La Universidad De Chile Y Sus Obligaciones Para Con La (Desastrosa) Educación Pública Chilena

Por Grínor Rojo

 

Me referiré en este ensayo a los desafíos que enfrenta hoy la Universidad de Chile, al estado deplorable en el que desde hace dos décadas se encuentra la educación pública de nuestro país y a la responsabilidad que a mi juicio le cabe a la que todavía es la más importante de las universidades chilenas en la confrontación y reversión de este desastre, cuyas consecuencias, que son anticipables desde ya, inciden no tanto en el empobrecimiento material de la población (por el contrario, en ese sentido hasta es posible que nos "desarrollemos" un poco más) como en el decaimiento de su espíritu nacional y ciudadano.

De la Universidad de Chile lo que me interesa argumentar aquí es que ella está necesitada de un cambio profundo porque en los últimos treinta años ha sido agredida una vez y otra y eso ha hecho que pierda terreno desde el punto de vista de su relación con el conocimiento, o sea en lo que concierne a las funciones de investigación/creación, docencia y extensión que su misión la obliga a cumplir, y que además necesita ese cambio porque estructuralmente no funciona o funciona a tropezones. De lo primero dan testimonio las cifras de CONYCIT. En términos de la cantidad y calidad de la investigación que la Universidad de Chile solía producir hace tres décadas, la distancia entre ella y las demás era inconmensurable. Hoy, aun cuando las estadísticas nos cuenten que seguimos estando a la cabeza en la producción de conocimiento de punta en el país, esa distancia se ha acortado. En cuanto a la dimensión estructural, ni siquiera puede afirmarse que la Universidad de Chile sea hoy un todo coherente; es más bien, y creo que pocos se atreverían a sostener lo contrario, una suerte de federación de facultades, con muchos intereses particulares y con un mínimo (y declinante) espíritu de solidaridad general. El imperativo es, entonces, cambiar. Pero ¿cómo? O mejor dicho: ¿cuál es ese cambio que nosotros proponemos?

Pero, antes de darle la vuelta a esta pregunta, es preciso que sepamos quiénes son nuestros antagonistas y qué es lo que ellos nos proponen. Para eso, advirtamos que acerca de lo que la Universidad de Chile debe ser en los tiempos que corren existe una opinión poderosa y generalizada, que a los que estamos interesados en la buena marcha de la institución nos sale al paso a cada rato, que está en los documentos del Banco Mundial, en los discursos de numerosos personeros de gobierno, en los de ciertos intelectuales orgánicos del sistema, en los de algunos representantes de la Iglesia Católica y, por supuesto, en los de los voceros del empresariado. De acuerdo con esa opinión, la Universidad de Chile debe adaptarse a las exigencias que el mundo actual le hace. En el vocabulario de la gente que escoge la palabra "adaptarse", o cualquiera otro de sus múltiples sinónimos (leo en un documento de aparición reciente, con la misma carga sémica, el verbo "integrarse"), ésta acarrea por lo menos un par de significados distintos si bien complementarios. Ellos son: que la Universidad de Chile debe contribuir al "crecimiento económico" del país, haciéndolo tal y como esas personas conciben dicho crecimiento, por una parte, y por otra, que debe funcionar a base de un diseño de estructura que se adecúe con eficacia al cumplimiento de semejante objetivo. Consideremos ahora los alcances de esta doble demanda.

Respecto de su primera parte, es decir de la contribución que la Universidad de Chile tendría que prestarle al crecimiento económico del país, de lo que esas personas están hablando es, no cabe duda, del aporte que esta institución tendría que hacerle al esfuerzo de reinserción de la economía chilena en la economía del capitalismo globalizado. El argumento es más o menos el siguiente: la misión de los establecimientos educacionales chilenos, y sobre todo la de los establecimientos educacionales estatales y públicos, consiste en colaborar en la generación del bienestar material de Chile y éste, dados los requerimientos de la coyuntura histórica por la que hoy atravesamos, sólo se consigue engranando y engranando bien nuestra economía con la economía de los centros capitalistas avanzados. Así es como, en el funcionamiento previsto (e ideal) de esas instituciones, el orden capitalista mundial establece las reglas del juego, las instituciones nacionales reaccionan y la Universidad de Chile reacciona junto con todas las demás.

A mayor abundamiento, debe tenerse presente que la exhortación que se le hace a la Universidad de Chile para que ésta no se margine de las nuevos desarrollos históricos no consiste sólo en que se haga cargo de ellos con diligencia y rapidez sino en que lo haga conforme el primado de unas normas exactas. De la misma manera en que el orden económico mundial le exige a la economía chilena una cierta conducta, que sea una economía exportadora primaria, basada en la explotación sin tasa ni medida de nuestros recursos naturales, por ejemplo, ese orden le exige a la Universidad de Chile un cierto modo de entenderse ella a sí misma y de tratar con el conocimiento, con su producción y con su propagación. En definitiva, concluimos que para todos aquellos que adhieren a la doctrina del globalismo incontrastable, éste constituye, además de un sistema económico, con las implicaciones sociales, políticas y culturales que son de rigor, un auténtico destino. En cuanto a quienes vivimos o padecemos las consecuencias de ese destino (y hay millones de personas que las padecen en efecto, en el mundo entero, donde el crecimiento económico, la regresividad distributiva y el empobrecimiento de las mayorías son una sola cosa y con un solo nombre, y en América Latina, donde los indicadores cepalinos denuncian que existen hoy mismo doscientos veinte millones de pobres, lo que arroja un porcentaje obsceno de nada menos que el cuarenta y cinco por ciento de la población de la región), lo que se está dejando establecido es que no se cuenta en estos momentos con una alternativa viable a sus requerimientos y que, habiendo dado nosotros por bueno el axioma de su ineluctabilidad, es decir, el axioma de nuestro trato obligado con él, no sólo no es concebible de nuestra parte un rechazo del mismo sino que ni siquiera es concebible pensar en una negociación, esto es, una asunción selectiva de sus consecuencias. Mejor comunidad y/o mejor institución, regional, nacional o lo que sea, es o será aquella que se "adapte" más completa y más rigurosamente a esta circunstancia.

Respecto de lo segundo, y paso ahora a ocuparme del tema de la estructura, si nos mantenemos dentro de los parámetros de este mismo raciocinio, se sigue de ello que la mejor organización para llevar a cabo el nuevo proyecto universitario es o debe ser de carácter "empresarial" o, más bien, en la era de las grandes corporaciones, que debe tener las características de una estructura "corporativa". Este es un modelo de administración contemporáneo, establecido con suma nitidez, y que obliga a que la institución que lo adopta se conduzca a partir de un ejercicio de la soberanía que a ella se le introduce desde afuera y que actúa verticalmente. En otras palabras y en lo que a nosotros nos concierne: según este modelo, el origen del poder universitario no tiene por qué residir en los universitarios mismos, sino que será mejor que se lo traslade hacia el espacio de quienes son los dueños o los managers del poder nacional y global. A renglón seguido: hablamos aquí de un poder que ha de ejercerse de manera tal que la autoridad superior tendrá siempre derecho a veto sobre las decisiones que emanan de la autoridad inferior. El rector veta o puede vetar al vicerrector, el vicerrector al decano, el decano al jefe de departamento, el jefe de departamento a los profesores, los profesores a los alumnos, en fin. El ejemplo más perfecto de este tipo de gobierno universitario es el que se observa en las universidades de los Estados Unidos. En ellas, un board of trustees, compuesto principalmente por hombres de negocios de influencia suficientemente reconocida dentro de los círculos donde se miden estas cosas, decide quiénes serán las autoridades universitarias y éstas quiénes serán sus subordinados. Conviene que nos demos cuenta entonces de que en el teatro de la universidad corporativa contemporánea los actores acaban siendo unos clientes, los estudiantes, que compran unos servicios, su educación, los cuales les son dispensados por unos proveedores de servicios, los profesores, y a quienes los dueños o los representantes de los dueños del poder habrán contratado para eso y nada más.

Ahora bien, ni yo ni muchos otros de los universitarios de este país o, mejor aún, de los ciudadanos de este país, estamos dispuestos a darle el visto bueno a este diseño institucional sin percatarnos nosotros mismos y sin haber hecho que se percate cada uno de nuestros amigos de sus perversiones profundas así como también la falsedad de sus pretensiones de omnipresencia y omnipotencia. Por el contrario, ante la oferta (o la amenaza) de que a la Universidad de Chile se le impongan una misión instrumentalista y un tipo de organización que homologa su estructura a la de una empresa de la que se extrae plusvalía, nada de lo cual provoca en nosotros ningún regocijo, hemos decidido aplicar nuestro ingenio a la elaboración de un modelo alternativo. Pensamos que nuestras ideas sintonizan mejor con lo que las universidades han sido y deben seguir siendo en el ámbito de la cultura moderna de Occidente, con lo que son todavía en Europa (los franceses sin ir más lejos no han acabado con su sistema nacional de educación y que nosotros sepamos tampoco lo han hecho otros países europeos, ninguno de los cuales ha caído en el abismo del subdesarrollo), con lo que han sido y deben seguir siendo en América Latina y en Chile y, de mayor significación aún, con lo que la Universidad de Chile ha sido y debe seguir siendo entre nosotros. Consisten nuestras ideas en lo siguiente, dicho también en unas pocas palabras.

En primer término, estimamos que el gran objetivo de la Universidad de Chile no es el de contribuir al crecimiento económico del país (¡oh, herejía!), ni menos de la manera como conciben hoy ese crecimiento el capitalismo globalizado o sus ideólogos, sino el de contribuir a la formación en Chile de sujetos modernos, autónomos, lúcidos, críticos, éticos, estéticos y con conciencia de nación. El crecimiento económico o el aporte que nosotros le hagamos al mismo puede transformarse en un subproducto del quehacer de la Universidad, uno entre muchos, y hasta a lo mejor es deseable que así sea. Lo que no resulta satisfactorio es que se convierta él en el blanco principal de ese quehacer. Que se entienda por otra parte que, cuando nosotros hablamos de sujetos modernos, autónomos, lúcidos, críticos, éticos, estéticos y con conciencia de nación, estamos pensando en ciudadanos libres y dotados de racionalidad. Precisamente en virtud del hecho de que esos son seres humanos que saben quiénes son y que perciben en sus semejantes esa misma capacidad de saberse a sí mismos y al otro, es que ellos pueden reconocer en ese otro a un igual, pueden sentar las bases de un diálogo fructífero con él/ella y entablar relaciones de solidaridad. No otra que la ser un semillero de esta clase de individuos ha sido la misión de las instituciones universitarias durante los últimos tres siglos. Andrés Bello, Valentín Letelier y Juvenal Hernández lo sabían perfectamente, y la Universidad de Chile era para ellos la encargada de poner ese ideal en práctica en nuestro país.

En lo que toca al problema de la estructura mediante la cual debiera concretarse el objetivo precedente, lo primero que tenemos que observar es que si bien es cierto que el origen último del poder universitario es la nación chilena ("esta es una universidad nacional", es lo que afirmamos y reafirmamos orgullosamente al respecto), el custodio inmediato de ese poder es la comunidad universitaria y no un grupo más o menos selecto de managers o burócratas. En otra palabras, quienes en esta casa de estudios deben decidir acerca de su conducción son las personas que aprenden, que investigan, que crean, que enseñan y que en general trabajan en ella. Me refiero, es claro, a los académicos, a los estudiantes y a los funcionarios. Esto es así porque nosotros sabemos que esas son personas adultas, inteligentes y cultas, y porque por lo mismo no tenemos dudas sobre la capacidad que ellas tienen para discriminar entre lo que conviene y lo que no conviene a la marcha óptima de la Universidad.

Además, y por igual motivo, estamos convencidos de que ese poder no se ha de ejercer en la Universidad de Chile de arriba para abajo sino de abajo para arriba. Esto significa que la comunidad universitaria, ésa que por encargo de la nación es la detentora del poder en el interior de la Universidad, designa a sus autoridades y que éstas, que son sus delegadas, realizan las tareas que la comunidad les encomienda. Esto, no es superfluo recordarlo, no es lo mismo que aquello que se suele demonizar en ciertos círculos conservadores con la prédica demagógica e inmensamente ignara contra las calamidades del co-gobierno. Como explicamos en otra parte, la demanda por el co-gobierno supone (y hay experiencias de este tipo: La Universidad Mayor de San Andrés, en Bolivia, por ejemplo) una participación completa, es decir, unos derechos y unas obligaciones que son iguales, paritarios y en todos los espacios del organismo universitario, para todos los individuos que integran la comunidad. Dicho esto mismo de otro modo: la demanda por el co-gobierno supone una ecuación de términos equivalentes entre la comunidad democrática universitaria y la comunidad democrática general, un individuo un voto, tanto en el senado universitario como en el laboratorio de física atómica, lo que es una insensatez y que nadie cuyas opiniones importen en lo más mínimo ha pedido nunca en o para la Universidad de Chile.

En cambio, la mayoría de nosotros concordamos en que la comunidad universitaria es una comunidad "de o para el saber" y que esto involucra la existencia en su seno de una doble legalidad. Si por un lado es cierto que la Universidad es un colectivo de semejantes, que desarrollan sus labores en un ambiente de confianza, colaboración y solidaridad, por otro no lo es menos que ese trabajo que ellos realizan tiene que ver con la producción y la propagación del saber y, en lo que se refiere al lugar que esos individuos ocupan dentro del colectivo universitario, y por lo tanto a sus derechos y a sus obligaciones, éstos se encuentran determinados por su relación con el saber. Por lo primero, la Universidad es una institución democrática. Por lo segundo, la democracia universitaria no es ni puede ser equivalente a la democracia general. En esta última, los individuos son ciudadanos y, en su calidad de tales, ellos poseen todos los mismos derechos y las mismas obligaciones. En la democracia universitaria, en cambio, los individuos son profesores, son estudiantes o son funcionarios y tienen derechos y obligaciones de acuerdo al lugar en el que se encuentran situados dentro del proceso de la producción y el reparto del conocimiento.

Este es pues el haz de las proposiciones básicas o criterios directrices a partir de los cuales nosotros hemos asumido el cambio de rumbo que tiene que producirse en la Universidad de Chile. La Comisión Normativa Transitoria, de la que yo formo parte en representación de los académicos de la Facultad de Filosofía y Humanidades, constituye un primer paso, pero muy decisivo por cierto, en dicho camino. De las deliberaciones de esta Comisión tienen que surgir las bases de la Universidad de Chile del futuro, la que todos deseamos, v.gr.: un nuevo estatuto orgánico, un nuevo plan de desarrollo estratégico y un abanico de regulaciones particulares que ordenen el quehacer que se lleva a cabo en los diversos dominios de la institución. En esos documentos nosotros esperamos ver plasmarse el retrato de una Universidad de Chile que reafirma con independencia y con fuerza su misión histórica, tergiversada por la vesanía del pinochetismo y por la falta de políticas adecuadas de parte de los gobiernos de la transición democrática, y que estrena una nueva juridicidad y una nueva estructura. En cuanto a esta última, lo que no ha de olvidarse por ningún motivo y en ningún momento es que la Universidad de Chile no es cualquier universidad,puesto que tiene una misión que es suya y sólo suya, que es irrenunciable e irreemplazable, y que esa es una misión que ella actualiza por medio de ciertas funciones, de las personas en quienes esas funciones recaen y de la estructura institucional que posibilita su cumplimiento. La Universidad de Chile existe así para investigar y crear, para enseñar y para extender el conocimiento y la creación hacia el conjunto de la comunidad nacional. De modo que, aun cuando sea verdad que la burocracia universitaria forma parte de la estructura universitaria, ello es sólo para facilitar el desarrollo de las tareas que son esenciales. Esto tiene que estar claro, porque si no lo está, porque si no lo entendemos o si lo entendemos mal, van a venir los "expertos" a subirse también en este barco y con un proyecto de educación superior que no sólo es muy distinto sino que se contrapone frontalmente con el nuestro. Ese es el peligro que tenemos que sortear y en eso estamos trabajando.

Entro ahora en el tema de la educación básica y media de nuestro país, y lo primero que argumentaré a su respecto es que para este ámbito cultural y social, así como para el ámbito de la educación superior, las políticas de la dictadura constituyeron un verdadero terremoto. La dictadura de Augusto Pinochet fue la peor de las catástrofes por las que ha tenido que pasar la educación pública chilena a lo largo de toda su historia y, lo que es aún más grave, se trata de una catástrafe de la que no sólo no nos hemos repuesto sino que parece que no tuviéramos intenciones de hacerlo. Desde 1980, cuando se dictó la Ley Orgánica Constitucional de Educación, hasta hoy, cuando un tramo importante de la Reforma concertacionista parece estar ya cerrado, existe una línea de continuidad que nadie que reflexione sobre este problema honestamente puede desconocer. Porque bien vistas, las políticas neoliberales de la postdictadura, privatizadoras de todo cuanto se les pone por delante, al ser proyectadas sobre el ámbito educacional y al embadurnárselas con la retórica postestructuralista y postmoderna del respeto por la diferencia, perfeccionan y profundizan lo que ya era defectuoso de suyo. Nada más apropiado en efecto para demostrar la complicidad del postmodernismo con el neoliberalismo que el trámite educacional chileno de los últimos veinte años. Por debajo de la invocación tan democrática en apariencia a los beneficios de la multicultura, según la cual a cada colectivo identitario, social, religioso o de cualquier otra índole debe reconocérsele el derecho a educar sus hijos con los contenidos y en la forma que mejor se acomoden a las características de su peculiaridad, lo único que se oculta es el reclamo de una mejor educación para los ricos y una peor para los pobres. Empezando por la decisión absurda y además anacrónica de la municipalización de las escuelas (anacrónica entre otras cosas porque hasta en los Estados Unidos, que es de donde la copiaron, ha fracasado de una manera rotunda: todo el mundo sabe que las escuelas estadounidenses de los distritos urbanos pobres son focos de delincuencia, droga y cuanta otra calamidad se quiera añadir a esta lista) y hasta llegar a la multiplicación de los colegios de clase, que fomentan valores o disvalores de privilegio e inequidad social y económica, en los cuales educarse cuesta un ojo de la cara y que por otra parte atraen (por eso mismo, porque pagan mejor) a los mejores profesores que se incorporan cada año al "mercado de trabajo pedagógico", el sistema que creó la dictadura en 1980 es, seamos francos, un espanto. No porque se haya dicho hasta el cansancio, puedo yo dispensarme de repetirlo aquí una vez más: la educación, que hasta la dictación de la Ley del 80 constituía en Chile un derecho, hoy es una mercancía y una mala mercancía.

Tan mala es esa mercancía, en realidad, que lo es incluso cuando se la mide contra el rasero de sus propias expectativas. Como es de público conocimiento, la Reforma Educacional ha pretendido hacer frente al desastre heredado de la dictadura pinochetista invirtiendo millones en el "mejoramiento" de la educación pública chilena. Se contrataron los expertos consabidos, se cambiaron los curriculos, se reescribieron los libros de texto, se renovaron e incrementaron la infraestructura y el material didáctico, especialmente en lo que concierne a las novedades informáticas y comunicacionales de la última hora, se alargó la jornada de clases y hasta se prestó alguna atención al perfeccionamiento docente (algo se han elevado también los salarios de los profesores, aunque no todo lo que se necesita para hacer que el oficio pedagógico constituya una fuente de ingresos que sea comparable a otras profesiones universitarias y, por lo mismo, apetecible para los individuos más talentosos que quisieran hacer de la educación de los jóvenes su porvenir laboral). Pues bien, después de un quinquenio o más de aplicación de esos paliativos, las últimas pruebas SIMCE, de julio de este mismo año (2000), así como otras mediciones internacionales semejantes y posteriores, como el estudio sobre comprensión lectora realizado por la Organización para el Desarrollo y Cooperación Económica y la prueba TIMSS, han demostrado más allá de cualquier duda que las cosas están hoy peor que antes. Por cierto, se pueden dar y se han dado toda clase de explicaciones especiosas, que la Reforma no ha tenido suficiente tiempo para rendir sus mejores frutos, que los desperfectos son localizados, que quedan aún muchas tuercas por ajustar, y (¡cómo no!) que la culpa del fiasco la tiene la magra escolarización de los padres (padres ignorantes que crían hijos ignorantes, los que, como también van a ser ignorantes, criarán hijosídem, y así en un círculo infinito e infinitamente vicioso). Lo cierto es que eso o es hundir la cabeza en la tierra o es echarle la culpa al empedrado y que ni a nosotros ni, a lo que parece, al resto de la comunidad nacional nos convence en lo más mínimo.

Conviene pues preguntarse por las causas profundas de la debacle de/en la educación chilena y no hace falta ser desmesuradamente listo para darse cuenta de que este problema es uno de esos que no se solucionan con un plan de "mejoramiento" de las superestructuras, "manteniendo las bases estructurales […], las que fueron reformadas sustantivamente en la década del 80 por el régimen militar", ya que "Las nuevas políticas se definen al interior de marcos organizacionales establecidos en los 80 y no hacen de ellos el foco de su accionar" (1). Desde nuestro punto de vista, en lo que habría que poner el ojo es justamente en eso que el responsable de esta cita deja afuera, en los cimientos sobre los cuales el sistema descansa y no en tales o cuales aspectos subalternos del mismo. Dicho de otra manera: en Chile las decisiones de la dictadura primero y los desaguisados del neoliberalismo democrático después han ampliado y fortalecido la educación privada de una manera que es inversamente proporcional a la reducción y el debilitamiento de la educación pública, y eso no va a cambiar mayormente mientras lo "marcos organizacionales" del 80 se mantengan en pie. Es así de simple: el crecimiento en nuestro país de la educación privada, de la educación de privilegio en otras palabras, que la dictadura inauguró y que los gobiernos de la postdictadura se han rehusado a modificar, se ha hecho y se continúa haciendo a expensas de un desempeño cada vez más deficiente de la educación pública, de la educación de los más pobres, pues lo que se le saca a un lado el otro se lo apropia en el acto, como en el caso de los buenos profesores, que yo mencioné más arriba o en el de las distribuciones de dinero que se hacen a los "sostenedores" de unas escuelas primarias y secundarias subvencionadas que lo pasan muy bien ellos pero cuyos índices de rendimiento son por lo general una burla. Al fin, todos sabemos cuál es el futuro que aguarda a esos muchachos y muchachas que se están graduando tanto en las escuelas de ese sector como en las del municipalizado. La matrícula del año 2000 en la Universidad de Chile confirma nuestras observaciones con fría elocuencia. A la Universidad de Chile, es decir, a la principal universidad estatal y pública de nuestro país, ingresaron en ese año un 47,5% de estudiantes que provenían del sector particular pagado, un 22% del particular subvencionado y un 30.2% del sector municipalizado. Si eso no es educación de clase, inequitativa, grotescamente inequitativa, yo no sé qué puede serlo.

La primera medida consiste entonces en exigir no un nuevo mejoramiento del sistema, esa palabra engañosa y que sólo sirve para decir que se hace lo que en verdad no se hace, sino su reconstrucción desde la raíz, y sobre todo en lo que dice relación con el espacio de la educación pública. Mientras esa reconstrucción no tenga lugar, mientras se continúe dejando afuera del tratamiento lo esencial de la enfermedad, ésta de ahora y todas las demás "reformas" que se pretendan implementar en el futuro van tener su fracaso asegurado. Plata perdida, construcción de la casa por el techo, echar agua en el mar.

Dicho lo anterior, y porque además me interesa mantener la congruencia entre este planteamiento y mis observaciones anteriores relativas a la naturaleza del cambio que requiere la Universidad de Chile, añadiré a lo ya expuesto que tampoco el objetivo prioritario de la educación que hoy se imparte en nuestras escuelas primarias y secundarias puede ser la formación de individuos que sean funcionales al crecimiento de la estructura económica del país y menos todavía cuando a ese crecimiento de la estructura económica del país se lo interpreta en términos de la reinserción de la economía chilena en el orden del capitalismo globalizado. Esta es, como todos sabemos, la lógica de intereses primordiales que está por detrás de la Reforma postdictatorial. Poco importa que sus ideólogos nos cuenten que también ellos se preocupan de que los individuos que tiene en vista la Reforma sean objeto de una educación cuyo "norte orientador" es la "provisión de una educación de alta calidad para todos, lo que significa egresados con mayores capacidades de abstracción, de pensar en sistemas, de comunicarse y trabajar en equipo, de aprender a aprender, y de juzgar y discernir moralmente en forma acorde con la complejidad del mundo"(2). Si eso fuera cierto, se trataría de una educación que, habiendo hecho de esos muchachos y muchachas que están llegando hoy a las escuelas básicas y medias de Chile los receptores de un esfuerzo educador integral, estaría bregando por convertirlos en individuos enteros, competentes en un sentido que va y que tiene que ir mucho más lejos que la inducción en ellos de la habilidad para negociar bien su fuerza de trabajo y ganarse así el salario con cierta holgura y suficiencia. Pero ése no es el caso. Porque, ¿con qué mecanismos es posible generar una educación de alta calidad para todos cuando estamos hablando de una educación regulada por la ley del dinero? ¿Hasta dónde el principio universal de la competencia, que es la secuela directa de la aplicación a diestra y siniestra del ideologismo neoliberal, fomenta la comunicación y el trabajo en equipo? ¿Cómo se las arregla una educación que es eminentemente tecnocratizante para que la gente joven aprenda a aprender, aprenda a juzgar y aprenda a discernir con independencia y altura de miras? En el mejor de los casos, si hubiera algo de verdad en todo eso --y no la hay--, ello sería un designio accesorio con respecto al designio principal: educar a la gente joven chilena para que ésta, con la mayor "productividad" que se le haya impuesto a su práctica, contribuya al crecimiento económico del país en los términos ya señalados. Mi opinión es que, y me estoy poniendo en esta ocasión en el peor de los casos, la secuencia debiera ser cuando menos la inversa. En otras palabras: primero habría que educar sujetos y sujetos plenos, que estén desarrollando hasta el máximo de sus potencialidades su capacidad de automanifestación, la que ellos tienen para ser y dar los mejor de ellos mismos y para hacerlo junto con otros que también estarán siendo y dando lo mejor de lo suyo, y en seguida --y muy en seguida-- habría que entrenarlos como piezas útiles para tal o cual programa de adelanto económico.

Porque este es el quid del asunto. En estos tiempos en que el proyecto filosófico de la modernidad está siendo víctima del castigo pre y postmoderno, tiempos en que ese sujeto, autónomo, autodeterminado, dueño de sí, capaz de transformar las condiciones de su existencia y las condiciones de la existencia de sus prójimos, se lo basurea por doquier, con la acusación de haber sido a lo largo su historia culpable de un número mayor de atrocidades que de aciertos, la perspectiva educacional que encontraba su fundamento en el proyecto filosófico de la modernidad retrocede desconfiando de sus virtudes seculares. Repudiado al unísono por quienes lo quieren súbdito una vez más de algún poder trascendente (el argumento premoderno) tanto como por quienes desearían ponerlo de rodillas frente a las condiciones económicas y comunicacionales que le impone el nuevo escenario global (el argumento postmoderno), el sujeto de la modernidad se bate hoy en retirada, confundido, menoscabado, protagonista vergonzante de esta nueva y oprobiosa estación de su historia.

Es en tales circunstancias, entre la barahúnda de quienes exigen e inclusive proclaman el fin de la modernidad y el advenimiento de una época nueva, cuando nosotros descubrimos que la modernidad, en vez de acobardarse y hacer mutis por el foro, como tantos esperaban, saca a luz lo menos apreciable de sí misma. De nuevo, como ha ocurrido ya varias veces en la historia de los últimos dos siglos, lo que se aposenta en las cabezas de nuestros contemporáneos es la lógica de una modernidad recortada. La oposición al proyecto moderno acaba siendo de este modo una oposición que no compromete a ese proyecto en su totalidad, sino tan sólo a su dimensión emancipadora, precisamente a aquella por medio de la cual la modernidad se legitimó y se convirtió en un componente inextricable de nuestras conciencias, sugiriéndonos la posibilidad de un mundo de libertad, de igualdad y de solidaridad a la vez que manteniendo bajo control la fuerza bruta de la razón instrumental. La modernidad, cuyo fantasma persigue el actual proceso de modernización, es, al fin y al cabo, la modernidad de la razón tecnocrática, ésa que desarrolla en los seres humanos su destreza en el manejo de los medios que les permitirán cumplir con unos fines que se habrán establecido de antemano y en cuya definición ellos, que son los agentes encargados de cumplirlos, no tienen participación. Tal es el modus operandi de la razón que hoy se nos recomienda por todas partes como la más eficiente (cuando no la "excelente"), en los mismos momentos en que los postmodernos nos acosan con la monserga irresponsable del fin de la razón. El resultado de todo eso es el desprestigio de la igualdad, el menosprecio por la fraternidad e inclusive la puesta en tela de juicio de la libertad. Es, en resumidas cuentas, el desgaste cada vez más severo del paradigma democrático, como acontece en aquellas dictaduras que combinan la libertad del mercado con la represión de todo lo demás, o su reemplazo fraudulento, a través fórmulas tales como las de democracia "renovada", "moderna", "contemporánea", etc., por parte de los gobiernos civiles que tarde o temprano sustituyen a los gobiernos de excepción.

Repito que lo que está haciendo falta en este brave new world que acabo de describir es la virtud emancipadora del proyecto de la modernidad. Me refiero a aquellos atributos que hicieron a ese proyecto aceptable y estimable, porque era un proyecto que hablaba de un sujeto que se sabía a sí mismo y a los otros y que en contacto con esos otros podía imaginar y construir ese tiempo al que José Martí llamó de la "dignidad plena del hombre" y que él definía de la siguiente manera: "O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre; o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres no una sola gota de sangre de nuestros bravos" (3).

Cierto, no faltará quien me replique que José Martí dice lo que dice en unos tiempos empapados de idealismo romántico, en los que la entereza y el coraje eran bienes no dispensables en las vidas de la gente y que de ninguna manera es lo mismo hablar al calor y con el lenguaje de esas circunstancias heroicas, en vísperas de una revolución independentista, que hacerlo en el clima frío y cínico de hoy parece anonadarnos. A eso respondo que yo creo en la existencia de valores permanentes y que la integridad y la dignidad son dos de ellos. La formación de los jóvenes con ese "carácter entero" al que se refiere Martí en esta cita, la educación de individuos imbuidos de la "pasión por el decoro del hombre", me parece por lo tanto un objetivo no negociable, el mismo que debiera ser el "norte" de las escuelas en las que nosotros estamos pensando.

De esto se trata, en definitiva, de una política educacional que entienda que educar a los jóvenes no es amaestrarlos en la adquisición de unas cuantas pericias, para hacer unas cosas que ya se sabe cuáles son, sino formarlos en una perspectiva engrandecedora de ellos mismos y de su comunidad, a través del empleo a fondo y sin cortapisas de sus capacidades de imaginación, de discernimiento y de juicio (como dice al menos en parte el dictum no cumplido de la Reforma). De no ser así, la consecuencia predecible será un achatamiento cada vez mayor tanto de nuestra conciencia democrática como de nuestra conciencia identitaria, de lo que somos como pueblo soberano y único, de lo que fuimos alguna vez en el pasado y de lo que quisiéramos ser de nuevo en el futuro. No por nada los más jóvenes de este país se niegan hoy a participar en las elecciones de autoridades. No sólo no tienen confianza en lo que podrían obtener mediante el ejercicio de su derecho a sufragio, habida cuenta de la más bien módica estatura de los individuos por quienes se les llama a votar, sino que nadie ha hecho nada por demostrarles lo contrario. A salvo de las tácticas embaucantes de los comunicadores de siempre, lo que su experiencia les demuestra es que las decisiones que importan las toman otros, en algún lugar en el que ellos no tienen ni tendrán jamás acceso, y que si así es como las cosas son más les vale hacerse a un lado. En cambio, un esfuerzo educador que les pruebe a esos muchachos y muchachas que sus opiniones cuentan, que lo que ellos piensan importa en algún sentido, y que sea un esfuerzo que para cumplir con sus propósitos tenga detrás suyo el respaldo de la ciudadanía y el compromiso de las autoridades --esas autoridades que se habrán puesto finalmente al servicio de la ciudadanía--, podrá ayudarlos a reenergizar su sentido de la libertad, de la justicia y de la solidaridad, así como el sentimiento de pertenencia a un colectivo nacional que tiene ya dos siglos de existencia y que ellos tampoco quieren que desaparezca.

¿Que es lo que hay que hacer para llevar a cabo esa "otra reforma"? Como dije más arriba, el respaldo de la ciudadanía y la voluntad política de los gobernantes son dos de los ingredientes que no pueden faltar en la receta. Esa otra reforma en la que nosotros estamos pensando no se podrá llevar cabo a menos que los chilenos nos hayamos convencido de que nuestra salud nacional y ciudadana no puede seguir prescindiendo de ella y a menos de que el gobierno que dice actuar en nuestro nombre nos escuche y se haga cargo lealmente de esta aspiración.

Pero, aun suponiendo que que todo esto llegue alguna vez a ser factible, lo que no es poco suponer, no cabe duda de que hay en este programa una sección que a nosotros a los universitarios nos incumbe directamente. Me refiero a la institución que tendrá la responsabilidad de preparar a los individuos que debieran hacer efectivo el renacimiento de la educación pública chilena, al organismo de educación superior que será el encargado de entrenar a una generación y a muchas generaciones de maestros que van a entender y que van a sentir que la labor que ellos están desempeñando es de importancia trascendental, puesto que de ella depende el que la patria siga siendo una realidad verificable y respetable. Porque nadie duda que hay que actualizar los curriculos, que hay que tecnologizar, que hay que mejorar "los contextos y las prácticas de aprendizaje". Tampoco duda nadie que es preciso mejorar las condiciones de trabajo de los maestros y hasta pudiera ser que el aumento de las horas que los muchachos pasan en la escuela sirva para algo. Por otra parte: ¿quién podría oponerse al discurso que sostiene que los jóvenes chilenos no debieran salir hoy de cuarto medio si no saben sacar provecho de la tecnología informática y comunicacional disponible? Todo eso es obvio, a ello le Reforma concertacionista le ha prestado atención preferente y es bueno que así lo haya hecho. Pero eso no significa que los problemas educacionales de Chile se acaben ahí o, lo que es casi tan escamoteante como eso, que ésa sea su parte medular. La parte medular son los profesores, los buenos profesores, ésos que van a saber que el suyo no es un trabajo cualquiera sino un trabajo en el que se juega el presente y el futuro del país.

¿Y dónde se van a formar esos buenos profesores si no es en el espacio público, nacional y estatal de la educación superior chilena? ¿Dónde si no es en la Universidad de Chile o, mejor todavía, en la estructura de conocimiento educacional que una Universidad de Chile fiel a su historia pero también profundamente transformada habrá creado para estos efectos? En colaboración con la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, con la experiencia y los recursos que ésta ha venido acumulando a lo largo de casi dos decenios de existencia, y sin que se nos olvide que la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación nació de una costilla de la Universidad de Chile, que es un pedazo nuestro, que la dictadura nos robó y del que nosotros no hemos renegado, nuestro deber es asumir una vez más esa obligación educacional que fue desde siempre una de las más poderosas razones para justificar que somos lo que decimos que somos. En otra parte señalé, con respecto a este tema de la incorporación de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación a la Universidad de Chile, que nosotros teníamos ahí una obligación, una oportunidad y un desafío: la obligación de ser nosotros mismos, la oportunidad de ser más de lo que somos y el desafío de serlo de la mejor manera posible. El nuevo Estatuto de la Universidad de Chile, cuyo proyecto se encuentra hoy en vías de aprobación, declara en el primero de sus títulos que nuestra Universidad "es una institución estatal, nacional y pública dedicada a la enseñanza superior, investigación y creación en las ciencias, humanidades, las artes y las técnicas, al servicio del país en el contexto universal de la cultura". A lo que agrega un poco después: "La Universidad de Chile asume con vocación de excelencia la formación de personas y la contribución al desarrollo espiritual y material de la Nación".

Eso es lo que somos, entonces: una institución de educación superior, estatal, nacional y pública, que tendría que hacer todo cuanto esté de su mano para que ese segmento, el segmento estatal, nacional y publico de la vida chilena, no sólo no desaparezca, sino que, por el contrario, funcione en condiciones óptimas. Y a propósito de esto mismo, yo opino que hay que prestar oídos sordos a esas voces que tratan de convencernos de que semejante discurso no tiene ya ningún valor, porque vivimos en un mundo postestatal, postnacional y postpúblico. Si fuera cierto lo que afirman esas voces, mejor sería que le pusiéramos candado de una vez por todas a la puerta de esta casa.

Finalmente, quiero añadir a lo que aquí dejo dicho una advertencia: formar profesores no es, no puede ser, adiestrarlos en el ejercicio de unas cuantas mariguanzas pedagógicas. Eso sería, y no es la primera vez que ocurre, jibarizar el proyecto hasta convertirlo en una caricatura. La unidad de conocimiento educacional en la que nosotros estamos pensando, ésa que tendría que instalarse en la Universidad de Chile y a la que la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación puede y debe contribuir con su repetabilísimo aporte, considerarará como de su incumbencia el dominio completo del saber en el campo de la educación. Esto significa realizar en ese espacio académico docencia de pre y postgrado, realizar investigación y realizar extensión. La educación es hoy, y esto hay que entenderlo bien, un área del conocimiento amplia, compleja, pletórica en estímulos y requerimientos de todo orden y acerca de la cual es menester acopiar información, desarrollar teoría, ensayar métodos y estrategias de organización y aplicación. No se trata pues de importar modelos pedagógicos de tal o cual oriundez mareadora, en esto como en tantas otras cosas. Sin desdeñar los beneficios que pudieran derivarse de una transferencia sabia (y repito: sabia, esto es, selectiva e imaginativa) de tecnología, lo que a nosotros nos compete sobre todo es producir aquí, en Chile y en la Universidad de Chile, el conocimiento educacional que nos hace falta a los chilenos y que no es o no es necesariamente el mismo que les hace falta a los norteamericanos de Idaho. Todo eso para responder a las que son nuestras necesidades específicas, ésas que pese a todo seguimos teniendo y mal que les pese a los devotos de la globalización.

Diciembre del 2000