Ninguno como él.

Ni la Marquesa, mulata risueña, rumbera compulsiva, señora de la procacidad y el desparpajo como Changó del trueno, con echarpe y cartera de fantasía, sobrada de años, abalorios y perendengues, que fijó residencia en el Parque Central, punto fronterizo entre sus dos insondables, borrascosos señoríos: los barrios de Habana Vieja y Centro Habana.

No, como él, ninguno.

Ni Juan Charrasqueado, largo, óseo, bigotudo, menos garboso que una horqueta de tumbar mangos, con sombrerón mexicano, pistola de agua al cinto y guitarra de juguete que rasgaba a manotazos mientras profería rancheras a la entrada de los bares, donde era urgentemente recompensado por los parroquianos para que en paz los dejase consumir la copa y consumar la charla.

La Marquesa era una petardista de la verba barriotera y sólo admitía dádivas en billetes. Nada de inmunda calderilla. Juan era un extorsionador casi tétrico que chantajeaba con el ruido, pero se iba contento diéranle lo que le dieran.

El Caballero era otra cosa. Para empezar, no mendigaba. Prefería ramonear las sobras de las mesas en restaurantes y cafeterías, donde, por orden de Fidel Castro, podía comer gratuitamente lo que quisiera.

Aplatanado en una isla de simulacros, imposturas y trampantojos, este gallego de Lugo se hizo Caballero de París en La Habana, convirtiéndose inocentemente en contraparte de Alejo Carpentier, que era oriundo de Zurich y se hizo Caballero de La Habana en París.

El Caballero llegó a ser el más genuino de los falsarios y el más sensato de los orates que deambularon durante años por las calles habaneras. Los recuerdos que tengo de La Habana de mis mocedades están salpicados de escenas con la presencia de este personaje de levita, corbata y capa negras y mugrientas.

Criatura ubicua, de pronto podía aparecer sentado en el suelo, leyendo un jirón de periódico y fumando un cigarrillo bajo el toldo de una tienda en la 'Calzada más bien enorme de Jesús del Monte' al mismo tiempo que arrastraba sus sandalias nazarenas sobre la Plaza de Armas o el Parque de la Fraternidad, o en ambos sitios a la vez. En cualquier momento y barriada, surgían de una bocacalle su melena grifa y sus barbas valleinclanescas, que terminaron siendo, por obra del tiempo y la intemperie, jarcias estucadas donde el ácaro encontró su paraíso.

Un día le pregunté:

--Caballero, ¿le gusta la revolución?

--Fidel --me dijo acentuando sus buenas maneras-- me dio un apartamento, pero mi casa es toda la ciudad y me gusta escoger el parque donde voy a dormir.

Me dedicó una levísima inclinación de cabeza y continuó su camino. Bajo el brazo, como siempre, portaba un rollo de periódicos viejos. ■