EL CARMEN SACRUM DE FALTONIA BETITIA PROBA, LA PRIMERA POETISA CRISTIANA.

Antonio Arbea

Pontificia Universidad Católica de Chile

 

1. Faltonia Betitia Proba (ca. 322 - ca. 370)

Como ocurre con la mayoría de los autores antiguos, es muy poco lo que sabemos acerca de Proba: vivió a mediados del siglo IV d. C.; pertenecía a una familia noble y prestigiosa, que contaba con cónsules, gobernadores y prefectos; a los treinta años de edad, aproximadamente, se convirtió al cristianismo, como lo hicieron muchas otras matronas romanas de familias senatoriales durante el siglo IV; y -lo que aquí principalmente nos interesa- Proba es la única figura femenina de la literatura cristiana primitiva de quien conservamos una obra completa. Esta obra es su Carmen sacrum.1

2. El «Carmen sacrum» de Proba

El poema, de 694 hexámetros, ha sido tradicionalmente llamado Cento Vergilianus, designación que no constituye, en rigor, un nombre, sino una determinación genérica -eso es la pieza: un centón virgiliano, es decir, una obra compuesta con versos de Virgilio. La designación Carmen sacrum, en cambio, aunque también genérica, me parece preferible; por de pronto, es la que emplea la propia Proba para referirse a su poema (verso 9).

Como epopeya sagrada que quiere ser, el Carmen sacrum de Proba sigue ceñidamente el esquema tradicional del género: tiene una propositio, una invocatio y una enarratio. La siguiente es la sinopsis de su contenido:

- versos 1-55: Proemio e invocación:(la que aquí es, por supuesto, a Dios)

- versos 56-345: Episodios del Antiguo Testamento (Creación, Paraíso, Adán y Eva, Caín y Abel, Diluvio)

- versos 346-688: Episodios del Nuevo Testamento (nacimiento de Cristo, la matanza de los niños inocentes, Juan el Bautista, la tentación de Cristo, el sermón de la montaña, el joven rico, la expulsión de los mercaderes, la última cena, la traición de Judas, la Crucifixión, la Resurrección, la Ascensión)

- versos 689-694: Epílogo

Como muestra de la obra, reproduzco a continuación el comienzo de uno de sus más logrados pasajes: el episodio de "La última cena" (vv. 580-588). Dispongo los hexámetros -todos métricamente correctos, como podrá verse- con sus pies separados por barras verticales. Entre corchetes indico la procedencia precisa, dentro de la obra de Virgilio, del verso o segmento de verso ocupado en la composición. El lector interesado podrá cotejar el texto de Proba con las fuentes indicadas y advertir que las modificaciones introducidas por la poetisa son de poca monta y escasas, las estrictamente indispensables para ensamblar adecuadamente unos segmentos con otros. Del conjunto seleccionado, por último, ofrezco una traducción yuxtalineal y lo más literal posible, sin pretensiones literarias, por supuesto, sino solo destinada a identificar cada paso del texto latino.

580 Deve|xo intere|a propi|or fit | Vesper O|lympo [Ae. 8, 280].

Entretanto, inclinado el Olimpo (= cielo), la estrella de la tarde se hace más cercana.

 

581 Tum vic|tu revo|cant vi|res fu|sique per | herbam [Ae. 1, 214]

Entonces con el alimento recuperan las fuerzas, y esparcidos por el pasto

 

582 et dapi|bus men|sas one|rant et | pocula | ponunt [Ae. 7, 706].

con manjares las mesas cargan y las copas ponen.

 

583 Postquam | prima qui|es epu|lis men|saeque | remotae [Ae. 1, 723],

Después que un primer descanso tuvo la comida y las mesas fueron sacadas,

 

584 ipse in|ter pri|mos [Ae. 2, 479] geni|tori ins|taurat ho|nores [Ae. 5, 94]

él mismo entre los principales a su padre renueva los sacrificios

 

585 suspici|ens cae|lum [Ae. 12, 196]. Tum | facta si|lentia | linguis [Ae. 11, 214].

levantando la vista al cielo. Entonces las lenguas callan.

(liter. Entonces se hacen silencios con las lenguas)

 

586 Dat mani|bus fru|ges [Ae. 12, 173] dul|cesque a | fontibus | undas [G. 2, 243],

Da de sus manos las mieses y las dulces ondas (= aguas) de las fuentes,

 

587 imple|vitque me|ro pate|ram [Ae. 1, 729] ri|tusque sa|crorum [Ae. 12, 836]

y llenó con vino puro la pátera, y los ritos de los sacrificios

 

588 edoce|t inmis|cetque pre|ces [...] [Ae. 10, 152+153]

enseña, y mezcla oraciones (sc. a sus enseñanzas) [...]

 

3. El Centón: Definición

La palabra centón proviene del latín, donde significa 'colcha o manto cobertor compuesto de diferentes retazos viejos y de diverso color, cosidos entre sí' («vestis stragula [...] ex variis pannis veteribus ac diversi coloris consuta, qua pauperum lecti sternuntur» [Forcellini]). La voz fue empleada, asimismo, para designar unas mantas que, hechas también de retazos, ocupaban, para sofocar incendios, los bomberos (que se llamaban, por lo mismo, centonarii).

Más tarde, en el siglo III d. C., ya en el latín postclásico, la palabra aparece usada, metafóricamente, en otro sentido, que es el que principalmente terminó teniendo en las lenguas romances (y aquel con que la empleamos aquí), es decir, 'poema o relato compuesto de diversos fragmentos de una obra ajena' («carmen seu scriptum ex variis fragmentis [alieni operis] contextum» [Du Cange]). A partir de entonces -del siglo III d. C.-, encontramos empleada la palabra centón para designar genéricamente una serie de obras que tenían precisamente este rasgo de ser, diríamos, literatura prefabricada, de estar construidas enteramente con pasajes de otras obras. Esas «otras obras» fueron, casi siempre, las de Virgilio, el autor lejos más preferido para surtir de -sit venia verbo- materia prima a los centonistas latinos. Mediante este curioso procedimiento de ensamblar fragmentos de diversa procedencia, pues, los autores de centones construían un todo en el que sus partes -es decir, los fragmentos entresacados de la pieza original- cobraban, por lo general, un sentido enteramente distinto del que primitivamente tenían2.

4. Motivos del Surgimiento del Centón

¿Qué circunstancias se dieron para que surgiera este curioso modo compositivo que es el centón? ¿Qué explicación causal podría darse de esta forma de escritura, que, por lo demás, no nace con Proba, sino que se inscribe en una larga tradición, que se remonta al siglo V a.C., si consideramos los centones en lengua griega?

En primer lugar, podría tal vez decirse que, en general, a las épocas de intensa creatividad literaria -pensemos, por ejemplo, en los siglos de oro o en las épocas clásicas de cualquier cultura, períodos en que se concentran las grandes figuras- regularmente las suceden otras de menor densidad creadora, en las que la grandeza del período precedente abruma e inmoviliza; en esos momentos pareciera imponerse la idea de que ya todo está dicho. La prestigiosa literatura de un pasado ejemplar se convierte entonces en canon, en modelo ineludible para todos, y los escritores se limitan a imitar, a repetir. En el caso de los centones virgilianos, pareciera quesus autores se hubieran preguntado:«¿Quién puede decir algo mejor que Virgilio, que lo dijo ya todo?»

Esta postura artística no es la imperante en nuestro tiempo y, por lo mismo, nos resulta tal vez difícil de comprender. Ningún poeta compone hoy centones seriamente. A nosotros, los centones nos parecen, más bien, una habilidosa técnica de montaje, una pirueta literaria que le debe más al virtuosismo que al talento. En los refinamientos formales del centón no podemos dejar de ver comprometida su espontaneidad, su sinceridad. ¿Qué posibilidades puede haber -se pregunta uno- de que en esas composiciones tan artificiales, en esos mosaicos hechos de versos ajenos, se transparenten efectivamente los sentimientos del poeta, su genuina intimidad?

En esta materia, sin embargo, no debemos tratar de imponerles nuestras preferencias a otras épocas. En 'descargo' de quienes cultivaron el centón en el pasado, hay que decir que el descrédito contemporáneo de este tipo de composiciones implica una concepción de la originalidad y del poeta creador que es extraña a la antigüedad. Para el escritor antiguo, depender de otro en sus temas era un título de honra, y la imitación, un homenaje que se rendía al imitado. Lo que había que justificar entonces, era precisamente no tener el respaldo de una autoridad, no imitar. El escritor de hoy, en cambio, busca precisamente decir lo nunca antes dicho, no parecerse a nadie, no tener modelos. Evita a todo trance que en su obra se trasluzcan las identidades de aquellos a quienes secretamente admira y a quienes, sin querer queriendo, imita. Y nada lo hiere más en su orgullo creador, que ser acusado de plagiario. No va con él aquello de que el plagio queda justificado cuando supera a las obras que le sirvieron de modelo, o, como decía festivamente Campoamor, cuando el robo va acompañado de asesinato. Y es que el romanticismo europeo ha grabado muy hondamente en nosotros la idea de que el valor de una creación poética depende directamente de su originalidad temática.

Sin embargo, es interesante señalar que, también entre nosotros, en plena contemporaneidad, han aparecido, en momentos en que esa concepción del yo creador se ha sentido agotada, han aparecido, digo, prácticas que, en rigor, son también centonarias. Es el caso, por ejemplo, de cierta antipoesía que ha buscado recoger giros y frases hechas, en un intento que es algo más que una mera ingeniosidad. Similarmente -en el caso ya de otras artes-, la música concreta introduce en sus obras, por ejemplo, ruidos de la calle, y la plástica, en sus collages, incorpora objetos reales de la más diversa índole. Estas creaciones son también -como los centones- construcciones prefabricadas, y en todas ellas se advierte la intención de que el arte recupere para sí la realidad -concebida como la verdad-, sin someterla a ninguna transformación artificial, sin manipularla, sin adulterarla con la casualidad del artista. Y aquí hay también, a su modo, una actitud reverencial ante ese material que, lo más inmodificado posible, se ocupa en la creación.

Otra explicación genético-causal del centón puede tal vez estar en la apariencia de continuum que tiene la literatura latina en esas colecciones de frases o pasajes memorables de autores del pasado, confeccionadas ya a partir de la antigüedad misma. Esas antologías o repertorios textuales eran verdaderos arsenales de doctrina al servicio de oradores, maestros, escritores, predicadores, y es muy probable que esos registros, con su indiscriminación de autoridades, hayan configurado la imagen de una compacta latinidad suprautoral, patrimonio comunal de donde el hombre de letras se sentía con derecho a sacar, libremente, formulaciones verbales
ejemplares para construir su discurso. El caso particular de los numerosos centones virgilianos, además, hace suponer que probablemente ya existían por entonces registros específicos de frases de Virgilio u otros escritores, agrupadas acaso temáticamente, como existen hoy.

En estrecha relación con lo anterior, por último, es posible también que ciertas prácticas escolares habituales -como las paráfrasis de poetas, por ejemplo- familiarizaran con este manejo tan libre y suelto de los textos clásicos, manejo detrás del cual -es esencial reiterarlo- no había sino una fervorosa estimación y un profundo respeto por esas obras que se manipulaban, aunque a los ojos modernos pueda parecer de otro modo. En sus Confessiones, por ejemplo, San Agustín nos cuenta que, durante sus años de estudiante, tenía que parafrasear pasajes de la obra de Virgilio: «Se nos obligaba -nos dice- a expresar algo en prosa, tal como el poeta lo había dicho en verso»3. Este ejercicio de convertir poesía en prosa, que formaba ya parte central del sistema educativo antiguo -había sido introducido el año 100 a. C.- y perduró hasta muchos siglos más tarde, muestra cuánta importancia se le concedía a la imitatio de los autores en la formación de los jóvenes, y es justamente a esta imitatio, en último término, a la que puede reducirse toda práctica centonaria.

Las circunstancias apuntadas más arriba pueden en alguna medida explicar, tal vez, el fenómeno del centón en general, pero todavía es posible sugerir alguna explicación adicional para el caso de los centones cristianos.

Hay buenas razones para suponer, por ejemplo, que deben de haber existido numerosos no creyentes cultos que eran atraídos por el mensaje cristiano, pero a quienes el estilo rústico y poco clásico de las Escrituras movía a desdén. Sabemos, por de pronto, que ese fue el caso del propio San Agustín, para quien su primer encuentro con los textos bíblicos fue decepcionante; los encontraba, nos dice, «indignos de ser comparados con Cicerón»4.

Sabemos, por otro lado, que algunos maestros cristianos de los primeros siglos de nuestra era se dieron a la tarea de elaborar textos alternativos para la educación de los jóvenes, para lo cual compusieron epopeyas, tragedias, comedias, odas, diálogos, etc., todas al estilo de los autores clásicos, pero de contenido cristiano. Se conoce el caso de Apolinario (ca. 310-ca. 390), obispo de Laodicea, que reescribió partes de la Biblia en los moldes más prestigiosos de la literatura clásica: Homero, Eurípides, Menandro, Píndaro, Platón. Los géneros escogidos cumplían deliberadamente con el propósito de que los estudiantes cristianos no perdieran familiaridad con la literatura griega antigua. Con este tipo de composiciones, pues, se cristianizaba el ejercicio escolar. En el ámbito latino, por su parte, todo parece indicar que el centón virgiliano escrito por Proba fue una más de esas piezas de propósito pedagógico; por de pronto, lo que sí sabemos con certeza es que fue, de hecho, ampliamente utilizado para fines educativos en la antigüedad cristiana y en la Edad Media.

En esta confluencia de motivaciones del centón cristiano, señalemos, en fin, que un papel decisivo en la cristianización del `género' debe de haber tenido una muy habitual conducta entre los apologistas: la de citar, como autoridades y en respaldo de sus opiniones, a los poetas. Un examen detallado, por ejemplo, de las citas de poetas latinos hechas por Lactancio, permite ver en ellas la prehistoria directa de los centones bíblicos que vemos aparecer en el siglo IV.

5. Virgilio, Cantera de Centonistas

El hecho de que Virgilio sea prácticamente el único autor latino del que los centonistas extrajeron versos para componer sus obras, no es casual. Desde el mismo siglo I a. C., Virgilio pasó a ocupar, como sucesor de Homero, el primer lugar entre los autores leídos, estudiados y -lo que es de especial importancia para nuestro tema- memorizados en las escuelas latinas. A partir de entonces, fueron muchos los comentarios que se escribieron a su obra y que sirvieron de textos de enseñanza. En tales circunstancias, pues, era inevitable que Virgilio se convirtiera también en obligado modelo para los demás escritores. Toda la literatura posterior, incluida la prosa, está en deuda -casi siempre explícitamente reconocida- con Virgilio; toda ella es virgiliana. Este verdadero culto a Virgilio se prolongará hasta fines de la Edad Media.

Tampoco es casual que Virgilio haya seducido tan hondamente al cristianismo naciente. Él fue, en efecto, mucho más que el cantor de la Roma de Augusto. Por debajo de su aspecto de poeta nacional, en un nivel más hondo, se percibe a un hombre contemplativo, alejado de lo histórico y lo político. En Virgilio hay una neta profundización en la mirada que el hombre se da a sí mismo. Hay una parte de la antigüedad que muere con él, y una parte de la modernidad que nace con él. Lo que nace es un cierto primado del alma, del espíritu. Su mundo se asemeja ya, en muchos aspectos, al cristiano. Él fue, sin duda, el más religioso de los poetas latinos. Es natural, por tanto, que en la constitución de un lenguaje propio, el cristianismo encontrara en él a su intérprete privilegiado.

Ilustremos esto que venimos diciendo. Si -fuera de todo contexto- uno escucha, por ejemplo, la expresión pater omnipotens, se traslada de inmediato, espontáneamente, al ámbito del latín cristiano, y acaso lo primero que se le venga a la cabeza sea el comienzo del Credo: Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem... Hay que decir, sin embargo, que pater omnipotens es un caso, entre muchos otros, de acuñación verbal pagana adoptada por el latín cristiano; pater omnipotens llama Virgilio a Júpiter en la Eneida I, 60. Bien puede decirse, pues, que Virgilio modeló en cierta forma la doctrina cristiana, proporcionándole una horma para la transmisión de su mensaje.

6. Valoración Histórica del Centón

Algunas importantes voces se han levantado en contra del centón cristiano en el curso de la historia. Ellas coinciden, en general, en destacar los mismos 'defectos' del género. Domenico Comparetti, por ejemplo, el gran estudioso de la Edad Media, sostenía que «poner en verso el evangelio era quitarle a la ingenua narración evangélica su poesía propia, para darle un ornato contrario a su naturaleza»5. Curtius, por su parte, refiriéndose no solo a los centones cristianos, sino, en general, a toda la así llamada epopeya bíblica, afirma que ella es«un género híbrido e inauténtico»6; a su juicio, la Salvación cristiana, tal como la presenta la Biblia, no tolera esa forma seudoantigua, que la priva de su configuración vigorosa, autoritativa, y la falsifica con sus convenciones verbales y métricas.

Sabemos también que San Jerónimo no le tenía mucha simpatía a este tipo de composiciones. Sus reservas, claro está, no eran de carácter estético, sino doctrinal. En una de las cartas que le dirigió a Paulino de Nola, luego de insistir en que la exégesis bíblica debe ser instruida y rigurosa, evitando las interpretaciones antojadizas, se le vienen espontáneamente a la cabeza, como ejemplo natural de lo que viene censurando, los centones virgilianos. Afirma que los conoce, y a propósito de ellos advierte que no porque en Virgilio se encuentren pasajes de aspecto cristiano, debe uno considerar cristiano a Virgilio: «Esas cosas son niñerías»7, dice. En esta misma línea de pensamiento, expresa en otro lugar: «¿Qué tiene que ver Horacio con el salterio?, ¿qué tiene que ver Virgilio con el evangelio?»8

Puestos nosotros a revisar las preferencias del pasado, sin embargo, creo que más de algo podríamos decir en favor de estas piezas menores, como el Carmen sacrum de Proba. Tal vez no corresponda hacer una revalorización estética de estas obras -de la que no saldrían favorecidas, seguramente-, pero sí se puede propiciar un acercamiento a ellas más comprensivo. Porque, después de todo, alguna buena explicación tiene que existir del hecho de que estas poesías, que para algunos son solo decadentes acrobacias de poeta alejandrino, tuvieran entonces tantos admiradores. En otras palabras, el interés principal que estas composiciones pueden tener para nosotros no es tanto artístico como histórico-cultural; más que valorar lo que estas piezas terminaron efectivamente siendo, debe interesarnos apreciar lo que ellas quisieron ser. Eso es, en rigor, lo que a una historia de las ideas le interesa explorar.

Para hacerle justicia al centón, conviene situarlo en el horizonte de la sensibilidad de su época, y recordar -para dar una muestra típica de la afición que entonces había por el virtuosismo formal en el arte- que en el siglo IV d. C. escribe, por ejemplo, Optaciano Porfirio, el panegirista de Constantino. Este poeta, anticipándose en quince siglos a los caligramas de Apollinaire (1880-1918), el precursor del surrealismo, puso de moda los carmina figurata, esos poemas cuya disposición gráfica imita la forma de un objeto: un altar, una flauta, un órgano, etc.; compuso, además, una amplia variedad de acrósticos y de otros poemas sujetos a las más diversas e ingeniosas restricciones formales9. La buena acogida que estas prácticas poéticas tuvieron en su tiempo obliga a adoptar una actitud crítica prudente frente a ellas y a no despacharlas como meros excesos manieristas de un período falleciente.

Es oportuno señalar también que estas formas híbridas que son los centones ocurren en el mismo momento histórico en que se dan otras síntesis similares entre el paganismo antiguo y el cristianismo naciente. Baste mencionar a San Agustín y a San Jerónimo, quienes, con modulaciones propias cada uno, se nos muestran íntimamente imbuidos de la literatura y la filosofía antiguas, a las que citan a cada paso en sus escritos.

Y más allá de consideraciones puntuales, en fin, hay que decir que una justa valoración del centón cristiano reclama de nuestra parte un especial esfuerzo imaginativo, de modo de poder salvar la distancia filológica a que estas obras se encuentran de nosotros. El lector de estas piezas debe esforzarse por reconstruir el ambiente espiritual de ese atrayente período que fue el siglo IV d. C.; sólo así podrá entender la emoción y el gozo que deben de haber experimentado los hombres cultos de entonces cuando, convertidos recientemente al cristianismo, encontraban reunidas en estas composiciones su antigua educación literaria y su nueva fe.

Notas

1 Publicado bajo el título Centones Virgiliani, en Migne, Patrologia Latina [P.L.], tomo
XIX, cols. 803-818.   ¬volver

2 La más completa y antigua colección de centones virgilianos está contenida en el códice
Parisinus 10318; fue editada por Baehrens: Poetae Latini minores, 4, fragmentos 197-208,
Leipzig, Teubner, 1882, págs. 191-240. ¬volver

3 «Cogebamur [...] tale aliquid dicere solutis uerbis, quale poeta dixisset uersibus» (Conf.
I, 17). ¬volver

4 «[Illa scriptura] uisa est mihi indigna quam Tullianae dignitati compararem» (Conf. 3,
5). ¬volver

5 «Versificare il vangelo era un togliere a la ingenua narrazione evangelica la poesía sua
propria, per darle un ornato ripugnante alla sua natura» (Comparetti, D., Virgilio nel
Medio Evo, Nuova edizione a cura di G. Pasquali; Firenze, «La nuova Italia» editrice, 1946
[1ª edic.: 1872], vol. I, p. 196). ¬volver

6 Curtius, E. R., Literatura europea y Edad Media latina, F. C. E., México, 1955, p. 653. ¬volver

7 «Puerilia sunt haec...» (Ep. 53, 7). ¬volver

8 «Quid facit cum salterio Horatius? cum evangelio Maro?» (Migne, P.L., tomo XXII, col.
416). ¬volver

9 Una amplia muestra de estas ingeniosidades puede verse en Migne, P.L., tomo XIX, cols.
396-432.¬volver