He aquí la linterna de piedra, al desconocido huérfano de las generaciones, iluminando el mito de su resurrección tras la travesía órfica. Nace como Moisés Gutiérrez y es noviembre de 1901. De un amor juvenil, Rosa Amelia del Valle, una obrera que trabajaba en un taller de costura, proviene la fundación poética y comunicable de su nombre: Rosamel del Valle. Hacia los dieciocho, algún amigo lo recuerda alto y espigado, el rostro levemente moreno, con más de algún rasgo tropical, ligero bozo, ralo. Apenas una sombra. Muerto su padre, la necesidad le obliga a buscar su primer oficio, se entinta las manos y baraja el alfabeto como operario tipográfico en una imprenta de discretas letras, trabajo que comparte con el de reportero del diario La Nación, segundo suceso magnético que lo sitúa ante la descripción alucinatoria de las crónicas callejeras de Santiago de Chile, su ciudad natal. Durante esa época vive con su madre, Honorita, y tres hermanos menores: Juan, Sergio y Rubén en la casa 31 de una cité con doble entrada, por la calle San Francisco 328 y Eleuterio Sánchez, paraíso mundano de horizontales y otras mozas de fortuna. Sus próximos recuerdan también la muerte sucesiva de varias hermanas pequeñas que, con regular precisión, abrían tristes grietas de luto en la familia. Antes de cumplir los veinte publica su primer libro, Los poemas lunados, del que existen misteriosas noticias pero no ejemplares. Poco después, en 1923, conoce a Humberto Díaz-Casanueva, quien será su amigo de leyenda hasta más allá de lo mortal.