GENEALOGÍA ESPIRITUAL Y DESCENDENCIA DE HILDEGARDIS DE BINGEN(1098 - 1179): La Mujer en la Perspectiva Benedictina

Mauro Matthei

O S B

1.- La Familia Espiritual de Hildegardis de Bingen:

Lo que queremos significar con el término de «genealogía espiritual» de Hildegardis de Bingen es el hecho de que no podemos considerar a esta mujer extraordinaria como un fenómeno aislado, como la irrupción de un prodigio femenino en el mundo y el tiempo tan masculino de las cruzadas. Aunque ella y su hermana de orden Gertrudis de Helfta (1256_1302), posterior a ella en un siglo, fueron sin duda las máximas exponentes del monacato femenino medieval derivado de Benito de Nursia y su Regla, ellas forman parte de una familia espiritual muy marcada, que a través de sus antecesoras anglosajonas en Germanía - una Walburga, una Lioba, una Thecla, una Hugueburga -, a través de las grandes abadesas de Inglaterra misma (pensemos en Hilda de Whitby) se remonta hasta la misma Sta. Escolástica, hermana de San Benito. Con esto ya nos encontramos en el siglo sexto d.c., a fines del cual el Papa Gregorio Magno (540-604) nos pinta en el capítulo 33 de su segundo «Libro de los Diálogos» el fascinante ícono de la hermana del abad de Montecassino. Contemplando este ícono de Sta. Escolástica no podemos menos de pensar que ella era una mujer en cierto modo excesiva; excesiva en su deseo de profundizar por medio de los larguísimos coloquios con su hermano, sobre las delicias de la vida eterna; excesiva en su recurso a un milagro para no interrumpir aquellos coloquios; excesiva en legar a sus hijas espirituales aquella «concupiscencia espiritual por la vida eterna», recomendada por S. Benito en el capítulo IV de su Regla, que trata de los «Instrumentos de las buenas obras». Aquella concupiscencia cristaliza sin duda en varias actividades propias de las hijas de Sta. Escolástica, como son el canto del oficio divino, la música, la lectio divina lectura orante de la Sagrada Escritura, el estudio de las ciencias teológicas, la oración personal y comunitaria.

Los inicios benedictinos en la Italia del siglo VI fueron segados por la destrucción de Montecassino por los longobardos en el año 577. Pero poco más tarde el envío de los monjes a Inglaterra por iniciativa del papa Gregorio Magno (596-597), dio ocasión al desarrollo del noviciado definitivo de la monástica de cuño benedictino en aquella isla.

A diferencia de los pueblos orientales y en grado menor, de los mismos romanos, los pueblos germánicos concedían a la mujer un papel bastante libre y preponderante en su vida social. Convertida al cristianismo la mujer germánica asumió en la vida de la Iglesia una tarea considerable en la práctica y la difusión de la fe. Así surgieron, por ejemplo, los llamados «monasterios dobles» en que convivían, aunque separadamente, monjes y monjas pero siempre bajo el báculo de una abadesa. Si examinamos las historias de las abadesas anglosajonas, que nos legó el moje Beda el Venerable (673 - 735), no podemos sino reconocer en ellas, el carisma de Sta. Escolástica en una plenitud hasta entonces insospechada.

Cuando el monje anglosajón Bonifacio (672 - 754) inicia en 718 la evangelización de Germania, recurre a las abundantes vocaciones femeninas de su patria para reforzar su difícil tarea, Lioba, Walburga, Thekla, Hugueburga y muchas otras van a transmitir a sus novicias y discípulas alemanas, junto con la fe católica, su amor por lo que llamamos «artes y letras», es decir, toda su sensibilidad marcadamente culta, su inclinación por los estudios teológicos. En esta línea se encontrará todavía Jutta de Spannheim (+1136) la maestra de Hildegardis. Y con eso entramos ya en la vida de la «prophetisa teutonica» como llamaban sus contemporáneos a Hilgardis.

2.- Su Vida Oculta

Hildegardis nació en 1098 en Bermersheim (cerca de Maguncia, Alemania), como última de diez hijos del matrimonio de Hildeberto y Mectildis, pertenecientes a la nobleza local. Cuatro de estos 10 vástagos fueron religiosos: Hugo, que llegó a ser canónigo y cantor de su hermana; Roric, que fue sacerdote en Tholey; Clemencia, que fue monja benedictina junto a su hermana y finalmente, Hildegardis. Los piadosos padres consideraron que a Hildegardis como décima hija, debían devolverla a Dios como «diezmo».

Así, cuando la niña contaba ocho años (1106), la entregaron para su formación a la reclusa Jutta, para la cual el padre de ésta, el conde de Spannheim, había edificado algunas habitaciones junto al monasterio de monjes benedictinos de Disibodenberg. La «magistra» Jutta de Spannheim educó a la joven en humildad y pureza de corazón y le enseñó a rezar los salmos y a cantar los himnos de la Iglesia. Ella sin duda la inició en los amplios conocimientos de la Escritura que más tarde revelaría la santa, al igual que en el trato con la música sagrada. También tuvo muchas clases durante años con el monje Vollmar de Disibodenberg, que más tarde, habiendo sido su maestro, se convirtió en su secretario. El monasterio tuvo un gran desarrollo y fue construido enteramente de nuevo. El 29 de septiembre de 1143 se consagró la nueva Iglesia, dedicación solemne a la que asistió también Hildegardis. Ella había observado muy bien todas las etapas y faenas de la construcción del monasterio, lo que le fue de gran utilidad cuando más tarde edificaría sus propios monasterios, primero en Rupertsberg y después en Eibingen.

La «magistra» Jutta había muerto el 22 de diciembre de 1136 y fue enterrada delante del altar de la capilla de la Sma. Virgen de la Iglesia abacial. Comunidad femenina que se había formado en torno a ella en aquellos 30 años transcurridos desde la llegada de la pequeña oblata eligió a Hildegardis unánimemente como abadesa. También el abad de Disibodenberg la confirmó como tal.

Hidegardis poseía desde niña el carisma de la «visión». Relata su vida que, muy pequeña aún, al entrar a un establo y ver una vaca preñada había «visto» y descrito al detalle el ternero que aún se encontraba dentro del vientre de la vaca. Ella misma, en una carta escrita al monje Guiberto de Gembloux, explicaría más tarde este carisma, que quizás la haga incompresible y extraña a nuestra mentalidad moderna. Afirma significativamente que estas «visiones» no consistían en algo perceptible por los ojos o los oídos, ni iban acompañados de éxtasis o de otros fenómenos extraordinarios, sino que era algo visto «con el ojo interior». En lenguaje moderno podemos decir que era una manera«ocultar» de concretar el resultado de sus inspiradas meditaciones, una manera de «ver» lo que ella rezaba. Este carisma era para ella motivo de gozo y de pesadumbre a la vez. De gozo, por el contenido de lo que veía y de pesadumbre, por el trabajo de traducirlo en palabras y más aún en palabras de la lengua latina, que ella no dominaba bien.

Nadie sabía de este don, con excepción de su madre espiritual Jutta y del monje Vollmar, su preceptor. En 1141 -frisaba los 43 años- sintió la vocación divina de dar a conocer por escrito sus contemplaciones. Primero se resistió a esta invitación, no sólo porque se sentía incapaz de hacer accesible lo «visto», sino también por la incredulidad y la habladuría de la gente, que ella, no sin fundamento, preveía. Pero Dios permitió que a través del sufrimiento corporal de una larga enfermedad terminara por obedecer. Para esta obra de «traducción» de lo espiritual a lo literario, encontró apoyo y ayuda en el mencionado monje Vollmar y en una monja especialmente querida por ella, de nombre Ricarda.

Diez años se demoró en escribir su primera obra, "Scivias" o "Sé los caminos hacia la luz vivificante". En ella se enlazan la teología con la cosmología y la antropología. La primera parte contiene seis visiones sobre el Creador, la creación y el hombre. La segunda parte trata en siete «visiones» de la obra de la redención: Cristo, su pasión, la Iglesia. La tercera parte es de trece visiones, sobre el edificio de las virtudes, esas fuerzas de Dios en el hombre y el juicio final. Es lo que llamaríamos hoy, una ética.

Hildegardis tenía dudas de que se creería o del valor de su traducción de la contemplación al lenguaje humano. Por eso abandona de allí en adelante su vida escondida y para resolver la duda recurre nada menos que a San Bernardo, el hombre más famoso de su época.

3.-Hildegardis Puesta en el Candelero de la Iglesia.

Con la humildad de una niña y la audacia de una mujer convencida de la importancia de lo que le sucede le escribe al abad Bernardo de Claraval, que por ese tiempo (1146) se encontraba en Alemania:

«Venerable Padre Bernardo, maravilloso te ves en tan grandes honores, por la gracia de Dios. Por ese Dios te suplico, Padre, que me escuches, ya que te pregunto.

Estoy muy afligida por esta visión que se me ha abierto como un misterio en el Espíritu. Nunca la he visto con los ojos exteriores de la carne. Yo, la miserable y aún más miserable en mi condición de mujer, he visto desde mi niñez grandes y maravillosa cosas, que mi lengua no podría pronunciar sí el Espíritu Divino no me enseñara a creer.

Oh Padre benigno, que eres ha vivido en seguridad a partir de su niñez, ni una sola hora. En tu amor de padre y tu sabiduría, explora tu alma sobre lo que el Espíritu Santo te enseña y haz a tu sierva el regalo del consuelo que mana de tu corazón.

Creo conocer el sentido de la interpretación del salterio, de los evangelios y de los demás libros de la Escritura que me es dado por esta contemplación. Como una llama devoradora esta contemplación toca mi corazón y mi alma y me enseña las profundidades de la interpretación (escriturística). Pero no me enseña las Escrituras en lengua alemana, que no conozco. Sólo sé leer como una mujer simple, pero no sé analizar las frases. Así, pues, respóndeme: ¿Qué opinas de todo esto? Yo no he recibido ninguna enseñanza de escuela, sólo muy dentro de mi corazón he sido instruida. Por eso hablo como dudando. Pero al oír hablar de tu sabiduría y tu amor paterno quedo consolada... Por el amor de Dios deseo, Padre, que me consueles aún más, pues entonces tendré seguridad.

Hace más de dos años te vi en mi contemplación como un hombre que mira de frente el sol y no siente temor, antes bien, es audaz. Y yo he llorado, comparándome contigo, porque me siento dubitativa y vacilante.

Padre bondadoso y benignísimo, estoy puesta en tu alma para que me reveles por medio de tu palabra si quieres que yo hable de lo que veo o si prefieres que mantenga silencio. Sufro grandes penalidades en mi alma porque no sé si puedo y hasta qué punto debo hablar de lo que he visto o escuchado. Muchas veces la enfermedad me arroja al lecho, de modo que no puedo ni sentarme.

Pero ahora me levanto y corro hacia ti y te digo: a ti nadie te abate, sino que levantas siempre el árbol en la Iglesia y eres victorioso en tu alma. Y te levantas no tan sólo a ti mismo, sino que levantas al mundo entero para su salvación. Tú eres el águila que mira el sol de frente.

Que el poder paternal que anima tu corazón haga que no permanezca indiferente ante las palabras de esta mujer Hildegardis. Adiós, padre, adiós y que sigas siendo un valiente luchador en el Señor. Amén.»

La respuesta de San Bernardo a una misiva tan cálida no podía ser menos espiritual:

«Por Hildegardis, amada hija en Cristo, ora el hermano Bernardo, llamado abad de Clairvaux, si es que la oración de un pecador alcanza alguna cosa.

Ya que piensas de mi exigua persona en forma muy superior a lo que me dice mi propia conciencia, creo que esto se debe únicamente a tu humildad. No olvidaré de responder el mensaje de tu caridad, aunque la cantidad de los asuntos por resolver me obliga a hacerlo en formas más breve de lo que yo habría deseado. Me gozo por la gracia de Dios que obra en ti. Y en lo que a mí se refiere, te exhorto y te conjuro que la estimes como una gracia y le correspondas con toda la amorosa energía de la humildad y de la entrega. Sabes bien, que «Dios resiste a los soberbios y concede a los humildes su gracia» (Stgo. 4.6). por lo demás, ¿qué más debo enseñarte y amonestarte, si ya hay en ti una instrucción interior y una unción que te enseña todo? Te ruego y te pido que te acuerdes de mí ante el Señor y de todos los que no están unidos en Dios».

Esta primera carta de Hildegardis (y nada menos que a S. Bernardo) la relata de cuerpo entero. Y a su vez la respuesta del abad de Clairvaux sintetiza la actitud de la Orden monástica frente a las visiones de la santa: con sobriedad reconoce su carisma, pide corresponder a él con amorosa entrega y la exhorta a guardar la humildad.

Pero el reconocimiento de la Iglesia no iba a limitarse a la carta del abad de Clairvaux: el Papa cisterciense Eugenio III se hallaba por entonces en Alemania e iría a celebrar en Tréveris un sínodo, que iba a durar del 30 de noviembre de 1147 al 13 de febrero de 1148. Por ruegos del abad Cuno de Disibodenberg el arzobispo de Maguncia, Enrique, sugirió al Papa que hiciera examinar a Hildegardis en cuanto a su doctrina y su don contemplativo. Eugenio III envió entonces una comisión de prelados y teólogos que, después de una exhaustiva entrevistas con la abadesa benedictina, volvió a Tréveris con una sentencia favorable y la parte de su libro
"Scivias" que Hildegardis ya había redactado.

El Papa entonces leyó personalmente trozos del libro ante los obispos y los prelados. San Bernardo, que estaba presente, pidió entonces a Eugenio III que se dignase corroborar con su autoridad apostólica las gracias recibidas por Hildegardis. El Papa no sólo accedió a ello, sino que escribió personalmente a la santa, animándola a continuar su obra espiritual y literaria.

4.- Las Fundaciones de Rupertsberg y Eibingen.

A partir de entonces, Hildegardis deja de ser la «mujer insegura» como ella se califica y como lo había sido hasta entonces. Su primera decisión fue la de establecer a sus monjas en un monasterio propio, desligándolas de la abadía de monjes de Disibodenberg, que durante medio siglo las había cobijado. Esto fue Rupertsberg, frente al puerto fluvial de Bingen en el Rhin. Ni el abad de Disibodenberg, ni los monjes estaban conformes con esta pérdida y la lucha que se entabló entre ambos monasterios da testimonio fehaciente del aprecio que los monjes sentían por Hildegardis y las «hermanas», pero también de la energía hasta entonces desconocida de la abadesa.

Hildegardis no sólo consigue el lugar de su monasterio, sino que también dirige la construcción de éste y de su iglesia. En 1150 las monjas toman posesión de su nuevo monasterio y en 1152 el arzobispo Enrique de Maguncia consagra la iglesia. Logrado esto no sin mucho empeño, la abadesa tuvo que enfrentar la murmuración de algunas de sus monjas, que encaradas con las privaciones de todo comienzo, echaban de menos los tiempos de la antigua abundancia a la sombra del monasterio de monjes. Razón para esto había, pues Hildegardis, para acallar la oposición de los monjes a su partida, les había hecho entrega gratuita de toda el ala de las monjas, con muebles y bienes económicos, además de una gruesa suma de dinero. Ningún sacrificio le parecía exagerado si de la independencia de sus monjas se trataba, pero no todas sus hijas comprendían el alcance de esta medidas.

La santa no se contentó con estas medidas de hecho, sino que no descansó hasta no dejar estatuida una reglamentación de derecho entre las dos abadías. El documento pertinente fue firmado en Maguncia el año 1158. En él se aseguraba que las monjas tendrían libertad perpetua para elegir a su propia abadesa, al mismo tiempo que el abad se comprometía a confirmar esta elección y a designar siempre a un monje como capellán de las monjas. No se admitía ningún patrono secular con derechos sobre el monasterio («así como tampoco se admite la entrada de ningún lobo a los apriscos del rebaño», observa significativamente el documento). Sólo el arzobispo de Maguncia sería protector del monasterio.

Bajo la maternal y firme dirección de Hildegardis el nuevo monasterio de Rupertsberg se desarrolló en lo espiritual y lo materia. El monje Guiberto de Gembloux, que visitaría la abadía en 1177 diría: «El monasterio ha crecido en el espíritu de S. Benito y en sus edificios, pues se compone de hermosas construcciones: todos los talleres tienen cañerías de agua y la sala en que las monjas trabajan copiando manuscritos tiene mucha luz. Las hermanas se señalan por su espíritu de oración y su diligencia en todo».

En 1152 tuvo lugar un significativo episodio que revela la riqueza afectiva de la santa y de sus monjas. Ricardis, su secretaria y confidente, inducida por su hermano, el arzobispo Hartwig de Bremen, y sin consultar a Hildegardis, había aceptado el cargo de abadesa en el monasterio de Bassum, cerca de la ciudad episcopal de su hermano. Hildegardis, más que atropellada su autoridad, se sintió herida en su afecto hacia una de sus hermanas que más apreciaba y que había sido colaboradora durante años en la redacción de la primera obra de la santa, el "Scivias". Recurrió a todas las autoridades posibles para lograr el retorno de Ricardis. Esta, a los pocos meses de haber asumido el cargo de abadesa, enfermó de gravedad. Por carta comunicó a Hildegardis que estaba arrepentida y que deseaba volver a su amada comunidad; pero ya era demasiado tarde y así la muerte la alcanzó en octubre de 1152. Hildegardis, a su vez, confesó en varias cartas su parte de culpa en esta desgracia, pues había amado en demasía a Ricardis y la había preferido a otras hermanas, siendo así causa de la vanagloria de la joven monja.

La afluencia de vocaciones a Rupertsberg hizo que en 1165 Hildegardis emprendiera una nueva fundación. Para ello compró a los agustinos un monasterio que tenían desocupado en el lugar llamado Eibingen, en la orilla derecha del Rhin (Rupertsberg se encontraba más al Sur, en la orilla izquierda). Una vez refaccionada esta nueva casa, la pobló con sus hijas. Dos veces por semana la abadesa cruzaba el Rhin para visitar el nuevo monasterio, resolver diversos asuntos y atender espiritualmente a sus monjas. Una vez en la travesía una madre que llevaba en brazos su bebé ciego, se lo mostró a la abadesa revelándole su aflicción. Hildegardis con la mano sacó agua del Rhin y la virtió en la frente del niño, que al instante recobró la vista. Este suceso hizo que mucha gente iba a ver a Hildegardis, para pedirle sus oraciones y su ayuda.

5.- Su Obra Literaria.

Después del éxito de su libro «Scivias» Hildegardis no dejó de escribir. Sus múltiples y ricas, experiencias con los seres humanos la llevaron a redactar entre 1158 y 1162 su segunda obra, el «Liber Vitae Meritorum», es decir, el «Libro de las retribuciones de cada cual por su vida», o como la llama su editor alemán, «El ser humano como ser responsable ante Dios». En él trata de treinta y cinco virtudes y sus vicios opuestos. Los vicios aparecen plásticamente descritos, en cambio las virtudes sólo son reconocibles por su voz y las palabras con que responden a los perversos argumentos de los vicios. Como siempre su obra es rica en referencias de tipo cosmológico y en imágenes tomadas de la astronomía, de la biología y de una aguda observación de la naturaleza y del comportamiento humano.

Su tercera obra, el «Liber divinorum operum» o «Liber de operatione Dei» («Libro de las obras divinas»), fue escrita entre 1163 y 1173. Indica las relaciones entre macrocosmo y microcosmos, que se derivan del hecho de la Encarnación de Dios. Todas las tensiones entre Dios, el mundo y el hombre, encuentran su solución en Cristo, que es el puente entre todos. La inspiración de esta obra le vino a la santa cuando meditaba el prólogo de San Juan.

Estas tres obras constituyen la trilogía fundamental de la producción literaria hildegardiana, pero están lejos de agotarla. La santa abadesa dejó también una no despreciable obra musical: se conservan 77 cantos religiosos con letra y música de ella, un Kyrie, un auto sacramental cantado (especie de «Oratorio») titulado «Ordo virtutum». Hildegardis componía por encargo antífonas y responsorios para otros monasterios.

Ya nos hemos referido a sus conocimientos sobre la naturaleza. Su libro titulada «Física» trata de las plantas, de los animales, de las piedras y de los metales. No en vano la abadesa de Rupertsberg había cultivado la amistad con el obispo Siwaldo de Upsala, que era muy aficionado a la botánica y a la mineralogía. En este libro ella trata en 293 capítulos de las yerbas medicinales y la sección en que trata de los peces del Rhin es considerada hasta el día de hoy como lo más completo que se ha escrito sobre la materia. En su descripción de los animales la santa revela mucho sentido de observación y mucha simpatía por los fenómenos naturales.

Su libro «Causae et curae» («Causas de las enfermedades y sus curaciones») se aboca a la medicina del cuerpo humano. Es el resultado de que mucha gente de los alrededores del monasterio venía a tratar con la abadesa sus problemas de salud, que ella sabía tratar acertadamente a causa de su vista «radiográfica». Pero en los fenómenos biológicos -que la santa no vacila en describir con crudo realismo- ella veía ante todo las maravillas de Dios. Hildergardis vivía deslumbrada por la belleza y sabiduría de la creación.

Se conserva también un epistolario con 300 cartas hildergardianas. Todas son posteriores al sínodo de Tréveris de 1148 en que el Papa y S. Bernardo habían avalado la doctrina de la «prophetisa teutonica». Este tomo contiene un extenso intercambio epistolar con casi todas las personas más famosas de la segunda mitad del siglo XII. Notable es su relación con el emperador Federico I Barbarroja (+1190), quien al principio protegió mucho el monasterio de Rupertsberg. Pero cuando el emperador impuso en Roma un antipapa, Hildegardis se puso enérgicamente de parte del Papa legítimo, Alejandro III (1159-1181). La carta que la abadesa escribió por ese motivo a Barbarroja es breve y demoledora: «El que es, dice: «destruiré la cerviz altiva y conculcaré la soberbia de los que se oponen a mí». Ay, ay de las maldades del perverso, del que me desprecia. Escucha estas palabras, oh rey, si quieres permanecer en vida. Pues si no lo haces, mi espada te atravesará». Sabido es que el emperador Federico Barbarroja, al emprender la tercera cruzada murió ahogado en las aguas del río Cidno.

En el epistolario se conservan tres cartas a Eugenio III y una carta de este Papa a Hildegardis, una carta a Anastasio IV (1153-54) y otra a Adriano IV, el único Papa inglés (1154-1159).

6.- Los viajes de Sta. Hildegardis:

Completamente insólito es el hecho de que la abadesa emprendiera varios y extensos viajes, consecuencia de la autoridad moral de que gozaba entre el clero y la nobleza y de las numerosas consultar de todo orden de que era objeto. Estos viajes mayores fueron cuatro:

1. viaje (1158-1159): por el río Main, con visitas en Maguncia, la abadía de Kitzigen, la ciudad de Bamberga.

2. viaje (1160) por el Mosela hasta Lorena. En Pentecostés de 1160 predicó al clero en el monasterio S. Matías de Tréveris. En Metz predicó invitada por el duque Mateo, tío de la emperatriz.

3. viaje (entre 1161 y 1163) por el río Rhin. Andernach, el monasterio S. Miguel de Siegburgo, donde el abad y la comunidad la recibieron«como una madre». De allí se dirigió a Colonia, donde predicó en la iglesia del monasterio de monjas benedictinas Sta. María en el Capitolio. El motivo principal de estas prédicas era el auge de la herejía de los cátaros, contra la cual la Iglesia se valió primero de los cistercienses, hasta que apareció Sto. Domingo de Guzmán y la Orden de Predicadores. Lo notable es que Hildegardis recomienda al clero los mismos remedios que más tarde aplicarían los dominicos: el estudio y la prédica de la Palabra de Dios y una vida austera y ejemplar, ambas cosas al parecer ausentes en el clero de la época.

4. viaje (1170-1171) por la región de Suabia y solamente por asuntos de reforma de monasterios. La abadesa visitó primero Maulbronn (cistercienses), después Hirsau y Zwiefalten (benedictinos). La comunidad de este último monasterio (y de su filial femenina) tenía un intenso trato epistolar con Hildegardis.

Los viajes los realizaba en barco y a caballo, lo cual era muy fatigoso, especialmente porque era enfermiza. Se le conocen al menos tres períodos en que estuvo enferma casi hasta la muerte, con recuperaciones lentas, de muchos meses: 1155, 1158 y 1168. Ella comentaba que Dios le enviaba esos sufrimientos para que ella «no se inflara» «Nunca viví segura, ni una sola hora» le había escrito a S. Bernardo. Sin embargo, la santa era firmísima y perseverante cuando se trataba de las cosas de Dios.

7.- Ayudantes y Enemigos

Hildegardis era una mujer-lider, era una «profetisa», pero al mismo tiempo era necesitada de apoyo, de diálogo y buscaba la complementación con otras personas. En sus largos años de vida oculta había encontrado ese apoyo y esa interlocutora espiritual en su«magistra» Jutta de Spannheim. Cuando en 1141 sintió la inspiración para su primera obra, el «Scivias», lo primero que experimentó fue su debilidad y su incapacidad para una obra de tal magnitud y buscó a alguien «que viniera en su ayuda». Esa ayuda la encontraría en el monje Vollmar de Disibodenberg. Una ilustración del código de Hildegardis lo representa sentado frente a la santa en actitud de humilde escucha. El le redactaba en latín correcto lo que ella le comunicaba en alemán; muchas veces ella misma escribía en latín imperfecto y su ayudante le arreglaba el texto. Vollmar veneraba a la santa y se lamentaba cuando ella estaba ausente, imaginándose cómo sería si ella los dejara para siempre. El pensamiento de la muerte de Hildegardis sumía a Vollmar en los mas negros pensamientos. Pero por disposición divina fue él el primero en ser llamado al Juicio de Dios, seis años antes que su inspirada maestra (1173). Ahora fue el turno de ella de lamentarse y de sentirse huérfana, traspasada su alma de dolor por haber sido privada «de este monje temeroso de Dios y que vivía la Regla del Padre Benito como ninguno». El abad de Disibodenberg nombró entonces como nuevo capellán y secretario al monje Godofredo, que escribió la primera parte de la «Vida» de Sta. Hildegardis y le sirvió de amanuense hasta su muerte en 1176. Durante un año fue capellán el hermano de la abadesa, Hugo, canónigo de Maguncia y cantor, hasta su muerte, ocurrida en 1177.

Entre 1177 y 1180 ocupó este puesto el más famoso de los admiradores y colaboradores de la santa abadesa: el monje valón Guiberto de Gembloux (nacido en 1125). No hablaba alemán, por lo que ella tenía que conversar en latín, pero la mutua estimación lo suplía todo. En una carta a su abadía Guiberto escribía: «No sólo la abadesa Hildegardis, sino que también toda la comunidad me recibió con gran alegría. Así vivo ahora en la paz, la alegría y el gozo de esta casa. Sus (los de Hildegardis) consejos me guían, sus oraciones me fortalecen, sus méritos me apoyan, su benevolencia me sostiene y sus conversaciones me recrean días tras días». El debe haber asistido a Hildegardis en el día de su paso a la eternidad, el 17 de septiembre de 1179, pero desgraciadamente no dejó nada escrito sobre ello. En 1180 Guiberto volvió a Gembloux y fue abad de su monasterio entre 1193 y 1203. Un cronista habla de él como del «ojo de la casa de Dios».

Pero en el último año de su vida Hildegardis tuvo que sufrir una prueba tremenda que sirvió para revelar al mundo la rectitud y entereza de su carácter: Al igual que la abadía de Disibodenberg la de Rupertsberg tenía el privilegio de poder sepultar en su comentario a personas emparentadas, amigas o benefactoras. Cierto caballero que había sido excomulgado por causas desconocidas, encontró refugio en el monasterio de las monjas y habiendo pedido y alcanzado el perdón sacerdotal había muerto en aquel lugar. La abadesa había mandado que lo enterraran en el cementerio de la comunidad. El capitulo catedralicio de Maguncia se enteró del hecho y desconociendo el hecho de la absolución recibida por el difunto, ordenó que su cadáver fuese desenterrado y echado al basural. Hildegardis, profundamente conmovida, recurrió a la oración y después declaró que una persona que había recibido el perdón de Cristo no podía ser tratada así. En previsión de posibles violencias masculinas, la abadesa (que ya tenía más de 80 años) se preocupó personalmente de hacer irreconocible el lugar de la tumba. Luego redactó un escrito en defensa del difunto y de la validez de la absolución que éste había recibido y fue personalmente a Maguncia a presentarlo a los canónigos. En ese año el arzobispado Christian de Maguncia estaba ausente por participar en el Tercer Concilio de Letrán (1179). Los canónigos insistieron en su dictamen y amenazaron el monasterio con el entredicho. Hildegardis, habiendo reunido a sus monjas, decidió sufrir el entredicho, pero «que el perdón de Jesucristo no podía ser anulado». Si se considera que este castigo significaba la suspención de todo acto de culto en el monasterio, el cese del toque de las campanas, la prohibición de la misa y de toda liturgia y que por otro lado sólo estaba en juego -al parecer- el cadáver de un desconocido, se podrá medir toda la entereza moral de Hildegardis y la valentía cristiana de todas sus monjas. La abadesa escribió entonces al arzobispo Felipe de Colonia, que se puso de lado de las monjas y obtuvo el capítulo de la catedral de Maguncia la suspención del entredicho. Pero la malevolencia humana llevó la noticia a Roma, donde estaba el arzobispo de Maguncia en el concilio y le presentó la cosa como una ingerencia indebida de la Iglesia de Colonia en los asuntos de la Iglesia de Maguncia. Picado en su amor propio, el arzobispo Christián renovó desde Roma el entredicho y de nuevo la anciana abadesa y su comunidad sufrió la pena y humillación del cese de la liturgia. Hildegardis le escribió al prelado ausente en una forma tal, que éste le respondió pidiéndole perdón por la molestia que le había causado a ella y su comunidad y ordenando que después de una nueva investigación sobre la absolución del difunto caballero, se levantara el entredicho.

Todo esto había sucedido en marzo de 1179. El 17 de septiembre del mismo año, Hildegardis, a los 82 años de edad, entró a la visión eterna.

8.- La Posteridad de Hildegardis:

Numerosos milagros ocurridos en la tumba de Hildegardis en la iglesia abacial de Rupertsberg hicieron que el redactor de la segunda y tercera parte de la «Vita Hildegardis», el monje Teodorico de Echternach, la llamara «sancta» y ya en principios del siglo XIII era representada con la aureola de las santas. Las muchedumbres que acudían para orar en la tumba no dejaban de ser molestas para las silenciosas monjas. El arzobispo Sigisfredo II de Maguncia se vio forzado de acudir personalmente a la iglesia del monasterio para mandar a la santa que dejara de hacer milagros desde el cielo. Al parecer este mandato arzobispal fue ineficaz, pues en enero de 1227 el Papa Gregorio IX -que como legado del Papa anterior (Honorio II) había tenido ocasión de observar en Alemania la devoción por Hildegardis ordenó la formación de una comisión para examinar la causa de canonización. En 1233 el protocolo de lo investigado fue enviado a Roma y en 1237 fue devuelto al capítulo de Maguncia, con el encargo de completar varios datos. Al parecer los canónigos no manifestaron interés ni apuro
por la causa incoada, pues en 1243 el Papa Inocencio tuvo que insistir de nuevo. El documento así completado se encuentra actualmente en el archivo de Coblenza, pero se ignora si en su tiempo fue enviado a Roma.

En 1489 y en 1498 se procedió al examen de las reliquias de la santa, abriéndose la tumba en presencia de la abadesa y la comunidad. Pero, adelantándose al dictamen de la burocracia eclesiástica, el pueblo fiel hacía tiempo ya que la veneraba como santa y los martirologios la mencionaban en tal calidad.

La Guerra de los Treinta Años (1618) afectó al Rupertberg, que fue saqueado y quemado por los soldados suecos del rey Gustavo Adolfo en 1631. Las monjas tuvieron que refugiarse en Colonia. Cuando retornaron en 1636 tuvieron que cambiarse al segundo monasterio de Sta. Hildegardis, Eibingen. Este monasterio heredó todos los títulos legales de Rupertsberg, de modo que la abadesa lleva el título de "abadesa de Rupertsberg y Eibingen" y el escudo es el de la santa.

La abadía de Eibingen fue secularizada en 1802 y por entonces sólo cuatro monjas residían en la casa. Los edificios en parte fueron demolidos, pero lo que queda actualmente sirve de casa y centro parroquial y las reliquias de la santa se encuentran bajo el altar mayor de la iglesia, en un cofre artísticamente esmaltado hecho por los monjes de María Laach.

En 1900 el príncipe Carlos de Löwenstein se interesó por establecer de nuevo el monasterio de Sta. Hildegardis y para ello consiguió un terreno situado en los hermosos faldeos de la orilla del Rhin y entre 1900 y 1904 construyó allí la actual abadía Sta. Hildegardis de Eibingen. El 17 de septiembre de 1904 las monjas fundadoras, provenientes de la abadía de S. Gabriel de Praga, de la congregación beuronesa, hicieron su solemne entrada en el nuevo monasterio. El 7 de septiembre de 1908 fue consagrada la actual iglesia y al día siguiente fue bendecida la nueva abadesa Regintrudis Sauter OSB. La trigésima sexta sucesora de Sta. Hildegardis. En 1955 le sucedió en el cargo la R.M. Fortunata Fischer y en 1978 la R.M. Edeltrudis Forster.

Desde el actual monasterio de monjas se camina unos diez minutos hasta la iglesia parroquial de Eibingen