'...el hermano Juan, que por nombre impuesto llamaban Maqueca Palapa, que ya es difunto, [y] de natural muy sencillo, llamaba al dicho Siervo de Dios brujo volador, por averle visto elevado en la capilla del Capitulo igualmente abrazado con la hechura del Santo Cristo que esta en el altar de dicha Capilla tres o quatro varas en alto por cuya ocasión salió en una dando de gritos, diciendo este mulato es embustero brujo y anda volando con el Santo Cristo...'[1]
Hace ya varios años que los historiadores de América colonial se dedican a investigar el complejo proceso de mestizaje entre los tres grupos que poblaban el continente desde los albores de la Conquista: los indígenas del continente, los europeos, y los africanos que llegaban en calidad de esclavos. Mientras los estudios iniciales entendían el mestizaje en términos principalmente biológicos, investigaciones posteriores han tomado un rumbo más bien cultural, explorando no sólo las características de este mundo plural y las normas dirigidas a ordenarlo, sino también las representaciones de las diferencias y las confluencias que surgían del encuentro entre pueblos originarios de tres continentes. Esto es, hemos avanzado más allá desde un estudio de las condiciones de vida de los diferentes grupos que conformaban la sociedad, hacia preguntarnos cómo estos hombres y mujeres del pasado interpretaban y daban sentido a su mundo pluriétnico. Un tema de estudio en este área interroga los significados que se daban a los términos etnoraciales utilizados comúnmente en la sociedad colonial, y sus conotaciones en diferentes lugares, épocas y contextos. En un libro reciente, Laura Lewis asevera que las cualidades morales que se asociaban con la condición de español, de indio, y de las demás castas 'constituyeron una lógica profunda en la imaginación colonial y, como resultado, en las vidas y experiencias de los sujetos coloniales.'[2] Las autoridades intentaban regular a través de la normativa las condiciones y posibilidades de vida de los diversos grupos, pero nunca lograron impedir una fluidez social real, dado que la 'calidad' de una persona era el resultado de una combinación de fenotipo y apariencia (gestos, corte de pelo, ropa), posición económica, y la malla de relaciones sociales con que un sujeto contaba en un momento dado.[3] El acercamiento a los estratos hispanos de poder, o blanqueamiento, era posible, entonces, a través de un despliegue estratégico de una serie de factores, desde la vestimenta hasta la participación en la milicia o la contracción de un matrimonio ventajoso. Sin embargo, a pesar de una cierta flexibilidad aparente, el sistema exhibía una rigidez cada vez más profunda en cuanto a las nociones del significado de huellas genealógicas de África: reales cédulas, procesos judiciales y los conocidos cuadros de castas mexicanos (que representan familias interétnicas) indican que las élites coloniales percibían una tendencia natural de los afrodescendientes a la beligerancia, de la misma forma que creían que el español solía ser una persona razonable, y el indio un ser afeminado, débil.[4]
Esta suspicacia profunda hacia el negro y sus descendientes se observa también en el ámbito religioso, sobre todo al analizar los documentos producidos por la Inquisición, la institución colonial encargada de velar por la conformidad religiosa. En los papeles del Santo Oficio se encuentran muchos negros y mulatos, tanto esclavos como libres, procesados por transgresiones religiosas tales como la hechicería, la blasfemia y la sodomía. A través de estos documentos, algunos historiadores como James Sweet y Laura de Mello han encontrado que sobre todo en el caso brasilero, las técnicas tradicionales africanas para sanar y dañar desplegadas por los esclavos provocaban profundo temor en la población europea.[5] Tan general era la creencia en los poderes sobrenaturales de los africanos que algunos amos no sólo recurrían a sus artes mágicas, sino los compraban con el claro propósito de vender sus servicios al resto de la población.
Pero hay algo que no cuadra en este retrato historiográfico de la construcción social del afrodescendiente colonial. Si bien muchas fuentes nos proveen de un retrato del negro como peligroso y violento, queda sin explicar su alto valor comercial y el abierto aprecio e incluso afecto demostrados hacia ellos en los testamentos de miembros de los estratos altos, por ejemplo. Claramente, el miedo al negro existía en paralelo a otra percepción de aquellos miembros de la casta hispana hacia los negros urbanos, los esclavos y sus descendientes de condición libre; es decir, los hombres y mujeres que cuidaban los niños, remendaban los zapatos, y horneaban el pan de las élites. Este aprecio coexistía, sin duda, con las sospechas y los temores de que un afrodescendiente era proclive de brotes de violencia o capaz de echar mano a la magia negra de sus antepasados. Sin embargo, falta identificar los dispositivos simbólicos que permitían que un negro con acceso a los ocultos poderes ancestrales de África, llegaría a ser si no un insider del mundo colonial, por lo menos un outsider de confianza.
Este ensayo pretende analizar cómo la elite española y criolla entendía y representaba los orígenes africanos de un mulato peruano del siglo XVII, fray Martín de Porres (1579-1639). Hijo natural de un español y una negra liberta, fray Martín fue un sirviente voluntario, o donado, del gran convento dominico de El Rosario en Lima. A mediados del siglo XVII se abrió un proceso local para lograr su beatificación, pero su causa procedió lentamente hasta que finalmente fue canonizado en 1962.[6] Mi análisis se basa en algunas de las imágenes textuales y visuales creadas para recordar al humilde mulato que permiten plantear que, a pesar de la persecución de los africanos que utilizaban sus poderes sobrenaturales para sus propios fines por su propio propósitos ciertos canales africanos de poder sobrenatural, la elite colonial supo captar simbólicamente estos poderes para ser desplegados en un contexto católico ortodoxo, un proceso de absorción cultural característico del barroco americano.
Fray Martín de Porres era, tal vez, el miembro más conocido de las castas en el mundo colonial peruano. A pesar de que había profesado los votos de un mero sirviente voluntario o donado del convento y que ejercía como barbero y enfermero, fue muy celebrado por su capacidad de sanar tanto a los enfermos del convento, como a las autoridades laicas, a los pobres de los alrededores de la ciudad, e incluso los animales domésticos y salvajes. Las fuentes más tempranas de su vida datan de 1658 a 1663, cuando una serie de testigos apareció frente a unos jueces eclesiásticos convocados a iniciar el proceso de su eventual beatificación, testimonios que formaron la base de su hagiografía publicada en 1676. En estos relatos biográficos, fray Martín es, por una parte, un místico premiado por Diós con dones celestiales muy llamativos (solía estar en dos lugares a la vez, podía cruzar largas distancias en un abrir y cerrar de ojos, y se elevaba frente a una cruz, por ejemplo). Al mismo tiempo, es un sanador muy respetado y un hombre inserto en una red de amistades provenientes de los estratos altos de la sociedad colonial.
La dualidad de sus atributos se refleja en la iconografía emergente de fray Martín, en que se le ve o bien como un compuesto profesional de las artes medicinales, o bien como un místico. Sostengo que estas dos formas de representar al santo, radicalmente diferentes entre sí, nos permiten vislumbrar las complejas percepciones criollas del significado de un linaje de origen africano.
En el grabado de 1676 que acompaña una edición madrileña de su hagiografía, fray Martín aparece representado como un hombre de edad no definida vestido con el hábito blanco y la capa negra de un donado dominico. Tiene el pelo negro y rizado, sus labios son delgados, los ojos grandes, su nariz respingada, y los pómulos pronunciados. Su mirada es directa y atenta. Colgados al cuello y de su mano izquierda hay rosarios, sin duda en alusión a su devoción, pero también, quizás, a su residencia en el Convento de Nuestra Señora del Rosario. En el brazo izquierdo lleva un canasto lleno de pan, en referencia a su caridad, y en la mano derecha tiene una pequeña escoba, señal de humildad. De su cinturón cuelga una vasija ovalada, presumiblemente donde guarda los polvos y hierbas que forman parte de sus famosas y novedosas técnicas curativas. Debajo de la imagen se lee una inscripción, 'Vener. F. Martinus de Porras. Ord. Praed. Martinus Hic pauper et modicus caelum dives ingraditur ex. of aec.' ('Venerable fray Martín de Porras. Martín de la Orden de Predicadores. Aquí pobre y modesto. Camina rico hacia el cielo.') El grabado establece, entonces, que fray Martín fue en vida--y es todavía al momento de contemplar su imagen--una persona serena, piadosa y generosa, un sirviente disponible y un hábil curador.
Una segunda imagen es un grabado sin fecha pero que se cree data del siglo diecisiete. Representa a un hombre erguido, usando las vestimentas blancas y negras de un donado dominico. Nuevamente, tiene un rosario en el cuello y otro en la mano derecha. En su mano izquierda lleva una escoba de paja. A diferencia del grabado descrito antes, en éste fray Martín no lleva un canasto de pan, ni tampoco la vasija en su cinturón. Pero sus destrezas de sanador se recuerdan vivamente con una serie de frascos de boticario que cubren la pared a sus espaldas. Sobre una pequeña mesa se encuentran un mortero para moler polvos y una tasa para servir los brebajes. En esta imagen, fray Martín está de nuevo muy sereno, pero ahora su mirada se fija en un punto sobre el hombro derecho del observador. Sus rasgos también aquí son angulares, pero su pelo rizado es canoso, indicador de que estamos en presencia de un hombre mayor, plácido y compuesto, un practicante de las artes medicinales quien es además un humilde y piadoso miembro de la orden dominica. Así, los dos grabados comparten rasgos importantes--ambos presentan a un hombre serio y moreno de rasgos europeos--a pesar de que en uno se representa una variedad de virtudes mientras en el otro se enfatizan las capacidades de un practicante de las artes medicinales.
A pesar de que no se conoce el origen del segundo grabado, el hecho de que los dos estén impresos en papel nos permite postular que circulaban bastante en Lima. El pequeño retrato de fray Martín podría haber sido la estampa que distribuían los dominicos para promover el culto, y que incluso a menudo se colocaba sobre las apostemas o partes dolidas para pedir su intercesión. Sí sabemos que la imagen que se incorporaba a la vida procuraba milagros para varios enfermos, gracias a la intercesión de fray Martín.[7]
Un segundo juego de imágenes de fray Martín nos proporciona una interpretación diferente de su vida, sin ser incompatible con los grabados descritos arriba. Estas imágenes, y otras parecidas, proveen una lectura alternativa de sus características más emblemáticas, aquellas cualidades que apuntan a su condición de santo místico.
El primero es un cuadro del siglo XVIII en el cual se ve a Martín de Porres en éxtasis, una figura compacta con los rasgos redondeados de un hombre joven. Usa el hábito de su orden, pero sin ningun objeto accesorio. Mira hacia arriba, sus brazos extendidos, sus piernas recogidas mientras está suspendido en el aire. Le rodean cuatro ángeles, uno de los cuales le ofrece flores. Otro cuadro parecido muestra a fray Martín elevado frente al crucifijo ubicado en la Sala Capitular del convento. Aquí, Cristo abraza al joven moreno, mientras varios dominicos de diferentes rangos observan la escena desde el claustro, en actitud de asombro. La escoba está abandonada en un rincón. Existe una tercera versión de esta escena muy parecida a la anterior, con la diferencia de que la Virgen está debajo del altar, siendo su presencia una aprobación simbólica de los hechos.
Estas escenas llaman la atención por varias razones. Primero, no hay referencia alguna a las capacidades médicas de fray Martín, e incluso a menudo falta su escoba, símbolo entrañable de su humildad. En segundo lugar, el santo es muy joven en estas representaciones de sus episodios místicos, los rasgos angulares y la postura distinguida son reemplazados por las curvas de una cara más bien africana y un hábito sin capa, ondulante. Finalmente, en varios de estos cuadros se encuentran algunos frailes observando la escena desde una distancia. ¿Cómo debe entenderse este hecho? Primero, la presencia de testigos de la levitación de fray Martín se basa en los muchos testimonios de este tipo de acontecimiento relatados por los frailes del convento, episodios que se describen en la vida publicada por Medina.[8] Por lo tanto, los frailes de la Orden de Predicadores autentifican los hechos de algún modo, y el observador devoto de la imagen está invitado a contemplar la escena también, su mirada acompañando a la de los testigos. En segundo lugar, la presencia de frailes en la escena le da un contexto histórico a los eventos, situándolos en un lugar (el convento de El Rosario) y un tiempo preciso (cuando estaban estos observadores presentes.) Esta contextualización de un evento místico como episodio presenciado por terceros es importante no sólo porque le agrega autenticidad al acontecimiento, sino porque refuerza la fuerte relación entre la orden dominica y fray Martín, prestándole la credibilidad de la orden, que, a cambio, recibe la sacralización del espacio donde se ubica su institución. Finalmente, y de manera clave, al situar o enmarcar la expresión física de los dones sobrenaturales de fray Martín en un contexto observable y histórico, las experiencias místicas del mulato santo están controladas y su interpretación ortodoxa resguardada.
¿Cómo explicar la divergencia entre estos dos juegos de representaciones de fray Martín? Primero, es importante recordar que los grabados en papel y los cuadros cumplen funciones diferentes. Las estampas no sólo se mencionan frecuentemente como canales del poder milagroso y objetos de devoción; además tienen un propósito didáctico para el público que los adquiere, o para esas personas que se topan con el lego dominico que deambula por las calles promoviendo la devoción al santo putativo y pidiendo limosnas para la causa. Los cuadros de fray Martín, en cambio, adornaban el convento dominico y algunas iglesias de Lima, pero su uso estaba delimitado por las prohibiciones papales en cuanto al culto a un personaje no canonizado. Sin embargo, dado su público más exclusivo, es posible que los pintores y los que encargaron estas imágenes se sintieran más libres de expresar características que no tenían relación directa con un mensaje didáctico. Tampoco su propósito principal era destacar las capacidades de interceder en casos de enfermedades. Más bien, enfatizaban las cualidades místicas que provocaban la admiración a fray Martín.
Para concluir, me gustaría proponer que tanto las características como sanador competente como aquellas de místico estarían ligadas a las nociones culturales existentes en Lima tocantes a las cualidades y las capacidades del afrodescendiente. Por una parte, hemos establecido que los mulatos figuraban entre los barberos-cirujanos de Lima en esta época, y algunos de ellos eran muy respetados por sus habilidades y completamente integrados a la sociedad criolla.[9]
Por otro lado, la imagen del místico negro (y en estos retratos el fenotipo de fray Martín es sin duda más africano que en las estampas), quien se eleva en raptos místicos frente al Cristo crucificado en la Sala Capitular ante los ojos de otros religiosos se resiste a un análisis simple. Sin embargo, creo que estos cuadros también se comunican con corrientes culturales nunca explícitas que asocian el acceso al poder sobrenatural con una ascendencia africana. Así, fray Martín aparece como un hombre joven y muy moreno en los cuadros que retratan sus dones sobrenaturales precisamente porque estos están asociados a sus orígenes africanos. En ellos, este negro asciende de una zona oscura, de la suciedad asociada con la escoba y la servitud, hacia la luz del cristianismo, donde es acogido por Cristo, ante la mirada atónita y a la vez contenedora de sus hermanos frailes y del observador. Juntos, estos dos tipos de imágenes presentan a Martín como un negro hispano, un conocedor de los usos del mundo de su padre español, y a la vez, como un miembro de las castas cuya diferencia física y pasado pagano justifican y legitiman el régimen colonial.
La elite criolla entendió a fray Martín de Porres como un santo no a pesar de ser un mulato, sino precisamente debido a ello. Es decir, los orígenes africanos le permitieron acceder a un ámbito de poder sobrenatural que se pudo cristianizar y desplegar en el Convento de El Rosario. Aquí, dentro de los confines seguros del monasterio, estas conexiones ambiguas con el cosmos africano llegaron a ser demostraciones de los favores del Dios cristiano.
[1]Archivo Arzobispal de Lima, Sección Eclesiástica, Proceso de Beatificación y Canonización de Martín de Porres, Libro 1, 466v-467.
[2]Laura A. Lewis, Hall of Mirrors: Power, Witchcraft, and Caste in Colonial Mexico (Durham, N.C.: Duke UP, 2003), 8.
[3]El estudio clásico del sistema de castas es Magnus Mörner, Race Mixture in the History of Latin America (Boston: Little, Brown & Co., 1967). Aportes más recientes que incorporan un elemento cultural a su definición del mestizaje son los de Carmen Bernand, 'Los híbridos en Hispanoamérica. Un enfoque antropológico de un proceso histórico', Lógica mestiza en América, Guillaume Bocarra y Silvia Galindo, eds. (Temuco: Instituto de Estudios Indígenas, U de la Frontera, 1999), 61-84; y los ensayos contenidos en el volumen Entre dos mundos. Fronteras culturales y agentes mediadores, Berta Ares Queija y Serge Gruzinski, eds. (Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1997). Para los aspectos relacionados con género ver a Susan Kellogg, 'Depicting Mestizaje: Gendered Images of Ethnorace in Colonial Mexican Texts', Journal of Women's History 12, 3 (2000), 69-92.
[4]Lewis, Hall of Mirrors, 6 y 68.
[5]James H. Sweet, Recreating Africa: Culture, Kinship, and Religion in the African-Portuguese World, 1441-1770 (Chapel Hill, NC: University of North Carolina Press, 2003) y Laura de Mello e Souza, El diablo en la tierra de Santa Cruz (Madrid: Alianza, 1993).
[6]Para la vida de Martín de Porres ver las obras hagiográfícas: Bernardo de Medina, Vida prodigiosa del venerable Siervo de Dios fray Martín de Porras natural de Lima de la Tercera Orden de Nuestro Padre Santo Domingo (Madrid: García Morrás, 1675), y José Manuel Valdez, Vida admirable del bienaventurado Fray Martín de Porres (Lima: Huerta y Cía., 1863). Existen dos estudios más recientes, ambos de corte devocional: Rubén Vargas Ugarte, S.J., El beato Martín de Porras, 3rd edición (Lima: n.p., n.d), y José Antonio del Busto Duthurburu, San Martín de Porras (Martín de Porras Velásquez) (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1992). Finalmente, para un estudio que situa a fray Martín en el contexto social de Lima, ver Celia L. Cussen, 'Raza y santidad en el culto a fray Martín de Porres', Estudios Coloniales 3 (Santiago: Universidad Andrés Bello, 2004), 131-146.
[7] Celia L. Cussen, 'Barroco por dentro y por fuera: redes de devoción en Lima colonial,' Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura (Bogotá), 26 (1999): 215-225.
[8]Medina, Vida prodigiosa, 85v-87.
[9] El cirujano mulato, Pedro de Utrilla, no sólo autentificó varias sanaciones milagrosas en el proceso de beatificación de Martín de Porres, sino fue el blanco de algunas de los versos satíricos de un contemporáneo suyo, el poeta Juan Caviedes. Ver Diente del Parnaso, en Manuel de Ordiozola, Documentos literarios del Peru Colectados y arreglados (Lima: Imprenta del Estado, 1873) 5:58-9.