Por ello compuse en mí la obra pequeña, que es el hombre, y la hice a mi imagen y semejanza, de manera que obrase un poco según yo, ya que mi Hijo debía de obrar con la vestidura de la carne en el hombre (Ldo I.4.105).

 

Este escrito intenta dar cuenta, brevemente, de las teorías medievales acerca de la visión, con tal de vislumbrar qué entendieron los medievales mismos bajo tal concepto. Revisando cómo las imágenes se utilizaron en la tradición monástica como herramientas para la contemplación, propongo una clave de lectura para la cuarta visión del Liber Divinorum Operum de Hildegard de Bingen. El paralelismo entre hombre y universo es destacado en toda la primera parte de esta obra, especialmente en su última visión, la cuarta, donde tal conexión es abordada principalmente en términos de medidas del firmamento que se reflejan en el hombre. A partir de dicho paralelismo, se indaga cómo esta progresiva unión entre hombre y universo, ambos 'creaturas' divinas, lleva a Hildegard (y al potencial lector) primero a interiorizar la creación según la medida humana y, luego, a vincular este origen divino con el misterio de la Encarnación, es decir, con la Palabra hecha carne.

I. Visión e Imagen en el Medioevo

La teoría visionaria durante todo el Medioevo retoma, de algún modo u otro, los postulados de Dionisio el Areopagita respecto de la iluminación divina, en los que se subrayaba la importancia de la 'vía negativa' para acceder a Dios, es decir, buscar a Dios a través de lo que él no es: las imágenes, formas y esquemas en los que es representada materialmente la realidad divina son incapaces de contenerla (cf. Roques 1987).

Esta predilección por el misticismo 'sin imágenes' se refleja en los escritos teóricos respecto del fenómeno visionario en la Edad Media. San Agustín postuló así la existencia de tres clases de visiones: corporal, espiritual e intelectual; entendiendo por visión corporal la visión de cosas corporales a través los sentidos exteriores, por visión espiritual, la visión a través de los sentidos internos mediada por las imágenes corporales recogidas en la imaginación y en la memoria y por visión intelectual, la contemplación pura y sin mediación de imágenes de la realidad divina, esto es, la aprehensión inmediata de la verdad espiritual. Este último tipo de visión fue considerado como el tipo ideal de visión (cf. Newman 1989: 9).

Dado que las imágenes jugaban un papel en las teorías visionarias, aunque siempre uno subordinado, se resaltó en los textos sus funciones didácticas, afectivas o mnemónicas. En la tradición monástica se consideraba a la imaginería, en el mejor de los casos, un estímulo para la devoción, pero más comúnmente una ayuda para una población iletrada incapaz de penetrar los misterios de la Palabra. Así, en el siglo XII san Bernardo de Claraval sostuvo que el cuarto impedimento para la contemplación consistía en el de los fantasmas de las imágenes corporales, siendo éste aún más irritante que otros como la salud débil, la inquietud y el pecado, por lo que recomendaba a quien contempla ser mudo, sordo y ciego, de modo que 'viendo él no vea y oyendo él no entienda y hablando él no se complazca; esto para ser abstraído de estas cosas transitorias y unido a Dios, en escuchar, ver y oír, él no disminuya su curso; sino que huya cuando él pueda' (citado en Hamburger 1998: 114-115).

Ahora bien, desde el siglo XII en adelante el sacramento de la Eucaristía[1], en el cual el pan y el vino se transmutan en la sangre y carne de Cristo y, por otra parte, el misterio de la Encarnación, según el cual Dios se hizo hombre, fueron cobrando cada vez un lugar más importante en el credo cristiano (Bynum 1990, 1992, Camille 2000).

Ambos fenómenos subrayaron la capacidad de una cosa de transformarse en otra: pan y vino, en sangre y carne; Dios, en hombre. El pan y el vino ofrecido en la eucaristía, transmutados en el cuerpo y sangre de Cristo, conducen finalmente a la unión con Cristo. De un modo similar, la idea de las imágenes como un medio material que lleva a la unión espiritual no sonaba tan lejana a las mentes medievales (cf. Hamburger 1998). En el medioevo tardío se llegaría a considerar los elementos del universo físico y de la historia humana como peldaños necesarios hacia el mundo del espíritu: el arte gótico, por ejemplo, entendió que la construcción formal debía efectuar una reconstrucción espiritual, remodelando las almas de los observadores de acuerdo a los patrones de la historia sagrada para transportarlos, incluso antes de su muerte, hacia la compañía de los salvados (Nolan 1977: 45 y ss.).

Esta conexión cada vez más imbricada entre el mundo de la materia -y con él, las imágenes- y el del espíritu hicieron necesaria una nueva interpretación acerca del fenómeno visionario en el siglo XII. Ricardo de Saint Victor dará tal explicación, distinguiendo cuatro tipos de visión, dos corporales y dos espirituales. En un primer nivel, escribirá, uno solamente abre los ojos al mundo exterior visible, siendo esta clase de visión baja y débil. La segunda clase de visión corporal es de un orden superior y admite significados místicos, tal como la visión de Moisés del arbusto, que ardía, pero no era consumido. El tercer modo invita a los ojos del corazón a descubrir la verdad oculta a través de formas y figuras y similitudes de las cosas. En este tercer modo, figurativo, en el que tanto la imaginación como la razón operan, habría experimentado san Juan su Apocalipsis. Ricardo explica que tales imágenes son necesarias debido a nuestra debilidad: lo desconocido ha de ser aprendido mediante lo conocido[2]. El último modo de visión trasciende todas las imágenes: es la visión pura y desnuda de la realidad divina, lo que llama visión anagógica (Nolan, Ibid.: 35 y ss.).

En el siglo XII, entonces, tanto las teorías respecto de la visión como el arte mismo se adecuaron para dar cabida a la experiencia de lo divino mediante el uso de imágenes. Al mismo tiempo, el uso de imágenes permitía la transmisión de la experiencia visionaria: el observador en la catedral podía experimentar la visión de lo celestial mediante las imágenes cuidadosamente dispuestas; pero también el lector (o el auditor) de una obra visionaria podía ser guiado hacia la experiencia visionaria que conformó el texto visionario mediante ciertas claves específicas. Es aquí donde se hace necesario ahondar en el uso de las imágenes en el medio conventual.

II. De la Teoría a la Práctica

Las imágenes tenían una función clara en la práctica de meditación de monjes y monjas, que usaban con este fin imaginería visual y también aprendían a visualizar palabras escritas. El uso de imágenes ayudaba a revivir la travesía del fundador hacia la iluminación, típicamente, la vida de Cristo (Carruthers 1998: 1). Monjes y monjas buscaban hacer suya la experiencia de Cristo mismo y su pasaje en la tierra. Pero no sólo la experiencia de Cristo era la que se buscaba interiorizar, sino también, por ejemplo, la experiencia visionaria de Juan Evangelista. Mediante una constante imitación y familiarización con las técnicas y experiencias ejemplares de los maestros se buscaba revivir tales experiencias.

Lo propio del monasticismo consistía en 'recordar a Dios' a través de la continua oración y de la constante meditación, basada en la lectura y la memoria de los textos sagrados. Este 'recordar a Dios' estribaba en un arte de construir el pensamiento, y la meditación monástica no era otra cosa sino 'construir' pensamientos acerca de Dios y, en este sentido, una actividad propiamente 'inventiva'. Con este fin, la retórica monástica subrayó la necesidad de 'ver' los pensamientos en la mente como esquemas organizados de imágenes, o 'cuadros', y luego usar estos 'cuadros' para continuar pensando.

Había además varias 'ayudas' o 'técnicas' que ayudaban en el arte monástico de recordar. Éstas operaban mediante signos que se constituían a sí mismos como ayuda-memoria antes que como bases de datos, como gatilladores para el flujo de información que debía estar en alguna parte en la mente. Funcionaban, entonces, como cadenas asociativas, cuya función se muestra a través de la relación entre palabra e imagen. En estas cadenas asociativas la diferenciación entre las diversas percepciones sensoriales perdía su fuerza ante el poder de la memoria, cuya operación sinestésica fundía las impresiones de los sentidos: el escuchar estimula la percepción de imágenes; la vista, la memoria de olores o sabores. A través de esta cadena asociativa se accedía al material guardado que se requería, proveyendo a la vez los medios para construir referencias cruzadas, es decir, vínculos asociativos entre los elementos en tales esquemas. Además, daba conjuntos de 'patrones' o fundamentos sobre los cuales se podía construir cualquier número de adiciones posteriores y concordancias con el material. De acuerdo a Carruthers (Ibid.: 14-16) este objetivo de hacer 'locaciones' mentales para 'colocar' o 'sacar' es donde la memoria y la invención se conjugaban en un proceso cognitivo singular.

La composición, donde se jugaba este arte de inventar, empezaba por situarse clara y deliberadamente en un lugar, concebido como una posición mental, que servía como una habitación y una dirección para la mente. Este lugar inicial determinaba la clase de cosas que uno vería en el camino de la propia meditación acerca de Dios. Estos puntos de inicio y de dirección tomaban a menudo una forma visual. El trabajo de la memoria al orar y al leer a menudo se iniciaba con un marcador visual (como una cruz). Una figura estilística señalaba una materia (res), un estado anímico (modus, color), una actitud (intentio) y un ritmo de lectura, todos los cuales determinaban conjuntamente la manera en que la composición guiaba a una persona hacia sus diversos objetivos (ductus). En la concepción del 'camino' de la meditación monástica eran esenciales metáforas espaciales y direccionales, que ayudaban a encontrar un camino organizando la estructura de cualquier composición como un camino a través de una serie de etapas vinculadas, cada una con su fluir característico. Así, cada composición, ya fuera visual o auditiva, había de experimentarse como un camino a través de cuyos caminos uno se movía constantemente (Carruthers, Ibid.: 116-117).

III. La Cuarta Visión de Hildegard como camino a la trascendencia

La cuarta visión del Ldo -el tercer libro visionario de Hildegard von Bingen- representa la visión más larga de esta obra, conteniendo 105 capítulos. Su ubicación, la última visión de la primera parte, puede entenderse como obedeciendo a una meditación progresiva acerca del cosmos y el hombre. Esta meditación comienza en la primera visión, en la cual Hildegard ve una imagen a similitud de un hombre viejo y alado que sostiene en sus manos un cordero (I.1.1). La túnica que cubre al hombre respresenta el vestido mortal del Hijo de Dios[3] (I.1.11). Continúa en la segunda visión, donde en el pecho de este hombre se observa la rueda del universo que tiene en su centro al hombre (I.2.1). La explicación de esta visión se centra en el juego entre los planetas y las diferentes partes del hombre. En la tercera visión este reflejo entre macro y microcosmos se aborda ya en la visión misma: aquí los vientos tienen un rol sobre el comportamiento de los humores del hombre (I.3.1). En la cuarta visión, el hombre que se encontraba en el medio de la rueda del universo en las dos visiones anteriores desaparece y Hildegard se centra en las medidas y eventos en el firmamento y en su interacción con los fenómenos terrestres. Comienza viendo:

que el firmamento tiene sobre la tierra un espesor tan grande de extremo a extremo con todas las cosas que están adheridas a él, como tenía la tierra de extremo a extremo. Vi también que el fuego superior del firmamento, despertado a veces, emitía desde sí hacia la tierra ciertas escamas como chispas, que acarreaban estigmas y llagas a hombres y animales y frutos de la tierra (I.4.1).

Esta visión -en realidad, una imágen acústica- es explicada e interpretada por la voz divina[4] hasta el capítulo 14. Es en este capítulo donde se introduce al hombre, de quien dice:

Y Dios hizo la forma del hombre a su imagen y semejanza, porque en efecto quiso que la forma de él preservara la santa divinidad; y por ello también marcó a todas las creaturas en el hombre, al igual que también cada creatura apareció por su Palabra.

Desde este capítulo en adelante Hildegard se centrará hasta el final de la visión en la correlación entre el universo y los fenómenos que acontecen en él y las medidas del cuerpo humano. Esta correlación es explícita en afirmaciones como: 'Dios dio forma al hombre según el firmamento y reforzó su fortaleza con las fuerzas de los elementos, y sus fuerzas apuntalan las cosas interiores del hombre' (I.4.15) ó 'en el hombre están marcados el cielo y la tierra, la luz y las tinieblas' (I.4.29)[5].

Estas correlaciones se destacan a menudo por claúsulas latinas cuyo significado es 'así como, así también', 'igualmente', 'similarmente', 'lo mismo que... así', 'de este modo', 'por esto se designa que'[6]. Mediante estas cláusulas capítulo tras capítulo, la benedictina va subrayando el cuerpo en cuanto reflejo del cosmos. Así, por ejemplo, la igual longitud y amplitud del firmamento se refleja en la igual longitud de la altura del hombre y su amplitud con brazos y manos igualmente extendidos desde el pecho (I.4.15). Como la tierra se adhiere al firmamento y cada función de la tierra cumplida a través del firmamento, el cuerpo está unido a la cabeza, siendo el hombre es regido por la sensualidad de la cabeza (I.4.21). Tal como la luna, rodeada por las estrellas bajo el sol, recibe muchas veces aquellas cosas que descienden desde las cosas superiores y aquellas cosas que ascienden desde las cosas inferiores, la frente, entre el cerebro y los ojos, sostiene la complexión del cerebro y de los ojos y la debilidad, que nace desde el cerebro y del estómago (I.4.31). Los doce vientos del firmamento se descubren en el cuerpo en la flexión de los brazos, omóplatos, manos, rodillas, genitales y pies; en los cuales hay doce inflexiones mayores (I.4.93). Los cuatro vientos principales que se han unido al firmamento con sus colaterales, son marcados en el cuerpo con los omóplatos y hombros están adheridos al cuello con los brazos y las manos (I.4.49). Hay una medida igual desde la cima del firmamento hasta la parte inferior de las nubes, de la parte inferior de las nubes hasta la cima de la tierra, de la cima de la tierra hasta el límite más bajo de la misma, como también hay una medida igual desde la coronilla hasta el límite de la garganta, de la garganta hasta el ombligo, del ombligo hasta el lugar de la evacuación (I.4.53). La amplitud del mundo, que las creaturas colman al germinar y al crecer y lo vuelven casi vacío al extinguirse es representada por el estómago, que está en el vientre y al que le son enviados los alimentos y del cual son expulsados, es como un saco unido a las vísceras (I.4.71)[7].

El cuerpo opera aquí no sólo como un reflejo de los eventos celestes, sino que en numerosas ocasiones representa además un término medio entre la imagen del cosmos y una explicación relativa al alma. Así, cuando Hildegard se refiere a la igual longitud y amplitud del firmamento en términos de la altura y amplitud del hombre, ve en esto el significado moral de la ciencia del bien y el mal (I.4.15). La tierra que se adhiere al firmamento y el cuerpo unido a la cabeza representan en el alma la experiencia de las cosas celestiales y terrenales (I.4.21). La amplitud del mundo, que las creaturas colman, y el estómago, al que le son enviados los alimentos y del cual son expulsados, significan que el hombre obra a través del alma, que ha sido colmada por todas las creaturas (I.4.71)[8].

De ahí que el significado del cuerpo en esta visión pueda leerse como 'operativo'en cuanto al uso y ayuda de la memoria. En este caso el referente corporal proporciona el fundamento para la memoria que irá asociando progresivamente mundo, cuerpo y alma. El que lee o escucha es capaz de interiorizar una imagen del universo estableciendo los paralelos con su propio cuerpo: es más fácil entender medidas iguales de firmamento y tierra o vientos si éstas son vinculadas con la propia experiencia corporal. Esta experiencia corporal sirve a su vez para vincular dos aspectos dispares: el mundo y el alma. El cuerpo se presta a esta vinculación dado que es parte de ambos: está en el mundo y es constituido por los elementos del mundo, pero es animado y opera todas sus acciones con el alma. Esta doble condición del cuerpo es subrayada por la abadesa, cuando indica que 'el hombre, divino por el alma y terreno por la tierra, es la obra plena de Dios' (I.4.92).

En esta visión, entonces, el cuerpo juega un rol fundamental en cuanto fundamento cognitivo del lector u oyente: éste es capaz de seguir el hilo argumentativo de una visión tan extensa como ésta precisamente porque en cada punto se le enseña con qué elemento corporal debe ir siguiendo el desarrollo de la argumentación. Esta sucesiva apelación al cuerpo puede haber servido asimismo para introducir progresivamente al lector en el estado cognitivo apropiado para la meditación acerca de la 'doble divinidad' del cuerpo, esto es, del cuerpo hecho a imagen y semejanza de Dios y del cuerpo como cuerpo de Cristo. La apelación 'cognitiva' al cuerpo supone por sí misma un énfasis en el cuerpo como 'hechura' de Dios, ya que Dios, que ha hecho el universo, lo ha marcado en el hombre:

Dios formó la forma del hombre según la constitución del firmamento y de las otras restantes creaturas, al igual que el fundidor tiene un molde, según el cual hace sus vasijas. Y como Dios midió con igual medida el gran instrumento del firmamento, así también midió igualmente al hombre en su pequeña y breve estatura (I.4.97).

La condición del hombre en cuanto creatura de Dios se destaca progresivamente mientras se avanza en la visión, así en uno de los últimos capítulos, Hildegard relata que '(...) cuando Dios miró al hombre, se complació mucho en él, ya que lo había creado según la túnica de su imagen y según su semejanza, de manera que anunciase todos sus milagros a través de la trompeta de la voz racional' (I.4.100). Y la voz divina afirma, al explicar el verso del Evangelio de san Juan en el principio era la Palabra: 'Por ello compuse en mí la obra pequeña, que es el hombre, y la hice a mi imagen y semejanza, de manera que obrase un poco según yo, ya que mi Hijo debía de obrar con la vestidura de la carne en el hombre' (I.4.105). En esta última cita vemos cómo Hildegard realza la condición del cuerpo también como el cuerpo de Cristo: la 'Palabra del Padre le dio la vida carnal a los hombres, cuando los creó', pero sólo 'cuando vistió su túnica[9], les mostró la vida espiritual' (Ibid.). Así, 'Dios dispuso al hombre según sí mismo, porque quiso que su Hijo se encarnara a partir del hombre' (Ibid.). Dado que 'la carne vive por la vida, y la carne no estaría plena a no ser por la vida, y así la carne con la vida y la vida con la carne son una', 'Dios consideró estas cosas, cuando fortaleció la carne y la sangre en Adán a través del aliento que le envió, porque entonces miró aquella carne con la cual debía ser vestido y la tuvo en ardiente amor' (Ibid.).

Poco a poco, el cuerpo pase transforma no sólo en espejo del universo, sino también en espejo de Dios mismo, que:

(...) muestra su dominio en el círculo del cerebro del hombre, porque el cerebro sostiene y gobierna el cuerpo entero; y en los cabellos de su cabeza manifiesta su poder, que es su adorno, al igual que los cabellos adornan su cabeza. También en las cejas de sus ojos muestra su fortaleza, puesto que las cejas son la protección de los ojos del hombre, de manera que aparten cada cosa nociva de ellos y muestren la belleza del rostro (I.4.105).

La visionaria parece llegar entonces a afirmar, no sólo que el cuerpo es creación divina, sino también divino. Al llegar al núcleo del Evangelio de san Juan el oyente ha ido no sólo incorporando gradualmente una imagen del universo según las medidas de su cuerpo, sino también ha ido absorbiendo cómo su cuerpo es 'factura' divina. Sólo entonces se puede recalcar que:

Y la Palabra fue hecha carne y habito entre nosotros[10]: Pues la Palabra, que estaba eternamente junto a Dios antes de los tiempos y que era Dios, tomó desde el útero de la Virgen por el ardor del Espíritu Santo la carne, que así vistió, al igual que las venas son la trama de la carne y como ellas mismas llevan la sangre y sin embargo no son la sangre. Pues Dios había creado al hombre, de manera que cada creatura le sirviese. Por ello también era adecuado para Dios que recibiese la vestidura de la carne en el hombre (I.4.105).

Y casi culmina esta última visión aseverando que 'la Palabra misma, es decir, el verdadero Hijo de Dios es pleno de gracia, al dar y al quitar según su misericordia; éste no se agotó en la divinidad, sino que vistió la humanidad; y su humanidad es plena, puesto que ninguna arruga de pecado[11] de la naturaleza humana lo tocó' (Ibid.).

Una conclusión prematura

En este recorrido corporal, entonces, se descubre cómo gradualmente la imagen del universo se va interiorizando según la experiencia del propio cuerpo. El cuerpo en su función cognitiva sirve como un mapa en el que se van marcando los distintos cuerpos y eventos celestiales, en el cual se va inscribiendo el mundo y que va cobrando un sentido nuevo como creación de Dios precisamente porque es parte de un orden que lo sobrepasa. Y sirve también como el puente que une este mundo externo y lejano con el mundo interno, el del alma: los eventos de las esferas superiores no sólo encuentran su espejo en el cuerpo, sino que éste los transporta hasta encontrar su significado interior en la vida espiritual.

Pero el cuerpo no sólo es destacado en cuanto creación divina, el cuerpo es también aquello que tomó la Palabra como suyo, cuando Cristo vistió la humanidad: el cuerpo de Cristo no es otro que el nuestro.

En este camino hemos sido dirigidos precisamente a la visión del misterio de la Encarnación. Recordemos que en el medio monástico se esperaba conducir al oyente o al lector a una visión de beatitud, y que desde el siglo XII en adelante se animó incluso al público que visitaba una Iglesia a recorrer este camino mediante la adecuada distribución de imágenes. En este caso, para llegar a tal visión, la imagen inicial del universo tuvo que escarbarse y entenderse en términos del cuerpo. Que la explicación de los primeros versos del Evangelio de san Juan se halle en el último capítulo de esta primera parte obedece a un claro motivo: una vez que el recorrido de Hildegard por el firmamento, la tierra, los vientos, los vientos colaterales y sus soplos; por la cabeza, el mentón, los omóplatos, los pechos, los muslos, las rodillas, los pies, las manos y sus dedos nos ha llevado a la disposición según la que podemos sentirnos, por qué no, divinos, podemos recién entonces experimentar el misterio último: la Palabra hecha carne. Al fin y al cabo, una experiencia tal fue la que motivó la escritura del Liber, tal como relata Hildegard en su Vita:

Un tiempo después vi una visión maravillosa y misteriosa, de tal modo que todas mis vísceras fueron sacudidas y apagada la sensualidad de mi cuerpo. Mi conocimiento cambió de tal modo que casi me desconocía a mí misma. Se desparramaron gotas de suave lluvia de la inspiración de Dios en la conciencia de mi alma, como el Espíritu Santo empapó a san Juan evangelista cuando chupó del pecho de Cristo la profundísima revelación, por lo que su sentido fue tocado por la santa divinidad y se le revelaron los misterios ocultos y las obras, al decir: 'En el principio era el verbo', etcétera (en Cirlot 1997).

Bibliografía 

Bingen, Hildegard von (1995) Liber Vite Meritorum, Angela Carlevarias (ed.), Corpus Christianorum, Continuatio Medievalis, XC, Turnholt: Brepols. ___________ (1996) Liber Divinorum Operum. A. Derolez et P. Dronke (eds.), Corpus Christianorum, Continuatio Medievalis, XCII, Turnholt: Brepols (ms. castellano en preparación por María Isabel Flisfisch y María José Ortúzar). ___________ (1999) Scivias: Conoce los Caminos, Traducción de Antonio Castro Zafra y Mónica Castro. Madrid: Editorial Trotta. ___________ (2003) Sinfonía de la Armonía de las Revelaciones Celestiales, Traducción de María Isabel Flisfisch, Introducción y Comentarios de María Isabel Flisfisch, María Eugenia Góngora, Ítalo Fuentes, Beatriz Meli y María José Ortúzar, Madrid: Editorial Trotta. Bynum, Caroline Walker (1990) 'El Cuerpo Femenino y la Práctica Religiosa en la baja Edad Media', en: Fragmentos para una Historia del Cuerpo Humano (Parte Primera), Michel Feher con Ramona Nadaff et Nadia Tazi (eds.), España: Taurus, pp. 163-225. ___________ (1992) Fragmentation and Redemption: Essays on Gender and the Human Body in Medieval Religion, New York: Zone Books. Camille, Michael (2000) El Ídolo Gótico. Ideología y Creación de Imágenes en el Arte Medieval, Madrid: Ediciones Akal. Carruthers, Mary (1998) The Craft of Thought. Meditation, Rhetoric and the Making of Images, 400-1200, Cambridge: Cambridge University Press. Cirlot, Victoria (1997) Vida y visiones de Hildegard von Bingen, Madrid: Ediciones Siruela. Hamburger, Jeffrey F. (1998) The Visual and the Visionary. Art and Female Spirituality in Late Medieval Germany, Nueva York: Zone Books. Newman, Barbara (1989) Sister of Wisdom: St. Hildegard's Theology of the Feminine, Berkeley, Los Angeles: University of California Press. Nolan, Barbara (1977) The Gothic Visionary Perspective, Princeton: Princeton University Press. Roques, René (1987) 'Preface'. En: Pseudo-Dionysius. The Complete Works, New York-Mahwah: Paulist Press.

 

[1] El Sacramento de la Eucaristía fue redefinido en el Concilio Laterano IV, en 1215.

[2] Esta afimación es también parte de la teología apofáctica del Aeropagita (cf. Roques 1987).

[3] Quod autem tunica fulgori solis simili induitur, hoc est quod filius Dei in caritate humanum corpus absque omni contagione peccati in similitudine pulcritudinis solis induit (...) (I.1.11).

[4] Según el formato habitual vidi/audivi de sus textos visionarios (como también en Scivias y Liber vite meritorum).

[5] Ver especialmente I.4.2; I.4.14; I.4.97; I.4.98; I.4.102.

[6] sicut... ita etiam; sicut... ita et; sicut... ita quoque; ut... sic et; sicut... sic; ut... ita et; ut... ita etiam; quemadmodum... sic et; sicut etiam; sic etiam; sicut etiam... similiter; similiter; quemadmodum (etiam)... sic; quemadmodum... ita (et); quemadmodum (etiam); hoc modo; isto modo; hoc quoque modo; hoc modo et; per hoc designatur.

[7] Sólo por nombrar algunas. Estas correlaciones se encuentran también en los capítulos de la visión cuarta 14-18, 21-23, 25-29, 31-33, 35-36, 38-41, 45-49, 51-53, 55-57, 60-64, 67, 69-71, 73, 76-79, 82, 84-86, 92-96, 98-99, 103, 105.

[8] Estas correlaciones son también numerosas: el cuerpo opera como término medio en los capítulos 14-18, 21, 26, 28, 32, 35-36, 38-41, 45-49, 51-53, 55-57, 61, 63, 64, 67, 70-71, 73, 75-79, 82, 84-86, 92, 95, 96, 98-99. En otros pasajes, menos frecuentes, vincula directamente cuerpo y alma o firmamento y alma.

[9] La túnica es una de las metáforas favoritas de Hildegard para hablar acerca de la humanidad de Cristo.

[10] Jn 1,14.

[11] Cf. Symphonia, donde Hildegard dice de la Iglesia en el poema O choruscans lux stellarum: 'Tu es ornata in alta persona, que non habet maculatam rugam'. Cf. Asimismo Scivias II.4.4.