la ventana.

Te alabo al son del arpa

Oh Señor, te alabo al son del arpa, desnudo, casi vencido, despedido, sin palabras y sin fe. Esta luz que espero esta tarde viene de la Montaña: sin voz ni aliento me levanto y te ofrezco estas rosas anacoretas que tú sembraste cuando dejé en tu fuente mi abecedario de niño entusiasmado; y ahora, después de años de amor y de sorpresas, vuelvo a dejarlas en el himnario del arpa que resplandece oreada en mi ventana.

La hora del poema

Es la hora del poema: ves la primera letra en el paisaje, abres la ventana y ahí la morada del cielo. Es el día en que revienta la luna y la alhucema sahuma las paredes de la casa. Y ahora que estás abatido por la pasión sabes que en vano llegarán otros signos: el oboe del bosque ya se ha derramado en tus oídos. Es la hora del poema: la lengua baila jazz, tu saxofón se desata con la primera frase sensual y el mundo cambia para ti: un siglo de luces ascendiendo, tu alma en el vacío del río, el mar en el muelle con sus ángeles cantando himnos de la Gloria. Todo lo ves en tanto sientes el leve pensamiento del mar. Es la hora del sacrificio, la hora de purgar todas las culpas. Escribes el poema; cualquier lugar es la morada del cielo para el canto. Escribes el poema mientras las niñas dibujan en la sala y el canario canta con tu pluma excitada la llegada de las llamas. Tu hada de carne y hueso te sirve café con crema, un terroncito de azúcar y pastel de nueces: comes, saboreas y miras el humo ascender despacio por los ladrillos. EL fuego no cesa de tranquilizarte. Entonces escribes el poema una y otra vez para satisfacerte, para ver un instrumento escribiéndose en la página olorosa, tu cuerpo temblando por el encuentro. Es la hora del poema: lo levantas en una colina verde, bajo las frazadas con la que te susurra palabras vaporosas al oído.

Saint Louis

El río me llama, su cuerpo me desea, no le basta que camine a tientas por la noche buscando el mar. Los riscos de nieve se aglomeran en la calle y el río me siente cuando camino bajo la lluvia de hielo. Así me pierdo en esta selva de metal atravesando las autopistas que van al sur. La ciudad es para saborearla como un largo cuerpo, con todos sus olores, puentes y rosales. Bailo y disfruto de la ciudad, es mi consuelo el ser desconocido entre la niebla. No escribo una letra en el verano. Por ahí andaba Nemerov con su caballo blanco. A veces se paraba en medio de la calle Del Mar a mirar el cielo mientras hablaba solo y sonreía. Los poemas salen mejor con siete rosas en el suelo, me decía, y mucho mejor con follajes amarillos. Con los cuerpos de las muchachas recostados en el césped la poesía reverdece. Mirar para escribir el poema, mirando los muros de ladrillo, los deseos incumplidos de una playa ausente. Oír para sentir el lirio del lenguaje, el sonido del pasto, los saludos de los pájaros que vuelven después de las lluvias. En la ciudad se escriben los cantos del río de la dicha, del Arco que parte la ciudad desde lejos. Las palabras vuelan con la mirada, el sol que grita su contratiempo, el abismo que te atrapa durante la humedad.

Lumbre de la letra

A José Emilio Pacheco

No huyas que rompes mis barrotes y me dejas sin vuelo en la piscina azul. Mira que el mar es el mar y su cielo muere en la urna de la noche. No te vayas que aún me conmueven los viejos sonidos del ropero, el tambor y la sequedad de los días sin sol. No volveremos a estar solos temblando en el nevado. Contempla la arenilla y el cristal que nos refleja mirándonos el agua. Lee la señal que sigue la dirección del aire, el sudor de mi cuerpo cuando busca a tientas la llave de mi prisión para irme de vuelo por la ciudad apagada, entre la nieve sin lumbre, entre el barro que brama con la lluvia, el fango que incita a escribir en esta sierra colorada.

Humo de agua

Busco el río bajo los pinos. El lodo purificado de un tiempo me reclama. Desde la orilla veo esas torres góticas de las iglesias que ascienden al cielo con el reflejo de las fuentes. Una pintura de ángeles desnudos, me digo, un óleo espumante que flota con el río. Me oigo en el pozo: bajo el platanal un fantasma rellena los porongos y mis hermanos con mi padre se van a ala chacra con el polvo que se lleva mi pelota de caucho por un camino perdido. El mar al otro lado del valle suena con los tablones de madera y me revive. Allá es donde vamos a escribir la inquietud del niño sobre la arena y sus primeros deseos deliciosos. EL humo de agua me recuerda la prima que recogía garbanzos entre mis piernas y el primer roce. El polvo ya no viaja más en la memoria ni tampoco el enigma del miedo de mi pueblo sigiloso y pecador. El día silba con el sol y el paisaje busca fijar aquellos rostros del tiempo, la huella oscura de la voz y su difícil transparencia.

Los muslos sobre la grama

Escribo por la muchacha que vi correr esta mañana por el cementerio, la que trotaba ágilmente sobre los muertos. Ella corría y su cuerpo era una pluma de ave que se mecía contra la muerte. Entonces dije que en este reino el deporte no era bueno sólo para la alegría del corazón sino también para el orgasmo de la vista. Al verla correr con sus pequeños shorts transparentes deduje que los cementerios no tenían por qué ser tristes, el galope acompasado de la chica daba otra perspectiva al paisaje: el sol adquiría un tono rojizo, su luz tenue se clavaba dando vida a la piel, los mausoleos brillaban con su cabellera de oro, y volví a pensar que la muerte no era un tema de lágrimas sino más bien de gozo cuando la vida continuaba vibrando con los muslos sobre la grama.

Machu Picchu, primera visión

Yo escribo sin reloj, sin pensar en nada, entre las esferas de la piedra volando con el río. La palabra me llega con el lodo de la lluvia y la madera: aquí vive la paja, el alpiste y la llama del poema que penetra la piedra de los siglos. Allá abajo vive la ciudad y su cerámica de iglesias, cafés, y nubes que adelgazan y suben. Aquí sobre la piedra sobrevivo y entre ojos anonadados crece la llama del río y la arcilla frota solitaria su memoria. La selva, el lirio y la morada de la piedra me susurran al oído. Desde aquí veo los secretos andenes, y a las muchachas extranjeras que se abren de piernas desconsoladas. No hay ideas, sólo aire, un aire que te llama con la música de la piedra. Ya el oro se deshizo, la belleza engañadora de la fuente de cristal. Aquí escribo, peregrino, con mi botella de vino helado mirando las vicuñas corredoras. Aquí el alma traspasa el aire, la bruma, y me escribe la piedra su mejor sonido.

Mi cuervo toca rabe1

Con un lenguaje de locomotora y humo escribo el diario de la vida leve, entre ventalles de cedros de­leitando el santo oído con el agua que envilece el oro. Mi cuervo anacoreta revolotea las esferas y toca el rabel sonoro anunciando su victoria ante la envidia y la mentira. Esta tarde disfruto del texto de las luces, aquella morada de azul inexplicable: escribo boca arriba sobre el pasto, sin mesa ni casa, deleitoso de la grey del firmamento.  Cloro y más cloro, cristal de mil formas, rayos que rigen las estrellas y las ciu­dades entre puentes y pirámides con rascacielos sin fin. Todavía, la región luciente derrota al metal retorcido del fin de siglo. Aquí van las aves de regreso a sus lagos, las niñas corriendo con sus aros bajo el sol, los papeles amarillos cruzando la idea del fresno por la selva. Es verdad: no todo es selva, pero sí boscaje espeso que sale a la luz entre las ramas del árbol de la dicha, entre el barro sin salida. Difícil vivir sólo de la hermosura, pero al mirar el espumoso mar con sus sirenas desnudas en la orilla, las largas piernas de las doncellas paseándose en el centro co­mercial, y otra vez el cielo que me escribe desde su desierto de rosas, vuelvo a pensar en la noche dia­bólica y pierdo mi alma en este escollo duro que turba las esferas de mi cuervo. Y escribo otra vez sobre los sauces y las catedrales rojas del jardín de los dioses.  Escribo por Floralba, la llama de San Juan, por el hado del día, esta luz que retiene mi ordenador frente al pico más alto de Colorado, y así desde la grama florido van saliendo otra vez las esferas, y mi cuervo.

Las siete señales

A veces deseamos que el polvo deje para siempre la ciudad y que la lluvia sea más frecuente en estos valles. Hay muchas cosas que queremos pedir al cielo. Por ejemplo, que no falte nunca el pan, y que nues­tros niños corran alegremente por los parques de la Tierra. También pedimos que esta calle se llene de árboles enormes y nos den sombra todos los días, y que en todas las casas se cultiven geranios y rosales. Pareciera ridículo pedir todo esto al Señor del todo y la nada.  Hoy sólo deseamos leer la caligrafía de las hojas mojadas por la lluvia y tomar fotos de esta magnífica puesta de sol con los siete colores que reaparecen sobre el techo de la casa.

Cairn Terrier

Para Christian, en sus ocho años

Mi perro tiene alma, por eso lo enloquece el geranio púrpura del jardín. Su único pecado es tratar de atrapar los pájaros que vienen a beber agua de la fuente de nuestro patio.  Le gusta oír a Mozart cuando llueve, y suele bailar sobre un puñado de arena cuando hace sol. Él modifica el desierto con sus pequeñas patas y conoce como nadie el otro lado del jardín.  No tiene memoria, por eso es feliz.

El gato Gauguin

A veces me creo el cuervo de la noche y quiero levitar sobre los pinos. Me asoleo cada tarde al lado de la reja de la casa, y me la paso todo el día con­templando la belleza de Hércules, el loro caprichoso de Ana.  Si supiera lo que pienso cuando lo veo abrir sus alas y girar su cuello entre el silencio de la jaula. No niego que se me hace agua la boca.  La altura de la jaula, una escoba, y una puerta negra nos separan. Muy a menudo, los pájaros del barrio vienen a compartir sus semillas y le traen un aire nuevo que lo hace dudar si es verdaderamente feliz en la casa de los geranios. Piensa con frecuencia en todos los pájaros que silban en los árboles de la calle, sobre todo en aquellos desconfiados que prefieren quedarse en lo alto de los pinos. Por eso tal vez quiera levitar sobre los cielos, o creerme el Dante o un pájaro car­pintero que vive golpeando jubiloso el tronco de cual­quier árbol.

Ya no tengo ánge1 de la guarda

Ya no tengo ángel de la guarda.  Un día inesperado se perdió en la llanura buscando la plenitud y el reposo.  A pesar de todo, el movimiento del cielo no cesa todavía.  Sigo caminando por el bosque con los ojos abiertos, y a veces siento en el aire una breve eternidad.  Pienso que mi ángel de la guarda -por ese inmenso cariño por las islas- está de custodio de las profundidades del mar, que después de todo, es la otra cara del cielo.  Sé que no está en el monte Nebo contemplando el tiempo que vendrá. Mi ángel tenía una larga cabellera negra y sus ojos te seguían por todas partes. Cuando iba de paseo en mi bicicleta su cabello era una llamarada de fuego negro que llamaba la atención en todo el vecindario.  Nadie la podía ver, excepto mi perro que agachaba la cabeza cuando volaba por encima de los geranios. Ya no tengo ángel de la guarda. Ahora camino solitario por las oscuras calles de los pinos y presiento que alguien todavía me vigila.

Claustro de cuervo

Hace poco leí algo sobre un gallo que yacía sobre una sábana de hielo, inmóvil ante la sombra de una manzana.  Gallo poco imaginativo, pensé, y sobre todo, sin hacer nada ante toda aquella fría gravedad.  Para mí el júbilo -y en eso coincidimos plenamente con mi cuervo- es el aleteo de los anillos del aire celebrando sus alas con el filo del sol. Por eso mi cuervo se sienta debajo de este pino, adentro de la casa, y me dice: 'he vuelto en mí y temprano he visto la lluvia lila que viene de los cielos'. La nube del aire, el pino verde y alto tocan la enorme luna de octubre a las diez de la noche. Mi cuervo mafíoso baila desnudo bajo esta misma luna de octubre. Hace tiempo vivió en un claustro pero pronto se mudó a la escolástica de las cinturas delgadas. De vez en cuando me habla al oído, quiere que redima mi alma. Siempre lleno de luz va de vuelo con su pico coti­diano por la gran ciudad, y ahí se le encuentra en su casa de la cima donde nadie lo ve ni lo oye, en lo alto del trueno y de la lluvia.

Apuntes para un loro que no conoce tristeza

Para mi hija Ana

El loro me mira desde su jaula y no me habla, parece que ya conoce la felicidad. No sé quién está adentro ni quién está afuera: él gira su cuello y mira hacia arriba, su cielo es un árbol seco desde donde se des­cuelga la primavera. Este loro sabe empuñar el aire con sus alas, y aún cuando presiente que no puede volar como quisiera, me mira y no me dice nada.  A veces baila con su cuerpo ligero, se mece con el sol que cae a través del árbol que lo mira suspendido en el espacio de la jaula. Como la mariposa que no conoce tristeza, el loro construye un modo de vida ideal para que los geranios silben en la mañana: él sabe silbar y no me habla por algún motivo que desconozco. Es prestidigitador del silencio, y sabe estar callado como la poesía.

Cultivar el jardín

Mi canario cultiva toda la noche su jardín porque no tiene con quien hacer el amor: cada mañana se despierta silbando lujurioso al lado de la jaula del loro que lo mira con temor. Por la tarde pule su pico para cantar y se baña aleteando su lumbre bajo el sol.  Cuando le abro la ventana y siente el aire pe­netrando sus alas, salta de un lado a otro como un chiquillo feliz. Cultiva con recelo su jardín porque a veces se siente solo y extraña los parajes que nunca vio.  Mira caer la lluvia y canta sin remedio. Creo que su canto es una manera de olvidar el día y la noche para siempre.

Orfeo

Los corceles de Orfeo vuelan por el cielo del desierto sin preocuparles el tiempo que vendrá.  Saben que sólo me interesa la colina desde donde se ven las velas de los ángeles que alumbran todos los pinos de la ciudad.  El otoño se derrumba con el árbol seco de mi patio, mientras que todos los pájaros esperan en fila la reaparición del orden en los cielos.

Mi caballo se ha quedado sin estrellas

Mi caballo se ha quedado sin estrellas.  En la noche ya no levanta la cabeza para leer el firmamento ni tampoco corre libremente sin temer el desfiladero.  Por primera vez ha sentido el vacío que otorga la tinta a los olvidados, y galopa con el hocico babeante por la enramada.  Mi caballo ya no relincha como antes, el amor le ha carcomido la mente y los nervios. Su pelaje vuela con el viento mientras pasta bajo el sol o camina entre la niebla de la ciudad, y espera y espera el regreso del gran fuego para que lenta­mente lo depure.

El Paso

Aquí hay un puente al revés y un río que no habla. Algunos incrédulos hablan de los gerundios y los gera­nios que vuelan por el río. No comprenden porque nunca han visto el mar ni los faroles que la luna señala por la playa. Debajo del puente hay una ciu­dad que no hace ruido y al otro lado las torres humean sus metales. Vaya contraste: gerundios y geranios cubren mi patio interior, y allá afuera es­pejean las gemas de la ciudad, aquella toldería que se asoma con los peregrinos que cruzan el infierno sin agua.

La ventana

Voy a construir una ventana en medio de la calle para no sentirme solo. Plantaré un árbol en medio de la calle, y crecerá ante el asombro de los pasean­tes: criaré pájaros que nunca volarán a otros árboles, y se quedarán a cantar ahí en medio del ruido y la indiferencia. Crecerá un océano en la ventana. Pero esta vez no me aburriré de sus mares, y las gaviotas volverán a volar en círculos sobre n-ú cabeza. Habrá una cama y un sofá debajo de los árboles para que descanse la lumbre de sus olas.

Voy a construir una ventana en medio de la calle para no sentirme solo. Así podré ver el cielo y la gente que pasa sin hablarme, y aquellos buitres de la muerte que vuelan sin poder sacarme el corazón. Esta ventana alumbrará mi soledad. Podría inclusive abrir otra en medio del mar, y solo vería el horizonte como una luciérnaga con sus alas de cristal. El mun­do quedaría lejos al otro lado de la arena, allá donde vive la soledad y la memoria.  De cualquier manera es inevitable que construya una ventana, y sobre todo ahora que ya no escribo ni salgo a caminar como antes bajo los pinos del desierto, aun cuando este día parece propicio para descubrir los terrenos inson­dables.

Voy a construir una ventana en medio de la calle.  Vaya absurdo, me dirán, una ventana para que la gente pase y te mire como si fueras un demente que quiere ver el cielo y una vela encendida detrás de la cortina. Baudelaire tenía razón: el que mira desde afuera a través de una ventana abierta no ve tanto como el que mira una ventana cerrada.  Por eso he cerrado mis ventanas y he salido a la calle corriendo para no verme alumbrado por la sombra.

La octava estación

Ahora leo los cuadernos azules de Kafka, el vecino que soñaba con la ventana en medio de la calle y el tronco inmutable sobre la nieve. Un buitre le pico­teaba las botas.  Durante largas noches vio al cuervo de escaso plumaje merodeando la estación del tren y las terrazas vacías de la ciudad.

Mientras el demonio atormentado moraba por el bos­que, Franz escribía ante una lámpara y una campana sus sueños inviolables. Cómo podía saber Franz que el tronco era una columna de hielo clavada sobre la tierra blanca. O tal vez era sólo la apariencia del sol sobre la octava estación de Babel.