QUINCE MUJERES POR SU HONRA

Julio Retamal Avila
Universidad Andrés Bello

Al iniciarse el siglo XVII chileno, junto con ponerse término a una etapa fundacional, épica y heroica, originada en la conquista, basada en un sistema de dominación, en la explotación de lavaderos de oro y la disponibilidad de mano de obra, se inicia una nueva sociedad.

En la constitución del grupo dominante se hacen presentes nuevos factores que son resultado, por una parte de la herencia mental venida desde España y, por otra, de la realidad generada a partir de la propia vida cotidiana chilena.

En esa sociedad, cambia la base de sustentación de la elite, desde un fundamento heroico individual al de la pertenencia a un grupo o linaje. La honra ahora se cultiva y se guarda, es heredada y se acrecienta.

La herencia de España se refleja en las actitudes que adopta la elite. Se comportan como si fueran nobles de Castilla, se rodean de séquito y gozan de manifestaciones que los engrandecen a los ojos de sus connacionales; gustan del boato y visten con ropas caras que los identifican y diferencian del resto. Desean ser reconocidos como nobles españoles y por eso buscan ser cruzados caballeros en las Ordenes Militares; obtener títulos nobiliarios, aunque ello signifique gastar parte de la fortuna amasada o fundar un mayorazgo que prolongue su linaje. Rechazan el trabajo manual y los oficios mecánicos y abominan de la sangre que pueda contaminarlos.

Este grupo, que poco a poco adquiere conciencia de tal, se forma lentamente. Ingresan a él personas de diversas procedencia. Se integran los descendientes de primeros conquistadores y primitivos encomenderos que han logrado mantener el status de sus antepasados; oficiales de alta graduación del ejército que han adquirido en mérito de sus acciones guerreras la calidad de beneméritos del Reino y algunos comerciantes mayoristas que han hecho su fortuna en el tráfico de mercancías.

Sin duda que el hecho de descender de conquistadores o de aquellos que gozaron en el siglo XVI de buenas y extensas encomiendas otorgan una primacía en la pertenencia al alto grupo social y marca, en cierta medida, los requisitos para integrarse a la elite.

La presencia de militares de alta graduación que lucen sus acciones en Arauco, ciertas dádivas reales y el nombramiento de beneméritos del reino, hace que el grupo elitario los integre y acepte siempre que esa presencia se acompañe de riquezas.

Es que como el honor y la honra del grupo se apoyaba en las armas y en los méritos guerreros de ayer y de hoy, el ingreso de militares no causó problemas porque, de alguna manera, les recordaba su propio origen heroico logrado en la conquista.

Los comerciantes, en cambio, accedieron a la elite no sin resistencia. No bastaba con haber amasado una fortuna para ser considerados, la elite les exigía que aportaran servicios que beneficiaran a la comunidad. La magnificencia de esas entregas les abrió las puertas de la elite, máxime si ella iba acompañaba de un buen matrimonio.

La pertenencia al alto grupo se sustenta en varios factores.

Por una parte, era necesaria la existencia de un vínculo de sangre que los conectase con los orígenes heroicos de la conquista. Por ello se exige una "limpieza de sangre" que no tenía las mismas características de la que se solicitaba en España porque en Chile, no había -en teoría- ni moros ni judíos que eran, en la península, la sangre considerada infecta por ser la de los dominados. En Chile esa sangre dominada debía estar representada por los indígenas y por los negros pero, como muchos de los miembros de la elite eran descendientes de mujeres aborígenes, la sangre indígena no infamaba y en algunos casos le daba tinte de honor al linaje.

También se exigía que no se hubiesen ejercido oficios mecánicos ni de artes manuales en cualquiera de sus formas, al menos en las generaciones más inmediatas. Ello, porque hubo integrantes del grupo cuyos orígenes en España y en Chile se remontaban al ejercicio de un oficio.

Pero, obviamente, aunque todos deseaban ser parte de esa elite, solo los que podían sustentar el rango superior con magnificencia y comodidad, se incorporaban al grupo. Con el correr de los años el grupo se cierra y se vuelve excluyente. Los que quedan fuera pugnan por entrar y son muchos los que, teniendo méritos de sobra para incorporarse a él, no logran hacerlo por carecer de fortuna.

Hubo capitanes que se quedaron fuera por no haber accedido al rango de beneméritos, aunque lo merecían; hubo descendientes de conquistadores que no contaron con los bienes suficientes como para lucir su nombre y cayeron en el anonimato, siendo algunas de sus mujeres rescatadas por los hombres nuevos que deseaban acceder al mérito por la vía del matrimonio.

No bastaba con poder integrase a la elite, había que tener conque sustentar esa posición. El honor y la honra de los miembros de la elite descansaba no sólo en los atributos valóricos que tenían sino que también en la capacidad económica que exhibían.

El honor y la honra que rodeaba al grupo, como era de carácter social, dependían de la opinión que los demás tuvieran de ellos y, para que los demás aceptaran que ellos eran la cúpula social, se hacía necesario demostrar y bien llevar ese honor.

El honor se sustentaba en la ausencia, en la elite, de los vicios que se le atribuían a los dominados. Los dominadores no podían caer en los anatemas con que se cubría a los dominados. En ellos no podía haber pereza, irresponsabilidad, costumbre de robar y deslealtad. Cómo depositarios de lo mejor de la sociedad debían ser un ejemplo para todos, tenían la obligación de ser "buenos" y comportarse como "padres de la dicha república y, por eso, habían de mirar y atender al bien y utilidad de ella".

Pero la posesión del honor social no fue sólo privilegio de la alta capa social, también lo asumieron otras personas que se encontraban más abajo en la escala social. Los hispanocriollos menos ricos postularon a ese honor y lucharon denodadamente por asentar entre los demás su buen nombre.

Por eso hasta hubo mestizos que abominaron de los oficios mecánicos y de las artes manuales fundados en que ellos también descendían de conquistadores que con su heroísmo habían fundado el país y hubo zapateros que, según el decir de Jerónimo de Quiroga, tenían su genealogía de capitanes en la punta de la lezna.

En ese afán por el honor que invadía a la sociedad, lo más increíble es que también lo asimilaron algunos indígenas, en especial aquellos que ostentaban rangos de caciques. Así hubo quienes, en pleitos ante la Real Audiencia dijeron que eran de sangre real porque sus antepasados habían sido gobernadores de pueblos, que eran de sangre pura indígena no contaminada y que habían sido y eran, desde siempre, señores de vasallos. Razón tenían para reclamar privilegios aunque la riqueza de que podían hacer gala no fuese mucha.

La honra era el reflejo de la opinión y no la mera pertenencia a una persona como virtud individualizable y aislable respecto del sentir de los demás. El honor y la honra eran un bien que debía guardarse y cuidarse y por ello cualquier pequeño accidente podía conducir a la pérdida de la opinión y por tanto del honor.

Por eso se cuidaban los que poseían el "don" de los hidalgos antepuestos a su nombre, de que siempre fuese insertado en los documentos oficiales y, cuando descubrían que el escribano o el sacerdote lo utilizaba en alguien que no lo tenía, protestaban de ello ante los tribunales de justicia.

Por eso están prestos a querellarse cuando algún deslenguado los ofende diciéndoles "perro zambo mulato" porque ello implica poner en duda siquiera un instante su pureza de sangre.

Por ello cuidan en extremo las alianzas matrimoniales de sus mujeres, no trepidando en casarlas con atropelladores y licenciosos cuando estos aportaban lustre y honor a la estirpe o impedían el matrimonio cuando el contrayente era de menor calidad social.

En este contexto social, donde el honor y la honra se busca, se cuidan y se protege, se inscribe el suceso que nos ocupa, el de quince mujeres de Chillán, pertenecientes a la elite local que, en 1699, al conocer el nombramiento de una autoridad que cuestionan, reaccionan vivamente ante los superiores y envían al Rey una carta manifestando su opinión.

No deja de sorprender que quince mujeres de la más pequeña ciudad del más apartado reino de la monarquía española, hayan tenido la audacia de escribir al Rey, manifestar sus puntos de vista, solicitar y aún amenazar.

Pero, ¿porqué escribían esas mujeres?

Corría el mes de junio del postrero año de 1699 cuando una infausta noticia conmovió a la sociedad de la entonces pequeña ciudad de San Bartolomé de Chillán.

La noticia que ocasionaba tal conmoción y removía las conciencias, era el nombramiento de un nuevo jefe de las armas de la ciudad y su presidio que, además, llevaba adjunto el cargo de maestre de campo y cabo de las milicias.

En efecto, pocos días antes, el gobernador del Reino, don Tomás Marín de Poveda, había nombrado para ese cargo al capitán de infantería don Antonio de Urrutia y Valdivia.

Urrutia era bien conocido entre los chillanejos pues había vivido en esa ciudad durante varios años, avecindándose en ella, casándose allí y alcanzado el cargo de regidor de su cabildo en 1686.

Más todavía, Urrutia y sus hermanos don Juan y don Jacinto no sólo eran conocidos de los vecinos por sus cargos honoríficos o su vivir como vecinos acomodados del lugar, sino porque durante su permanencia en la ciudad, se dedicaron sistemáticamente a poner en duda el honor de las mujeres, casadas o solteras, más connotadas de la sociedad.

Para llevar adelante su ruin oficio, escribieron libelos difamatorios y los publicaron clavándolos en las puertas de la iglesia parroquial y del convento de San Francisco, exponiendo con ello el honor y la honra de esas señoras.

Verdad o mentira el contenido de los libelos, ellos causaron desazón y malquerencia entre los vecinos afectados que, preocupados por salvar su honra, procedieron a elevar ante la justicia una acusación contra los hermanos Urrutia por difamación, injuria y calumnia.

En el juicio seguido, ante el corregidor de la ciudad, capitán don Luis de Alarcón Cortés y Castillo Velasco, los acusadores lograron probar que los hermanos Urrutia había incurrido en graves delitos y como consecuencia de ello, justicia los condenó señalando que eran "tan inquietos, de malos naturales y perjudiciales a aquella república que su continuo empleo era el de armar pendencias, perder el respeto a las justicias, publicar libelos infamatorios y decir sinjuriosas y afrentosas palabras contra todos estados de personas y especialmente en lo mas sensible a la nobleza contra las nobles doncellas y casadas y sus maridos"

Fueron condenados a destierro de la ciudad, sus términos y jurisdicción, por el plazo de un año, so pena, si lo quebrantasen, a ser condenados al doble de ella, en la Plaza de Purén.

Pero los Urrutia, atrabiliarios y soberbios no estaban dispuestos a acatar el fallo judicial y teniendo sus intereses económicos en la jurisdicción de la ciudad de Chillán, se las arreglaron para vulnerar el dictamen.

El nuevo corregidor, don Francisco Antonio de la Fontecilla tomó el asunto entre sus manos y protegió a las mujeres difamadas de cualquier peligro convirtiéndose según el decir de ellas misma en un "verdadero padre para ellas toda vez que no sólo las protegió sino que las socorrió en sus desventuras y desvelos".

Por eso, al conocerse la noticia del nombramiento de Antonio de Urrutia como Gobernador de las Armas de Chillán, la ira se apoderó de las mujeres que habían sido mancilladas en su honor. El hecho de que volviera con poderes militares, el que las había difamado las movilizó y las hizo organizarse al punto que, después de varias reuniones, redactaron o hicieron redactar una carta que enviaron al Rey recurriendo en contra de la medida tomada por el Gobernador.

No podían permitir que el ladrón de honores, "el escorpión quita honras", como ellas lo llamaron volviera a enseñorearse en el lugar, posibilitando con ello que, en el futuro, éste atentara de nuevo contra su honra.

La carta fue firmada por quince mujeres de la elite chillaneja. Sus nombres merecen ser perpetuados como las de aquellas que por proteger su honra, no trepidaron en exponerse a la ira del gobernador del Reino y fueron capaces de levantar su voz y hacerse oír, máxime cuando la voz femenina era una voz acallada por la situación de menoscabo jurídico en que vivían las mujeres de esa época, declaradas por la legislación como incapaces relativas e impedidas de actuar por sí solas.

Leonor de Acevedo, Francisca de Acevedo, María de Acuña y Olivera, Elena de Ayala, Gerardina Barrera, María de Castro y Mardones, Catalina Fris Navarrete, Juana García de la Peña, Francisca Lillo de la Barrera, Beatriz María Marchan, Jacinta Niño de Guzmán, Angela de Reinoso, Leonor de Reinoso y Lagos, Juana Riquel de la Barrera Fernández de Soto y Josepha Suárez de Figueroa, son los nombres de estas chillanejas.

Todas ellas, sabían firmar, todas ellas tenían educación, todas con orgullo exhibían el don que caracterizaba a los hidalgos, a las pertenecientes a la elite, a las descendientes de conquistadores que había hecho al país.

Es que lo que estaba en juego era su honor, su honra y ellas no estaban dispuestas a transar en la búsqueda de una reparación. Por eso no sólo piden sino también amenazan.

La carta que en anexo acompañamos, señala en primer lugar que ellas se encuentran en "la mayor atribulación y acelerado estrago" ante la inminencia de la llegada de Urrutia a quien califican como una "persona que ha tenido y tiene, cada día, nuevos y repetidos desenfrenos al mal natural que observan él y sus hermanos" y agregan que se quejan de ellos por "la poca veneración que han profesado en quitarnos públicamente las honras con tan poco temor de Dios y que lo continuaran en adelante".

La venida de Urrutia a Chillán con un cargo tan importante, las provoca y les hace "aumentar el fuego que tan ardiente vive en nuestros corazones"

Le dicen al Rey que es deber moral y social que les devuelvan el honor y por eso dicen "nos deben restituir la prenda mas amable que gozamos las mujeres" y como ellas han sido "en todo destituido de ella", esperan "por mano de Vuestra Alteza consuelo y suma piedad a que no cojamos la venganza por nuestras manos y que quede ejemplar castigo".

Luego de señalar los trabajos que la ciudad ha padecido y padece, en ese momento el pueblo está arruinado, el fuerte sin cañones y los indígenas alzados al punto que "hasta nuestros granos y ganados nos los arrebatan y quitan de por fuerza"

Pero esos males se agravan más "con el Dragón que Vuestro Presidente nos quería poner" y acusan a éste de injusto y de querer dañarlas tan manifiestamente que "hasta los niños publican su mala fe".

Por eso solicitan "a Vuestra Alteza, a quien todas pedimos humildemente tenga conmiseración de tantas lastimadas que al presente nos hallamos y que nos quite este escorpión quita honras de nuestra vista"

Y agregan, en tono amenazante, que si ello no ocurre, "determinamos salir de nuestras casas a vivir en los montes, albergando en ellos como fuidas, como robadas y como desesperadas, pidiendo al cielo venga el castigo con fuego a consumir incendios nunca vistos que así lo esperamos".

La intrépida carta siguió su conducto regular y fue a conocimiento de la Real Audiencia que solicitó del Fiscal un pronunciamiento.

Este, el 28 de julio de 1699, solicita al Tribunal y al Rey " que no tenga efecto la Provisión del cargo de gobernador de las armas de dicha ciudad y su presidio... que ha hecho Vuestro Presidente y Gobernador en la persona del capitán don Antonio de Urrutia, por lo nocivo que ha sido al pueblo y nobleza de ambos sexos el tiempo que ha habitado en ella, Y por que les es de sumo desconsuelo que quien había sido desterrado poco había de la dicha ciudad y su jurisdicción por delitos cometidos contra ella les fuese ahora a gobernar debiendo justamente temerse la venganza de los que el considerara por agravios con la poderosa mano de gobernador cuando de particular y sin ella habían experimentado tantas y tan graves, Y considerando la Justa petición de aquel pueblo y el consuelo que a vuestros vasallos se debe dar en ella, trae a la memoria de vuestra alteza que ahura poco más de un año, que contra el dicho capitán... se siguió causa por graves delitos cometidos en dicha ciudad, en que especialmente se probó contra ellos ser tan inquietos de males naturales y perjudiciales a aquella república, que su continuo empleo era el de armar pendencias, perder el respeto a las justicias, publicar libelos infamatorios y decir sinjuriosas y afrentosas palabras contra todos estados de personas y especialmente en lo más sensible a la nobleza, contra las nobles doncellas y casadas y sus maridos, que por ajenas de vuestros reales oídos no las refiere"

Probados los hechos y en especial el que los Urrutia no hubiesen cumplido con la sentencia condenatoria de destierro, el Fiscal pide "y en estos términos y en el de que es contra todos los de buena razón justa y política el enviar por superior a quien se ha considerado delincuente contra sus súbditos, y que se considera ofendido de ellos por las declaraciones que los más principales vecinos nobles de dicha ciudad hicieron contra él, y que fuera poner la espada del poder en manos de la venganza, le parece que es muy propio de la obligación de vuestra alteza el hacer representación a vuestro presidente y gobernador con estas razones y otras que pareciesen a vuestra alteza de mayor peso para que suspenda la dicha provisión .... así por darle a aquellos vasallos este consuelo como por las malas consecuencias que se pueden seguir de no ejecutarlo, por ser grande la voz del pueblo para que se atiendan sus representaciones"-

Las chillanejas habían triunfado. Urrutia no ejerció el mando militar de la ciudad y ellas sintieron en alguna medida reparada su honra. La opinión de ellas estaba intacta, ninguna mácula pesaba sobre sus nombres.

Ellas se habían atrevido y, contra todo pronostico, habían ganado. Vaya para ellas un recuerdo necesario y emocionado. Ellas, las quince mujeres que lucharon por su honra, se merecen un lugar en la Historia.