SABIDURÍA FEMENINA EN LA BIBLIA HEBREA

Beltrán Villegas Mathieu
S.S. C.C.

Profesor de la Facultad de Teología
Universidad Católica de Chile


A la Biblia hebrea -que es el Antiguo Testamento de los cristianos- podemos mirarla como una antología de la multisecular tradición literaria del pueblo hebreo y como un espejo fiel de su estructura social y de su visión de la vida y del mundo. Esa (relativamente) vasta literatura, en su forma final, se nos presenta ante todo como una gran «Historia». Pero en ella se han incorporado, con mayor o menor elaboración, materiales de muy variada procedencia. Algunos de los «ámbitos» de donde ellos proceden exigían un uso ya «estilizado» de la palabra (escrita u oral), debido a lo cual ese material literario estaba cristalizado en «géneros literarios» que resultan fácilmente detectables dentro de la trama histórica en la que fueron integrados.

Es preciso reconocer que en la mayor parte de esos «ámbitos» aludidos no se encuentra ninguna huella femenina digna de consideración. No hay absolutamente nada en los diversos géneros del ámbito legal, sea profano sea sagrado, sea casuístico sea apodíctico1; tampoco la hay en el ámbito de los diversos géneros de la poesía cultual2 (es decir, de los salmos); y la que hay en el (para nosotros) extraño y desconcertante ámbito del profetismo, es casi insignificante3. En cambio, es posible reconocer un papel importante de las mujeres en el ámbito que podemos llamar específicamente «cultural»: es decir, en el ámbito que abarca tanto la transmisión de las experiencias y valores que determinan y caracterizan la vida de un pueblo, como la capacidad de responder con inteligencia al desafío incesante de situaciones nuevas, complejas y difíciles.

Y todo esto es lo que constituye el «Sitz im Leben» de la Literatura sapiencial: tema muy complicado y sobre el cual se ha debatido mucho entre los especialistas durante los últimos decenios. Es imposible en esta breve comunicación plantear todos los problemas con las correspondientes soluciones hipotéticas. Pero es una exigencia de honestidad señalar que lo que diremos es una interpretación de los hechos de la causa: discutible, sí, pero que tiene a su haber un alto grado de coherencia y de verosimilitud que resulta muy iluminador.

Se reconoce generalmente que el reinado de Salomón (s. X AC) marcó el comienzo de cierta «profesionalización» de la «sabiduría», perceptible en el uso sustantivado de «los sabios» en referencia a un grupo tan caracterizado como los de «los sacerdotes» o «los profetas» (v.gr., Jer 18,18). Esto sólo pudo pasar gracias a la creación de algún tipo de «escuelas» semejantes a las que existieron en Egipto y en Mesopotamia, pero se debe reconocer que no hay de ello constancia documental. Esta «sabiduría cultivada» fue prácticamente un dominio reservado a los varones. Pero ella no fue ni la primera ni la única forma de «sabiduría» que se dio en Israel. Antes que ella y junto con ella existió esa forma de sabiduría que poseen personas a las que se les aplica como adjetivo el ser sabias. Escribe con mucha razón J.L. Crenshaw: «Difícilmente cabe imaginarse un tiempo en que el adjetivo "sabio" no funcionara en Israel. Y lo mismo puede decirse de otros términos análogos como sagacidad, comprensión, prudencia e inteligencia. Algunas personas demostraban por su actuación sabiduría, talento, habilidad, mientras que otras revelaban inepcia. Llamar a tales individuos «sabios» o «necios» no era identificarlos como miembros de una clase especial»4. Pero, además, antes que aquella «sabiduría cultivada» y junto con ella, tuvo que existir también alguna instancia de transmisión tanto de los mitos y sagas portadores de sentido para la existencia del grupo, como de las normas sobre «lo que se hace» y «lo que no se hace» para que el grupo subsista. Precisar el tipo de relación entre aquella sabiduría enseñada profesionalmente y, por una parte, esa sabiduría innata y difusa y, por otra, estas instancias de enseñanza, constituye el mayor enigma que se les presenta a los especialistas de este sector de las ciencias bíblicas.

Pero, en cualquier hipótesis, hay que dejar constancia, ante todo, de un hecho sólido, y es que, antes de Salomón, esa sabiduría espontánea y popular la vemos atribuida casi exclusivamente a mujeres. Sólo de David se dice una vez que era «sabio de palabra» (1 Sam 16,18). En cambio, ya en el arcaico Cántico de Débora se habla de «las mujeres sabias» que tenía la madre del general cananeo Sísara (Jue 5,29). Y en las secciones más antiguas de la historia de David se narran con mucho detalle las intervenciones de dos «mujeres sabias» que tuvieron importancia decisiva para la paz del Reino (2 Sam 14,2-17; 20,16-22). Y aunque no se use propiamente la palabra «sabia» en la descripción de Abigaíl5, se dice de ella (traduciendo al pie de la letra el hebreo) que era «buena de inteligencia y bella de figura», y se cuenta, en una obra maestra de narrativa, la discreción con que procedió en una coyuntura complicada, mereciendo que David reconociera su «buen tino» (1 Sam 25,1-42).

Por otra parte, estudiando con mucha detención el Libro de los Proverbios se pueden detectar pistas interesantes. Comencemos señalando que en este libro, entre una larga Introducción (capp. 1-9) y un Poema acróstico que sirve de Conclusión (31,10-31), se encuentran siete colecciones de máximas breves e inconexas. Se piensa habitualmente que las siete colecciones son más antiguas (anteriores al exilio babilónico) y que fueron editadas por el autor6 de la Introducción y de la Conclusión después del exilio (al parecer durante el curso del s. V AC). Por lo que toca a las colecciones, sólo cabe señalar que la 7ª (31,1-9) contiene la «instrucción» que a Lemuel, rey arameo de Masá, le dio su madre. Esto no tiene ningún antecedente en las numerosas «instrucciones» egipcias que tenemos, que estaban dedicadas a los futuros reyes por sus respectivos padres, y que son la matriz literaria de la «instrucciones» israelitas de que luego hablaremos.

Es en la Introducción y la Conclusión del Libro de los Proverbios donde encontramos los datos más significativos para nuestro estudio. Señalaremos tres hechos de muy desigual peso, y los expondremos como quien dice «de menor a mayor».

La porción más amplia de la Introducción (Pr 1-9) la constituyen diez «instrucciones» atenidas al esquema de las «Sebayit» egipcias, es decir, formuladas como hechas por un padre a su hijo7. Ahora bien, la primera y la penúltima de estas «instrucciones» se apartan del esquema sólo paternal de las «Sebayit» egipcias, dándole lugar a la enseñanza maternal. Así, en la primera leemos: «Hijo mío, atiende a la educación de tu padre y no abandones la instrucción de tu madre» (Pr 1,8); y en la penúltima: «Hijo mío, observa el mandamiento de tu padre y no abandones la instrucción de tu madre» (Pr 6,20). Y cabe subrayar que en ambos textos la «instrucción» aparece atribuida a la madre. Aquí se percibe sin duda un eco de algo que debió de estar muy anclado en la tradición de Israel: que en la enseñanza de los fundamentos de la vida en sociedad el papel de la madre era indispensable. Y tanto, que en el nivel de la enseñanza sapiencial profesionalizada se sentía la necesidad de integrar y valorar lo recibido en el seno de la familia.

El segundo hecho es que el autor quiso ponerle como Conclusión a su obra de recopilador de la sabiduría pre-exílica un poema acróstico (Pr 31,10-31) en alabanza de la «mujer ejemplar», a la que se le atribuye el ser eficiente en la economía doméstica y al mismo tiempo virtuosa y religiosa. Pues bien, en la enumeración de sus atributos se dice: «Abre la boca con sabiduría y hay en su lengua instrucción de solidaridad»8 (Pr 31,26). Este hecho hace evidente que para el autor la sabiduría ha de ser un atributo de una «mujer ejemplar», y que dar «instrucción» cabe dentro de lo que se espera de ella (y no sólo en cuanto «madre», sino también en cuanto «dueña de casa»).

Pero el hecho más significativo es que, en la Introducción, se nos presenta a la Sabiduría personificada en una mujer («doña Sabiduría»), en cuyos labios se ponen tres exhortaciones dirigidas a los «jóvenes inexpertos» y precedidas cada una por una breve descripción de las circunstancias y modalidades con que ella hace sus invitaciones a una vida «sabia» o «sensata» (1,20-33; 8,1-36; 9,1-6). Una de las cosas más claras es que esta mujer que personifica a la Sabiduría aparece en marcado contraste con la «mujer extraña» o «ajena» que, según las diez instrucciones arriba mencionadas, constituye el mayor peligro para los jóvenes y el mayor obstáculo para que adquieran sabiduría9. Como ella, la Sabiduría es agresivamente seductora: se hace presente en los lugares más concurridos (1,20-21; 8,1-3) ponderando los bienes que encontrarán quienes la amen (8,17-19.21.34), e invita a un banquete refinado preparado por ella misma (9,1-3). Así, pues, se les ofrece a los jóvenes la opción entre «dos mujeres»: una -la adúltera- que lleva a la pérdida de la vida, y otra -doña Sabiduría- que lleva a la adquisición de la vida. Esta Sabiduría personificada en una mujer desempeña, como se ve, una función mediadora en la relación de los hombres con Dios, en quien se encuentra concretamente la plenitud para la vida humana. Pero con el discurso de la Sabiduría personificada que se encuentra en el cap. 8 se da un paso más, y se la presenta como mediadora de la relación de Dios con los hombres: es decir, como una entidad surgida de Dios antes que ninguna creatura y que acompaña siempre a Dios en toda su actuación, y a través de la cual él se ofrece a los hombres, por cuanto en todas las cosas está presente y reconocible la «Sabiduría de Dios». Estamos ante un procedimiento literario-teológico que pretende conciliar la inmanencia de Dios con su trascendencia: procedimiento análogo al que se reconoce en el uso de «el Angel de Yahveh» o de «el Nombre de Yahveh»10: el Dios trascendente se hace inmanente en «la persona» de su «Angel» o de su «Nombre».

Es muy debatido entre los especialistas cómo se explica la personificación femenina de un atributo divino que tiene que ver con la historia humana; de manera más específica, se plantea si cabe reconocer en tal hecho un influjo egipcio, ya que en la mitología egipcia se encuentra la figura femenina de «Maat», que era la personificación divina del orden que regulaba el mundo. No tenemos por qué tomar partido en tal debate. Lo que nos interesa es el alcance o significación que tiene tal personificación femenina de Dios en cuanto sabio. Es muy ilustrativo constatar que jamás aparecen personificadas ni «la Profecía» ni «la Ley», igualmente femeninas en hebreo. Esto muestra que había algo en la «Sabiduría» en sí, que se percibía como privilegiadamente femenino, incluso cuando se trataba de la Sabiduría de Dios. Una mayor precisión sólo es posible entrando en el terreno de lo conjetural y verosímil.

Pienso en dos motivaciones posibles, que no se excluyen la una a la otra. La primera, de orden sicológico, podría ser el reconocimiento de que una «sabiduría» que busca por encima de todo la formación integral y equilibrada del hombre, «calza» mejor con el tipo de inteligencia femenina, más intuitivamente global que analítica. La segunda -de orden histórico-cultural- nos haría ver en tal hecho la «emergencia» final de algo que, a diferencia de lo que sabemos de los otros pueblos del antiguo Oriente Medio, estuvo siempre presente en Israel: el reconocimiento de las mujeres como poseedoras y transmisoras de lo más medular de esa sabiduría compartida sin la cual no es posible una vida en sociedad.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que, a la sabiduría por ellos buscada, los sabios de Israel la personificaron en una mujer cuya amorosa posesión colmaría todos sus anhelos.

 

 

Notas:

1 Por falta de espacio/tiempo no podemos describir -ni siquiera enumerar- los al menos siete géneros pertenecientes al ámbito legal; sólo digamos que es propio de Israel el haber tenido una amplia legislación apodíctica (del tipo "Honrarás..." o "No codiciarás..."), además de la casuística (del tipo "Si un hombre hiere..."), que era común a todo el antiguo Oriente Medio.

2 El cántico de Débora (Jue 5) pertenece al género de la poesía guerrera, cuyo "Sitz im Leben", obviamente, no era el Santuario. El papel de Miryam, la hermana de Moisés, parece haberse reducido al de dirigir el coro de las mujeres que, dentro de la poesía guerrera, aclamaban al vencedor con un estribillo (en el caso: "Cantad a Yahveh, sublime es su victoria, caballos y jinetes arrojó al mar": Ex 15). Sólo el cántico puesto en boca de Ana, la madre de Samuel (1 Sam ), pertenece a un género sálmico. Pero se trata de una atribución tan artificial como la de un salmo a Jonás en el vientre del pez (Jon 2).

3 La calificación de "profetisas" dada a Miryam (Ex 15,20) y a Débora (Jue 4,4) parece claramente anacrónica, y, por lo demás, nada se nos dice acerca de su actuación profética. Así es que lo único sólido que encontramos es el caso de Hulda (fines del s. VII AC), de quien se narra una respuesta profética a una consulta del rey Josías (2 Re 22,14-20), sin ninguna diferencia con la actuación de un profeta varón.

4 J.L. Crenshaw, Old Testament Wisdom, Atlanta 1981, p.27).

5 Abigaíl tuvo como esposo a Nabal, nombre que significa "estúpido".

6 Decimos simplemente "el autor", pero sin negar la posibilidad de que se trate de una obra colectiva.

7 De aquí la denominación alternativa "exhortaciones paternales".

8 No es del todo claro el sentido del texto hebreo en la última parte de la frase.

9 Ver 2,16-19; 5,3-20; 6,24-35; 7,5-27. Estos textos constituyen más de un tercio del contenido total de las diez instrucciones.

10 La personificación de "el Nombre de Yahveh" es menos evidente cuando se la enuncia así en abstracto; pero se hace visible cuando en los textos concretos se ve que al "Nombre" de Yahveh se le atribuyen acciones, como "habitar", "acompañar", etc.