Es ya un hecho indesmentible que en el contexto de la cultura contemporánea la viva reaparición del interés por los asuntos vinculados a la filosofía práctica marca un hito singular y a la vez tremendamente significativo.

Se podría señalar que las raíces de este interés, propio y característico del pensamiento contemporáneo, se encontrarían, al menos en parte [1] , en la atención que varios pensadores de nuestra época le brindaron a la filosofía práctica aristotélica, principalmente en el marco de una confrontación con la vertiente ilustrada (kantiana) de fundamentación de la ética.

En el año 1972, el filósofo germano M. Riedel [2] se refirió al surgimiento de una fuerte tendencia a la recuperación del punto de vista moral en la reflexión filosófica, basada en una nueva recepción del pensamiento aristotélico. Los caracteres de tal movimiento del espíritu fueron calificados como una verdadera rehabilitación de la filosofía práctica; expresión que no sólo haría fortuna con el correr de los años sino que también sirvió para dar título a la obra homónima que, en gran medida, instaló definitivamente el debate respectivo, hasta nuestros días.

En esta línea, por una parte, se destaca la figura de Hans-Georg Gadamer, cuya hermenéutica filosófica inspiró fuertemente a este movimiento rehabilitador que buscaba sustentar -mediante el retorno al aristotelismo- nuevas orientaciones para la deliberación y la acción humana en el contexto del mundo contemporáneo. Y por otra, se puede mencionar también al pensador anglosajón Alasdair McIntyre, figura central de la corriente de pensamiento conocida como neoaristotelismo.

Ahora bien, no se debiera desconocer el hecho de que una valiosa contribución a esta fuerza espiritual fue impulsada -al menos en algún sentido- también por Heidegger; particularmente en relación con el vivo interés que éste le brindara a la filosofía práctica de Aristóteles en sus años de juventud [3] , aunque luego abandonara tal proximidad en beneficio del giro ontologizante que adquirió su pensamiento.

Es sabido que buena parte de los discípulos de Heidegger de aquella época de las juveniles lecciones sobre Aristóteles (Gadamer incluido) -segunda década del siglo XX-, se constituyeron, a la postre, en los protagonistas de una suerte de renovación de la cultura alemana de posguerra y algunos de ellos, durante los años 60 y 70, dieron lugar, a su manera y mediante un evidente distanciamiento del maestro, a este movimiento revitalizador de la filosofía moral.

Por medio de dicha fórmula conceptual -rehabilitación de la filosofía práctica-, se buscó dar cuenta de aquella tendencia que se haría cada vez más creciente a la hora de tratar los problemas relativos al comportamiento humano -en particular los morales y políticos-, desde un punto de vista distinto del de las ciencias propiamente dichas, incluidas dentro de ellas las ciencias humanas; pero bajo la pretensión de encontrar una fundamentación última y, por sobre todo, racional de la moral, de alcance universal, que, a la vez, excediera las aporías a que podía conducir el proyecto iluminista kantiano de constitución de una ética, cuyo modelo más próximo se encontraba en la física newtoniana.

No obstante lo anterior, pensadores neoiluministas como Jürgen Habermas o Karl-Otto Apel han buscado sobrepasar aquellas dificultades mediante un apego reparador a la razón ilustrada y enfrentar a través de ella el peligro planteado por las diversas clases de irracionalismo o decisionismo [4] que se cierne sobre el presente, intentando igualmente materializar un proyecto de fundamentación última de la moral, también de alcance universal, por lo menos a través de la expresión de unos principios mínimos en un marco procedimental.

Los autores que han adherido a ambas posibilidades han buscado paralelamente conducir la argumentación también para remontar la validez del discurso práctico más allá de la simple tarea analítica que el predominio del cientificismo positivista le había asignado a la filosofía metafísica indistintamente, así como habían pretendido los filósofos del Círculo de Viena, asociados al llamado empirismo lógico (M. Schlick, R. Carnap, O. Neurath, entre otros) durante la primera mitad del siglo XX. Esta confrontación, a la postre, se tradujo en el intento por fundar racionalmente una ética y una política de tipo valorativo.

Tal resurgimiento, entonces, se dio en el contexto de un intenso debate con aquellos filósofos analíticos que imponían la renuncia expresa a las valoraciones de todo tipo, en procura de ese ideal de objetividad que había sido planteado para todo enunciado de conocimiento. Y fue precisamente esta rotunda escisión entre cientificidad y eticidad, de la que se desprendía el dictamen prohibitivo para la formulación de enunciados prescriptivos a partir de enunciados descriptivos -el clásico pecado filosófico de la falacia naturalista, digamos-, la que desencadenó dicho encarnizado enfrentamiento que, a estas alturas, ya parece haber concedido razón a aquella poderosa intuición que reivindicaba un lugar para la preocupación por los temas prácticos en el escenario de la razón.

Ahora bien, en una u otra dirección -neoaristotélica o neoiluminista-, a partir de las últimas décadas, resulta posible reconocer una significativa expansión de este movimiento del pensamiento que busca dar cuenta filosófica de los problemas del mundo de la vida en el contexto de la cultura occidental. Se trata de una verdadera salida del claustro por parte de los filósofos; hoy en día, la filosofía está definitivamente puesta en la plaza del mercado, como lo ha señalado en algún momento el propio Habermas; o también Adela Cortina, quien ha supuesto que a los tradicionales “giros” de la filosofía (lingüístico, pragmático y hermenéutico) ahora se le ha sumado el llamado “giro aplicado”.

Se podría decir que, paulatinamente, la filosofía se ha ido extendiendo al ámbito propio de diversas instituciones, expresando de esta manera un marcado carácter interdisciplinario. El caso más emblemático lo constituye su cada vez más creciente incorporación a las instituciones sanitarias. Es un hecho que en ellas, los comités de ética, por ejemplo, se han establecido como factor crucial de su carácter y dinámica interna, y han protagonizado, sin duda, una importante transformación. Pero, en verdad, dicha transformación ha resultado ser más bien de naturaleza bilateral, puesto que los filósofos, para justificar su desempeño e inclusión, han debido adecuar su lenguaje y responder a expectativas para las que la tradición, quizás, no los había preparado adecuadamente.

El estilo pragmático (y utilitarista) que ha dominado a buena parte del pensamiento moderno (en la filosofía anglosajona particularmente) ha propiciado, poco a poco, el abandono de la idea de la filosofía como un saber de élites. Por lo mismo, hoy en día se piensa en ella en relación con la toma de decisiones consistentes desde el punto de vista moral, en situaciones que afectan material y contingentemente también a todos los seres humanos. En este sentido, la utilidad ha dejado de ser un motivo que atenta en contra de la dignidad de la filosofía, como se pensó históricamente. Frente a la vieja idea de que un saber es más digno cuanto más inútil, la filosofía de nuestros días trata de resultar útil a la sociedad y a las personas, tal vez por gozar ahora entre ellas de cierta legitimidad. Sin ir más lejos, Vattimo, por ejemplo, ha dicho expresamente que la filosofía debe encarnar esa necesaria sintonía con todas las voces del presente.

Ahora, es un hecho que la naturaleza de la conflictividad moral característica del mundo contemporáneo está moviendo a la reflexión filosófica por un camino cada vez más exigente. Ya no resulta suficientemente ajustado a las necesidades de la época un pensamiento moral que hunde sus raíces exclusivamente en la consideración tradicional de los fenómenos propios del mundo de la vida. Las nuevas determinaciones impuestas por la vertiginosa transformación técnica del planeta parecen requerir de respuestas ajustadas a los nuevos escenarios en que transcurre la vida de los seres humanos del presente. El creciente avance del pluralismo de las ideas obliga a la consideración de una multiplicidad de perspectivas que complejizan y dificultan el análisis de los problemas contingentes de la actualidad.

Por todo ello, resulta posible afirmar que el desarrollo de las éticas aplicadas ha cobrado interés durante las últimas décadas. Desde su particular aproximación teórica el espectro de problemas susceptibles de ser tematizados se ha venido ampliando considerablemente en cuanto se le ha otorgado atención cada vez mayor a una serie de asuntos que hasta hace muy poco, en el mejor de los casos, eran aludidos de manera sólo indirecta en la reflexión o simplemente no aparecían porque no eran percibidos de forma alguna. Este ensanchamiento de la óptica moral en el mundo actual ha dado lugar a la emergencia y al correspondiente reconocimiento de ámbitos problemáticos que demandan una investigación filosófica y ética cada vez más exhaustiva. Parece evidente la necesidad del pensamiento actual de acometer la tarea de pensar en lo no pensado suficientemente hasta el momento, de escrutar hasta sus últimas consecuencias el sentido de un conjunto de problemas que se hacen particularmente visibles hoy en día cuando las coordenadas del mundo técnico los tornan relevantes por efecto de sus propias y, en muchas ocasiones, nefastas implicancias.

No obstante, una tarea como ésta, por la propia naturaleza de los problemas abordados, no puede pensarse sino a partir de una disposición de diálogo entre saberes, de aproximación sintónica a las heterogenéticas vivencias del mundo actual; porque la definición multifactorial de los problemas del presente no puede sino conducir al desarrollo de perspectivas analíticas de integración y de interacción epistemológica. Y ése parece ser, en términos generales, el espíritu que subyace a una disposición reflexiva como la ética aplicada: indagar en la naturaleza moral, en el fundamento ético-filosófico del complejo entramado de prácticas cotidianas en las que transcurre la vida, reconociendo espacios particularmente dilemáticos y disensuales en relación con la expansión del desarrollo científico y técnico. Explorar las implicancias morales de un conjunto de dimensiones de conflictividad tales como la preservación del medio ambiente, la relación con el mundo animal no-humano, el desarrollo de la praxis biomédica, las relaciones organizacionales, la experiencia concreta de la ciudadanía, entre otras, es la tarea de las éticas aplicadas. Provocar una mayor convergencia del saber científico y filosófico, articular en un todo de coherencia la usualmente divergente expresión del desarrollo técnico y el desarrollo moral de la humanidad ofrece una perspectiva de futuro que no se puede abandonar sin abandonar con ello la responsabilidad que los seres humanos enfrentan en este momento de la historia.

En consecuencia, la preparación de una nueva modalidad de arraigo para la vida humana a partir de la previsible proyección de las consecuencias del desarrollo es una tarea ineludible del pensamiento contemporáneo. En este sentido, las éticas aplicadas desempeñan un papel de máxima importancia en cuanto representan una de las opciones más válidas de reformulación del criterio que hasta ahora ha prevalecido en la dirección del curso seguido por los acontecimientos que dan forma a la existencia humana.

[1] Dicha recuperación de la filosofía práctica (fundamentalmente nacida en Alemania) tendrá lugar desde mediados del siglo XX (eso sí, no se puede desconocer la inspiración que podría haberle prestado la célebre decimoprimera tesis sobre Feuerbach de Marx), a través de filósofos como Karl-Heinz Ilting, Hans Jonas, Hans-Georg. Gadamer, Hannah Arendt, e incluso Jürgen Habermas; Todos ellos buscaron apoyar su filosofía en una crítica del saber metódico universal, rescatando de tal modo la orientación prudencial del saber (la prhónesis aristotélica), reinstalando a la ética en el contexto político (como hace Arendt a través de la vita activa) y revalorizando -como Gadamer- las «experiencias extrametódicas de la verdad».

[2]   Riedel, Manfred. Rehabilitierung der praktischen Philosophie, 2 vols. Freiburg, 1972 y 1974.

[3]   Para tal efecto, habría que considerar el así llamado Informe Natorp, que evidencia la filiación aristotélica del proyecto filosófico de Ser y Tiempo. Cfr. Heidegger, Martin. «Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles. Indicación de la situación hermenéutica». Trotta. Madrid. 2000.

[4]   Una clara muestra de esta disposición está expresada en el debate que Apel ha sostenido con la corriente decisionista ilustrada del racionalismo crítico popperiano representada por Hans Albert. Cfr. Apel, Karl-Otto. Una ética de la responsabilidad en la era de la ciencia. Almagesto. Buenos Aires. 1994. Cfr. también. Albert, Hans. Razón crítica y práctica social. Paidós. Barcelona. 2000.