Índice del libro

 

 

Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2004

INTRODUCCIÓN     
I. TEORÍA Y CONSTRUCCIÓN CRÍTICA
1. Sujeto y narrador en la novela chilena contemporánea 
II. JOSÉ DONOSO
1. La mirada del testigo
2.. Máscara y enunciación
III. DIAMELA ELTIT
1. La narrativa de Diamela Eltit y Los trabajadores de la muerte y la narrativa de Diamela Eltit
2. El ensayo como estrategia narrativa
3. La comida oficial
4. Género y Hegemonía en El infarto del alma
IV.NOVELA MASIVA
1. Experimentación, imitación y efecto

II. José Donoso. 1. La mirada del testigo

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José Donoso, el novelista, nunca deja de sorprendernos. Como es previsible, por lo demás, en narradores de su complejidad y coherencia interior, cada relectura vuelve a confirmar algunas constantes (temáticas, estructurales) ya familiares para un lector asiduo de sus novelas, pero al mismo tiempo suele abrirse al descubrimiento de nuevos nudos de sentido, que al desenvolverlos críticamente iluminan desde otro ángulo una novela, o aspectos fundamentales de una o más de las constantes que atraviesan todo el orden narrativo del autor. Una de esas constantes me interesa recordar aquí, para empezar a encuadrar y definir el objeto de mi ensayo. Es la siguiente: en Donoso las historias de los personajes tienden regularmente a configurarse en el juego ambivalente de unas relaciones de poder, relaciones que, a su vez, y también con la misma regularidad, adoptan la forma de relaciones entre patrón y sirviente. Modelo este último sin duda un acierto, puesto que el contexto elegido para el anclaje y el despliegue de esas relaciones de poder es la historia social de Chile, una historia, justamente, presidida y estructurada alrededor de estos dos polos, patrón y sirviente, más allá de la variación en sus nombres. Ahora bien, me propongo en las páginas siguientes ocuparme precisamente de las relaciones de poder entre patrón y sirviente, y dentro de ellas, como objeto específico de mi ensayo, de una figura narrativa esencial, a mi modo de ver, en el orden narrativo de Donoso, aunque al parecer ignorada por la crítica: la figura del testigo. Especial importancia tendrá en mi análisis la mirada del testigo. Aun cuando el corpus textual incluye sólo dos de sus novelas: El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche (con Casa de campo, sin duda las tres mejores), las conclusiones deberían permitir, espero, recomponer, o resituar desde un punto de vista inesperado, la perspectiva de comprensión de uno de los núcleos de sentido más profundos y seductores de la narrativa de Donoso, como lo son las relaciones de poder entre patrón y sirviente, y su participación en la identidad del sujeto.     

La figura del testigo, y su discurso, el testimonio, no han estado ausentes en la crítica literaria y cultural de América Latina durante las últimas décadas. Más bien al revés: en las décadas del 70 y del 80 del siglo XX se produjo, en efecto, una verdadera avalancha crítica sobre la literatura testimonial latinoamericana, representada ésta por textos narrativos en su mayoría de carácter “referencial”, es decir, no ficcionales,  publicados desde la década del 50 en adelante. Hay algunos de retorno persistente en citas y análisis: Juan Pérez Jolote, 1952, de Ricardo Pozas, Biografía de un cimarrón, 1966, de Miguel Barnet, Hasta no verte Jesús mío, 1969, de Elena Poniatowska, Si me permiten hablar...Testimonio de Domitila, 1977, de Moema Viezzer, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, 1982, de Omar Cabezas, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, 1985, de Elizabeth Burgos, y otros.

Le interesaba a esa crítica, muy condicionada como óptica por patrones elaborados desde el interior de la academia estadounidense (la más “liberal” desde luego), sobre todo la función política de los testimonios. Algo propiciado por lo demás por los textos mismos: todos los testigos y testimonios considerados estaban asociados, o a la marginalidad urbana, o a la represión criminal de las dictaduras militares (particularmente sangrientas en ese período), y a luchas de liberación nacional o de las minorías étnicas, etc. En el plano propiamente discursivo, y ya en el colmo del entusiasmo crítico-teórico, hasta se llegó a hablar del testimonio en términos que le daban la identidad de un “género” literario, postulado como “nuevo”, tal vez por su presencia expansiva en ese momento, pero al que se le reconocían antecedentes en la literatura anterior, desde la época colonial. Este “género” narrativo, no sólo les parecía, a quienes así definían al testimonio, inseparable de la historia de las sociedades del tercer mundo, sino que podía leerse casi como una metáfora, a nivel discursivo, de la condición dependiente de esas sociedades, puesto que si bien el testimonio lo era de los efectos de un poder dominante, pero doméstico, ejercido con particular violencia, se trataba de un poder con amplias ramificaciones y complicidades dentro del continente, todas orquestadas, en última instancia, por los intereses hegemónicos de Estados Unidos.

Pero la reflexión en torno al testigo y su testimonio no fue muy lejos. Por ejemplo, no se discutió la asignada condición de “género” al testimonio, una atribución demostrable, desde un estricto concepto de género, como impropia [1] . Ni se detuvo a examinar más de cerca, y con más detalle, la identidad misma del testigo, las diversas variables de su definición, y si el registro de un testimonio es el supuesto de la existencia misma del testigo, en otras palabras, si puede haber testigo sin testimonio. Además esa crítica de las décadas del 70 y del 80 cuyo objeto era un testigo socialmente subordinado o sometido, un “subalterno” según la nomenclatura siempre hipercodificada de la crítica estadounidense, tampoco abordó ni desarrolló, dentro del complejo cuadro en el que se insertaba el testigo, el de las relaciones de poder, aspectos fundamentales, como el del modo en que se dan efectivamente las relaciones con el otro cuando de por medio está la cuestión del poder. ¿Son relaciones unidireccionales: desde quien ejerce el poder hacia el sometido a él? Usando los términos de Hegel [2] , ¿es el “señor” el que, por sí y ante sí, instituye, libremente y sin mayores compromisos o implicaciones, la figura del “siervo”? En otras palabras, ¿podría el “señor” seguir siendo lo que es, el “señor”, sin el “siervo”? ¿Sería el “siervo” un accidente en la historia del “señor”? ¿O estarían ambos marcados en sus roles por la categoría del “destino”? ¿Cuáles son en verdad las relaciones entre ambos? En definitiva, ¿cómo se definen las relaciones de identidad entre uno y otro?

En las dos novelas de Donoso elegidas como corpus textual de referencia, El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche, hay pasajes o momentos de la acción donde el testigo ocupa el primer plano y pasa a ser figura narrativa protagónica en la estructuración del significado. Todos son momentos secretamente cargados de sentido desde el punto de vista, primero, de las relaciones entre patrón y sirviente como relaciones de poder, y segundo, de las relaciones entre el sujeto y el otro. El análisis de estas relaciones en ambas novelas debería poder llenar la mayoría de los vacíos denunciados por la serie de preguntas referidas a la crítica de las décadas del 70 y del 80 sobre el testigo y el testimonio en América Latina. Pero antes de examinar aquellos momentos en esas novelas y en el contexto ya definido de relaciones, es necesario retomar aquí una afirmación hecha al comienzo de este ensayo. Subrayé entonces la importancia de la mirada en mi reflexión sobre el testigo en Donoso. Quisiera especificar esa afirmación en un punto. Hablo, por supuesto, de la mirada del testigo, por lo tanto de un testigo que ve, que percibe. Pero, en Donoso, no se trata de una mirada como mera percepción de algo, no involucrada en lo que percibe, sin enfectos en su objeto, atenta sólo a un simple registro de lo que ve. No: la mirada aquí es un modo de relación donde quien mira y quien es mirado entran en sutiles relaciones que de algún modo los compromete porque los afecta. Podría decirse más exactamente: la mirada es un canal por donde circulan, y no en una sola dirección, las relaciones de poder.

Ahora bien, si el testigo en Donoso es alguien que mira, el contenido de esta mirada no siempre se traduce en un discurso como testimonio visual. Es decir, el testigo que mira no siempre dice lo que mira, hablando por sí mismo, en primera persona, diciendo “yo”. Justamente, en El lugar sin límites un personaje, Alejandro Cruz, de pronto asume el rol de testigo, en cuanto mira algo que ocurre delante de sus ojos, un cierto acontecimiento, pero del mirar del testigo no se origina  ningún testimonio directo. Sabemos que es un testigo y que mira, y que su mirada no es ajena a las relaciones de poder, pero lo sabemos, o lo inferimos, indirectamente, por el relato del narrador de la novela. Tenemos aquí, entonces, el caso de un testigo sin testimonio: Alejandro Cruz es testigo de un suceso, pero no comunica desde su “yo” lo que su mirada registra. Desde luego, un testigo sin testimonio, para que lo sea, requiere de la intermediación de alguien que lo atestigüe. Podría ser él mismo quien diga “yo lo vi”, “yo estaba ahí”, absteniéndose sin embargo de decir lo que vio. O podría ser otro, un tercero, como el narrador de la novela, quien  presente al personaje en términos tales que el lector no puede sino reconocerlo como testigo.

El testigo y su mirada, en este novela, remiten siempre al personaje ya nombrado, Alejandro Cruz. ¿Quién es Alejandro Cruz? Un hacendado, dueño de las viñas que rodean al pequeño poblado de La Estación El Olivo, dueño también de parte del poblado mismo, incluido el prostíbulo, y para sus pretensiones políticas, las de ser parlamentario, dueño además de los votos de los habitantes del pueblo, conquistados con promesas de desarrollo (como dotar al pueblo de electricidad). Alejandro Cruz es aquí el nombre del titular del poder, el del patrón, el que maneja los hilos, visibles o invisibles, de unas voluntades sometidas (a regañadientes, como Pancho Vega, o entusiastamente, como el resto del pueblo), que terminan confirmando y sosteniendo esa titularidad.

Debo postergar un poco la reflexión sobre el rol de Cruz como testigo, para detenerme primero en su mirada, antes de que ésta sea la de un testigo, pero ya la mirada del poder. En este sentido, hay un pasaje notable en la novela, el del primer encuentro de Cruz, recién elegido diputado, con la Manuela, el travesti protagonista del relato, que acaba de llegar, desde Talca, al prostíbulo del pueblo, lugar donde se celebra la elección de “don Alejo”. Después de bailar, éste se acerca de pronto a la mesa en que está la Manuela, y lo mira: “miró a la Manuela, que se estremeció como si toda su voluntad hubiera sido absorbida por esa mirada que la rodeaba, que la disolvía (...) Su escalofrío se prolongaba, o se multiplicaba en escalofríos que le rodeaban las piernas, todo, mientras esos ojos seguían clavados en los suyos...” [3] . Aparentemente, es la mirada de un simple seductor, o mejor, si se tiene a la vista la literalidad de la novela, la mirada de alguien que juega el juego de la seducción, y sin embargo consigue la seducción del otro, sin que el seducido se percate del juego. Los síntomas son, qué duda cabe, los de la seducción, y la Manuela al parecer admite su estado de seducida: “Los bajó”, dice el relato, refiriéndose a los ojos.

Pero esta lectura sólo se sostiene como lectura de superficie: no explora, en efecto, el trasfondo de los signos narrativos de la escena, conectados a toda una red de connotaciones que recorre la novela entera. La frase “Los bajó” (los ojos) puede ser leída (no también sino necesariamente) como el cierre, o desenlace, de otro movimiento, de otro breve proceso de significación, menos manifiesto aunque más decisivo. Porque más allá de la seducción aparente, aunque ella sea la forma visible de expresión, lo que en verdad tenemos en la escena comentada, es un episodio que involucra al poder, y de lo que se trata, en última instancia, es de una escenificación de las relaciones de poder como relaciones entre patrón y sirviente. La mirada de Cruz, sin dejar de ser una mirada seductora, es, en última instancia, la mirada mediante la cual, como en un juego, no exento de teatralidad, el poder se pone a prueba a sí mismo, o también, ejercita su dominio. Vista desde este ángulo, la frase “Los bajó” tiene pues una segunda lectura: al bajar los ojos, la Manuela declara su sumisión al poder. Hay unas palabras, en el relato, previas al momento en que Cruz se acerca a la mesa donde está la Manuela, que anticipan la sumisión. Son palabras de veneración, que traducen el pensamiento (narrado en estilo indirecto libre) de quienes ocupan la mesa, sobre Cruz cuando éste se aproxima: viene, se dice, “con sus ojos de loza azulina, de muñeca, de bolita, de santo de bulto” (p. 75). Poder y seducción, o poder seductor, pero ejercido en un contexto de erotismo homosexual, un aspecto éste de las relaciones de poder, el de la homosexualización del poder, que en la segunda novela de Donoso incluida en el corpus va a adquirir una importancia particular.

En la misma escena en que el poder ejercita su dominio y se complace en la comprobación de la sumisión a él, hay una frase que introduce un elemento revelador desde el punto de vista de las relaciones de poder. La dice la Manuela, o mejor, la dice el narrador en estilo indirecto traduciendo el pensamiento de la Manuela: “¿Cómo no sentir vergüenza de seguir sosteniendo la mirada de esos ojos portentosos con sus ojillos parduzcos de escasas pestañas?” (pp. 75 y 76). Es la palabra vergüenza el centro de la frase. Vergüenza ante la mirada del poder, o el poder de la mirada, que la penetra y la domina, sin que ella pueda hacer otra cosa que dar el signo de su sumisión bajando los ojos. Sartre es uno de los pocos ensayistas que ha reflexionado largamente en torno a la mirada como forma de relación del sujeto con el otro (aun cuando no se detiene a examinarla desde la perspectiva de las  relaciones de poder). Y, por supuesto, no podía sino toparse con el sentimiento de vergüenza como parte de la problemática de la mirada. Dice: “la vergüenza no es sino el sentimiento original de tener mi ser afuera, comprometido en otro ser y, como tal, sin defensa alguna, iluminado por la luz absoluta que emana de un puro sujeto” [4] . Es exactamente lo que experimenta la Manuela ante la mirada de Cruz: el sentimiento de no tener ya dominio de sí misma, el de estar expuesta, a merced del otro, pero aquí del otro como poder.

Hasta ahora, si bien he considerado la mirada dentro del campo de las relaciones de poder, no he dicho nada todavía acerca de ella como mirada de un testigo. El testigo en la novela, lo anticipé, es el mismo Alejandro Cruz, el patrón. Dueño de la casa donde funciona el prostíbulo del pueblo, arrendada a la Japonesa Grande, su regenta, la desafía un día a que si logra acostarse con la Manuela y hacer que actúe sexualmene como hombre, está dispuesto a darle lo que ella pida, dentro de unos límites razonables desde luego. La Japonesa acepta el desafío y pide que le dé la casa del prostíbulo. Alejandro Cruz acepta. La Japonesa se dedica entonces a convencer a la Manuela, que se niega con un muro de reparos, objeciones y rechazos, pero la Japonesa desarrola una estrategia persistente y persuasiva, que incluye el ofrecimiento de compartir la propiedad de la casa, y al final la Manuela accede. Dentro de las condiciones pactadas, Cruz y otros presentes mirarán por la ventana la escena (el “cuadro plástico”, dice el relato) para verificar que todo ocurra según lo acordado [5] . Pero los “otros” son mera comparsa, anónima, casi una extensión, la sombra de quien se destaca y ocupa el primer lugar. Es la mirada de Cruz la que importa, la significante. La Manuela y la Japonesa lo saben: es esa mirada la que registran mientras están en la cama.

De nuevo las dos lecturas, tal como se dio en la escena donde Cruz se encuentra por primera vez con la Manuela y la mira fijamente. En la lectura de superficie, Cruz mira a través de la ventana a la Manuela y la Japonesa en la cama, para asegurarse de que no haya engaño y de que si la Japonesa gana, lo haga limpiamente. La lectura de fondo en cambio va más allá. Dice otra cosa. La mirada a través de la ventana es del poder, del dueño de tierras y casas, y también de sus habitantes. Es la mirada del patrón todopoderoso, asociado en la novela mediante múltiples signos a una suerte de Dios. Y para Dios, nada se oculta en el secreto, todo es visible. No puede pues ser engañado, como la Japonesa Grande le hacía creer a la Manuela, para convencerla, de que bastaba con simular. De ahí que, en la cama, la Manuela piense: “y don Alejo mirándonos. ¿Podíamos burlarnos de él? Eso me hacía temblar. ¿Podíamos? ¿No moriríamos, de alguna manera, si lo lográbamos?” (p. 106). Cuando es el sirviente quien habla, como en este caso, engañar al poder, burlarse de él, equivale de alguna manera a borrarse a sí mismo: a morir. Porque, en la lógica de esta novela (distinta, como se verá, a la de El obsceno pájaro de la noche), el acento está puesto en el patrón como polo casi excluyente de las relaciones de poder. Por eso el sirviente depende de él, a él se debe, sin él no sería nada: sería su muerte. Es posible incluso extremar el sentido de la mirada y decir: el poder (el del patrón) es dueño no sólo de tierras, casas y habitantes, sino también de las identidades sexuales: Cruz mirando a través de la ventana, aunque no diga nada y mire en silencio, el lector lo imagina complacido comprobando cómo su poder altera roles sexuales y determina identidades en este terreno. Bajo la mirada de Cruz, la Japonesa hace de hembra y de macha, y la Manuela, de macho y de hembra, como si las identidades sexuales fueran un juego, y ambos personajes, la Japonesa y la Manuela, unas marionetas movidas por la mirada de Cruz, la del patrón, la del poder.   

El obsceno pájaro de la noche [6] prolonga la problemática del testigo y su mirada, siempre dentro de las relaciones de poder como relaciones entre patrón y sirviente. Pero las diferencias afectan a aspectos esenciales. En El lugar sin límites el sirviente revela más bien una fuerte pasividad en su rol de subordinado: se limita a representar el polo de la sumisión, de la disponibilidad. A lo más, en Pancho Vega, llega a unos conatos de rebeldía marcados por la impotencia y el resentimiento, o, en la Japonesa Grande, a una réplica oportunista que busca resarcirse económicamente por la sumisión, pidiéndole al patrón a cambio la propiedad de la casa del prostíbulo si consigue, como dice el trato, que “el maricón se caliente” con ella. Piensa la Japonesa: “Si se quería reír de la Manuela, y de todos, y de ella, bueno, entonces que pagara, que no contara con que ella fuera razonable. Que pagara. Que le regalara la casa si era tan poderoso que podía dominarlos así” (p. 83). No hay aquí aún momentos narrativos que pongan, a nivel de la conciencia del personaje, de una suerte de toma de razón, en estado de visibilidad, para el lector, la posición comprometida del sirviente en la identidad del patrón como tal, nada que lo defina en una relación de reciprocidad: que los vuelva términos constitutiva y originariamente ligados el uno al otro. Lo que sí es visible es lo obvio desde el punto de vista de un registro práctico de evidencias cotidianas, como el saberse, el sirviente, pieza indispensable dentro del juego electoral de las “democracias” del subdesarrollo, o sea, que el voto del sirviente es necesario para las pretensiones políticas del patrón.

Esa visibilidad de una posición comprometida como estructura es justamente lo que ocurre en El obsceno pájaro de la noche. Aquí Donoso se hace cargo de “la intuición genial de Hegel”, en palabras de Sartre [7] , según la cual el “señor” y el “siervo” (o patrón y sirviente en la novela de Donoso) no son polos independientes o autónomos, o implicados en una sola dirección, sino que mantienen entre sí una relación de implicación recíproca. O sea, sin “señor” no hay “siervo”, y al revés, sin “siervo” no hay “señor”. Hablando del “señor”, por ejemplo, dice Hegel: es “un ser para sí que sólo es para sí por medio de un otro” (el siervo) [8] . Las novelas de Donoso, como ya sabemos, definen estos polos dentro de un campo de relaciones de poder presentadas como relaciones entre patrón y sirviente. En El obsceno pájaro de la noche representan estos polos Jerónimo de Azcoitía, el del patrón, y Humberto Peñaloza, el del sirviente. Las relaciones entre ambos se abren en direcciones múltiples de sentido, todas conectadas entre sí, dentro de una red narrativa semejante a la de un verdadero laberinto de cruces y divergencias, o, también, a la de una galería de espejos que introducen un juego de imágenes simétricas, pero al mismo tiempo sometidas, en su relación, a un principio diferenciador que impide la asimilación de una a la otra.

Antes de reinstalar la reflexión en el objeto específico de mi ensayo, el testigo y su mirada, quiero comentar, a manera de introducción, una de estas direcciones de sentido. Justamente una que brinda acceso al momento cuando se produce, o toma forma, una determinada relación nuclear, y originaria porque es la que sostiene, como su fundamento, la estructura de las relaciones de poder, las de patrón y sirviente entre ellas. Es en el espacio de ese momento inicial donde se insertan el testigo y su mirada en El obsceno pájaro de la noche. Se trata de una dirección de sentido donde la identidad de patrón y la de sirviente aparecen marcadas por la complicidad. En esta novela se narra un episodio de la campaña política de Azcoitía para ser elegido parlamentario (senador). Humberto, su secretario, desempeñaba un papel importante en las tareas propagandísticas. Los seguidores de Jerónimo se encuentran de pronto, al atardecer, en una plaza, frente a la iglesia, y son atacados por un grupo de adversarios. Ante el peligro que advierten, huyen por el interior de la iglesia y suben hasta el techo. Ya con escasa luz natural, favorable al borroneo en la percepción de las figuras, Humberto se acerca por el techo a mirar hacia la plaza y desde allí les grita, desafiante, a los adversarios, asumiendo bastardamente el lenguaje del patrón: “Mátenme, si quieren, rotos de mierda, aquí estoy...” (p. 204).  Alguien dispara entonces desde la plaza y la bala lo hiere en un brazo.

El relato hace visible el proceso de conversión de la “herida” en un signo transparente de la lógica con que operan las relaciones de poder entre patrón y sirviente, y de cómo el poder se instituye, o se institucionaliza [9] . En efecto, el proceso desplaza la propiedad de la “herida” desde el sirviente, Humberto, quien efectivamente la recibe y queda por un rato inconsciente, al patrón, Jerónimo, quien se apropia de ella (de su plusvalía). Será Jerónimo quien a los pocos minutos, con el brazo manchado de sangre, “su” sangre, recordará Humberto al despertar, y vendado “exactamente en el lugar donde me dolía a mí” (p. 205), aparecerá en la plaza, como un héroe, diciendo contra sus adversarios el discurso de la “ley” y el “orden”, el único que  la crónica recogería. Por eso Humberto, el sirviente, tomará nota de lo acontecido, pensando como quien saca conclusiones: “La crónica no registra mi grito porque mi voz no se oye. Mis palabras no entraron en la historia” (p. 204). El patrón, el titular del poder, le “roba” la herida al sirviente, y con ella, con su robo, que es el robo de un dolor, escribe y se escribe su historia, la del poder. “Mis palabras no entraron en la historia”: no podían entrar, eran sólo la condición necesaria dentro de la eterna estrategia con que se funda la posibilidad de las palabras del patrón, y la de su ingreso, ellas sí, a la historia. Siempre ha sido ésta la lógica del poder: la de instalar la hegemonía de su discurso, y la de los discurso culturales asociados, sobre la base de un sometimiento, la de hacer oír su voz a expensar del silencionamiento de otra voz. Walter Benjamin acuñó el sentido del juego de esta dialéctica en palabras memorables, dichas a la manera de una sentencia: “ Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie” [10] .

Es aquí, en este escenario originario de relaciones de poder, que hacen del patrón una existencia imposible de concebir sin la del sirviente, que la sostiene, donde se inserta, de lleno, la figura del testigo y su mirada, tema central de mi ensayo. Si en El lugar sin límites era el patrón el testigo, y su mirada, el canal de circulación y transmisión de un poder unidimensional, en El obsceno pájaro de la noche el planteo es distinto: ahora será el sirviente el testigo, y su mirada, un espacio donde el poder se vuelve sobre sí mismo y muestra su sombra, la cara oculta, haciendo visible de este modo su estructura íntima. Pero se mantiene, incluso más, se intensifica, hasta alcanzar los puntos o zonas extremos, límites, de su lógica misma, un aspecto ya presente en la primera de estas dos novelas: la erotización homosexual de la mirada del testigo como mirada regida, en su función o sentido, por  relaciones de poder. Me gustaría demostrar, en esta parte final de mi ensayo, con El obsceno pájaro de la noche como único referente, la tesis (implícita en los análisis anteriores) de que Donoso hace  de la mirada homosexualizadada del testigo la metáfora de una relación  ni accidental ni azarosa, ni, en último término, prescindible desde el punto de vista de la definición del orden del poder. Por el   contrario, se trata de una relación inseparable de su estructura, puesto que está en la raíz misma del modo cómo secretamente se constituyen y operan las relaciones de poder, o, en la versión narrativa de José Donoso, cómo se constituyen y operan, en una suerte de trastienda, de pieza oscura, las relaciones de poder entre patrón y sirviente.

Jerónimo de Azcoitía e Inés, su mujer, los patrones, representan en esta novela el vértice superior de la estructura de poder, mientras Humberto Peñaloza y Peta Ponce forman la base del triángulo, la pareja opuesta, la de los sirvientes. Utilizando incidentalmente un modo de representación narrativa (definible como una emblematización de roles) que se volverá sistemático en su novela posterior Casa de campo, Donoso, en El obsceno pájaro de la noche, presenta primero a Jerónimo e Inés como las figuras “del medallón estático de la dicha conyugal”, para luego animarlas y hacerlas “tomar las actitudes prescritas en el siguiente medallón en que figurarían como padres”. Las palabras utilizadas (“medallón”, “actitudes prescritas”) le hablan al lector de pautas previamente establecidas, de un código, el del poder, que distribuye y asigna roles. De acuerdo a este código, a Humberto y a Peta Ponce les corresponde, en una suerte de simetría invertida, la función no visible, oculta (un ocultamiento ideológico), de contracara grotesca, deforme, de los límpidos y perfilados medallones de los patrones, pero una cara sin la cual éstos no podrían existir. Por eso Humberto podrá decir, refiriéndose al segundo medallón, aquel en donde los patrones se exhiben en su rol de padres: “Mientras la Peta y yo, seres fantásticos, monstruos grotescos, cumplíamos con nuestra misión de sostener simétricamente desde el exterior ese nuevo medallón, como un par de suntuosos animales heráldicos” (p. 228). El sentido de esta relación contrastada entre luz (la del “medallón”) y sombra (la de quienes lo “sostienen”), o entre lo visible y lo oculto, todavía un tanto abstracta, queda a la vista en su concresión, si se la enfoca desde la manera en que el testigo y su mirada intervienen en ciertos episodios de la historia narrada.

Son todos episodios que involucran la sexualidad. Jerónimo frecuentaba prostíbulos y le gustaba ufanarse de su “potencia” sexual. Pero, sintomáticamente, esta potencia sólo se hace presente si Humberto está ahí presente, como testigo, y lo mira. Le dirá entonces: “... no, no salgas de la habitación, Humberto, mira cómo me desnudo yo también (...), quédate aquí para que veas cómo soy capaz de hacer el amor”.  Y luego, Jerónimo dice unas palabras que revelan el lugar exacto del testigo y su mirada en el juego de las relaciones de poder: “... tú eres dueño de mi potencia, Humberto, te quedaste con ella como yo me quedé con tu herida en el brazo” (p. 227). La frase es ambigua en la medida en que podría pensarse en dos ladrones, Humberto que le roba la potencia a Jerónimo, y éste que le roba la herida a aquél. Pero es una ambigüedad sólo del discurso de Jerónimo, pues toda la novela, y en particular las escenas sexuales, hablan de un solo ladrón originario: Jerónimo, el patrón. Le roba la “potencia” al sirviente del mismo modo como antes le había robado la “herida”. Humberto, el sirviente, está presente como testigo visual en la escena donde Jerónimo luce sus atributos viriles porque sin esa presencia (o existencia), tales atributos se disolverían en el aire: mediante el lenguaje figurado del “robo”, la “herida”, la “potencia”, se está diciendo que es del sirviente de quien el patrón extrae su identidad. Sin el sirviente, el patrón es nada. O también: para que el patrón sea lo que es, existe el sirviente. En conclusión, la presencia del sirviente como testigo en varias escenas de la novela, y el testimonio, en clave sexual, de su mirada, metaforizan el sentido de la relación en que se funda la estructura del poder: sin el sirviente no hay en definitiva ni poder ni patrón.

Pero estas relaciones retienen todavía, sin desplegar, una capa más de significado. Si bien ella no modifica lo dicho hasta ahora sobre la estructura del poder, lleva hasta el límite la visibilidad de la relación que la funda porque, justamente, la lógica de las relaciones sexuales que la metaforizan son llevadas también, y paralelamente, hasta su extremo. Insisto: las escenas de sexualidad donde el testigo y su mirada son instancias centrales, nunca agotan su sentido si se las lee solamente como   escenas voyeristas, con unos personajes enredados en complicidades de una sexualidad ambigua: eso sería sólo la constatación, de nuevo, de una lectura de superficie. Por lo pronto, ya he dicho lo suficiente como para poder percibir, desde las apariencias, o mejor, desde sus intersticios, un nivel de lenguaje que metaforiza la relación en que se asienta la compleja estructura del poder. Hay, sin embargo, un aspecto hasta aquí sólo rozado.

Comienza a abrirse el horizonte de su percepción si nos detenemos en una palabra dicha por el mismo Humberto cuando se define, él y Peta Ponce, frente a la pareja ejemplar formada por Jerónimo e Inés: ellos, desde su condición grotesca y oscura, sostienen, dice, “simétricamente”, el medallón “luminoso” representado por Jerónimo e Inés [11] . Me interesa dilucidar ahora el sentido particular, inesperado, al que está asociada la palabra “simetría”. Al lado del rasgo de “proporción” incluido en la acepción de esta palabra, hay también otro, más importante para mi lectura: el de “igualdad”. Entre las dos parejas, Jerónimo-Inés y Humberto-Peta Ponce, el relato postula pues una relación de “simetría”, entendida como “igualdad”. ¿Pero “igualdad” de qué clase, en qué términos? Porque obviamente no puede entendérsela de modo literal, es decir, cada uno de los dos polos como una reproducción exacta del otro, lo que los anularía en cuanto polos precisamente. La “igualdad” no puede significar sino que estos dos polos del poder se implican el uno al otro, que donde irrumpe y se configura uno, en el mismo instante irrumpe y se configura el otro. En resumen, que cada uno es la condición del otro. Pero esta igualdad no elimina desde luego las diferencia: esos polos son como los dos costados de una misma imagen, o como el negativo y el positivo de las imágenes fotográficas [12] .

Vuelvo al último momento de inflexión en el análisis. Dije: hay aún en el objeto de mi ensayo una capa de sentido no desplegada críticamente. Ahora puedo agregar: para desplegarla, el componente de “igualdad” en la acepción de la palabra “simetría”, juega, en el punto de partida del proceso de significación metafórica, un papel decisivo. En efecto, en El obsceno pájaro de la noche Donoso asimila, siempre en el contexto del lenguaje sexual, el rasgo de “igualdad” a un rasgo paralelo, el de “parecido”, dado éste en el significado del prefijo “homo”. La asimilación, como se verá, le permite convertir la mirada del testigo, la del sirviente, cuyo objeto (lo que mira) son relaciones sexuales en las que interviene el patrón, en una mirada abiertamente homosexual. La relación homosexual registrada en y por la mirada del testigo, sigue siendo una metáfora de la relación que sostiene, en su origen, la estructura del poder, pero ahora, al desarrollarse la metáfora en la dirección del significante homosexual, desarrolla asimismo, en grado extremo, la visibilidad de la verdadera naturaleza de esa relación originaria, es decir, de la lógica que la gobierna como fundamento de la estructura del poder.

Hay un pasaje de la novela cuyo significado implícito resulta de una pertinencia máxima desde esta perspectiva de lectura. Más aún: la avala. El pasaje contiene una evocación, hecha por Humberto como testigo, de algunos desempeños sexuales de Jerónimo. En la escena evocada, la mirada del testigo termina siendo el verdadero protagonista. La escena revela por sí sola el punto límite al que es llevada la lógica de la “igualdad” y de lo “parecido” en el terreno de la sexualidad, es decir, el de una simetría homosexual. Recuerda Humberto: “Porque cuando él hacía el amor con la Violeta o con la Rosa o con la Hortensia o con la Lila bajo el beneplácito de mi mirada, yo no sólo estaba animándolo y poseyendo a través de él a la mujer que él poseía, sino que mi potencia lo penetraba a él, yo penetraba al macho viril, lo hacía mi maricón, obligándolo a aullar de placer en el abrazo de mi mirada aunque él creyera que su placer era otro, castigaba a mi patrón transformándolo en humillado, mi desprecio crecía y lo desfiguraba, don Jerónimo ya no podía prescindir de ser el maricón de mi mirada” (p. 227). El pasaje introduce un par de elementos novedosos en el contexto de la lectura que estoy haciendo de la novela.

El primero tiene que ver con un tema de las relaciones de poder, ya examinado en un momento anterior: el del “robo”. Vimos entonces cómo el patrón, en cuanto polo hegemónico, se instituía como tal sobre la base de un “robo”: robaba la “herida” o la “potencia” sexual del sirviente. A esa cadena de robos habría que agregar ahora un nuevo eslabón: el robo de su “virilidad”. Y todos con el mismo sentido: ilustran, figuradamente, cómo la estructura del poder se origina en un acto, siempre reiterado, de apropiación del otro, de “robo” del otro. Pero el último de los eslabones de la cadena, el “robo” de la virilidad y la consiguiente homosexualización del sirviente, permite ver un hecho curioso. Hasta ahora, el sirviente era un sujeto desposeído o despojado de la posibilidad de construir libremente su identidad. En otras palabras, era un sujeto alienado. Pero en la última cita, de las palabras del sirviente como testigo es posible hacer una inferencia  inesperada: a la luz de su contexto, también el patrón resulta ser un alienado, “simétrico”, aunque lo sea desde el polo de los medallones, de la luminosidad, de la dominación, de la palabras que “entraron en la historia”. El lenguaje de la metáfora sexual lo dice así claramente: Jerónimo no es una autonomía. Si es dueño de algo, es porque se lo ha apropiado, y será dueño (señor, patrón) mientras la apropiación se repita. Es también pues un alienado, no en el despojo, sino en la apropiación: es lo apropiado a un otro lo que le permite ser lo que es. Por eso, cuando copula, y aunque no lo sepa, lo hace, dice Humberto, “bajo el beneplácito de mi mirada”. Es el sirviente, el despojado, el que, en cuanto despojado (en este caso, de su virilidad) lo autoriza. Hay aquí una forma particular de aquella relación descrita por André Girard con el concepto de “mediatización” (alienación) del sujeto [13] . El “mediador” (alienante) de la identidad, en el caso del patrón, es el sirviente como despojado, y en el del sirviente, el patrón como despojador.

Un segundo elemento llamativo de la cita a la que me he estado refiriendo, pone en escena una reacción del sirviente. Si bien ambos, Jerónimo y Humberto, son al final, según la lógica desplegada por la novela El obsceno pájaro de la noche, sujetos igualmente alienados, la alienación del patrón adopta formas de alguna manera gratificantes, de privilegio. Hay un excedente de beneficio también en este plano: el patrón representa una ejemplaridad, se acoge al lado de la luz, de lo escénicamente exhibido como esencial, y es su palabra (su discurso) la que establece el sentido de la historia. ¿Y el sirviente? No faltan, en ésta y en otras novelas de Donoso, reacciones diversas. Ya destaqué, en el análisis de El lugar sin límites, las palabras de la Japonesa Grande, no exentas de resentimiento, según las cuales al aceptar el desafío de Alejandro Cruz de seducir a la Manuela buscaba también resarcirse económicamente de la dominación de aquél: “que pague”, decía. Ahora, en El obsceno pájaro de la noche, la reacción del sirviente va mucho más allá. Aumenta en él el resentimiento, crece el rencor, se exacerba el deseo de venganza. Su venganza consiste en asumir conscientemente la condición servil de su mirada como testigo (la de ser una mirada que le otorga el “beneplácito” para que el patrón pueda copular), y gozar con el “desprecio”, la “humillación” y el “castigo” que significa saber que cuando el patrón posee a la mujer, es él, Humberto, el que la posee “a través” del patrón, y en definitiva, que es el patrón mismo el que, al poseer, es poseído. Por eso Humberto dirá: “don Jerónino ya no podía prescindir de ser el maricón de mi mirada” [14] .

Son muchos los temas comprometidos en los análisis precedentes. Quiero detenerme, para concluir, en uno solo de ellos, vinculado a una constante fundamental en las novelas de Donoso, y no sólo en las dos consideradas en este ensayo: la del del sujeto, eje alrededor del cual parece ordenarse la problemática esencial del orden narrativo en Donoso. Se trata de un tema recurrente: el  de la máscara. Su conexión con el sujeto es obvia, y es obvio asimismo que la cuestión del sujeto siempre ha estado latente en los análisis en torno al testigo y su mirada, articulados, en su sentido, a las relaciones de poder entre patrón y sirviente.

Si partimos de una evidencia, imposible de refutar a estas alturas de la teoría del sujeto, de que ningún sujeto se constituye como tal solipsistamente, sino siempre al ritmo del proceso de una relación con el otro (una relación dialéctica), si nos planteamos las alternativas de esta relación como articuladas a relaciones de poder (entre patrón y sirviente, como las concibe Donoso), y si aceptamos que estas relaciones de poder nunca dejan de estar presente, que intervienen siempre en todas las interacciones entre el sujeto y el otro, no importa cuan públicas o privadas sean, entonces los análisis sobre el lugar que ocupan el testigo y su mirada nos dejan ver el horizonte de sentido en que se sitúa el tema de la máscara. Ni Humberto ni Jerónimo han nacido para ser sirviente el uno y patrón el otro. Ningún derecho, ni divino ni humano, les impone a priori, como sujetos, una u otra de esas identidades. Pero sí estaban predeterminados a definirse como sujetos en la interacción con el otro dentro de tales o cuales estructuras de poder. El hecho de que sus existencias transcurran en el interior de una particular estructura de poder, marcada por una rigidez de origen colonial, y que se descubran, como sujeto, portadores de identidades polares asignadas por la estructura, las de patrón y sirviente, constituye, en el fondo, no una fatalidad, no una necesidad inevitable, sino una mera circunstancia, un acontecimiento al final fortuito. No hay pues una identidad predeterminada y fija de patrón o de sirviente. En última instancia, son identidades azarosas que no responden a ninguna esencia. Quedan pues bien definidas nombrándolas con la palabra “máscara”, que sugiere lo transitorio, lo por naturaleza mudable.

La idea de la máscara es un tema principal en El lugar sin límites. La Manuela, habiendo nacido hombre, opta por ser mujer, por una identidad travestida, elegida por lo tanto, y por lo mismo una máscara. El vestido de bailarina española, que guarda celosamente, con el que se identifica, es la metáfora espectacularizada de su opción. En El obsceno pájaro de la noche el signo de la máscara emerge una y otra vez en el relato. Por ejemplo, cuando Jerónimo le “roba” la herida a Humberto, venda su propio brazo para simularla y aparece después en la plaza pública exhibiéndola como prueba de su valor, del riesgo asumido, lo que hace es ponerse una máscara de héroe, es decir, asignarse una identidad, y luego con ella reproducir y legitimar discursivamente su poder político. Humberto mismo, atrapado en una estructura de poder con las características dichas, las de una rigidez colonial, no deja de intuir que su propia identidad de sirviente es también, en su origen, otra máscara, aunque impuesta. Cuando habla con la “Madre Benita”, la superiora de la Casa de Ejercicios Espirituales, le dice: “uno es lo que es mientras dura el disfraz” y se lamenta de la mezquindad de Dios por haber fabricado “tan pocas máscaras” (p. 155). Pocas, porque habla desde una estructura de poder rígidamente polarizada, donde sólo existe la máscara del sirviente y la del patrón. Se reconoce “víctima temblorosa dotada de una identidad precaria” (p. 156), y desde ahí, desde esa conciencia de una “identidad precaria”, como lo es la de toda máscara, la de todo sujeto, le enrostra a la “Madre Benita” que no lo sepa: “A veces compadezco a la gente como usted, Madre Benita, esclava de un rostro y de un nombre y de una función y de una categoría, el rostro tenaz del que no podrá despojarse nunca, la unidad que la tiene encerrada dentro del calabozo de ser siempre la misma persona” (p. 155 y s.). El “rostro”, la percepción esencialista, metafísica, de la identidad del sujeto, frente a la “máscara”, que habla de historia, de cambio, de identidades en tránsito.

Así como Foucault podía decir, comentando a Nietzsche, que “las cosas no tienen esencia” [15] , Donoso, en El obsceno pájaro de la noche, le dice al lector que la identidad del sujeto tampoco es una esencia, sino una transitoriedad, un fenómeno sometido al cambio, a la transformación, en cuyo origen hay que instalar más bien la idea del accidente. En este sentido, hay un pasaje excepcional en la novela, por la metáfora luminosa que contiene de la idea de accidente en el origen de la identidad del sujeto. En un patio de la Casa de Ejercicios se acumulan pedazos, trozos, fragmentos de una gran cantidad de imágenes de santos rotas y amontonadas. Una de las viejas sirvientas que habitan la Casa, se entretiene trajinándolos, jugando con ellos, y el narrador, fundido con ella, con su pensamiento, dice: “porque esto de armar seres, organizar identidades arbitrarias al pegar trozos con más o menos acierto, era como un juego, y una qué sabe, puede resultar un santo de verdad con estos pedazos que vamos pegando” (p. 327). Un “santo de verdad” surgido del azar. Todo santo de verdad es también una máscara. Como todo sujeto. El accidente pues está en el origen. El accidente, no la esencia.

Hay un autor citado con frecuencia en los estudios sobre Donoso, a veces, creo, forzando un poco las correspondencias: Mijail Bajtín. Me gustaría, para concluir, examinar qué relaciones podrían establecerse entre Donoso y Bajtín desde el punto de vista de la máscara. La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento [16] es el libro donde Bajtín define un concepto de máscara a partir del cual es posible fijar los límites de sus relaciones de afinidad, que son a la vez las de sus diferencias, con la noción de máscara sustentada por las novelas de Donoso. La máscara en Bajtín es inseparable de su concepción del carnaval. Es éste una fiesta que suspende el transcurrir habitual del tiempo cotidiano, la vigencia de sus instituciones y sus prácticas, de las jerarquizaciones del tejido social y cultural. La suspensión introduce otra dimensión del tiempo, una donde junto con disolver sus sujeciones o articulaciones cotidianas, lo abren a un horizonte de máxima libertad, de permisividad irrestricta. El tiempo del carnaval, el de su fiesta, el de su “risa”, es pues por esencia subversivo: todo lo hasta entonces normativo y regulador, queda en estado de interdicción. En el espacio del carnaval, liberado de las instituciones del tiempo cotidiano, sólo tienen cabida las imágenes de su transgresión. Esta transgresión opera, básicamente, por inversión, generando una suerte de “mundo al revés”. El lenguaje del cuerpo la ilustra bien: si en el tiempo cotidiano este lenguaje se encuentra regido, estatutariamente, por principios asociables a las partes superiores del cuerpo: el corazón y los sentimientos nobles, el alma y la espiritualidad, la cabeza y su relación con el pensamiento, en el tiempo del carnaval el lenguaje entrará en complicidad con las partes bajas del cuerpo, la sexualidad, la materialidad orgánica. En otras palabras, una oposición sistemática entre el “cielo” y la “tierra”. En este contexto, la máscara, dice Bajtín, “es el tema más complejo y lleno de sentido de la cultura popular. La máscara expresa la alegría de las sucesiones y reencarnaciones, la alegre relatividad y la negación de la identidad y del sentido único, la negación de la estúpida autoidentificación y coincidencia consigo mismo” [17] .

Desde luego, en esta definición de la máscara que da Bajtín, “frases como “negación de la identidad y del sentido único”, “negación de la estúpida autoidentificación y coincidencia consigo mismo”, pueden perfectamente aplicarse a la noción de máscara inferible de las novelas de Donoso. Aún más: el propio Donoso se ha referido con palabras equivalentes al mismo tema: “¿Qué pasa en todas mis novelas con el tema del disfraz. Yo creo que es una necesidad, ésa de cambiar de cara, de cambiar de ser... De no ser unívoco, y darse cuenta de que somos unívocos es en sí un equívoco” [18] . Sin embargo, no me parecen coincidencias que puedan comprenderse en términos de condicionante y condicionado, o de supuestos. Son más bien coincidencias parabólicas. Porque ambas responden a tradiciones culturales muy distintas, y representan además inserciones en el tiempo igualmente diversas. En el carnaval, la máscara está asociada, se ha visto, a una interrupción en la continuidad del tiempo cotidiano y su estructura jerarquizada, para disolverlo y devolver al sujeto al humus de su libertad oiriginaria, siguiendo, estas interrupciones, periodizaciones y modos de actualización de carácter ritual que forman parte de una tradición de rituales arcaicos de renovación de la vida. En cambio, en Donoso, la máscara no es parte ni función de ningún ritual, ni supone un corte en la continuidad del tiempo cotidiano. Se trata más bien de otra manera de concebir la continuidad del tiempo cotidiano y, al final, de otra visión del sujeto como figura de ese tiempo. Por otra parte, si la máscara y el carnaval, en Bajtín, se inscriben, como rituales, en tradiciones arcaicas de renovación de la vida, que vuelven siempre sobre sí mismas, en Donoso la máscara por el contrario pone en el horizonte de su sentido, para empezar, la historia del pensamiento moderno en torno al sujeto, y, de una manera específica, el cambio fundamental que, en este terreno, se opera en el siglo XIX con la obra de Nietszche [19] , cuyas consecuencias son de alguna manera asumidas  por la literatura y el arte contemporáneos, o sea, por el proceso que desencadenan las vanguardias, del cual Donoso es un protagonista en su fase tardía de desarrollo, de cierre.    

* Este ensayo fue escrito como parte de los compromisos adquiridos al postular y ganar una Beca de Pasantía concursada por el Fondo Nacional del Libro y la Lectura (Ministerio de Educación) en el 2003.

[1] Véase “Género y discurso: el problema del testimonio”, en mi libro La escritura de al lado. Generos referenciales. Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2001, pp. 17-33.

[2] En Fenomenología del espíritu. Traducción de Wenceslao Roces. México, Fondo de Cultura Económica, 1992 (2ª ed.), pp. 117-121.

[3] José Donoso, El lugar sin límites. México, Editorial Joaquín Mortiz, 1966, pp. 75 y 76. Todas las citas siguientes provienen de esta edición, la primera.

[4] Jean-Paul Sartre, El ser y la nada. Traducción de Juan Valmar. Buenos Aires, Editorial Losada, 1998 (10ª ed.), p. 369.

[5] Aun cuando aquí hay un testigo pero no un testimonio como discurso de un “yo”, tiene interés que Cruz sea testigo para dirimir visualmente una contienda, para asegurarse de que quien gane (él o la Japonesa) lo haga en términos irreprochables. Paul Ricoeur consideraba, entre los rasgos que definirían el testimonio para él, su carácter de “prueba”, a favor o en contra de uno u otro de  quienes intervienen en una disputa: “El testimonio es una de las pruebas que la acusación o la defensa expone con el propósito de influenciar al juez”. Ver Paul Ricoeur, Texto, testimonio y narración. Traducción, prólogo y notas de Victoria Undurraga. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1983, p. 15.

[6] Barcelona, Editorial Seix Barral, 1970. Las citas que haré provienen de la segunda edición chilena, Santiago, Editorial Planeta, 1992.

[7] Jean-Paul Sartre, El ser y la nada, p. 310.

[8] Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 117.

[9] Este es, justamente, el tema desarrollado por Donoso, bajo la forma de una parodia del narrador y del relato decimonónico, en su novela Casa de campo.

[10] Walter Benjamin, “Tesis de filosofía de la historia”. En Discursos interrumpidos I. Prólogo, traducción y notas de Jesús Aguirre. Buenos Aires, Taurus, 1989, p. 182.

[11] En el resto de las novelas de José Donoso abundan  también las simetrías, de construcciones o de figuras narrativas diversas, en Casa de campo sobre todo.

[12] Diamela Eltit, en el prólogo de su libro El Padre Mío (Santiago, Francisco Zegers Editor, 1989, p. 11 ), para explicar la relación cultural entre el margen y el centro, empleaba justamente estos términos del léxico de la fotografía.

[13] André Girard, Mentira romántica y verdad novelesca. Traducción de Guillermo Sucre. Caracas, Universidad Central, 1963.

[14] En esta novela , el sentimiento  vengativo del sirviente no es exclusivo de Humberto. Existe también, pero en estado virtual, en esos personajes literariamente magistrales que son las viejas sirvientas, ya inútiles, enviadas por sus patrones a vivir sus últimos años en la Casa de Ejercicios. Acumulan en sus piezas envoltorios y paquetes inacabables, como si guardaran en el fondo de cada uno de ellos un trofeo, algo, un elemento secreto, que en cualquier momento pudiera transformarse en motivo de una petición de rendición de cuentas, en prueba de una deuda, en el argumento de una venganza, etc.

[15] Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia. Traducción de José Vázquez Pérez. Valencia, Pre-Textos, 1992, p. 18 y s.

[16] Mijail Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais. Traducción de Julio Forcat y César Conroy. Madrid, Alianza Editorial, 1989.

[17] M. Bajtín, op. cit., pp. 41 y s.

[18] Juan Andrés Piña, Conversaciones con la narrativa chilena. Santiago, Editorial Los Andes, 1991, p. 71.

[19] Sobre este punto, véase Gianni Vattimo, El sujeto y la máscara. Nietzsche y el problema de la liberación. Traducción de Jorge Binaghi. Barcelona, Ediciones Península, 2003.

III. Diamelta Eltit 1. El ensayo como estrategia narrativa, por Leonidas Morales

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Los libros  publicados por Diamela Eltit (novelas, ensayos, y otros que portan consigo una nueva y rara belleza, asociada a su incierta identidad genérica, como El infarto del alma) cubren un período de casi veinte años, desde 1983, con la novela Lumpérica, hasta el 2002, con Mano de obra, también novela. Justamente, quiero hablar esta vez de las novelas de Diamela Eltit. Con más exactitud: voy a referirme a ciertas figuras temáticas y discursivas que su lectura va dejando a la vista, como asimismo a muy determinados “acontecimientos” literarios y culturales que aparecen implicados en su sentido.

Mi lectura comienza llamando la atención acerca del momento dentro del cual las novelas de Eltit se escriben y se publican (iniciándose así la historia de su recepción). No es uno más: es uno en cuyo transcurso se introducen transformaciones,  diferencias, cortes y reciclajes tan profundos en la continuidad del anterior, que le confieren una identidad particular. En efecto, se trata, nada menos, que de las décadas (las del 80, 90 y 2000) a lo largo de las cuales se desarrollan, en América Latina, los fenómenos culturales, sociales, políticos, económicos, con los que asociamos este singular momento actual de la modernidad, el momento posmoderno, de todos tal vez el más abigarrado, el más ambiguo y al mismo tiempo el más perturbador. Las problemáticas (éticas, estéticas, políticas, etc.) a que nos abre la lectura de las novelas de Eltit, remiten al horizonte posmoderno, y es desde este horizonte desde donde intentaré construir el sentido de las figuras temáticas y discursivas propuestas como objeto específico de mi lectura. Pero no abordaré este objeto sin mediación: su examen deberá pasar por una serie de demarcaciones críticas como parte de su recorrido.

 Primero, es necesario distinguir, en el conjunto de prácticas culturales de signo contrapuesto que componen la trama del horizonte posmoderno, aquellas dentro de cuyo espacio se inscriben las novelas de Eltit. Comienza de inmediato a insinuarse el perfil de este espacio si reparamos en el modo en que se ha dado la  recepción de estas  novelas en el medio  periodístico  chileno. El modelo

estético, e ideológico, que gobierna esta recepción se halla extendido hoy a la cultura pública de  todas las sociedades modernas, aun cuando su realización chilena, como en tantos otros casos, exhiba rasgos propios, por lo general de una precariedad inconfundible. Queda bien delimitado, en su significado, ese modelo, si se lo ve a la luz de una polaridad que se aparece como constante en toda la historia del proceso de la modernidad. Michael Hardt y Antonio Negri, los autores de Imperio (una gran síntesis reciente de ese complejo proceso), postulan dos modernidades, visibles y simultáneas desde el comienzo mismo del proceso, pero reñidas entre sí por una diferencia que sin embargo las implica en su definición [1] . Generan y sostienen en torno a sí su propio arte, su propia literatura, su propio pensamiento. Una, es la modernidad libertaria, de vocación de “inmanencia”, es decir, material, productora de imágenes y de pensamientos desconstructores de los órdenes ideológicos, pero a la vez promotora de espacios (los del deseo) de libertad, de relaciones humanas cada vez menos interferidas, cada vez más coherentes con su desnudez de origen. La otra modernidad, es la propiamente burguesa, unida al poder y al mercado, con encuadres ideológicos regidos incluso por una nueva “trascendencia” (de un renovado medievalismo “esencialista” para fines propios de legitimación o naturalización). Si bien su arte, su literatura y su pensamiento son inasimilables a los de la modernidad libertaria, les “expropia” a éstos, sin embargo, muchas de sus imágenes y nociones mediante operaciones de recodificación encubierta, que le permiten insertarlas, y neutralizarlas, en el interior de su lógica.

Creo no distorsionar la realidad de las cosas si al arte, a la literatura y al pensamiento complices de la modernidad burguesa, les doy como fundamento rector uno casi ritual: el espíritu de la mercancía, comprendiendo el desarrollo histórico de aquéllos a la luz del desarrollo histórico de ésta. De la mercancía tal como la piensa Guy Debord, es decir, un producto que, en el juego del intercambio, sólo ofrece de sí su propia imagen, el “espectáculo” de sí misma [2] . Toda una cultura, y, por lo que aquí especialmente interesa, toda una literatura, inevitablemente masivas, se han estructurado desde el comienzo, pero visiblemente desde el siglo XIX, en torno a la imagen espectacular de la mercancía, a su lógica que es la lógica del valor de cambio, de su consumo como un valor en sí mismo, terminal, supremo. Nada representa mejor, en el siglo XIX, a la literatura como función de la mercancía, que el género del “folletín”, una estructura revitalizada en la actualidad por diversos géneros, como las “telenovelas”. Pues bien, es la globalización del imperio de la mercancía, es decir, la globalización de lo que Debord llama  la “sociedad del espectáculo”, de su lógica avasalladora y de los múltiples géneros discursivos (literarios o no) que le son tributarios, lo que define la modernidad burguesa en su momento posmoderno, un momento que en América Latina, como dije, se instala en el transcurso de las décadas del 80 y del 90, sobre todo durante esta última, que en Chile, dato insólito, corresponde al inicio de la “transición a la democracia”, después de casi diecisiete años de una dictadura siniestra cuyo proyecto central fue precisamente articular el país al mercado y a la mercancía en su fase de globalización.

Los medios de comunicación, con la televisión como su paradigma, han asumido el espíritu  de la mercancía. En otras palabras: se han entregado de lleno a orquestar, o a operar, una cultura pública modelada por la imagen y el espectáculo: por el espectáculo de la imagen. La literatura y el arte, para estos medios, sólo son dignos de recepcionarse en cuanto son reductibles de alguna manera a la cultura  del espectáculo de la imagen, o de la imagen espectacular. En otras palabras: reductibles a meros productos de consumo, o sea, fungibles. Hasta tal punto se ha perdido, en los medios de comunicación, la distinción entre literatura y arte, de un lado, y de cultura como espectáculo, de otro, que se dan casos curiosos, pero ilustrativos, como el de un diario chileno de circulación nacional y alto tiraje, La Tercera, que en un rediseño reciente de sus páginas, introdujo, imitando a un diario español, El País, una sección que llama “Cultura”, seguida de otra que llama “Espectáculos”. Es posible una primera lectura de esta separación de secciones como una maniobra de diseño, concebida para hacerle creer al lector, o confirmar a otros lectores “víctimas” de una inercia cultural, que el periódico que leen no es tan banal en este terreno como para no distinguir entre lo que es “cultura” y lo que es “espectáculo”. Y entonces relega a esta última sección, por ejemplo, las peripecias cotidianas del mundo de la televisión, de sus programas y protagonistas (sobre todo bajo la forma del chisme), y deja para la sección “Cultura”, los temas “serios”, por ejemplo, exposiciones y museos, o temas de arquitectura. Sin embargo hay temas tránsfugas,  tratados en una u otra sección, como el teatro y el cine. Indicio éste que avala una segunda lectura de la separación de secciones, mucho más decisiva: consiste en interpretarla, también como una maniobra de diseño, pero ahora para ocultar o encubrir una verdad de fondo: que todo es espectáculo, o mejor, que todo es cultura como espectáculo. En otras palabras: que los temas de ambas secciones, más allá de sus diferencias aparentes, legitiman su inclusión y legalizan el análisis de que son objeto desde la autoridad de un mismo modelo estético: el solidario de la modernidad de la mercancía. 

Por supuesto, estos medios recepcionan literatura, y la incluyen obviamente en el lugar reservado a la “cultura”. Tienen periodistas encargados de hacerlo. ¿Cuál ha sido su recepción de las novelas de Diamela Eltit? No las han ignorado, desde luego (no podrían: están enterados de su circulación intensa en medios intelectuales prestigiosos, dentro y fuera del país), pero dejan al descubierto algo previsible: que no disponen de los recursos críticos, teóricos y estéticos capaces de ponerlos en relación con sus redes de sentido. Ante la imposibilidad de reconocer su indigencia al respecto, han  optado por encubrirla mediante la reiteración de algunos tópicos que, a manera de excusa, se han ido instalando paralelamente a la publicación de las novelas de Eltit: que éstas insisten en un “hermetismo” de escritura, que son novelas destinadas al disfrute dentro de “círculos críticos minoritarios” (dándole a la frase una apenas velada connotación elitesca y despectiva). En algunos casos la indigencia cae en una expresión de descaro e impudicia. No hace mucho, uno de estos críticos periodísticos, Camilo Marks (un abogado con un acercamiento de diletante a la literatura), a propósito de una antología de cuentos que acababa de publicar, donde  Eltit no figuraba, decía de ésta: “Es pésima escritora y se cree diva (...). Pero es incapaz de contar una historia”. Sus reparos alcanzaban también, y nada menos, que a José Donoso: “Hay una idealización  de Donoso, pero él no es el gran escritor chileno” [3] . Justamente, Donoso y Eltit, los dos narradores más importantes del período contemporáneo de la novela chilena [4]

De esta situación interesa la conclusión inferible desde el punto de vista de las dos modernidades antes descritas. No caben dudas: los exponentes y digitadores, en el campo de los medios de comunicación, de la cultura y la literatura como correlatos de la modernidad de la mercancía en su fase globalizada, posmoderna, han recepcionado las novelas de Eltit desde la total ausencia de un discurso crítico idóneo, a la altura de su arte (ausencia disfrazada bajo la forma de argumentos “expiatorios”). En el fondo, esta ausencia no es otra cosa que el revés del único discurso crítico que ellos pueden armar: el que les dicta el modelo estético con que operan, subsidiario de la cultura del espectáculo. Una ausencia, en otros términos, que por sí misma deja ya a la vista cómo las novelas de Eltit (y todos sus libros), en su disposición interna, en la modalidad de su escritura, no han sido concebidas para responder, satisfaciéndolo, a tal modelo. No son novelas portadoras de una palabra complaciente en este sentido. Al revés: son portadoras de una palabra que por sí misma impone su diferencia, su condición irreductible frente a la “otra” palabra, la palabra funcional al modelo estético de la cultura como espectáculo.

Pero si la palabra de Eltit no se deja absorber por la cultura como espectáculo de la modernidad de la mercancía, revela en cambio un destino significante solidario, y sin concesiones, del horizonte de la modernidad libertaria, aquella que históricamente se ha negado siempre a plegarse al diseño de humanidad inscrito en el corazón de la mercancía, y que hoy resiste críticamente la forma extrema, autoglorificante y pretendidamente conclusiva, alcanzada por ese diseño en su fase posmoderna: la forma de una reducción de las relaciones entre el yo y el tú, entre el sujeto y el otro, a relaciones fantasmagóricas, planas, sin espesor, dominadas por el estereotipo, y entregadas a su manipulación por un poder anónimo (el de los discursos de la mercancía globalizada) que las mediatiza, las subordina y las domina, o las arrasa con su violencia cuando percibe la proximidad de un peligro (el menor peligro) al ejercicio de su dominación (hoy bajo la forma de “imperio”). Ahora bien, dentro  del marco histórico posmoderno en el que se inscriben las novelas de Eltit, la forma específica de su filiación con la modernidad libertaria responde a determinadas condiciones. Por la importancia de sus efectos en las particular forma que presenta el sujeto y en la singular estructura del discurso  del narrador en estas novelas, ambos, sujeto y discurso, instancias directamente comprometidas en el objeto de mi reflexión, me detendré en dos de tales condiciones.

En vez de identificarlas y describirlas remitiendo los detalles de su ocurrencia a la historia de la modernidad tal como ella ha transcurrido en las sociedades metropolitanas (las “desarrolladas” y hegemónicas), prefiero registrarlas apelando a la historia  (reciente, desde luego) de Chile. Se trata de dos condicionantes investidos con los atributos de verdaderos “acontecimientos”. El primero, de carácter literario, asociado específicamente a la historia de la novela, es el resultado de un proceso que se cierra en Chile con José Donoso. Si bien todas sus novelas están implicadas, de una u otra manera, en la articulación de este cierre, es una de ellas, El obsceno pájaro de la noche, de 1970, la que precipita de la manera más ejemplar el acontecimiento que aquí me interesa. Estoy hablando del sujeto, de su historia y de su desenlace. En la novela chilena contemporánea, desde La última niebla (1935), de María Luisa Bombal, la unidad del sujeto, entendida como identidad fija y producción autónoma, va progresivamente desdibujándose, desconstruyéndose, haciéndose cada vez más problemática. Con Donoso, el proceso alcanza el extremo de su propio límite interior. En la novela citada, El obsceno pájaro de la noche, la unidad del sujeto se desintegra y entra en la noche de su borradura total, tránsito ilustrado por la conversión del sujeto en una entidad monstruosa. Donoso recurre, para representar este estadio terminal del sujeto, el de su caída en lo monstruoso, a una figura de la mitología chilota: el “invunche”. El invunche es el guardián de la cueva de los brujos, camina a saltos, con un solo pie, el otro pegado a la espalda, la cabeza vuelta hacia atrás, y emite gritos ominosos porque ha perdido la facultad de hablar [5] . En la novela de Donoso lo “monstruoso” como estado del sujeto lo manifiesta el protagonista, Humberto Peñaloza, en su adopción ambigua de identidades opuestas y sucesivas, niño y adulto, hombre y mujer. El personaje de Donoso se llama el Mudito porque tampoco habla, y, como el invunche, también es un guardián, en su caso portero de la Casa de Ejercicios Espirituales habitada por viejas sirvientas, seres ruinosos, remedos de brujas, sujetos contrahechos. Donoso apela a la figura mítica del invunche para representar con él la clausura del sujeto como identidad y su regreso a un estadio ya no humano, aquel donde parlotea el “obsceno pájaro de la noche”, según el epígrafe de la novela, que cita un texto de Henry James. Este acontecimiento, en cuanto límite de la historia “moderna” del sujeto en el campo de la literatura, y cuyo reverso, insisto, no es sino llevar al extremo de su visibilidad el carácter del sujeto como identidad “construida”, condiciona, desde la historia de la novela, la forma “posmoderna” del sujeto en las novelas de Eltit.

El segundo acontecimiento, político en este caso, lo precipita la dictadura militar en Chile, la de Pinochet. Dentro de sus límites cronológicos (1973-1989) fragua e inicia su despliegue el proyecto literario de Eltit. Más allá de que sus primeras novelas, Lumpérica, Por la patria, El cuarto mundo, Vaca sagrada, Los vigilantes, contengan signos narrativos fácilmente legibles a la luz del contexto de la vida cotidiana durante la dictadura, un contexto de pesadilla, me parece mucho más decisivo lo que esa dictadura escenifica y dramatiza cada día: por una parte, sí, la capacidad infinita de destrucción y vejamen  del hombre, de su cuerpo, de su dignidad, cuando ésta queda expuesta, sin resguardo, sin garantías, a la malicia y al desborde perverso de un poder absoluto, exacerbado por el veneno de su propia ideología, pero por otra parte también la evidencia de que todo poder (y no sólo el de una dictadura que somete y anula, que se erige a sí misma en instancia de decisiones frente a las cuales ningún argumento ético tiene la menor posibilidad de discutirlas o cuestionarlas) tiende siempre sus trampas para cazar al sujeto, para dominarlo, inscribiendo en él sus códigos secretos de control. Esta evidencia es el segundo acontecimiento que condiciona la producción de Diamela Eltit, en el sentido en que esta producción no ignorará en ningún momento de las relaciones entre el  sujeto y el otro las acechanzas del poder, sus eternas maniobras de sujeción, en la construcción de la identidad de todo sujeto.

Los dos acontecimientos descritos: la desintegración final de la unidad del sujeto acaecida en la novela de José Donoso El obsceno pájaro de la noche, es decir, la puesta en evidencia de la identidad del sujeto como mera construcción, y las maniobras insidiosas del poder que intervienen en esa construcción, de las que la dictadura militar de Pinochet ofrece una versión perversa aunque, a su manera, “ejemplar”, son pues los supuestos (los condicionantes) del sujeto y del discurso tal como los encontramos en las novelas de Eltit. Pero, este sujeto y este discurso, o sea, las formas específicas con que se presentan, ¿a qué estrategia narrativa responden? A una que desconcierta al lector común, y que irrita, como si se tratase de una provocación, al adicto a la novela tributaria de la cultura del espectáculo (de la modernidad de la mercancía). Una estrategia sin embargo necesaria. Más aún: verdadera, literariamente. De una verdad a cuya lucidez y a cuya belleza no puede el lector cómplice sustraerse. Si hubiese que darle un nombre a esta estrategia, sólo una palabra se me ocurre como apropiada: la palabra ensayo. En efecto, es la estrategia del ensayo, entendida esta palabra en su acepción más pura: la de un “intento”, la de una “prueba” [6] (un trabajo que progresa como “intento”, una empresa en curso como “prueba”), un intento o una prueba que naturalmente excluyen toda conclusión, todo gesto cerrado sobre sí mismo,  tanto en su desarrollo como en el punto de su corte.

Una estrategia sin duda inevitable: si la identidad del sujeto no es más que una construcción nunca terminada, abierta al aprendizaje y a la transformación [7] , y si esa construcción se da siempre en el interior de relaciones de poder, móviles y cambiantes, disfrazadas o descubiertas, sutiles o groseras en su expresión, que vigilan al sujeto, nunca prescindentes o externas a su construcción,  no somos en el fondo sino proyectos entregados a un destino azaroso, de transitoriedades, de inflexiones y eternas finitudes. En otras palabras: no somos, como existencia, sino ensayos, permanentes ensayos. El ensayo, nos dicen las novelas de Eltit (en mi lectura), es nuestro modelo: el que nos lee y nos traduce. Son múltiples las figuras que genera esta estrategia narrativa y a la vez la sostienen. Voy a detenerme, brevemente, en dos de ellas, ya anunciadas desde el principio como objeto puntual de mi lectura. La primera es una figura temática, y la segunda, una figura discursiva, pero ambas unidas en torno a un mismo eje de sentido compartido.

El ensayo, en la medida misma en que es ensayo, constituye un movimiento de resultados nunca estabilizados, nunca definitivos. En otras palabras: está en la naturaleza de su gesto (el de un intento, el de una prueba) el interrumpir su movimiento dejando abierta la posibilidad de volver  siempre a recomenzar, a reorientar. A un orden como éste, a una lógica como ésta remiten, para empezar, todos aquellos episodios narrativos que evocan, y al evocarlos los introducen al mismo tiempo en el tramado de la lectura, a determinados mitos, justamente algunos asociados al incesto, como en las novelas Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), o Los tabajadores de la muerte (1998). ¿Por qué el incesto? O también: ¿qué sentido atribuirle a la figura temática del incesto dibujada por estas novelas? No puedo explorar aquí, en su detalle, todas las conexiones narrativas contaminadas con el significado del incesto. Sólo diré lo suficiente para situarlo, al incesto, como una figura temática marcada por la lógica del ensayo.

Veo en las novelas de Eltit la escenificación de un mundo (como problemática, un mundo de índole posmoderna) recorrido y tensionado por fuerzas antagónicas, subterráneas o de superficie, que chocan entre sí y demarcan zonas o espacios de violencia. Un mundo que se revela a sí mismo en un estado de profunda “crisis”. La adscripción del incesto a la lógica del ensayo comienza ya a mostrar su pertinencia con sólo recordar que en todas las culturas que lo codifican, es siempre el objeto de una prohibicion, sumada a otras prohibiciones, y que, en esas mismas culturas, según las tesis de René Girard, cuando ellas viven precisamente graves momentos de “crisis”, de rápida acumulación de violencia, las prohibiciones, entre ellas la del incesto, pueden ser trangredidas ritualmente como una manera de salir de la “crisis”, lo que significa renovar la cultura,  refundarla. Es decir, abrirla a un nuevo recomienzo [8] . El incesto de los hermanos mellizos, en El cuarto mundo, alegoriza o fabula la historia (interna, de la novela, y a la vez metáfora de la otra historia, externa, la del contexto posmoderno) de una “crisis” como marco o entorno implícito, tanto familiar como público. Dice el hermano mellizo: “Con el mundo partido en dos, mi única posibilidad de reconstrucción era mi hermana melliza. Junto a ella, solamente, podía alcanzar de nuevo la unidad” [9] . Pero el incesto de los hermanos representa aquí la “unidad” de lo indiferenciado: el regreso al reino de lo mismo bajo la forma del doble especular (toda la novela está atravesada por la categoría de lo mismo como doble, por las simetrías: dos hermanos mellizos, dos narradores, el relato total dividido en dos partes). Un regreso, vía violación de una prohibición, por el que pasa sin embargo el movimiento hacia un nuevo recomienzo. O también: un regreso donde el lector adivina la puja de movimientos larvarios hacia nuevas “diferenciaciones”. Sin duda son los movimientos de otro ensayo de identidades culturales.

En las culturas arcaicas y antiguas, la “crisis” que se anuncia mediante la instalación de un estado de “violencia” generalizada en la sociedad, se supera cuando la violencia encuentra un objeto (la víctima propiciatoria, el chivo expiatorio) que la atrae y la precipita sobre sí transformándola, ya liberada, en violencia “fundadora” (de una cultura renovada). Según el análisis de René Girard, Edipo sería una de estas víctimas [10] . En el caso de Eltit, no es posible leer una novela como Los trabajadores de la muerte, sin que la lectura actualice de inmediato, en este punto, el recuerdo de dos  personajes de la tragedia griega atrapados también en una “crisis”: Medea y Edipo. Medea y la madre en la novela de Eltit han sido humilladas (traicionadas) por sus esposos: el de Medea, con una amante, y el de la madre, en la novela, abandonándola para formar una nueva familia en el sur, en la ciudad de Concepción, con una mujer “burguesa”. Ambas se entregan, dominadas por la violencia, a urdir una venganza. La madre, en la novela, no intenta como Medea vengarse matando a sus hijos: es más calculadora, más paciente, y espera hasta que se den las condiciones para que uno de sus hijos viaje desde Santiago a Concepción y allí encuentre a una mujer de la que se enamorará, sin saber que es su hermana (hija del segundo matrimonio del padre). La historia del hijo cuyo viaje concluye en un incesto, se deja leer como un correlato del viaje de Edipo y su desenlace con otro incesto paralelo. Más aún: ambas historias exhiben los rasgos que identifican a los protagonistas como víctimas propiciatorias dentro del juego de la “crisis” y de los dispositivos simbólicos de su superación.

Lo pertinente sin embargo, desde el punto de vista de la estrategia narrativa de Eltit, como ya se adelantó,  no es sólo comprobar en algunas de sus novelas la estructuración de episodios que evocan rituales y mitos de las culturas arcaicas y antiguas asociados al incesto, sino ver en estos episodios una figura temática cuya función específica es la de alegorizar, o metaforizar, un nuevo ensayo de identidad: de producción de una nueva “diferencia” cultural.

Pero hay una segunda figura igualmente reveladora del ensayo como estrategia narrativa: la figura discursiva de la versión. En las novelas de Diamela Eltit, nada adopta, como ya dije, un diseño definitivo, estable, ni en el plano del sujeto ni en el del discurso: sólo existen versiones, las de un discurso y de un sujeto que se ensayan constantemente a sí mismos. En Lumpérica hay una sección que se llama “Ensayo general”: todos los fragmentos que la componen parecen efectivamente reescrituras de un texto cuyo cuerpo nunca acaba de perfilarse, o mejor, de un cuerpo que sólo existe como tal en cada uno de sus fragmentos, o también, de sus versiones. No hay más cuerpo textual, ni tampoco más sujeto, que el de sus ensayos.

Tal vez sea Por la patria [11] la novela más ensayística, en el sentido en que aquí uso la palabra ensayo, de todas las de Eltit. Un mismo momento, junto con los personajes que lo protagonizan, comienza siendo objeto de una deteterminada elaboración narrativa, pero seguida, en la misma página o en páginas diferentes, de reelaboraciones que las convierten necesariamente, a cada una, en simples versiones. Un par de ejemplos. Coya y su madre están en el bar. La madre se acerca a Coya, y ésta dice, refiriéndose a su madre: “Sus dedos recorren mi columna. Sus dedos recorren mi columna y creo que me pide un baile. Sí, es completamente seguro que quiere moverse conmigo ahora que las copas la animan. No me atrevo delante de la gente, pero ella me ha escogido y acepto su mano en mi cintura y sus pechos oprimiendo los míos. Casi no puedo apoyarme en su hombro, es que me da, siento vergüenza cuando su pierna se mete entreabriendo las mías: no hagai eso, le digo, pero es inútil, no hay cosa que la detenga”(p. 18 y s.).  Un par de páginas más adelante se vuelve a este momento y se ofrece de él otra reelaboración, otra versión: “Mi madre recorrió con los dedos mi columna. -¿En qué estás Coya? -Nada malo, un poco de baile apenas. Me hunde los dedos en la espalda hasta toparse con mis huesos y desde allí me aprieta y entiendo sí, que quiere ejercer conmigo su movimiento danzarín para que hagamos un número” (p. 21). Un segundo ejemplo, más drástico todavía en sus términos, se produce cuando Coya abandona el bar. Se entregan tres versiones sucesivas de ese momento. Primera: “Al salir a lo oscuro me volteé y por la rendija de la puerta vi a Juan que miraba a mi mamá de frente”. Segunda: “No. Lo último que vi fue a mi madre, el perfil suyo recto y alucinado”. Tercera: “Lo último que vi esa noche fueron mis propios pies que cruzaron la línea de la calle” (p. 20). Ninguna de las distintas elaboraciones del mismo momento, es decir, ninguna de sus versiones, puede reclamar para sí el privilegio de ser  más verdadera que las otras: todas son verdaderas. En otras palabras: el mecanismo que  produce las versiones es solidario de la misma estrategia que decide el sentido del incesto: la del ensayo.

Quién sabe, a lo mejor es una buena manera de interrumpir aquí este ensayo mío sobre el ensayo como estrategia narrativa en Diamela Eltit, citando, con algunos comentarios agregados, el párrafo con que comienza la novela Por la patria. Dice así: “ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma am am am am am am am am am am am am am ame ame ame ame dame dame dame dame dame dame dame madame madame madame dona madona mama mama mama mama mama mamá mamá mamá mamacho el pater y en el bar se la toman y arman trifulca”(p.9). Podría leerse este párrafo como una “construcción en abismo”: reproduce, en su orden, la estrategia narrativa gobernada por la lógica del ensayo. En una primera lectura, el párrafo se deja descodificar como un balbuceo, como si alguien, el que enuncia, ensayara sonidos, recorriendo la distancia que va desde la sílaba a la palabra y desde ésta a un principio de frase, de discurso. Pero el modo del movimiento deja a la vista perfectamente la estrategia del discurso narrativo de Eltit. No estamos aquí frente a la lógica de un movimiento lineal, de una trayectoria previsible. Lo que vemos, por el contrario, es la lógica inconfundible del ensayo, del tanteo y la prueba, de elecciones que luego se corrigen y se abren a la variación: el “ma” que pasa a ser “am”, el “ame” que deriva en “dame”, y éste en “madame”, en “dona”, en “madona”, en “mama” y en “mamá”, una palabra ésta que se transforma en un híbrido, “mamacho”, para luego desembocar en la palabra opuesta a “mamá”, pero en su versión latina: “pater”.

Un discurso narrativo, el de Diamela Eltit, posmoderno, pero libertario, solidario de la utopía y de las opciones de verdad que el momento posmoderno permite, admite o hace posibles. Un discurso que no puede, sin falsearse, diría, acogerse a un formato, a un molde reconocido (cuya ausencia le enrostran los lectores y críticos de la cultura del espectáculo, de la modernidad de la mercancía), sino que está obligado a discurrir entre versiones como formas de su identidad ensayística. Pero también, y al mismo tiempo, y como efecto de un discurso narrativo semejante, la figura de un sujeto que se construye a sí mismo desde la lógica del ensayo, que, al final, es la lógica de una identidad en tránsito, nunca conclusa, nunca firmada como las lápidas. Peter Handke escribió un hermoso libro que llamó Ensayo sobre el día logrado [12] . Diamela Eltit ha escrito numerosos libros que pueden leerse como ensayos acerca de cómo podríamos llegar a ser sujetos “logrados”, es decir, sujetos “ensayados” que, como parte de su propio destino, de su propia posibilidad, de su propia figura, postulan a un otro, a una nueva  relación con el otro. Ahora bien, cualquier diseño de una nueva relación con el otro, implica, por sí misma, la figura postulada de una nueva comunidad. Esto es, en definitiva, lo que se perfila en el horizonte del discurso narrativo de Diamela Eltit: la figura postulada de una comunidad humana, todavía no establecida, aún objeto del deseo [13] , pero signada con la marca a la que no puede renunciar, a menos que renuncie a sí misma: la marca que la define como un ensayo. Un ensayo eterno, irremediable, y glorioso en su fragilidad y transitoriedad. 

* Este texto, presentado aquí con algunos cambios (entre ellos el título), fue leído originalmente como ponencia en la Semana de Autor dedicada a Diamela Eltit, organizada por Casa de las Américas, de Cuba, y celebrada en La Habana entre el martes 12 y el viernes 15 de noviembre de 2002.

[1] Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio. Traducción de Alcira Bixio. Buenos Aires, Editorial Paidós, 2002, pp. 81 y ss.

[2] Guy Debord, La sociedad del espectáculo. Hay varias traducciones al español. La más reciente, y tal vez la mejor, es la de José Luis Pardo. Valencia, Pre-Textos, 1999 (2ª ed., 2002).

[3] En La Tercera. Santiago. 19 de julio de 2002.

[4] Una muestra de la “competencia” crítica de Camilo Marks lo constituye su lectura de la última novela de Eltit, Mano de obra, que hace del supercado (el “Super”) una metáfora de la mercancía en su fase de globalización. Comienza afirmando que Eltit, “a lo largo de 20 años, no ha logrado esbozar nada parecido a un cuento, una historia, un relato”.  Por supuesto, el crítico ignora (o no la entiende) la historia del narrador y del sujeto modernos, y de las condiciones de verdad del discurso narrativo, que sufren un vuelco radical con las vanguardias históricas del siglo XX. Para él, conquistado por la cultura de la mercancía, por los relatos que son su mímesis, relatos masivos, una novela debe ser “comprensible”, con una “anécdota” bien estructurada, con un desarrollo lo más “lineal” posible. Y la novela de Eltit frustra todas estas expectativas.  Por eso, para él, es una novela donde “una voz se lamenta hasta el paroxismo, en jerga impenetrable y sinuosos recursos”, donde “impera una abyección” que “los masoquistas gozarán”.  No hay dudas: de la novela, de su sentido y de los modos de su producción, no ha comprendido nada. Y sin embargo concluye muy suelto de cuerpo: “Eltit carece de originalidad y exhibe poca formación intelectual”. Justamente dos aspectos que quien sepa de narración moderna y posmoderna (Marks no está  en ese caso) no le negaría a la narrativa de Eltit. La “crítica” de Marks en la revista Qué Pasa. Santiago. 30 de agosto de 2002.  

[5] Ver Oreste Plath, Folclor chileno. Santiago, Editorial Grijalbo, 1994, pp. 118-119.

[6] Joan Corominas, Diccionario Crítico Etimológico. Vol. II. Madrid, Editorial Gredos, 1976, p. 20.

[7] Ver Harold A. Goolishian y Harlene Anderson, “Narrativa y self. Algunos dilemas posmodernos de la psicoterapia”. En Dora Fried Schnitman (Comp.), Nuevos paradigmas, cultura y subjetividad. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1995, pp. 293-306.

[8] Sigo aquí, en el tema del inceso, las tesis de René Girard en su libro La violencia y lo sagrado. Traducción de Joaquín Jordá. Barcelona, Editorial Anagrama, 1998 (3ª ed.).

[9] Diamela Eltit, El cuarto mundo. Santiago, Editorial Planeta, 1988, p. 37.

[10] Op. cit., ver sobre todo los capítulos “Edipo y la víctima propiciatoria” (pp. 76-96) y “Totem y tabú y las prohibiciones del incesto” (pp. 199-228).

[11] Cito por la primera edición, Santiago, Las Ediciones del Ornitorrinco, 1986.

[12] Traducción de Eustaquio Barjau. Madrid, Alianza Editorial, 1994.

[13] Es sintomática la publicación, durante el período de la modernidad tardía, el de la posmodernidad, de varios libros que exploran, desde perspectivas diversas, el horizonte de una nueva “comunidad”. Cito algunos: Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada (Traducción de Pablo Perera, Madrid, Arena Libros, 2001, primera edición en francés, 1986), Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable (Traducción de Isidro Herrera, Madrid, Arena Libros, 1999, primera edición en francés, 1983), Giorgio Agamben, La comunidad que viene (Traducción de José L. Villacañas y Claudio La Rocca, Valencia, Pre-Textos, 1996, primera edición en italiano, 1990).

III. Diamela Eltit. 3. Género y Hegemonía enel infarto del alma, por Leonidas Morales

El infarto del alma es un libro que, como suele ocurrir (sobre todo en Chile), ha tenido menos crítica de la que en verdad exige y merece. Se publicó en 1994, con doble autoría (y doble código de comunicación): Diamela Eltit, quien escribe los textos, y Paz Errázuriz, autora de las bellas fotos intercaladas a lo largo de sus páginas [1] . No olvidaré en mi análisis estas fotos (fundamentales por cierto), aun cuando el foco estará dirigido a los textos y a la identidad de libro que ellos (en complicidad con las fotografías desde luego), hacen posible. Este libro ocupa, a mi manera de ver, un lugar especial en la producción de Diamela Eltit. Podría empezar a determinar ese lugar con una afirmación negativa: se trata de un libro cuya diferencia, y el sentido mismo de ésta, pasarían desapercibidos si se lo leyera como otro hito más en el despliegue del proyecto narrativo de la autora. Me parece, por el contrario, un libro que sin romper con el sentido de cada uno de los hitos de escritura por los que pasan las líneas de desarrollo de ese proyecto, se aparta del resto de los libros desde el punto de vista del peculiar modo de su estructura, y de la “representatividad” de ésta.  La estructura de que hablo se presenta, a la luz del conjunto de los libros de Eltit, como una suerte de modelo (de maqueta), que el resto de sus libros no han hecho sino explorar o realizar en alguno de sus aspectos. Describir críticamente este modelo significa disponer, por una parte, de una clave estructural de comprensión del conjunto de la producción de Eltit, pero, también, enfrentarse a la figura de una nueva propuesta de obra, de escritura literaria. Esta propuesta está marcada por dos rasgos históricos: carece de antecedentes en Chile (y tal vez en Latinoamérica), al mismo tiempo que se nos aparece como una construcción del todo coherente y estéticamente sostenible si se la ve tanto desde las particularidades del proyecto narrativo mismo de Eltit como desde las alternativas del desarrollo contemporáneo de la literatura y el arte modernos.

Para abordar la cuestión del sentido del modelo ofrecido por El infarto del alma, es necesario partir recuperando, como marco crítico, las peripecias principales de la trayectoria de la noción de obra (se entiende, obra moderna). Las vanguardias históricas, décadas del 10 y del 20 del siglo XX, terminan con una larga tradición narrativa (la del “realismo”), que ya en la segunda mitad del siglo XIX da signos del deterioro de sus fundamentos [2] . Dejando de lado síntomas y variaciones menores, podría hablarse de ella como una tradición presidida por la continuidad de un tipo de obra, definida básicamente por su unidad: unidad en la disposición concertada de sus elementos, lo que supone un eje o centro en torno al cual los elementos se articulan, y unidad de los patrones estilísticos a los que responde la escritura. Pero hay otro factor igualmente tributario de este tipo de obra como unidad: el género discursivo, que tendrá en mi análisis una importancia decisiva. Hasta antes de las vanguardias, cada obra se desarrollaba dentro de los límites de un determinado género, a cuyas convenciones se sometía. Si un libro se publicaba como “novela”, por ejemplo, el lector no tenía duda alguna de que lo que leía era una novela tal como las conocía. Este tipo de obra es al que Peter Bürger llama “obra orgánica” [3] , para destacar justamente la trabazón y la relación de fuerte cohesión entre las partes y el todo.

Ya se sabe: las vanguardias históricas someten a una crítica frontal la noción de obra “orgánica” y el concepto al que de alguna manera está ligada: el concepto de la “autonomía del arte” (a fines del siglo XIX proclamado por los suscriptores del “arte por el arte”). Con las vanguardias y después de ellas, en su perspectiva, no habrá ya más lugar para la obra  “orgánica” (sólo sobrevivirá en la literatura residual, “provinciana” o desfasada, y en la práctica de la literatura masiva), por ser ajena, como estructura, a las nuevas condiciones de producción de verdad. En adelante, mientras estén en vigencia las premisas del período abierto por las vanguardias (entre ellas, y sobre todo en el surrealismo, la premisa utópica o revolucionaria de que el arte nuevo implica una sociedad nueva), las obras literarias sustituirán la unidad por la fragmentación  (con el montaje como principio constructivo) y abrirán su interioridad a toda clase de contaminaciones discursivas. En el terreno de la novela, un ejemplo clásico, casi tópico, del fenómeno es el Ulises, de James Joyce: contiene una seguidilla de discursos que evocan los géneros más diversos. Sin embargo, hay una suerte de ambigüedad en la práctica escritural de los narradores adscritos al período vanguardista. Si bien escriben novelas fragmentadas, o, lo que viene a ser lo mismo, descentradas, y no se restan a la contaminación discursiva, mantienen sin embargo, con mayor o menor nitidez, la identidad de la figura genérica dentro de la cual operan: la novela. Serán otras novelas, sometidas a otros principios constructivos, sin duda de más compleja decodificación, y a veces casi imposible, pero siguen siendo novelas.

Toda las novelas de Diamela Eltit pueden condiderarse posvanguardistas, es decir, responden a principios constructivos (estéticos) que suponen el fin de las premisas de la vanguardia, pero que, justamente por ese hecho, por esa conclusión o clausura, abren o dejan lugar a un nuevo horizonte, que no es de ruptura propiamente tal, sino de tránsito o pasaje, y que desde el punto de vista de una lógica histórica, no es otra cosa que abrirse a las consencuencias inevitables de aquella conclusión o clausura. En el caso específico de la novela (hablo de la novela como arte y experimentación), lo que estaría en juego sería precisamente el problema de su status como género discursivo. Mientras dura la fase vanguardista de nuestra contemporaneidad en novela, en Chile hasta José Donoso, se mantiene la figura de la novela como género hegemónico en cada libro publicado como tal. Incluso cuando la fragmentación del narrador, y del relato, y la desintegración del sujeto alcanzan grados extremos, no abandonamos el terreno del género hegemónico: de alguna manera el lector reconoce que lo que lee es una novela. Con la primera novela de Eltit, Lumpérica, la figura del género hegemónico comienza a ser desbordada, reventada, con la inclusión de discursos genéricos que son los del drama, los del cine, los de la poesía. Aparece tan erosionada, tan transgredida la figura del género hegemónico, que un lector habituado a leer “novelas”, puede previsiblemente preguntarse: ¿es esto una novela, sigue siendo todavía una novela? Preguntas que en Chile no sólo se hace el lector común, sino también cierta crítica periodística (ya menos excusable). Desde luego, este desborde del género de la novela es solidario de un narrador que hace de su libertad el principio constitutivo, y de un sujeto de identidad en tránsito, abierto, entregado a revisiones y versiones [4] . El resto de las novelas de Eltit, tal vez en términos menos provocativos, mantienen como constantes estas líneas inaugurales: las de una fuerte tensión  entre el género dominante y la clase de discursos que integran su contenido.

Los cambios, entre una y otra fase,  son sin embargo de tal envergadura, que si la novela chilena contemporánea, hasta Donoso, o sea, la fase vanguardista, presenta una estructura traducible por el concepto de obra fragmentaria, la fase siguiente, la actual, la de la posvanguardia, o posmoderna, entiéndase en la tradición del gran arte experimental (no en la tradición de la novela masiva), donde se inscribe Eltit, sin entrar en una relación de franca ruptura con el concepto de obra fragmentaria, incluye desplazamientos y rediseños interiores tales que obligan, para dar cuenta de la nueva estructura, donde el descentramiento que origina la fragmentación da paso a un descentramiento que se traduce en el despliegue de redes por donde circula y se ramifica el sentido, a reemplazar el concepto de fragmentariedad por el de rizoma, una metáfora vegetal que sugiere muy bien la idea de una multiplicación discursiva en red (a la manera, por ejemplo, en que se reproduce la frutilla, que es un rizoma, donde no es posible distinguir entre la primera y la ultima mata y donde el centro no sólo está roto, fracturado, sino que literamente ha desaparecido). Rizomáticas son pues todas las novelas de Eltit. Pero mantienen no obstante un nudo no resuelto, heredado de la fase contemporánea anterior, la vanguardista, que aun cuando manejó los elementos teóricos como para hacerlo (resolverlo), terminó cargando con él. Me refiero a libros publicados como novelas, que mantienen a pesar de todo la identidad y la hegemonía del género novela. No importa cuán fragmentado aparezca, o cuán reventado luzca, sigue estando ahí, con su hegemonía aunque maltrecha, y el lector, por más dificultades que tenga para reconocerlo, al final lo admite, si bien en algunos casos sorprendido, cuando no, en otros, furioso y escandalizado.

Justamente, ese paso no dado, el de acabar con la hegemonía de un género, es el que se da en un libro como El infarto del alma. No se trata de que los géneros hayan desaparecido en este libro y sólo su ausencia lo defina. Se trata simplemente de una nueva concepción de obra que supone una redefinición del lugar del género y la asignación a éste de otro status (ya del todo posmoderno). Desde este punto de vista, El infarto del alma es un libro ejemplar o paradigmático: como modelo es el horizonte de las novelas de Eltit, en el sentido en que hacia él tienden, o que desde él parecieran orientarse. La belleza de sus páginas y de sus fotografías no es ajena al nuevo orden dentro del cual se resitúa el género: son funciones o efectos de este orden. No quiero hablar aún de lo que la escritura y las fotografías dicen. Quiero prolongar todavía, como objeto de reflexión, la cuestión del nuevo orden en términos de género, y de la forma que adopta el fin de la posición hegemónica del género.

No el primer indicio sino la primera gran evidencia, la de más amplia envergadura, resulta visible de inmediato en la dualidad de códigos que recorren las páginas del libro: el código verbal y el código icónico, el de la fotografía. Porque la fotografía aquí interviene, desde su campo, haciendo visible su autonomía como clase de signo, como modo de significar, pero en una relación de complicidad, de juego productivo, con el código verbal. No más la posición subordinada de la fotografía: la de ilustración del texto, y no más la posición subordinada del texto: la de ilustración de la fotografía. Desde la autonomía, colaboración dentro de un medio de signos, todos conjugados en una empresa común pero no cerrada, participativos pues, figuras, quién sabe, de una nueva comunidad de signos (metáfora de otra “comunidad” en el plano social). Al otro lado, en el terreno en que se despliega el código verbal, conviven asimismo, en su sucesión y convergencia, sin que ninguno se erija en hegemónico, diversos géneros discursivos: el diario de viaje, la carta de amor, el ensayo. Una consecuencia del destronamiento de la hegemonía del género, es que ya no sabemos cómo nombrar o llamar a un libro como éste. Un libro anterior de Eltit, El Padre Mío, que tampoco es novela, no ofrecía mayores dificultades de identificación: era el relato autobiográfico de un hombre enfermo, del margen urbano, del “erial”, que se llama a sí mismo “El Padre Mío”, y que Diamela Eltit había grabado y luego edita y lo publica con un prólogo [5] . Pero, ¿en qué terminos clasificatorios podría uno referirse a un libro como El infarto del alma? Habrá que inventar otra nomenclatura, puesto que la anterior en uso ha quedado absolutamente invalidada.

Hay un tema ligado, no accidental sino estructuralmente, a este nuevo orden construido desde la prescindencia de la hegemonía del género. A los materiales sígnicos incorporados a este libro, desde las fotografías a los diversos géneros discursivos, ¿qué naturaleza habría que asignarles, o dentro de qué clase de representatividad podrían situarse? En otras palabras: ¿son “ficción” o “realidad”? Una oposición ésta que recorre toda la literatura moderna, y que en sus momentos de euforia acaba identificando ficción con “literatura” y ésta con el principio ya gastado de la “autonomía” del arte. El libro de Eltit y Errázuriz desbarata tales oposiciones y atribuciones. La dicotomía “ficción”-“realidad” resulta inoperante. Además, ¿cómo sostener la viabilidad del concepto de “realidad”, tal como se lo ha entendido hasta ahora? Lo que llamamos “realidad” (a menos que se piense en las piedras, en los órdenes biológicos o vegetales), en un sentido humano y social, ¿no es acaso siempre construcción, y por lo tanto imaginación, libertad, elaboración? Las fotografías de Paz Errázuriz, tomadas a los locos del hospital psiquiátrico de Putaendo, no son simplemente “retratos”, imágenes transparentes de unos sujetos dados de antemano en su identidad fotográfica. Desde la elección del blanco y negro, desde la tonalidad de la luz, de la proximidad o distancia del enfoque, hasta la gestualidad de los rostros y la “pose” de la figura captada, generalmente parejas de enamorados, todo es una construcción: una imagen procurada de las cosas, no las cosas en sí.

Los textos de Eltit, a su vez, llevan la oposición ficción-realidad, mediante el juego de diversos géneros, a un punto donde deja de tener sentido, o mejor, donde la frontera que debería instalar y resguardar se convierte en “zona de libre tránsito”. O también: donde los géneros definidos por su adscripción a uno (ficción) u otro (realidad) de los términos de la oposición, se liberan de su límites (institucionales) y entran en otro tipo de relaciones, descongeladas, sometidas a nuevas estrategias de colaboración de los géneros entre sí y a la instalación de nuevos dispositivos narrativos abiertos a la determinación de otras figuras de sentido, quizás menos ideologizadas, más libres. El libro se inicia con una carta: “Te escribo”, dice el encabezamiento. Quien escribe es una mujer y le escribe a alguien, se supone su amado, o por lo menos el proyecto de tal. Lo hace no sólo desde la distancia, sino desde la fatalidad de la separación: “Ah, tú y yo habitamos en una tierra difusa, con grietas tan profundas que impiden el encuentro” [6] . El camino del “encuentro”, del momento de reunión, la escenificación del deseo cumplido, de un instante de felicidad futura, está mediado por “grietas tan profundas”, que si bien no invalidan el deseo del encuentro, lo interfieren y lo postergan. Una ausencia pues, o, como se repetirá más adelante, en otros textos, una “falta”. La falta en cuyo hueco habita todo ser humano, y más que nadie el enamorado, el “loco enamorado”, el loco del “amor cortés” (el de los trovadores provenzales), el de Breton. Es loco porque vive fuera de sí, alienado. Quien escribe es Diamela Eltit, pero desde un otro femenino: el otro que los locos enamorados del hospital psiquiátrico de Putaendo le permiten imaginar, no en la ajenidad sino en la identificación.

Al texto anterior, una carta, puesta ahí, al comienzo, como un portal o emblema, puesto que la carta, como género o como estructura, supone siempre la separación entre emisor y destinatario, le sigue un texto distinto desde la perspectiva del género: un “Diario de viaje”, con indicación precisa del momento de enunciación: “Viernes 7 de agosto de 1992”. Diamela Eltit narra su viaje con Paz Errázuriz hasta el hospital psiquiátrico del pueblo de Putaendo, antes un hospital para tuberculosos, describiendo el paisaje, luego el ingreso, pasando por los protocolos burocráticos del caso, y al final las escenas protagonizadas por ellas y los locos que se les acercan, amistosos, una amistosidad por completo descodificada, al margen de cualquier previsibilidad. Antes, refiriéndome a la carta inicial, dije que Eltit asumía el lugar del otro, del loco, no desde la ajenidad sino desde la identificación. Ahora ella misma lo ratifica. Los asilados besan a Paz Errázuriz, a quien ya conocían porque había ido a fotografiarlos, y Eltit agrega: “y a mí también me besan y me abrazan hombres y mujeres ante los cuales debo disimular la profunda conmoción que me provoca la precariedad de sus destinos. No sus rostros ni sus cuerpos, me refiero a nuestro común y diferido destino”. La “comunidad” de destino “diferido” queda de nuevo a la vista, en un giro metafórico feliz, cuando una de las mujeres asiladas se acerca a ella, la toma de la cintura y le dice: “Mamita”. Y entonces Eltit oncluye: “Ahora yo también formo parte de la familia; madre de locos”. Y eso, exactamente, es lo que ha sido: una escritora que ha concebido (escrito) libros con personajes como sujetos también “conmovidos” por la falta y el deseo.

Los locos enamorados del hospital psiquiátrico de Putaendo son una gran metáfora del destino humano: en su miseria, su anonimato, su estado de despojo, deformidad y extravío, siguen siendo sujetos animados por la falta, la ausencia, y por lo mismo protagonistas del deseo, en un marco ruinoso que hace de la falta una fatalidad y del deseo una epopeya: la epopeya humana. “Hay gran cantidad de enamorados”, observa  Eltit en su diario de viaje. Y luego anota: “Veo ante mí la materia de la desigualdad cuando ellos rompen con los modelos establecidos, presencio la belleza aliada a la fealdad, la vejez anexada a la juventud, la relación paradójica del cojo con la tuerta, de la letrada con el iletrado. Y ahí, en esa desompostura, encuentro el centro del amor”. ¿Será pues el amor un deseo heterodojo, un impulso y un sueño de fundir las diferencias (y las distancias) como vía para acceder a un momento de “presencia”, a un momento en que la “falta” vive su derrota pasajera, temporal? Pero esos locos enamorados del psiquiátrico de Putaendo no saben las implicaciones de lo que viven. Eltit se pregunta: “¿Cuál es el lenguaje de este amor?, me pregunto cuando los observo, pues ni palabras completas tienen, sólo poseen acaso el extravío de una sílaba terriblemente fracturada”. Podría el lector pensar, sin caer en un abuso de lectura, que los textos de Eltit (y las fotografías de Errázuriz) son precisamente un intento de darle a este amor un “lenguaje” (una razón de ser), a partir de una sílaba “terriblemente fracturada”. ¿La fractura que carga consigo todo ser humano, la que introduce la “falta”, sólo que en un escenario ruinoso, marginal, pero al mismo tiempo luminoso en cuanto revelador del destino humano?

Siguen en el libro otros textos: nuevas cartas (siempre presididas por un título, “El infarto del alma”, y encabezadas por la misma frase: “Te escribo”), una suerte de ensayo en torno al “otro”, la transcripción de un sueño de una de las asiladas (grabado por Paz Errázuriz). Por supuesto, hay un hilo conductor que atraviesa todo el libro: el amor “loco” (de locos literales) y la “falta”, que se abre al horizonte del “otro”. Pero la convergencia en torno a este hilo conductor no es la de las distintas vías de desarrollo dentro de un género único o hegemónico, sino, como he dicho, la productividad significativa y concordada de diversos géneros: carta, diario de viaje, ensayo, un fragmento autobiográfico (la transcripción del sueño de una de las enfermas). No hay hegemonía, dije, en el terreno de estos géneros discursivos. Pero tampoco hay líneas claras, divisorias, que prolonguen la oposición entre ficción y realidad. Lo que hay son mezclas, transiciones, complicidades, referencias mutuas. En el fondo, se está frente a un nuevo modelo de obra, de escritura. Desde él se hacen visibles las particularidades principales del resto de los libros de Diamela Eltit. Pero también desde él se abre otro horizonte modélico para una literatura escrita desde la coyuntura posmoderna. Por supuesto, dentro de la línea “creativa”o “libertaria”, en oposición a la línea conservadora o burguesa, que distinguen Hardt y Negri como activas, y en discordia, a lo largo de todo el trayecto de la modernidad, desde el Renacimiento [7] .

Por último, ¿qué pasa entonces con los géneros discursivos? Ya lo sabemos: El infarto del alma es un libro hecho sin género hegemónico. Pero no sin géneros: el lector reconoce en su armado la intervención de diversos géneros, si bien ninguno se alza por encima del resto, todos se inscriben en una misma línea gerárquica, aunque desde sus diferencias. ¿Será posible una literatura sin géneros, como la pensaba Maurice Blanchot? Me parece mucho más convincente la postura de Todorov: no podemos, ni ahora ni históricamente, prescindir de los géneros. Lo que sí es posible, o necesario, es desconstruir la hegemonía del género y sacar las conclusiones correspondientes. Pero no basta desconstruir un género (o la obra) como un orden cerrado, aun cuando esa desconstrucción alcance niveles extremos de transgresión y sabotaje. La conclusión principal apunta en otra dirección, mucho más revolucionaria: pasar del fin del libro de literatura como hegemonía de un género al comienzo de un libro como paisaje poblado de géneros. En otras palabras: pasar del fin de la rección de un género a la colaboración entre géneros distintos dentro de una estrategia común de producción de sentido. Esta conclusión es solidaria de otro aspecto de los géneros de El infarto del alma, ya tratado con anterioridad: el fin de la oposición entre realidad y ficción como órdenes rígidamente separados, y el comienzo, aquí también, de una relación diferente, ya no de exclusión sino de colaboración. En definitiva: los procesos de simbolización pasan tanto por los géneros de ficción como por los géneros referenciales.

   

[1] Diamela Eltit y Paz Errázuriz, El infarto del alma. Santiago, Francisco Zegers Editor, 1994. Publicado con evidente cuidado desde el punto visual y del papel utilizado, el libro contiene sin embargo, en su parte textual, la mayor, demasiados errores o erratas. Tampoco el tipo de letra es afortunado: le da al libro, sin necesidad, un aire de publicación artesanal.

[2] El principal de estos fundamentos en progresiva ruina es el de la “experiencia” como saber compartido, comunitario. El fenómeno lo describe muy bien, desde sus orígenes, Walter Benjamin en “El narrador” (en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos, traducción de Roberto Vernengo, Caracas, Monte Avila Editores, 1970, pp. 189-211) y  Félix Martínez Bonati examina su ocaso hasta el siglo XIX en “El sentido histórico de algunas transformaciones del arte narrativo”  (n Revista Chilena de Literatura. Santiago. N° 47, noviembre de 1995, pp. 5-25).

[3] Peter Bürger, Teoría de la vanguardia. Traducción de Jorge García. Barcelona, Ediciones Península, 1987.

[4] Véase en este mismo libro “El ensayo como estrategia narrativa”.

[5] Diamela Eltit, El Padre Mío. Santiago, Francisco Zégers Editor, 1989.

[6] La edición  de El infarto del alma no presentaba numeración de páginas. Por eso las citas no las incluyen.

[7] Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio. Traducción de Alcira Bixio. Buenos Aires, Editorial Paidós, 2002.