Hablar de la relación entre la historia y la literatura es un tema que ya ha sido tocado en múltiples ocasiones. Tal vez, entre todos los géneros literarios, la poesía es la que menos se ha estudiado por aquellos pocos que demuestran interés en establecer lazos entre ambas disciplinas. Esto no es de extrañar en absoluto, pues la poesía suele asociarse con una visión siempre subjetiva del mundo, aunque se trate de la épica, que como es sabido, se acerca mucho más a lo que se entiende por narrativo que por lírico. Si bien la poesía no puede tomarse como una fuente histórica válida (como una crónica, un documento, una relación), al menos puede darnos muchísimas pistas de una época y, desde la actual y novedosa perspectiva de la “visión intimista o privada de la historia”, un sinfín de detalles que permiten adentrarse en forma minuciosa en aspectos que antes no se tomaban en cuenta o bien eran desechados por superfluos o insignificantes. Asunto también importante es considerar a la poesía como un testimonio del “espíritu de una época”, o bien, de las impresiones que, para bien o para mal, el poeta entrega frente a hechos que ha vivido personalmente o que le han sido referidos por testigos o, simple y llanamente, por la tradición de su pueblo (ya sea oralmente y/o en forma escrita) o por otros autores que, sobre todo, desde la perspectiva de la epopeya, intentan crear un concepto de nación con características propias y que definan claramente un sentido de unión, de pertenencia y de un pasado común que finalmente posibilite un acto de reconocimiento a sus tradiciones y particularidades.                                                Existen un sinfín de episodios históricos que han llenado miles de páginas en todas las tradiciones poéticas. Desde Homero hasta Alonso de Ercilla, desde Luís de Camoens hasta los grandes poemas escritos por franceses, alemanes, austriacos e incluso hispanoamericanos a raíz de la Primera Guerra Mundial. En un pasado reciente, la estremecedora poesía de la guerra civil española o, en Chile, como trágico ejemplo, la poesía llamada “de la resistencia y exilio” que dio cuenta de las terribles circunstancias a las que fueron sometidos muchos compatriotas en años más que negros . La lista es interminable, los ejemplos abundan, pero todavía no es posible hablar de un indispensable diálogo interdisciplinario que sin duda alguna contribuiría a una lectura mucho más completa de la literatura y de la historia.                                                En Hispanoamérica la epopeya ha sido fundamental para ese sentido de nación que antes aludía. En Chile, por ejemplo, la sola idea de un país que se funda a través de un poema épico como La Araucana hace que el mito de “Chile, país de poetas” pueda sostenerse desde el mismísimo período de la conquista. Algo similar ocurre con Pedro de Oña, primer autor lírico chileno que con su Arauco Domado continúa la tradición al punto de construir un magnífico texto que abunda más en las características de la belleza del paisaje, en las particularidades del pueblo indígena y en una perspectiva religiosa que será una de las señales más decidoras del carácter de la nación chilena (y en este punto mucho más lejos de la posible y exhaustiva narración de una cruenta guerra entre aborígenes y españoles).                                                  Hacia el norte del continente, y ya entrados en el  barroco tardío, aparece la casi desconocida figura del novohispano (léase mexicano) Francisco Ruiz de León (nacido en 1683). A veces descrito despectivamente como un “poeta menor” acomete una empresa descomunal al componer su Hernandia: Tributos de la Fe y Gloria de las Armas Españolas. Poema Heroyco. Proezas de Hernán Cortes, publicado en Madrid en 1755 . Escrito en endecasílabos, en doce Cantos y dedicado al Excelentísimo Señor Don Fernando de Beaumont, Duque de Alba, construye un texto épico donde la figura de Hernán Cortés alcanza ribetes de héroe griego o troyano. Posiblemente la escasa pero crítica argumentación en torno a su valor literario se debe a la defensa incondicional que hace de los españoles en desmedro de los aztecas. A cada momento la gloria de los guerreros hispanos queda en evidencia (en oposición a la postura poética de Alonso de Ercilla en La Araucana, donde los mapuches son descritos como un pueblo heroico que al defenderse con tanta gallardía “sobrepujan” al enemigo ibérico –en el sentido del tópico tradicional- al punto que, de esta forma, el conflicto se constituye en una guerra de pares y no en una instancia donde el enemigo aparece como inferior, traidor o “rastrero”). En la senda epopéyica del mencionado Ercilla, Ruiz de León intenta componer un texto donde la guerra es una excusa para legitimar el poder de la fe y la indiscutible autoridad del Emperador Carlos V a través  de “la gloria de las armas españolas”. El encendido discurso de Fray Bartolomé de las Casas parece no haber mellado en absoluto la conciencia del poeta: es España y no el nuevo continente la protagonista de esta extraordinaria historia. Aún así, creo junto a Fredo Arias de la Canal , que el texto merece ser considerado como un friso interesantísimo de la conquista (a pesar de la distancia histórica entre las hazañas narradas y la fecha de escritura del poema). La figura de Hernán Cortés, como hombre y conquistador, es descrita con una vocación en el detalle que, a todas luces, es remarcable. Los episodios mencionados coinciden mayoritariamente con el discurso canónico de la historia y, más aún, aunque posiblemente adentrándose en fuentes distintas a las de la tradición, la descripción de Tenochtitlan, por ejemplo, consigue revivir con inusitada frescura las particularidades de una ciudad tan extraordinaria como recordada. Tal vez, como Pedro  de Oña, Francisco Ruiz de León es capaz -en su condición de americano- de “traicionarse”, aunque sea sólo por momentos, para ilustrar con vehemencia de “nuevo hispano” las bellezas y prodigios de la capital azteca. Como ejemplo, léase el comienzo de su “Canto V” donde aparece Tenochtitlan con una grandeza admirable (e incluso la estirpe del Emperador Moctezuma), como también la crítica a las costumbres religiosas del pueblo del valle de México:

                            “La situación de México admirable,                             Su Grandeza, Edificios, el sangriento                             Templo del Dios Guerrero formidable,                             Su antiguo origen, Fundación, y aumento:                             De sus Reyes la serie respetable,                             Hasta el Gran Moctezuma, lo opulento                             (…)

                            ¡Qué provincias, qué Reinos, qué Grandeza,                             Producen ricas sus Fecundidades!                             Nada le regateó Naturaleza;                             Blanco la vio de sus prolijidades:                             Higa del Orbe, Erario de riqueza                             Ciudad sin semejante a otras ciudades                             Necesitando para su fortuna                             A México ellas, México ninguna.

                            (…)

                            No se jacte Venecia decantada,                             Que a Neptuno su histriada Cuna debe                             Que México Imperial, más celebrada                             En mejor Golfo de cristal se mueve

                            (…)

                            Desmedidos sus grandes Edificios                             Con Cornisas, y Estelas emplomados                             Son gigantes del aire, en cuyos quicios                             Suben hasta su esfera coronados:                             Graves columnas son, por los indicios                             De relieves, tarjones, y cortados,                             Padrones de Alabastro, que autorizan                             Cuanto la fama, y tiempo se eternizan.                             (…)”

                                               Descripción admirable que luego irá detallando las calles, los canales, las plazas y mercados de la gran capital:

                            (…)                             “A varias Plazas da el cordón tirante                             Capaz ensanche, si su línea quiebra;                             Pero entre todas luce la abundante                             Que el mundo en Tlatelolco más celebra:                             Del Mercado mayor jacta arrogante,                             No hay Pluma, Molde, Fruta, Pesca o hebra                             Que es el Oro lo menos que se atiende                             (…)”

                                               Asunto interesante es la comparación con Venecia, algo que, tal vez, no apreciaron ni el propio Hernán Cortés ni los cronistas de la época , pero que Ruiz de León subraya como una particularidad extraordinaria.                                                Pero, ¿cómo es visto el gran conquistador de la Nueva España? ¿Es la misión del poeta sólo alzarlo como un guerrero sin par o un nuevo monarca de estas tierras conquistadas?  En el “Canto VIII” a raíz de la conjura del Príncipe de Tezcuco, llamado Cacumatzín, Cortés es descrito como benevolente y magnánimo:

                            (…)                             ¿Y quién, sino Cortés, unió avisado                             Una, y otra virtud sobresaliente,                             A aquel ápice sumo, y elevado,                             En que residen eminentemente?                             Ya entiende, quien entiende de qué grado                             Habla la Pluma necesariamente;                             Pero aún en éste, que es de aquel segundo,                             ¡Oh qué pocos se encuentran en el mundo!                             Extremeño feliz, Blasón Hispano,                             Haz tu Copia peregrino alarde,                             Que el pincel torpe de mi ruda mano,                             No la ilumina, bórrala cobarde:                             Tú en el dibujo de mi tiento vano,                             Anima el colorido, y aunque guarde                             El retoque mayor a otros Pintores,                             Dé yo las sombras, si ellos los Colores.                             (…)”

                                                        La imagen del conquistador sobrepasa todas las virtudes posibles. Hasta el poeta se ve ensombrecido por la figura del extremeño, su pluma es incapaz de describir las innumerables virtudes del español… Una vez más, la figura del expedicionario alcanza un esplendor pocas veces visto, incluso, en la voz de los propios peninsulares. Véase por ejemplo esta descripción del protagonista en el “Canto XII” donde ya derrotados en batalla fluvial los ejércitos del rebelde Cahuactémoc, Hernán Cortés es elevado a la categoría del dios Marte:

                            (…)                             Escipión heroico, Castellano Marte,                             Venciste un Mundo con tu bizarría                             Con tu esfuerzo, fatiga, empeño, y arte,                             A costa de la sangre, y la osadía:                             A tu mano confiesa en esta parte                             Otro Laurel, la Hispana Monarquía;                                Bien decir puedes, que de Polo a Polo,                             A ningundo debió, sino a ti sólo.                             (…)”                            

                                               Y he aquí la idea que esbozaba al comienzo de este escrito: la necesidad de los americanos por buscar una identidad, una conciencia de pueblo, de nación que, en el personaje de Hernán Cortés (algo muy común tanto en la América prehispánica como en la colonial e independiente y, con posterioridad, en tantos discursos de casi todas las orientaciones políticas) es vista como una “figura paterna” indispensable para la fundación (o refundación) de un estado. Tal vez, si puede especularse con alguna propiedad: un sincretismo político y religioso que tanto daño ha hecho a países que, desde su formación, han visto en el caudillismo la solución de sus problemas más esenciales y donde las instituciones políticas, eclesiásticas y administrativas han sacado un provecho escandaloso en detrimento de un pueblo las más de las veces ignorante o, peor aún, ingenuo. Pero también aparece con fuerza (remitiéndome a los primeros cantos de este largo poema) la figura del rebelde, aquel que parte de la isla de Cuba sin permisos y que en su porfía y audacia logra conquistar un imperio. Imagen que será otro ejemplo para que Hispanoamérica instale su voz y sus necesidades en el transcurso de la historia. Paradoja quizás, pero este “padre español” conseguirá primero convertirse en la imagen del todopoderoso que rehace e instaura un nuevo estado (y una nueva fe) y luego, en el que engendra a un “hijo mestizo” (recuérdese su relación con Malinche) que, con la misma fuerza del conquistador, logrará su independencia para comprender, poco a poco, la imperiosa necesidad de entenderse como compacto y dividido: como padre e hijo de una tierra que le es propia pero a la que interpreta y entiende como un ser desdoblado en su necesidad de manifestarse como un “otro” que siempre será indígena y a la vez hispánico. Habrán de pasar muchos años (si es que realmente se ha superado este “nudo gordiano”) para que la mayoría de los hispanoamericanos puedan decir con propiedad que verdaderamente han logrado comprender este dilema.                                       A manera de conclusión me gustaría invitar al estudio de este texto que en Chile tuvo como su primer y único exegeta a don José Toribio Medina, quien en 1929 ya había mencionado la importancia de revalorar este poema y, además, había realizado una brillante labor de recopilación en torno al “corpus cortesiano”.                                       Aún con algunos defectos que probablemente puede encontrar el purista, la Hernandia es un testimonio extremadamente fidedigno de los acontecimientos históricos de la conquista de México (claro está desde la perspectiva de los peninsulares). Épica tardía pero esencial en la idea de esa figura nacional que funda un nuevo reino que aún en toda su trágica historia y a pesar de tantos odios que, imagino hoy han amainado, se desarrollará como una de las naciones hispanoamericanas más ricas en contrastes y con una tradición literaria en todos los géneros que continúa enriqueciendo el patrimonio de nuestra lengua.                                       Santiago de Chile, junio de 2007

Ponencia presentada en el Congreso Internacional  «Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo» realizado en la ciudad de Valparaíso (Chile) entre el 18 y el 21 de junio de 2007, organizado por la Universidad de Valparaíso y la Universidad de Navarra (GRISO).

Véase mi antología poética en torno a la guerra civil española  España Reunida (RIL Editores, Santiago de Chile, 1999) o el extraordinario trabajo recopilatorio de Juan Armando Epple y Omar Lara, Literatura chilena de la resistencia y el exilio (Ediciones LAR. Madrid, 1985).

Es el caso de J. C. Mainer Baqué, quien señala “(…) El barroco perduró a lo largo de todo el siglo XVIII [en México] sin nombres importantes: así, Francisco Ruiz de León, Joaquín Velázquez de Cárdenas (1732-1786), etc.” (El barroco, literatura hispanoamericana. Ediciones Rialp. Madrid)

Para este estudio utilizo la edición facsimilar de Fredo Arias de la Canal publicada por el Frente de Afirmación Hispanista, A. C., en Ciudad de México en 1989. Igualmente, debido a problemas evidentes para una correcta comprensión de la primera edición, acudo a la reedición electrónica publicada por la Biblioteca Nacional de Chile, anexada a la “Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes” (http://www.cervantesvirtual.com).

Véanse los estudios preliminares a su edición de la Hernandia (Op. Cit.) donde el conquistador español es analizado desde todas las formas posibles y, más aún, donde se prueba su fortaleza como un culposo cristiano que llega a arrepentirse y a mostrar ejemplo de sacrificio (en un acto de flagelación pública) a los pueblos indígenas.

Véanse sus Cartas de la Conquista de México. Ediciones Sarpe. Madrid, 1985.

Como es el caso de Bernal Díaz del Castillo en su famosa Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España.